Little Richard: I Am Everything

La liberación en tercera persona

Por Emiliano Fernández

Las contradicciones marcaron la vida y carrera de Little Richard (1932-2020), uno de los pioneros de la industria cultural juvenil, un afroamericano tantas veces señalado como el “arquitecto del rock and roll” y una especie de paradoja viviente en la que cohabitaban el conservadurismo del sur cristiano más retrógrado y segregado y la rebeldía, precisamente, de aquella juventud de mediados del Siglo XX que por primera vez en la historia lograba de a poco cierta autonomía social y cultural gracias al ascenso del Estado de Bienestar, la consolidación de la industria publicitaria y la derrota simbólica de una adultez responsable de la infinidad de masacres detrás de la Segunda Guerra Mundial. En sí una cruza escénica de diferentes elementos de sus ídolos y colegas Sister Rosetta Tharpe, Roy Brown, Billy Wright, Marion Williams, Brother Joe May, Clara Ward, Eskew Reeder Jr. alias Esquerita e incluso Ike Turner, entre otros, Richard en primera instancia logró escapar con mucho esfuerzo de su padre, Charles “Bud” Penniman, un diácono y albañil que lo golpeaba por afeminado y tenía un club nocturno donde vendía aguardiente ilegal, y en segundo lugar desarrolló un show de carácter vanguardista y muy efervescente, sobre todo en su período de gloria entre 1955 y 1958, centrado en canciones con un ritmo veloz, su vestimenta, peinado y maquillaje extravagante, aquella legendaria forma de cantar -el entusiasmo y el sustrato áspero se daban las manos- y las piruetas que montaba alrededor del piano, desde tocar parado o apoyando una pierna sobre el instrumento hasta subirse encima para excitar al vulgo y revolucionar el aburrido ámbito de la música en vivo de la época. Luego de una epifanía bastante bizarra en Australia, en esencia confundiendo al primer satélite artificial, el soviético Sputnik 1, con una señal divina para que deje atrás la existencia hedonista del proto rock, el señor efectivamente abandonó la música secular, se volcó al góspel e incluso se consagró a estudios teológicos, una jugada que llegó con la poca afortunada decisión de renunciar a las regalías por sus composiciones a cambio de que se le permitiera prescindir del contrato leonino que lo unía a su compañía discográfica de entonces, Specialty Records.

 

Es en este período inaugural en el que se edita su álbum más famoso, el debut Here’s Little Richard (1957), asimismo disparador de dos secuelas muy dignas, Little Richard (1958) y The Fabulous Little Richard (1958), y en el que lanza todas sus canciones más populares y apabullantes, hablamos por supuesto de Long Tall Sally, Ready Teddy, Slippin’ and Slidin’, Rip It Up y The Girl Can’t Help It, de 1956, más Lucille, Keep A-Knockin’ y Jenny, Jenny, las tres de 1957, Good Golly, Miss Molly y Kansas City, ambas de 1958, y esa mítica Tutti Frutti (1955), clásico que sería reversionado por Elvis Presley, Pat Boone, The Beatles y Jean-Philippe Léo Smet alias Johnny Hallyday. Su esquizofrenia musical paradigmática, apuntalada en un culto al glamour que se unificaba con la sensualidad, los delirios kitsch y por supuesto una potencia rockera semi terrorista para su momento, también se extiende a lo personal porque su condición de gay estrambótico chocaba con el credo evangélico y por ello en 1959 se casa con una mujer, Ernestine Harvin, movida que antecede a su vuelta a la música laica con motivo del tour europeo de 1962, sus sucesivos encuentros con gente en ascenso de la Invasión Británica que lo idolatraba, especialmente The Beatles y The Rolling Stones, y aquella sociedad con colegas que trabajaron bajo sus órdenes y después tendrían trayectorias brillantes, nada menos que Billy Preston, Jimi Hendrix y Quincy Jones, amén de la influencia en artistas heterogéneos que van desde lo cercano, como por ejemplo James Brown, Ritchie Valens y Otis Redding, hasta lo más lejano, en sintonía con Prince, David Bowie y Freddie Mercury, de Queen. Durante los años 60 y 70 Richard fue exacerbando la teatralidad de sus actuaciones y de hecho concentrándose en los recitales porque las ventas de sus nuevas grabaciones jamás llegaron a los niveles de los 50 y además nunca se sintió del todo cómodo en la etapa de preeminencia del soul y el funk de Motown y Stax Records, por ello aquel culto a lo vintage de los 80 y 90 lo benefició mucho en cuanto a un respeto tardío intra mainstream musical, a su vez la fase previa al flamante regreso al oscurantismo religioso del nuevo milenio para enfatizar que su faceta rockera estaba sometida a lo sacro.

 

Little Richard: I Am Everything (2023), documental de Lisa Cortés para CNN Films y HBO Max, explora el derrotero del compositor y cantante desde sus orígenes menesterosos en el Estado de Georgia, uno de los doce vástagos que Penniman tuvo con Leva Mae, pasando por su importancia en lo que respecta a la integración del público blanco con su homólogo negro en shows siempre frenéticos, hasta llegar a las polémicas que desató en función de sus participaciones televisivas de los años 80 en adelante denunciando a la homosexualidad como algo innatural y enarbolando su reconversión en “soldado de Jesucristo”, algo que tiene que ver no sólo con el trasfondo familiar/ comunal supersticioso de la ciudad que lo vio nacer bajo el nombre de Richard Wayne Penniman, Macon, sino también con una serie de tragedias y adicciones que hicieron tambalear su precario equilibrio psicológico, detalle que incluye la muerte de sus progenitores, el óbito de su hermano más cercano, Tony, y sus problemas sexuales, léase el apego hacia el voyeurismo, las orgías y el exhibicionismo, y de drogas, empezando en el alcohol y la marihuana y terminando enganchado a la cocaína, el PCP o “polvo de ángel” y la heroína. Entre las mentiras que incluyó en su autobiografía escrita por un tal Charles White, The Life and Times of Little Richard (1984), y el instante lacrimógeno infaltable vía la entrega de un premio, el American Music Award of Merit de 1997, que despierta la emoción del homenajeado y de su bajista histórico, Charles Glenn, aquí nos topamos con Jason King, uno de los eruditos que la realizadora entrevista para contextualizar el film, rubro en el que también entran Muriel Jackson, Zandria Robinson, Billy Vera, Fredara Hadley, Ashon Crawley y Tavia Nyong’o, así King aporta el latiguillo ideológico de fondo cuando afirma que Richard era muy bueno liberando a otra gente pero un verdadero desastre a la hora de liberarse a sí mismo de las evidentes cadenas culturales que lo llevaban por un lado al exceso autodestructivo, cual caricatura del destino calamitoso de las estrellas de rock, y por el otro lado al masoquismo inagotable de la religión como si fuera la gran panacea para todo lo anterior, adjudicándole al cristianismo su supervivencia.

 

Con entrevistas adicionales a vecinos, primos, compañeros de escuela, productores, algún manager, agentes del mainstream, ejecutivos discográficos, abogados de la industria y otros artistas de la talla de Mick Jagger, vocalista de los Stones, Nile Rodgers, el líder de Chic, Nona Hendryx, de los girl groups The Blue Belles y Labelle, el director John Waters, héroe del cine trash y contracultural, y Tom Jones, galés que como el anterior subraya el rol en la difusión del rock and roll de The Girl Can’t Help It (1956), un film de Frank Tashlin con un recordado cameo musical de Richard y colegas como Gene Vincent, Eddie Cochran y Fats Domino, el documental enfatiza la fórmula musical preferida del señor, el rhythm and blues más el góspel más el querido blues en su acepción acelerada símil boogie-woogie, y quizás se engolosina demasiado con los dilemas sexuales del protagonista y el corolario tácito en términos de su salud mental, planteo que abarca referencias al paso a su personaje escénico travestido, Princess LaVonne, y los testimonios de parejas/ amistades varias, en línea con la stripper Audrey Robinson alias Lee Angel y el artista andrógino Sir Lady Java, este último acusándolo abiertamente de traicionar a los gays y de no ser lo suficientemente fuerte para defenderlos en esos mítines evangélicos grotescos de las postrimerías del Siglo XX. Este costado oscuro de Little Richard, el cual solía incluir condenas mucho menos vehementes contra las drogas y el mismo rock como “música del Diablo”, se contrapone a los instantes de martirio de su vida, como cuando vende Biblias con los beatos intolerantes o lava platos en un restaurant para sobrevivir y mantener a su madre y hermanos, amén del accidente automovilístico que sufrió en 1986 en la previa a la ceremonia de inducción del Rock and Roll Hall of Fame. Cortés, conocida por All In: The Fight for Democracy (2020), estudio sobre las trabas al libre sufragio en Estados Unidos, y The Space Race (2023), acerca de los primeros astronautas negros de la NASA, de todos modos consigue redondear un retrato balanceado -aunque poco original, vale aclararlo- de semejante figura y se da el gustito de incorporar algunas pinceladas abstractas/ surrealistas/ cuasi cósmicas a lo Brett Morgen…

 

Little Richard: I Am Everything (Estados Unidos, 2023)

Dirección y Guión: Lisa Cortés. Elenco: Little Richard, Mick Jagger, Tom Jones, Nile Rodgers, John Waters, Sir Lady Java, Jason King, Fredara Hadley, Zandria Robinson, Muriel Jackson. Producción: Lisa Cortés, Caryn Capotosto, Robert Friedman y Liz Yale Marsh. Duración: 101 minutos.