La Leyenda del Indomable (Cool Hand Luke)

La libertad es no adaptarse

Por Emiliano Fernández

El cine, como todo el arte en su conjunto, suele privilegiar historias de héroes o antihéroes bien solitarios que trazan vínculos individuales con otros personajes en esencia también relativamente solitarios, ya que al fin y al cabo -nos guste o no nos guste- somos en primera instancia entes particulares y sólo después viene la catarata de abstracciones sociales. En este ámbito en el que ni siquiera las epopeyas corales ofrecen una verdadera perspectiva colectiva de la narración de turno, casi siempre limitándose a un retrato segmentado de intercambios entre individuos más o menos aislados, no se puede dejar de ponderar la importancia de recuperar una película como La Leyenda del Indomable (Cool Hand Luke, 1967), toda una rareza para los criterios conservadores de nuestros días y hasta los de su época porque a pesar de que nos ofrece el paradigmático ascenso de un protagonista solitario -muy a su pesar, vale aclararlo- hasta alcanzar el rol de líder/ ejemplo/ modelo a seguir dentro del grupo donde le tocó caer, lo cierto es que el film en cuestión va mucho más allá porque incorpora de manera complementaria y con una enorme inteligencia el sentir de esos “hombres comunes” que lo elevan por sobre ellos mismos y lo convierten en una figura que sintetiza sus preocupaciones y anhelos al punto de -paradójicamente- despersonalizarlo mediante esa disposición tan pero tan humana vinculada a la proyección de lo que se desea en un otro que puede acumular o no en términos concretos esas características idealizadas/ pretendidas para uno mismo, suerte de compensación simbólica generadora de paz a través de la cual queda en potencial lo considerado faltante a nivel actitudinal mediante la construcción permanente de un prójimo juzgado como completo.

 

Lucas “Luke” Jackson (el imbatible Paul Newman), un hombre que desprecia a los jefes, los reglamentos y la autoridad en general por su sustrato represivo y castrador y por la facilidad con la que deviene en abusos varios contra los subalternos, es sentenciado a dos años de reclusión luego de descabezar borracho unos parquímetros y es trasladado a una penitenciaría de baja seguridad de Florida dirigida por un tal Capitán (Strother Martin) con la ayuda de sus dos esbirros principales, el Jefe Godfrey (Morgan Woodward), un psicópata semi mudo de anteojos espejados, y el Jefe Paul (Luke Askew), otro sádico caracúlico que disfruta atormentado a los reclusos. Luke, un ex militar acreedor de una Estrella de Plata, una de Bronce y dos Corazones Púrpuras en la Guerra de Vietnam que llegó a sargento pero terminó marchándose como soldado raso, rápidamente comienza a burlarse del líder tácito de su barraca, Dragline (George Kennedy), un personaje afable aunque a la vez engreído y bastante patético en su constante pretensión de lucirse y controlar el fluir diario de sus compañeros, replicando así en parte las estrategias y normas de los guardiacárceles y/ o sometiéndose servilmente a ellas. Pronto queda en primer plano que el único objetivo de la prisión son los trabajos forzados orientados a desmalezar las banquinas de los caminos y despejar de obstrucciones las zanjas símiles desagües, labores realizadas bajo el sol abrasador por unos presos reconvertidos en esclavos que deben pleitesía ad infinitum a sus “amos” so pena de acabar encerrados por una noche o tiempo indefinido en “la caja”, una construcción de madera semejante a un armario -con muy poco aire y nulo espacio para movimientos- en la que los popes del lugar confinan a los hombres como forma de castigo.

 

La animadversión entre Luke y Dragline comienza a desaparecer a medida que el primero demuestra que su fuerza de voluntad, su necesidad de mantenerse independiente y sus ansias de libertad son mucho más marcadas/ cuantiosas que las de sus compañeros, algo que queda bien en claro cuando en una pelea de boxeo con Dragline se levanta una y otra vez a pesar de haber recibido una andanada fulminante de golpes, cuando en un juego de póker termina ganando lo que en la barraca significa una pequeña fortuna con una mano que equivalía a nada, cuando los obligan a alquitranar una carretera y él acelera el ritmo de trabajo contagiando al resto para transformar el hipotético martirio en una experiencia jocosa de rebeldía, y finalmente cuando los reclusos improvisan una apuesta colectiva teniendo por base la afirmación de Jackson de que puede comer 50 huevos duros en una hora, lo que efectivamente logra aunque al borde del colapso. Con Dragline y el resto de los presos admirando a Luke, entre los que se encuentran Koko (Lou Antonio), Tramp (Harry Dean Stanton) y Babalugats (Dennis Hopper), el susodicho comienza a burlarse sutilmente de los jerarcas de este campo de concentración maquillado luego de la visita de su madre, Arletta (Jo Van Fleet), una mujer agonizante que le transmitió a su hijo su afán anarquista en pos de mantenerse libre e íntegro ante todo. El tiempo pasa, la progenitora de Jackson fallece y el Capitán decide encerrar a Luke en la caja con el pretexto de evitar una posible fuga para asistir a su funeral, un acto de crueldad que -como casi todas las sanciones con vistas a normalizar al ser humano- termina siendo de lo más contraproducente porque despierta en el protagonista el irrefrenable deseo de escapar, algo que finalmente hace cuando lo sacan de su encierro y en medio de los festejos por el 4 de Julio serrucha el piso de madera de la barraca para salir en medio de la noche en lo que será la primera de tres huidas y recapturas sucesivas que dispararán un execrable esquema de tortura física y psicológica contra un Luke al que se pretende domesticar cual perro descarriado que no deja de desobedecer los lineamientos y caprichos de todos los imbéciles despóticos a cargo.

 

Como decíamos anteriormente, el extraordinario film por un lado pone el foco en las contradicciones de los procesos de idealización social y lo que significa depositar -a pura ingenuidad y facilismo- todas las aspiraciones en una figura externa, lo que aquí deriva en una primera fase vinculada a la exaltación masiva del pobre Luke por parte de los prisioneros y una segunda etapa en la que le sueltan hipócritamente la mano cuando el Capitán y sus personeros lo quiebran a escala anímica (el mismo Jackson, en una de tantas escenas memorables, les pide que se escapen ellos mismos y dejen de alimentarse de él, lo que sintetiza este trasfondo caníbal despersonalizador/ deshumanizador que tiende a otorgarle rasgos míticos a antihéroes de carne y hueso que sufren -y mucho- al militar a diario su autonomía inconformista), y por otro lado enarbola una concepción muy concreta de la libertad, relacionada a la no adaptación para con un sistema de jerarquías juzgado como profundamente injusto y demencial, toda una metáfora de la sociedad en su conjunto y su maloliente establishment (hoy los ciudadanos de a pie/ prisioneros representan a unas ovejas obedientes que de unirse podrían rebelarse con gran facilidad y alcanzar ese “afuera” del sistema que tanto desean, sin embargo los recursos coercitivos de la cárcel terminan siendo una y otra vez los que determinan el ganador en la pulseada entre la docilidad y la voluntad de autoemancipación). Otro enorme punto a favor de La Leyenda del Indomable, también estrechamente vinculado con lo anterior, es que denuncia la inoperancia, torpeza y estupidez de los testaferros del poder en lo que atañe a garantizar una verdadera mansedumbre o siquiera imponerse como una autoridad a respetar de por sí y más allá del brazo armado brutal, planteo que queda en evidencia mediante -en primera instancia- la ridiculización a la que los somete Luke vía sus repetidas fugas y -en segundo término- la secuencia en la que el Capitán golpea al antihéroe, éste cae en una zanja y el mandamás pronuncia la legendaria frase “aquí nos enfrentamos con un problema de comunicación”, símbolo perfecto del maquiavelismo hipócrita y violento de los payasos de la derecha.

 

Por supuesto que el discurso antiinstitucional de la propuesta va en consonancia con el sentir contracultural de las décadas del 60 y 70, no obstante esta inusitada preeminencia del devenir psicológico de las barracas y su interrelación con el destino que se va trazando el protagonista le otorgan un sabor muy especial al convite retórico, complejizándolo a niveles poco habituales no sólo en lo que respecta al promedio de Hollywood sino de todo el cine en general. La dirección de Stuart Rosenberg, aquí ofreciendo la mejor película por lejos de su carrera, y el guión de Donn Pearce, Frank Pierson y Hal Dresner, sobre la novela homónima de 1965 del primero, se sirven de manera maravillosa de distintas referencias a la iconografía cristiana, hermanando al protagonista con un Jesucristo que representa una amenaza -sobre todo alegórica- para el entramado hegemónico, y de una fotografía impecable de Conrad L. Hall y una banda sonora en verdad sublime de Lalo Schifrin con el objetivo de acrecentar desde un paradójico minimalismo la fascinante y semi suicida gesta de un hombre que improvisa su camino hacia la autodeterminación a partir del devenir de los acontecimientos que se le cruzan por delante (tampoco podemos obviar el interesante uso de la señalización pública a lo largo del desarrollo narrativo, comentando irónicamente -y desde la perspectiva del adalid de la indisciplina- las diversas “infracciones” de las que somos testigos como espectadores). Newman, que ya era una estrella desde los atávicos 50, y Kennedy, que estaba encasillado en papeles de villano, entregan toda la serenidad y efusividad -respectivamente- que se espera de ellos en un par de roles inolvidables, para los cuales sin duda nacieron y se formaron a lo largo de los años previos a este glorioso 1967. Generaciones y generaciones de cinéfilos descubren y redescubren escenas excelentes como la del onanismo visual masivo con esa chica que lava un auto a pura sensualidad, a la que Dragline bautiza Lucille (Joy Harmon), aquella otra centrada en la conversación que mantiene Luke con su madre, el episodio del alquitrán y los palazos de arena acelerados, la secuencia de la ingesta de los 50 huevos, el momento en el que Jackson le habla a los gritos a Dios bajo la lluvia pidiéndole en vano una prueba de su existencia, cuando el protagonista interpreta en un banjo Plastic Jesus, canción folk paródica de 1957 de Ed Rush y George Cromarty, luego de que se le informase sobre la muerte de su progenitora, cada una de las secuencias correspondientes a sus huidas, el mencionado alegato del Capitán acerca del “problema de comunicación” y ni hablar del desenlace, cuando Luke le recrimina a Dios el haberle dado una voluntad inconformista que no encaja para nada en un mundo repleto de esclavos apáticos y sádicos poderosos, para colmo con un Dragline transformado en Judas y entregándolo a sus verdugos para a posteriori mitificar a su compañero ya fallecido y su sonrisa socarrona desde la comodidad de la obediencia, la genuflexión y el regreso en cuerpo y alma al rebaño carcelario. Más allá del tono entre humanista y nihilista y el retrato sutil de la masculinidad de base, siempre enmarcada en la lucha de poder y la necesidad de “sexo colorido” y/ o sus sustitutos conceptuales, el opus de Rosenberg enfatiza que la rebelión tiene sus recompensas -pensemos en los anteojos destruidos de Godfrey del final- porque reafirma la necesidad de brindar batalla contra los mamarrachescos líderes estatales y los aparatos represivos, quienes suelen reaccionar con desconcierto, miedo, furia e intentos berretas de manipulación ante cualquier indicio de cuestionamiento a su dominio.

 

La Leyenda del Indomable (Cool Hand Luke, Estados Unidos, 1967)

Dirección: Stuart Rosenberg. Guión: Donn Pearce, Frank Pierson y Hal Dresner. Elenco: Paul Newman, George Kennedy, Lou Antonio, Strother Martin, Morgan Woodward, Luke Askew, Jo Van Fleet, Harry Dean Stanton, Dennis Hopper, Joy Harmon. Producción: Gordon Carroll. Duración: 126 minutos.

Puntaje: 10