Me mira y se ríe. Si causo gracia en vez de ganas de garchar, debo estar yendo por el camino equivocado. En el subte el calor me marea. La mirada de la jovencita se pierde porque la risa, a veces, nos da vergüenza. El vagón lo comparto con mayoría de oficinistas, nos dividimos entre los que tenemos cara de “algún día voy a ganar la lotería” y nos paramos con la espalda recta y miramos culos, tetas y vergas; y los que tienen cara y postura de “la muerte no debe estar tan mal”. Adelante mío hay un gordito que tiene una camisa a rayas empapada de sudor, a mi derecha, una veterana de la lucha oficinística, tiene el vestido hecho agua. Un olor rancio, dulce y potente se levanta cada dos minutos; un cocktail olfativo de axilas, vulvas y testículos que se protegen del volcán.
Llego al downtown porteño pensando ¿por qué se habrá reído esa hija de puta? En el camino me paro en La Piedad a comprar unos sanguchitos de miga. El que me atiende también se ríe, pero es una sonrisa cálida, de bienvenida. Bienvenido al infierno, comprate tu sanguchito y tu coca y andá sacando turno para el clínico. Me doy cuenta, sin embargo, la ensalada no me va. Dejemos el pasto para las gordas que viven a dieta y se atragantan con grasa pura a escondidas, o para las anoréxicas que nunca van a amar a nadie más que a su culo. Ya saldrá alguna píldora efectiva para el colesterol de todos los gansos que comemos mal pero que sabemos amar.
Salgo de La Piedad y camino los setenta metros que me separan de la oficina. Mis auriculares explotan. Me ahorro para otro día la música de alguna banda callejera remixada con conversaciones en portugués y con gritos de vendedores ambulantes. Gente con traje y pelo con gel me pasa por al lado como átomos de mierda danzando a la velocidad de la luz. Me abstraigo, camino sereno, miro adelante. Por momentos no veo nada, sólo me muevo, ¿hay algo? Sí, amor. Hago una rápida lista mental de las personas y de las actividades que amo. Un escalofrío enérgico me masajea el comienzo de la columna vertebral. Continúo mi camino, estoico, libre, al menos por unos segundos. Miro el sol, me mareo, respiro, camino, vivo.
Subo las escaleras rápido; hago mi entrada teatral diaria; miro a mis compañeros detenidamente, levanto los brazos y largo un “feliz navidad, camaradas”. Sacan la cabeza del limbo virtual por unos segundos. La mayoría me contesta un ultra cálido “igualmeeente”, en monocorde y casi sin mover los labios. La ballena terrestre que trabaja de secretaria me mira y me dice “¿pero vos no sos ateo?” no le contesto; me siento, prendo la compu y me sumerjo en los caracteres del Word.