Es hora de perder el tiempo. El solitario de Windows encabeza el ranking de los aniquiladores de vidas que se pierden en la burocracia estatal. Las charlas sin sentido y las sobredosis de café también pelean por el título. Sin embargo, el genocidio del tiempo no es sólo patrimonio del estado; en las empresas privadas es incluso más despiadado, se comen tu tiempo agotándote para luego sodomizarte con la plusvalía. Acá, al menos, trabajamos para la gente. Sí, la gente. Ese concepto deforme que aniquilaron algunos políticos primero y luego la prensa terminó de masacrar. Puedo decir que trabajamos para todos. Al servicio de la comunidad, como la cana. Por supuesto no es verdad en ninguno de los dos casos. Acá trabajamos para esa minoría que tiene acceso al arte. Pero en un mundo muerto de hambre ¿quién mierda quiere a un artista?
Ser artista está bien visto. Hoy en día es más subversivo ser abogado que ser artista. Y me parece perfecto que así sea. Un manipulador de leyes siempre es necesario, y más en el bando de los perdedores. Ser un artistucho está tan bien visto que los privados de suerte y, a veces, talento que no pudieron generarse una carrera rentable y tuvieron que subirse a tirar unas notas a un tren o un subte, reciben monedas en casi todos los vagones. A diferencia de las nenas y nenes de cuatro, cinco o doce años, llenos de mocos y con panzas hinchadas por la desnutrición que venden estampitas y no les generan ni un mínimo destello de solidaridad a los pelotudos que colaboran con los artistuchos. Claro, si el subhumano que se humilla por monedas sabe hacer una gracia, es diferente, ¿no? Pero ¿por qué sorprenderse, emocionarse o hacer algo por los niños perdidos por el embudo de la mierda? Los padres deben ser unos vagos borrachos que los mandan a recolectar para sus vicios. Listo. Fin del tema. Me voy a casa a ver las noticias importantes que me hacen tragar hasta el fondo los grandes medios corporativos. Sí, hasta el fondo, aunque te den arcadas, mamita. Acá se come todo. En casa de papá televisor se vota y se repite lo que papá dice.
En el (infra)mundo de la cultura a los muertos de hambre no los vemos. Los azules sin fierro, esos proletarios que venden su tiempo para buchonear, no los dejarían entrar al salón dorado a pedir monedas los miércoles de sinfónica. Pero, por supuesto, le dan la bienvenida al artista que compra su whisky en esas tienditas cool de mercadería importada, porque sólo lo consigue ahí, gordi. Y habla con un tonito medio femenino y pronuncia muy bien el inglés porque lo estudia desde el jardín, claro. Sus padres sabían desde que era niño que si les salía puto, al menos iba a ser artista y debía gemir como en las porno yankis, con un “oh yeah”; y, tal vez, con un importante empresario o funcionario europeo.
El artista en la bienvenida no saluda. De hecho piensa que son unos negros de mierda esos boludos de la vigilancia. Definitivamente son inferiores a mí, piensa, mientras pone cara de circunstancia. Sube en el ascensor hasta el cuarto piso. En el edificio hay ascensores muy pintorescos. Viejos y algo descuidados pero con unos bellos trabajos en madera. Hace cien años los arquitectos tenían buen gusto. Si la fachada del edificio merecía un trabajo minucioso y hermoso, los ascensores también. Llega al cuarto y se cruza con la amable mujer de unos cuarenta y tantos años que lo recibe. El artista va a pedir guita. Tiene un amplio departamento en Avenida del Libertador y una casa de finde en zona norte pero su arte es tan genial que merece un subsidio del estado o algo que se le parezca. Él es un genio, entonces sus caprichos y sus hobbies se los tenemos que pagar todos. El artista en la oficina pide. Pide mal, porque siempre pidió mal. La copada que lo atiende trata de no mandarlo a la mierda y le explica que en su oficina no otorgan subsidios, que es un sistema de desvío de impuestos y que el beneficiado debe buscarse sus contribuyentes. Al artista no le gusta para nada, él quiere la platita ya; como siempre: rápida y fresca. La empleada trata de ser lo más didáctica posible, dentro de sus limitaciones y su desinterés por el laburo que hace, pero artistucho no entiende. Nunca fue bueno en matemáticas. A él le gusta crear, decía mamá burguesa.
El artista del subte rara vez se aventura a la oficina del inframundo cultural. Tiene más dignidad. Generalmente vienen los que se pueden pagar sus proyectos o las fundaciones y asociaciones que tienen contactos con grandes empresas, a las que les conviene darle sus impuestos a proyectos culturales en vez de pagarlos porque, muchas veces, les darían el dinero de todos modos.
Nene burgués artista quiere plata estatal. No tiene una postura política definida. Él es cool, y los partidos tradicionales ya fueron. Así que no importa quién sea el capitán del barco. El fin de las ideologías, repite nene burgués. Al menos para él, ese discurso fue funcional a su riqueza. La estaca en el corazón es cuando lo escuchás de un pobre. Porque, seamos sinceros, los sectores medios de la Argentina pueden tener un capital cultural muy elevado pero un patrimonio muy cercano al de un villero. Y gran parte de los sectores medios y bajos tienen el mismo discurso que nene burgués. Claro. El discurso de papá televisor. Obviamente si al artista burgués no le das plata, patalea. Te arma quilombo. No le gustan los trámites. No le gustan las complicaciones ni la complejidad. A él le gusta crear, decía mamá zona norte. Y, muchas veces, como buen caprichoso, consigue lo que quiere.