La Fiesta de Babette (Babettes Gæstebud)

La mesa está servida

Por Emiliano Fernández

La Fiesta de Babette (Babettes Gæstebud, 1987), sin lugar a dudas la obra maestra del director y guionista danés Gabriel Axel y su película más orientada al mercado mundial, juega a conciencia y de manera socarrona con la imagen que gran parte del planeta tiene de los habitantes de los países escandinavos como fríos y/ o algo distantes ya que el film se basa, precisamente, en esa calidez humana que se oculta detrás de las máscaras religiosas más ortodoxas del luteranismo que dominó en la región entre el Siglo XVI y el Siglo XIX, un esquema de creencias ascéticas que desconfía de las emociones -y de todo lo humano, a decir verdad- porque relaciona a la vida cotidiana y al placer que puede ofrecer con la falta de compromiso ante Dios, el quiebre de la humildad de la fe y sobre todo la banalidad de tipo católica que reemplaza a la obsesión sepulcral y antimaterial del protestantismo con la llamada idolatría de las estampitas y el fetiche con las obras meritorias/ positivas en tanto camino hacia la salvación, noción negada desde siempre por Martín Lutero y sus acólitos de los países nórdicos bajo el argumento de que el reino de los cielos sólo se abre mediante la misma fe cristiana irrestricta del día a día, como decíamos antes vinculada al despojo, el sacrificio y el pesimismo para con la existencia mundana del hombre. Basándose en el cuento corto homónimo de Karen Blixen incluido en su antología Anécdotas del Destino (Anecdotes of Destiny, 1958), aquella escritora danesa que también inspiró Una Historia Inmortal (Histoire Immortelle, 1968), de Orson Welles, y África Mía (Out of Africa, 1985), de Sydney Pollack, Axel construye una película en verdad encantadora que desarma todas las presunciones y prejuicios que el espectador podría tener sobre las naciones escandinavas sirviéndose del ardid de examinar con lupa y una maravillosa paciencia el gran pivote conceptual de esta fama de frialdad que sobrevuela el metraje cual verdad impostada o algo hipócrita deudora del fundamentalismo, nos referimos desde ya a ese luteranismo fanático y castrador pero también autoafirmante de una identidad muy particular que de todos modos comparte con sus homólogas de otros países esa típica subdivisión de grandes metrópolis liberales y unas regiones bucólicas mucho más pegadas a las tradiciones de dejo invariante.

 

La historia en sí comienza en un pueblito de la costa occidental de la Península de Jutlandia durante el Siglo XIX, lugar en el que viven dos ancianas solteronas y muy piadosas que subsisten con unas escasas rentas que dedican a ayudar a los pobres de la comarca, Martine (Birgitte Federspiel) y Filippa (Bodil Kjer), las cuales encabezan reuniones regulares con la que fuera la congregación de su padre, un pastor luterano adepto a los aforismos religiosos algo simplones (Pouel Kern), hoy un grupo de ancianos que cantan himnos sacros y se viven pasando factura mutuamente por traiciones o peleas ridículas de antaño debido a la ausencia del principal eje aglutinador de otros tiempos, el patriarca, y debido al carácter sutilmente pasivo de sus veteranas hijas, quienes se dan cuenta de que sólo con la ortodoxia devota mucho no pueden hacer para generar la cohesión comunal del pasado. Mediante un flashback de cinco décadas atrás descubrimos que las hermanas Martine (Vibeke Hastrup) y Filippa (Hanne Stensgaard) fueron dos jóvenes muy codiciadas por los diversos varones de la región aunque cayeron bajo el encanto de extranjeros, la primera marcada por el afecto que le prodigó un oficial de caballería sueco, Lorens Löwenhielm (Jarl Kulle), que fue enviado por su padre a la costa de Jutlandia para alejarlo de vicios como el juego, el alcohol y el tabaco, y la segunda encandilada por el gran tenor francés Achille Papin (Jean-Philippe Lafont), a quien una ricachona le recomienda también Jutlandia cuando escucha de su predilección por el silencio y el sonido de las olas, incluso llegando a darle lecciones de canto a Filippa, una soprano, con la esperanza de que brille en la Ópera de París. Ambas mujeres rechazan el amor y deciden permanecer en el pueblo junto a su padre, dejando pasar la oportunidad de conocer el mundo y quedándose solas cuando el progenitor fallece, no obstante la rutina se modifica cuando décadas después llega a su puerta Babette Hersant (la gloriosa Stéphane Audran), una francesa que fue enviada por Papin y que perdió a su marido e hijo en la represión contrarrevolucionaria durante la Comuna de París (18 de marzo-28 de mayo de 1871), llegando a convertirse en la cocinera de las hermanas por 14 años y sin cobrar nada, ya que literalmente las monedas apenas si alcanzan para la comida.

 

Ahora bien, la fiesta del título, esa que acontece en el presente en el que abre el metraje, abarca prácticamente todo el tramo final de la película y tiene que ver con el empeño de Babette de pagar -en plan de agradecimiento hacia las hermanas pero también de celebrar la vida propia- un banquete bien lujoso para el que hubiese sido el centésimo cumpleaños del pastor, sustituyendo la clásica comilona modesta de la fecha con una serie de manjares que la mujer hace importar desde Francia de la mano del dinero que obtuvo al ganar la lotería, nada menos que diez mil francos, cortesía de un amigo francés que año a año le renueva el billete. Entre vino fino, jerez y champagne, Hersant cocina y sirve ayudada por su sobrino marinero, Erik (Erik Petersén), un menú que incluye exquisiteces como sopa de tortuga, tortitas de trigo sarraceno con caviar y crema agria, codorniz en cáscara de hojaldre con foie gras y salsa de trufa, una ensalada de escarola, bizcochos al ron con higos y cerezas confitadas, quesos y frutas variadas y finalmente café con coñac; una andanada culinaria que le alegra la vida a la congregación luterana de las hermanas y hasta a un reaparecido Löwenhielm, hoy ascendido a general y visitando a Martine con su tía (Ebba With), otrora acólita del pastor, y su chófer (Axel Strøbye), este último también asistiendo en la cocina y hasta garroneando muchos de los manjares y bebidas. Aprovechando al máximo el festín de turno, mucho más que en las páginas del mismo cuento de Blixen, el director y guionista toma al evento como un bacanal de los sentidos pero justo en el sentido opuesto con respecto al desfile interminable de comida y sexo de -por ejemplo- La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973), de Marco Ferreri, ya que mientras que en este último caso todo estaba orientado hacia la autodestrucción y el suicidio burgués símil parodia/ homenaje de la exuberancia por la exuberancia en sí, en La Fiesta de Babette en cambio las delicias funcionan como una ratificación de la vida en una coyuntura luterana que muchas veces parece cercana a la muerte, lo anodino y el sustrato repetitivo apático, por ello durante la cena las antiguas rivalidades desaparecen, el amor negado se permite regresar por unos instantes y en general el regocijo piadoso se equipara con el material/ corporal/ prosaico.

 

De hecho, el film de Axel desparrama oposiciones de manera constante y muy vedada, casi haciéndolo mediante susurros retóricos destinados sólo a los iniciados en el arte del cine para adultos en serio, sin subrayados bobos o pueriles de ningún tipo: frente al dolor mudo de la católica/ papista Babette se opone la contención emocional de las siempre afables y respetuosas hermanas Filippa y Martine, frente al ascetismo protestante de los comensales daneses se opone el narcisismo de Löwenhielm, el único “hombre de mundo” que puede juzgar en toda su dimensión los platos que va preparando la francesa y el único que no comparte ese hilarante pacto previo de no manifestar opinión alguna sobre la comida por temor a que su carácter inusitado sea parte de una conjura satánica, frente a la previsibilidad aburrida de los abstemios se opone la jovialidad liberadora del alcohol y sobre todo de quien no está acostumbrado a las bebidas blancas, frente a la represión sexual y la riqueza del espíritu se opone un frenesí romántico que puede seguir limitado luego del banquete pero también se ubica mucho más cerca de celebrar la potencia y satisfacciones del placer físico más vulgar, frente al puritanismo de fondo que establece reglas y penalidades y le quita importancia al cariño entre los sexos y al matrimonio como institución se opone un festival de sabores hasta ese momento desconocidos que vienen a simbolizar un universo muy vasto que no se termina en la frontera de lo habitual reconfortante, sea ésto el luteranismo, la residencia familiar o el mismo pueblito de turno, y frente a los sueños y anhelos de independencia mediante la prosecución de la propia vocación se opone la triste realidad y sus múltiples frustraciones de toda índole, esas que encima en esta ocasión están atravesadas por estatutos de autocensura que coartan las posibilidades de ser feliz de otra manera dentro de un esquema social en el que se dan por sentadas la veracidad y corrección de los postulados hogareños y el gracioso y paranoico influjo maligno del vecino ignoto, sin que en realidad el sujeto en cuestión -las hermanas piadosas, en este contexto- pueda comparar a ciencia cierta aquel amor hacia lo extranjero -la comida exótica o los posibles amantes suecos/ franceses- y el atolladero religioso en el que vive cual burbuja hermética.

 

Axel fue un artista sinceramente muy extraño con un pie en la realización y el otro en la actuación de la misma forma en que siempre se debatió entre Dinamarca y Francia a lo largo de su trayectoria, una en esencia volcada a la televisión y a un puñado de comedias cinematográficas olvidables -algunas hasta eróticas militantes, destinadas al lobby en pos de la legalización de la pornografía en su país, el primero en el planeta en hacerlo en 1967- que refuerzan la idea de que la única película que se tomó en serio en toda su carrera fue La Fiesta de Babette, proyecto soñado que le llevó 15 años de duro trabajo para trasladar a la pantalla y que le permitió incorporar toda su sabiduría en lo que atañe al género de las risas, aquí más bien sonrisas sutiles que se mueven por detrás de un drama que disimula las magníficas pinceladas de humor negro, irónico y costumbrista del realizador. Más allá de la extraordinaria perspicacia escénica de gran parte del elenco, sobre todo la de las cuatro mujeres que componen a las hermanas, Kjer, Stensgaard, Federspiel y Hastrup, sobresale lo hecho por Kulle y Lafont para Löwenhielm y Papin, respectivamente, algo así como el contrapeso ateo y católico de la fanfarria oscurantista luterana, cada concepción con sus fortalezas y miserias y acusando por lo bajo a las otras -mediante el silencio y/ o la curiosa omisión de respuesta- de erróneas, infernales o por lo menos ilusorias. Audran, casada entre 1964 y 1980 con el genial Claude Chabrol y habiendo colaborado además en su extenso derrotero profesional con gente como Jacques Becker, Luis Buñuel, Samuel Fuller, Claude Zidi, Georges Lautner, Éric Rohmer, Bertrand Tavernier, Claude Sautet, Peter Collinson, Jesús Franco, Édouard Molinaro, Claude Miller y Anne Fontaine, es en gran medida la que se roba la película gracias a esa Babette Hersant tan misteriosa como fascinante, una mujer que en el final descubrimos que fue chef del muy elegante Café Anglais de París y que en esencia se identifica con la vida truncada aunque hasta cierto punto agradable y feliz de sus “no jefas”, Martine y Filippa, un trío de amigas veteranas que en los últimos segundos del convite tienen un intercambio verbal memorable cuando las hermanas comprenden que la cocinera gastó su fortuna en el festín y ahora será menesterosa el resto de su vida, frente a lo cual Babette responde que “un artista nunca es pobre” y Filippa vaticina que “en el paraíso serás la gran artista que Dios tenía pensado que fueras”, coronando todo con el querido “¡qué felices van a ser los ángeles!”, uno de los remates más hermosos y sinceros que haya dado el cine desde finales del Siglo XX hasta nuestro paupérrimo presente. Recuperando en parte aquel minimalismo existencialista de Carl Theodor Dreyer e Ingmar Bergman acerca del destino, la muerte, la terquedad, las tentaciones, el afecto, los traumas identitarios, la vejez, las crisis, el concepto social de familia, la fe y las paradojas de la vida en comunidad, dos directores para los cuales varios miembros del elenco supieron trabajar, Axel erige aquí un retrato humanista y muy comprensivo de las diferencias de criterio y lo bien que pueden convivir cuando existen entendimiento y respeto honesto de por medio…

 

La Fiesta de Babette (Babettes Gæstebud, Dinamarca, 1987)

Dirección y Guión: Gabriel Axel. Elenco: Stéphane Audran, Bodil Kjer, Birgitte Federspiel, Jarl Kulle, Jean-Philippe Lafont, Hanne Stensgaard, Vibeke Hastrup, Ebba With, Axel Strøbye, Erik Petersén. Producción: Just Betzer, Bo Christensen, Benni Korzen y Pernille Siesbye. Duración: 103 minutos.

Puntaje: 10