3x1 de John G. Avildsen

La narrativa del desvalido

Por Emiliano Fernández y Ernesto Gerez

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

La carrera de John G. Avildsen fue una de las más extrañas dentro del conjunto variopinto de cineastas del Nuevo Hollywood de la década del 70 ya que al señor honestamente no se lo puede englobar en ninguna categoría facilista debido a que fue un ciclotímico muy importante que se paseó por muchas comedias satíricas, trágicas, picarescas y/ o hipponas que desaparecieron de la faz de la tierra como Enciende el Amor (Turn on to Love, 1969), ¿Sabes qué Aprendimos Hoy en el Colegio? (Guess What We Learned in School Today?, 1970), Llora, Tío (Cry Uncle, 1971), Okay, Bill (1971), El Taburete (The Stoolie, 1972), Juego Previo (Foreplay, 1975) y Un Caradura Simpático (W.W. and the Dixie Dancekings, 1975), trabajos interesantes de impronta dramática en sintonía con Joe (1970), Sueños del Pasado (Save the Tiger, 1973), Rocky (1976), Apóyate en mí (Lean on me, 1989) y La Fuerza de Uno (The Power of One, 1992), epopeyas tardías algo olvidables o directamente fallidas como Danza Lenta en la Gran Ciudad (Slow Dancing in the Big City, 1978), La Fórmula (The Formula, 1980), Los Vecinos (Neighbors, 1981), Una Noche en el Cielo (A Night in Heaven, 1983), Un Asalto Diferente (Happy New Year, 1987), La Cigüeña no Espera (For Keeps, 1988), Rocky V (1990), Ocho Segundos para la Gloria (8 Seconds, 1994) e Infierno (Inferno, 1999), y una clásica trilogía del cine familiar de la década del 80, aquella compuesta por Karate Kid (The Karate Kid, 1984), Karate Kid II: La Historia Continúa (The Karate Kid Part II, 1986) y Karate Kid III: El Desafío Final (The Karate Kid Part III, 1989). El señor al principio de su derrotero profesional tenía todo para triunfar, basta con pensar que fue productor ejecutivo en Mickey One (1965), de Arthur Penn, y asistente de dirección en Lo que Trae el Mañana (Hurry Sundown, 1967), de Otto Preminger, sin embargo al saltar en sí a la realización por cuenta propia rápidamente se consagraría a esa catarata de productos exploitation del acervo humorístico hoy anacrónico del período hasta de repente cosechar grandes elogios por la polémica Joe y hasta ganar el Oscar a Mejor Director gracias a la genial odisea obrerista Rocky, situaciones que tampoco aprovechó del todo para apuntalar su carrera porque eventualmente se hizo echar de manera burda -en esencia por sus caprichos, su obsesión con el control creativo absoluto y sus ataques de narcisismo rimbombante- de dos tanques que bien podrían haberlo posicionado entre los cineastas Clase A del aparato hollywoodense de aquellos gloriosos años, hablamos de Sérpico (1973), que terminaría siendo dirigida por el querido Sidney Lumet, y Fiebre de Sábado por la Noche (Saturday Night Fever, 1977), que caería en manos del aún inexperto John Badham. En esta trayectoria rebosante de frustraciones, en la que a posteriori se destacarían las citadas Sueños del Pasado, Apóyate en mí y La Fuerza de Uno, tres obras que sin ser perfectas funcionaron como un estupendo indicio de lo que podría haber sido la carrera de Avildsen si hubiese elegido mejor sus proyectos y se hubiese controlado un poco a sí mismo en aquellos tiempos de combates furiosos con los productores y en ocasiones hasta con los protagonistas de turno, una y otra vez vuelven a la mente de los cinéfilos las tres películas fundamentales del norteamericano, hablamos de Joe, Rocky y Karate Kid, no sólo las cúspides de su carrera sino también los representantes paradigmáticos y/ o mejores ejemplos de las tres vertientes principales que fue tomando su periplo en la gran industria del séptimo arte, léase respectivamente la pata indie iconoclasta, la dramática underground vinculada a la lucha por un anhelo o un ideal y la mainstream amigable para con ese gran público con el que perdió casi todo contacto desde los 90 en adelante a raíz del batacazo total de Rocky V, otra de las tantas secuelas desechables de la insuperable faena original con un jovencísimo Sylvester Stallone. A continuación analizaremos esas tres joyas rotundas del formato de las epopeyas quijotescas, claros exponentes de una narrativa del desvalido o el desamparado que tanto le gustaba a un director como Avildsen que muchas veces queda enterrado en la memoria cultural por el peso de esas mismas películas que creó, de allí que un dossier sobre su figura aporte un granito de arena en materia de volver a establecer la correlación entre films tan célebres y tan admirados y aquel autor que supo concebirlos.

 

 

Joe (1970), por Emiliano Fernández:

 

Por más que muchas veces se pretende reducir a la eternamente polémica Joe (1970), de John G. Avildsen, a la condición del exploitation más influyente y extasiado acerca de la brecha entre los hippies de los 60 y sus padres conservadores, en realidad la película es mucho más que ello porque en términos prácticos funciona como un análisis de la doble derrota de fondo, por un lado el ocaso del hippismo y parte de la contracultura, siendo los principales clavos del ataúd los asesinatos Tate/ LaBianca perpetrados por la Familia Manson en 1969 y el homicidio en el Altamont Speedway Free Festival durante el mismo año de un asistente a manos de los Ángeles del Infierno, contratados como seguridad del evento y cargándose a puñaladas a la víctima en ocasión del show de The Rolling Stones, y por el otro lado el fracaso de las generaciones previas que viene a ser el fracaso de la sociedad internacional de la época en su conjunto, esa que en vez de aprovechar el insólito envión vanguardista en materia de la conciencia colectiva para materializar alguna mínima faceta de las utopías hippies, llamadas a modificar los cimientos comunales para hacerlos más pacíficos, solidarios y estimulantes, decidió en cambio romperles enfáticamente las cabezas a los jóvenes mediante las fuerzas de represión y perseguir con inusual fanatismo a cualquier grupo opositor -político, cultural, ideológico o del rubro que sea- que se plantase frente a los payasos gubernamentales del capitalismo concentrado, hambreador y homicida de siempre. El film encapsula a la perfección las tensiones de toda índole que atravesaban a la mayoría de los países occidentales del período mediante la en apariencia simple historia de un obrero fabril y un oligarca de la alta burguesía gerencial que se unen en un odio polirubro -prácticamente contra todo lo que no sea ellos mismos, y eso por cierto es mucho- y que se proponen traspasar la frontera que separa al decir del hacer, límite entre el acto de despotricar contra los juzgados enemigos conceptuales y el empuñar las armas del caso y comenzar la carnicería sólo por gusto, para ratificarse y ratificar las supuestas convicciones. Tanto Avildsen como el guionista Norman Wexler fueron dos individuos muy pero muy extraños: Joe, junto a la también interesante Sueños del Pasado (Save the Tiger, 1973), protagonizada por el gran Jack Lemmon, fue la película más famosa de la primera etapa de la carrera del realizador antes de ganar el Oscar como Mejor Director por Rocky (1976), un señor obsesionado con filmar comedias y productos románticos sin definitivamente tener ni un ápice del talento necesario para generar sonrisas o enternecer los corazones del público, trayectoria en la que -como decíamos en la introducción del presente dossier- se destacan anomalías como Apóyate en mí (Lean on me, 1989) y La Fuerza de Uno (The Power of One, 1992) y los éxitos de taquilla Karate Kid (The Karate Kid, 1984), sus primeras dos secuelas y por supuesto el clásico absoluto del boxeo con Sylvester Stallone; y en lo que atañe a Wexler, el señor arrastró toda su vida un trastorno bipolar y fue arrestado en 1972 por amenazar de muerte al entonces presidente Richard Nixon, ofreciéndonos un derrotero profesional corto pero fascinante que asimismo abarcó maravillas en sintonía con Sérpico (1973) y Mandingo (1975), algún trabajo desparejo como aquella Fiebre de Sábado por la Noche (Saturday Night Fever, 1977) y obras directamente fallidas, hablamos de Drum (1976), Sobreviviendo (Staying Alive, 1983) y Triple Identidad (Raw Deal, 1986). Todavía en la “fase documental” del devenir de ambos artistas, el dúo apuesta a un realismo sucio bien lacerante que resulta toda una rareza para su tiempo e incluso leyéndolo desde aquel naciente Nuevo Hollywood de fines de los 60 e inicios de los 70, esquema en el que se reemplaza los latiguillos psicodélicos del cine mainstream e indie del período -secuencias alucinadas, colores chillones, personajes caricaturescos, juegos con la edición a lo proto videoclip, etc.- por una catarata de puteadas y odio social caprichoso que no han perdido nada de su vigencia porque los especímenes que vemos en pantalla siguen teniendo su correlato en nuestra praxis cotidiana, ausencia de romantización o ilusión de por medio. La trama comienza centrándose en una parejita de jóvenes neoyorquinos, Frank Russo (Patrick McDermott), un narcotraficante de trasfondo lumpen y pretensiones pictóricas que se la pasa vendiendo metanfetaminas y “pastillas de diseño” a burguesitos privilegiados para juntar mil dólares cuanto antes y hacer una gran compra de drogas para revender, y Melissa Compton (Susan Sarandon), una chica de una familia rica que está enamorada del anterior y tan enganchada como él en la heroína. Producto de una sobredosis, Melissa va a parar al hospital y su padre conservador, Bill Compton (Dennis Patrick), decide pasar por el ruinoso departamento de la pareja para buscar sus cosas, no obstante se topa con Russo y se genera una pelea entre ambos porque el veterano golpea al muchacho y éste lo insulta recordándole la promiscuidad de la chica y cómo se acostaba en cines pornos con viejos verdes por dinero. Luego de matar por accidente a Frank, Bill se marcha con la bolsa llena de drogas que había adquirido y se dirige a un bar donde sin darse cuenta le confiesa a un extraño, Joe Curran (Peter Boyle), que acaba de asesinar a un hippie, uno de los tantos blancos del desprecio del susodicho porque Joe literalmente los odia a todos: a los afroamericanos, a los homosexuales, a los drogones, a los militantes de izquierda, a los comunistas, a los universitarios, a los ateos, a los pacifistas, a los rockeros, etc. De a poco surge una amistad muy bizarra entre Compton y Curran que hasta abarca una visita del oligarca con su bella esposa, Joan (Audrey Caire), a la casa pobretona del obrero metalúrgico y su mujer, Mary Lou (Katherine Elizabeth Callan). Melissa eventualmente se entera de boca de su propio padre del detalle de que reventó a su noviecito, por lo que se escapa y así Bill y Joe barren los tugurios hippies en busca de la muchacha hasta dar con un grupillo de drogones que los invitan a una orgía por facilitarles las drogas que Compton le había robado a Russo. Los jóvenes se esfuman de golpe con la bolsa y las billeteras de los veteranos, desencadenando una masacre final improvisada a posteriori de una paliza a una muchacha por parte de Joe. Así como el dúo Frank/ Melissa sin duda sintetiza los extremos de la pirámide capitalista metropolitana de la adolescencia o juventud, él rencoroso y maltratándola por ser una nena privilegiada y ella enamorada más de un “ideal de hombre” que del varón de carne y hueso que tiene adelante, el binomio Joe/ Bill viene a condensar la relación equivalente en el estrato social adulto de derecha, con un obrero violento, frustrado y fanático de las armas que le escapa a toda romantización de base marxista y con un ejecutivo publicitario que gana y gasta fortunas para mantener un estilo de vida fastuoso en pos de diferenciarse, de hecho, de personajes juzgados grotescos o decadentes como ese Curran que de considerar la posibilidad de chantajearlo por el homicidio pasa a transformarse en un admirador rotundo de Compton, símbolo de lo que él todavía no ha podido llevar a cabo, léase desquitarse de la contracultura en boga y de la sociedad en general matando a un hippie roñoso y drogón con el que supuestamente no comparte nada (existe otra dicotomía más dentro del relato pero es bastante más secundaria, la de Mary Lou/ Joan, las esposas de los protagonistas, la primera una arpía que miente a discreción y se desentiende de los desvaríos existenciales de su hija y la segunda una pobre mujer que habla, habla y habla sobre banalidades de todo tipo para compensar las pocas palabras de su marido, quien en suma desprecia también a los hijos de la pareja y a la misma Mary Lou, metiéndole los cuernos de vez en cuando -lo mismo hace Bill- con diversas prostitutas). Este choque sincero, brutal y sin miramientos ni ninguna corrección política o pasteurización constituye el núcleo de la película, conflicto que es entre generaciones, clases sociales, géneros sexuales y especialmente actitudes ante la vida, basta con pensar en jóvenes que ya en 1970 renuncian a los ideales de cambio, ahora mutados en un hedonismo apolítico y algo mucho patético vinculado con el sustrato recreativo del consumo de estupefacientes, y en estos adultos incapaces de ponerse en el lugar de sus hijos, comprender sus problemas y necesidades o respetar al prójimo diferente. Ahora bien, más allá del muy certero estudio de fondo en torno a las contradicciones y bajezas detrás del “salto generacional” de turno, vale aclarar que a Avildsen se le va un poco la mano en materia del dejo documentalista debido a que varias escenas duran más de lo conveniente, sobrándole a la película unos 15 o 20 minutos que son compensados por las maravillosas actuaciones de Peter Boyle, Dennis Patrick y una debutante y hermosa Susan Sarandon. Como decíamos anteriormente, aquí el realizador apuesta a la crudeza formal y temática y esquiva los estereotipos del enclave cultural lisérgico -incluso en la escena de la orgía entre los veteranos y las muchachas del último acto, apenas registrada con luces rojas y azules y sin pasión alguna- pero no puede sustraerse de una marca registrada del cine de la época, las canciones demasiado aleccionadoras que se pasan en eso de explicitar los rasgos de los personajes o las moralejas discursivas que deberíamos sacar del derrotero. En este sentido, se sabe que lo que Avildsen y Wexler construyeron como una sátira de las paradojas de su tiempo -recordemos el periplo tragicómico de los psicópatas de Joe y Bill por los “bajos fondos” hippones de Nueva York- lamentablemente fue interpretado por muchos espectadores desquiciados norteamericanos como un “manual de acción” sobre cómo se deberían resolver las disputas ideológicas, en suma faenando a los adversarios como hacen en el desenlace Compton y Curran al extremo del burgués cargándose sin querer a su propia hija de un disparo en la espalda. Inspiración explícita para casi todos los personajes proletarios inflexibles de los 70, y para propuestas concretas como Taxi Driver (1976) y Hardcore (1979), ambas también con Boyle, Joe demuestra hasta qué punto el discurso plutocrático, chauvinista y deshumanizador de las cúpulas puede penetrar en los estratos más bajos de la sociedad, los cuales van en contra de sus intereses y se sienten identificados con la oligarquía parasitaria que los ve con desdén mientras los lúmpenes sueñan con llegar a amasar una fortuna de esa envergadura (nos referimos al pobre de corazoncito fascista, a la white trash que vota a quien reproduce su miseria y a los “oreos” marginados -superficie negra e interior blanco- que se mueven cual infiltrados entre los suyos para desperdigar intolerancia, paranoia y maquinaciones), delirio que encuentra su espejo en la costumbre del mainstream y las clases medias de adoptar lo que fuera sinónimo de rebeldía y militancia contracultural -el credo revolucionario, el rock, las drogas y el sexo libre, por ejemplo- para vaciarlo de sentido, castrarlo y reconvertirlo en otro baluarte más del mercado capitalista para consumo de los hipsters, los new age, los progres y demás exponentes ridículos y/ o ignorantes del lobotomizado enjambre social de nuestros días.

 

Joe (Estados Unidos, 1970)

Dirección: John G. Avildsen. Guión: Norman Wexler. Elenco: Peter Boyle, Dennis Patrick, Susan Sarandon, Patrick McDermott, Katherine Elizabeth Callan, Audrey Caire, Gloria Hoye, Estelle Omens, Bob O’Connell, Reid Cruickshanks. Producción: David Gil. Duración: 107 minutos.

 

 

Rocky (1976), por Ernesto Gerez:

 

Los primeros cinco minutos definen a Rocky Balboa (Sylvester Stallone) con una precisión que como todo lo difícil bien hecho, parece fácil: la gente lo abuchea, su entrenador le dice que está peleando para el orto, el contrincante después de perder le tira que sólo tuvo suerte, y el que reparte la guita le muerde un veinticinco por ciento de una pelea con bolsa de pobres. El obstáculo de Rocky no es Apollo (Carl Weathers), es la gente de mierda que en el mundo es mayoría. Un cartel atrás del primer ring al que se sube Balboa spoilea la épica: “resurrección” se puede leer debajo de la cara de un Cristo. Y Rocky, ante los ojos de Jesús, gana una pelea con la fuerza de voluntad que le da la trampa que hace su contrincante cuando le mete un cabezazo; esa mala leche es la que lo motiva a sacar una energía que parecía no tener. Lo que queda claro desde el comienzo es que Rocky es un buen tipo, un chabón de barrio que aunque labure para un mafioso apretando gente tiene ciertos códigos que nunca va a romper. Cuando el jefe lo manda a quebrarle los dedos a un deudor, Rocky no lo hace; cuando ve a una piba de doce años con los fisuras del barrio, se la lleva como un padre con discurso conservador pero con las buenas intenciones de un tipo solidario. El guión del propio Stallone no se apura en definir la complejidad de Rocky, se toma casi una hora, pero la pericia narrativa, también responsabilidad del director John G. Avildsen y de los montajistas Scott Conrad y Richard Halsey, hace que quede definido en esos cinco o diez minutos del inicio. El otro eje de Rocky como personaje, además de la definición de su propia ética y moral y su lucha contra los hijos de puta que llenan el planeta, es la problemática ligada a su realización personal; es un boxeador de treinta años que hasta lo echan del gimnasio en el que entrena desde siempre, y al que su entrenador le dice que es un perdedor que desaprovechó su pasta de campeón. Sin embargo, Rocky es un tipo feliz, el que representa la frustración es Paulie (Burt Young), el hermano misógino de su tímida novia Adrian (Talia Shire en su papel más recordado junto al de Connie en El Padrino/ The Godfather, de 1972, de Francis Ford Coppola), a la que el chófer del mafioso define como retrasada cuando le dice a Rocky que la lleve al zoológico porque a los retrasados les gusta eso; bardeo grueso y humor negro hoy imposible en una producción que pretenda el Oscar del liberalismo hipócrita. En el mundo pesimista de Stallone y Avildsen no se salva ni Mickey (Burgess Meredith), el entrenador que se vuelve a acercar a Rocky cuando da el salto a las grandes ligas, otra lacra que también quiere un pedazo del peleador. Apollo es otro hijo de puta que elige a Rocky sólo para armar un combate que le dé rédito marketinero, no sabe quién es ni le importa; idea festejada por su representante y escena que en dos líneas muestra las vísceras del cadáver putrefacto del sueño americano. “Hoy es Día de Acción de Gracias”, le dice Adrian a Rocky, “para mí es jueves”, le contesta él, respuesta de anarco en un drama existencialista más que película deportiva (de hecho, en toda la propuesta sólo hay dos peleas). Después de la mencionada primera batalla en el gimnasio de la resurrección, los planos abiertos que siguen a Rocky muestran la mugre y la dinámica de una Philadelphia que resume en un par de planos el hambre de calle del Nuevo Hollywood. El clasicismo ubicuo sólo parece romperse en un primer plano de Rocky, cuando le ofrecen la pelea con el campeón y en un gesto notable casi que nos mira desde la oficina del manager de Apollo. Lo que queda para el desenlace del drama, y lo que quedó para siempre fluyendo por las venas de la cultura pop, es la secuencia de montaje del entrenamiento con la música de Bill Conti y los gritos de Rocky llamando a su novia al final de esa pelea que pierde por puntos contra Apollo, dos buenos e inseparables momentos de la obra total pero que para nada le hacen justicia a un relato que es mucho más que esa idea pedestre de motivación y superación que se mueve tan cómoda en el pantano neoliberal.

 

Rocky (Estados Unidos, 1976)

Dirección: John G. Avildsen. Guión: Sylvester Stallone. Elenco: Sylvester Stallone, Talia Shire, Burt Young, Carl Weathers, Burgess Meredith, Thayer David, Joe Spinell, Jimmy Gambina, Bill Baldwin, Al Silvani. Producción: Irwin Winkler y Robert Chartoff. Duración: 120 minutos.

 

 

Karate Kid (The Karate Kid, 1984), por Emiliano Fernández:

 

Qué mal estará el cine familiar contemporáneo a escala internacional que ya no genera productos con la entereza dramática de Karate Kid (The Karate Kid, 1984), una película que a pesar de estar impulsada por clichés del mainstream más remanido se traza un objetivo ambicioso y sale airosa con una gracia hoy francamente casi impensable. El film de John G. Avildsen juega en simultáneo con los relatos de iniciación en la vida adulta, las fábulas del maestro y el alumno, los devaneos románticos en la adolescencia y/ o la fase escolar, las mini epopeyas de mudanza o adaptación a un nuevo contexto, las parábolas de diferencias generacionales entre padres e hijos, el devenir de autosuperación individual y, como si todo lo anterior fuese poco, el clásico descubrimiento de una cultura novedosa a través de las enseñanzas de un “outsider” al que todos subestiman al punto de después tener que comerse sus palabras de menosprecio. Precisamente, la premisa de este hitazo total de los años 80 se condice con el traslado del joven amante del karate Daniel LaRusso (buen desempeño de Ralph Macchio) junto a su madre Lucille (Randee Heller) desde Newark, New Jersey, a Los Ángeles, California, situación que obedece a un nuevo puesto laboral de ella y representa un cambio muy grande para el adolescente que lo deja a merced de los abusones del barrio y del colegio, unos muchachos encabezados por el violento y bien arrogante Johnny Lawrence (William Zabka), quien estudia/ practica en el dojo Cobra Kai y lo martiriza con amenazas, humillaciones y palizas infernales al paso fundamentalmente porque Daniel anda detrás de la ex novia de Johnny, la bella Ali Mills (Elisabeth Shue, un gran talento actoral a futuro). El primer acto de la película finaliza con una de las escenas más legendarias de aquel período bobalicón y -hasta cierto punto- disfrutable/ entretenido de Hollywood, léase cuando ese querido petiso de Okinawa que trabaja como empleado de mantenimiento en el complejo de departamentos donde viven los LaRusso, el Señor Miyagi (un siempre glorioso Noriyuki “Pat” Morita), se revela como un experto en artes marciales defendiendo al protagonista de lo que bien podría haber sido la zurra de su vida a manos -y pies- de Lawrence y los suyos. Cuando Miyagi pretenda arreglar definitivamente el asunto yendo a Cobra Kai, entenderá que el máximo responsable del comportamiento impiadoso de los chicos no es otro que el sensei del lugar, John Kreese (el gran Martin Kove), un veterano hiper fascista de la Guerra de Vietnam, al cual el japonés le plantea la opción de una competencia en términos equitativos para que dejen de aporrear a Daniel en grupo, lo que deriva en un acuerdo en el que los estudiantes de Kreese se enfrentarán a LaRusso en un torneo oficial de artes marciales y mientras tanto, por dos meses, todas las palizas se detendrán. De inmediato Miyagi, quien heredó las dos pasiones de su padre, la pesca y el karate, se transforma en el profesor improvisado de su ahora pupilo con el doble objetivo de que pueda defenderse y comprenda que la violencia y el odio que enseña Kreese nada tienen que ver con la filosofía de base oriental detrás del despliegue de puños y patadas, un ideario vinculado a evitar los conflictos en vez de a provocarlos continuamente ya que lo que siempre debería primar es la mente y el corazón y no el revoltijo manipulable de las entrañas. El guión de Robert Mark Kamen, quien luego reincidiría a la par de Avildsen en las dos inferiores aunque más o menos dignas secuelas de 1986 y 1989 y se borraría por completo en la olvidable cuarta parte de 1994 y la ya horrenda remake del 2010, sabe balancear todos los ingredientes de la pócima retórica con sutileza, astucia y sencillez, logrando la proeza de maquillar el hecho de que estamos frente a un típico ejemplo de esa apropiación cultural hollywoodense -hoy con el acervo japonés como principal víctima- que tiende a banalizar o simplificar recorridos históricos de larga data que casi nunca son examinados en su justa medida o riqueza intrínseca por el enclave mainstream yanqui (para colmo aquí aparecen detalles bien fantásticos o algo ridículos relacionados con la fuerza y destreza sobrehumanas del personaje de Morita, el carácter medio caricaturesco de su “estilo” pedagógico -aquella memorable andanada de autos lavados, pisos pulidos y cercas y paredes pintadas- y el desenlace en su conjunto con la pierna destrozada de Daniel en el torneo y todo resolviéndose milagrosamente con la postura/ “técnica de la grulla”, cortesía una vez más del Señor Miyagi). El mayor logro de la propuesta, y lo que más se extraña en el séptimo arte de nuestros días, se reduce a la capacidad de convertir a cada uno de estos estereotipos y situaciones delirantes, si se las saca de su coyuntura o se las sopesa desde la ortodoxia formal, en fortalezas dentro de una historia que edifica con paciencia y esmero personajes entrañables de por sí: Daniel es algo así como el modelo por antonomasia de todos los infantes y adolescentes hollywoodenses histéricos posteriores (su ciclotimia sin freno sería extremadamente influyente en los años venideros); en Miyagi se combinan un sustrato hosco y semi freak con el respeto por el diferente, la sabiduría del silencio y hasta un pasado trágico como combatiente estadounidense inmigrante en la Segunda Guerra Mundial con esposa e hijo falleciendo -paradoja mediante, al dar a luz la mujer- en el campo de concentración yanqui de Manzanar; Mills por su parte es un personaje femenino insólitamente bien desarrollado a partir del antagonismo de clase para con LaRusso (ella es una burguesa adinerada y él y su madre pertenecen a una suerte de clase media que trata de trepar en la pirámide social vía el trabajo californiano de Lucille en la naciente industria de las computadoras hogareñas); y hasta los villanos púberes y el propio Lawrence terminan demostrando su curiosa amplitud al reconocer el sustrato psicópata de Kreese cuando en los segundos finales del metraje le piden perdón y/ o felicitan a Daniel en función de su aguante frente a la orden del veterano de guerra de inutilizarle la pierna al ya baqueteado muchacho. Como decíamos anteriormente, a la película hay que leerla dentro del berretín de una industria de alcance global como la hollywoodense que gusta de condimentar ciertos engranajes narrativos paradigmáticos todo terreno con marcos culturales foráneos a los que adapta desde una licuadora poliforme y contradictoria que a veces puede resultar más o menos inofensiva -como en este caso- y en otras ocasiones puede molestar y mucho. Sin ser una maravilla absoluta, Karate Kid sigue soportando múltiples visiones en su condición de “fetiche pop” gracias a su muy ajustada construcción dramática y la presencia de adalides a mitad de camino entre lo mundano naturalista y un enigma anímico compartido que se condice con el fluir desde adentro hacia afuera del karate y su quimera del equilibrio vital.

 

Karate Kid (The Karate Kid, Estados Unidos, 1984)

Dirección: John G. Avildsen. Guión: Robert Mark Kamen. Elenco: Ralph Macchio, Noriyuki “Pat” Morita, Elisabeth Shue, Martin Kove, Randee Heller, William Zabka, Ron Thomas, Rob Garrison, Chad McQueen, Tony O’Dell. Producción: Jerry Weintraub. Duración: 126 minutos.