Para muchos fans de The Beatles la carrera solista de Paul McCartney representa una eterna frustración porque su carácter profundamente errático o desparejo siempre dejó abierta la puerta a acusaciones por un lado de banalidad y medianía cualitativa, algo enraizado en esa impronta inocua de sus composiciones que tantas veces el británico pretendió esconder mediante su enorme talento para la melodía, y por el otro lado de ser un eterno artista de “grandes hits” en vez de discos completos brillantes como por ejemplo Plastic Ono Band (1970) e Imagine (1971), de John Lennon, o quizás All Things Must Pass (1970) y Brainwashed (2002), ambos de George Harrison, sus dos colegas más prominentes de la legendaria banda de Liverpool. Esta persistente e innegable mediocridad, arrastrada precisamente desde la separación de The Beatles en 1970, fue un tanto sobredimensionada por la prensa y el público en las primeras décadas post ruptura, en especial por la sombra del material firmado durante los años 60, y luego sutilmente pasada por alto por esos dos mismos gremios en el Siglo XXI, por ello cada nuevo disco del veterano se lo recibe con un respeto hipócrita o automatizado como si se tratase del último, actitud lisonjera y patética que no reconoce a conciencia que el camino del señor continúa siendo más o menos el mismo y que la escasez de discos realmente potables sigue siendo la regla principal. Dicho de otro modo, McCartney a lo largo de las muchas décadas efectivamente entregó una catarata de álbumes anodinos, con apenas uno o dos o tres temas interesantes cada uno, aunque también redondeó discos más que dignos que sin el discurso político visceral de Lennon o la espiritualidad de Harrison -sin nada valioso para decir, en suma- por lo menos ofrecieron una colección de composiciones que estaban a la altura del período final y más maduro de su grupo más famoso, aquel simbolizado en The Beatles (1968), Abbey Road (1969) y Let It Be (1970), hablamos por supuesto de estereotipos de variada envergadura de su devenir creativo en sintonía con Ram (1971), Band on the Run (1973), Tug of War (1982) y Chaos and Creation in the Backyard (2005), éste producido por Nigel Godrich y sin duda lo último admirable que entregase a escala discográfica, en términos de placa de estudio tradicional, ya que los cinco trabajos posteriores dejaron mucho que desear, léase Memory Almost Full (2007), Kisses on the Bottom (2012), New (2013), Egypt Station (2018) y McCartney III (2020).
Ni el grueso de sus aventuras solistas ni sus incursiones soporíferas en la música clásica ni sus experimentos francamente triviales y aburridos con Martin Glover alias Youth, bautizados bajo el seudónimo colectivo de The Fireman, lograron despertar el entusiasmo de antaño más allá de los consabidos tracks individuales brillantes que en general acumuló primero durante la década del 70, dominada por Wings, banda con una formación muy cambiante que giró alrededor del bajista Paul, su esposa y tecladista Linda McCartney y el guitarrista Denny Laine de The Moody Blues, y segundo durante los inicios de los 80, cuando Tug of War y su secuela, Pipes of Peace (1983), nos hicieron olvidar el mal trago del impresentable McCartney II (1980), ejemplo de una new wave raquítica en ciernes. Wings, en sí otro peldaño de este recorrido profesional mayormente insípido, sintetiza muy bien las idas y vueltas de McCartney porque después de dos discos mediocres, Wild Life (1971) y Red Rose Speedway (1973), el inglés se aparece con el siempre disfrutable Band on the Run para a posteriori nuevamente comenzar a bajar el nivel de sus composiciones vía dos fases, la de los simpáticos pero sosos Venus and Mars (1975) y Wings at the Speed of Sound (1976) y aquella otra etapa de los abiertamente horribles London Town (1978) y Back to the Egg (1979), trabajos que anticiparon muchos de los problemas de los “bajos fondos” del Paul de entrados los años 80 símil Give My Regards to Broad Street (1984) y Press to Play (1986), a su vez subsanados en parte por Flowers in the Dirt (1989) y Off the Ground (1993), en primer lugar, y por los mejorcitos aunque también sinceramente descartables Flaming Pie (1997) y Driving Rain (2001), amén de discos innecesarios de covers como CHOBA B CCCP (1988), Run Devil Run (1999) y el ya mencionado Kisses on the Bottom. Semejante periplo queda mucho más expuesto al escarnio en las odiseas en vivo, todas extremadamente desabridas y echando leña al fuego de aquellos melómanos fatalistas que caracterizan a la carrera solista del músico como una excusa para escuchar en vivo -en los tours, no así en los discos en directo- las canciones de The Beatles, pensemos en el trayecto que va desde los dos mojones fundacionales, Wings over America (1976) y Tripping the Live Fantastic (1990), pasa por alguna que otra rareza como el Unplugged (The Official Bootleg) (1991), básicamente otro disco de covers aunque ahora camuflado, y llega hasta la andanada insufrible e intercambiable de Paul Is Live (1993), Back in the U.S. (2002), Good Evening New York City (2009) y Amoeba Gig (2019), casi siempre con el bajista tocando los mismos temas con los mismos exactos arreglos cual banda de autohomenaje ad infinitum, sin brío ni imaginación alguna.
La racha por suerte se corta, de manera retrospectiva pero se corta, de la mano de un trabajo doble que ha sido pirateado incansablemente por años y años, One Hand Clapping (2024), disco atribuido oficialmente a Paul McCartney & Wings que por un lado resulta mucho más sincero que Wings over America, éste un paradigmático producto del gigantismo de los 70 en materia del rock de estadios y la primera aristocracia cultural juvenil, y por el otro lado fue grabado en vivo y sin público en 1974 en Abbey Road Studios, en Londres, bajo la doble noción de aprovechar la muy buena acogida popular y crítica de Band on the Run, todo un éxito comercial gracias a los singles Jet y Band on the Run, y de recuperar la idea detrás de Let It Be, hablamos desde ya del rodaje de un rockumentary, en esta ocasión con el director David Litchfield reemplazando a Michael Lindsay-Hogg, que estaba destinado a la televisión y fue cancelado debido al hecho de que el material nuevamente mostraba en primer plano el sustrato dictatorial de McCartney y la relación tirante con las dos nuevas adiciones a Wings, el guitarrista Jimmy McCulloch y el baterista Geoff Britton, reemplazos respectivamente de los expulsados Henry McCullough y Denny Seiwell. Si bien la película de Litchfield ya había sido editada en DVD en 2010 como parte de las ediciones Especial y Deluxe de la remasterización de Band on the Run correspondiente a la serie Paul McCartney Archive Collection, por cierto curada por el propio protagonista, lo cierto es que todavía faltaba un álbum propiamente dicho que cubriese el resto de aquellos temas registrados a lo largo de cuatro días del mes de agosto de cinco décadas atrás, de hecho la estructura que nos propone este One Hand Clapping en su acepción sonora en crudo ya que el primer disco abarca los tracks del documental y el segundo las otras canciones del proyecto, uno que literalmente bebe tanto de los hits de Band on the Run y la otra pieza crucial en el apuntalamiento de Wings como una agrupación con personalidad popera propia, el sencillo grabado y aún sin publicar Junior’s Farm (1974), como de los dos rostros por antonomasia del liverpuliano en el período que nos ocupa, la faceta proto indie o proto lo-fi de Ram y su debut del año anterior, el asimismo injustamente atacado en la época McCartney (1970), y el talante softrockero más o menos ecléctico de Wild Life y Red Rose Speedway, placas que oficiaron de ensayo general o en todo caso “puesta a punto” del grupo para el clásico de 1973, el omnipresente Band on the Run.
El primer disco, correspondiente al material fílmico registrado por Litchfield, abre con un instrumental que le regala el nombre al proyecto en su conjunto, One Hand Clapping, una canción breve de cuelgue rockero psicodélico con una fuerte presencia de sintetizadores y un groove cuasi funkeado intoxicante que deja paso al éxito reciente, Jet, y a toda una rareza, Soily, excelente rock and roll que permanecería inédito hasta Wings over America, placa que incluso llegó a cerrar. El primer medley tiene un tono jocoso modelo The Beatles y aglutina singles que en su momento quedaron afuera de los discos oficiales de Wings, C Moon y Little Woman Love, la primera coqueteando con el reggae y la segunda con el rockabilly, preludio para una reinterpretación con sintetizadores etéreos de Maybe I’m Amazed, el himno de aquel debut de 1970 en plena depresión post ruptura con Lennon, Harrison y Ringo Starr, y para la archiconocida My Love, clásico romántico empalagoso de Red Rose Speedway que aquí recibe el acompañamiento de una ignota orquesta. En el Lado B la hermosa Bluebird, de Band on the Run, le pasa la posta a dos temitas nuevos propios de One Hand Clapping tracción a piano, Let’s Love y All of You, el primero una obra muy melancólica que iría a parar a reediciones de Venus and Mars y la segunda más alegre y efectivamente permaneciendo inédita y pirateada por décadas. I’ll Give You a Ring, parte constituyente del segmento aludido en piano, es una canción mucho más redonda/ pulida que las anteriores -de aires cercanos al vodevil- que asimismo sería editada años después, en el single de Take It Away (1982), durante la época de Tug of War. La querida Band on the Run recibe un tratamiento similar al de Jet y Soily, con mantras de sintetizadores complementando permanentemente las guitarras de McCulloch y Laine, lo que por cierto calza muy bien con el legendario magnum opus y su estructura automitologizante en tres movimientos alrededor de la libertad y la necesidad de fuga. Los últimos temas del primer álbum resumen los fetiches de la carrera de McCartney, nos referimos a la fanfarria de Live and Let Die, magnífico leitmotiv del film homónimo de 1973 de Guy Hamilton con Roger Moore como James Bond/ 007, el rock and roll clasicista de Nineteen Hundred and Eighty-Five, recordada coda con capas de mellotrón de Band on the Run, y el primer cover del lote, Baby Face, estándar compuesto en 1926 por Benny Davis y Harry Akst que Paul interpreta al piano en una acepción bien cabaretera y risueña.
Ya la segunda placa, la del resto del material grabado durante las sesiones en Abbey Road, comienza con Let Me Roll It, otra de las joyas inconmensurables de Band on the Run que aquí pasan a ser “sintetizadas” por el líder de Wings con el objetivo de unificar el sonido rockero prototípico y las innovaciones de finales de los 60, antesala para tres curiosidades, primero un cover de Blue Moon of Kentucky, clásico de 1945 del bluegrass firmado por Bill Monroe que popularizó Elvis Presley en los 50 e iría a parar al Unplugged del liverpuliano, y en segunda instancia un par de inéditos -de poco más de un minuto cada uno- construidos alrededor de juegos con distintas clases de órganos, Power Cut y Love My Baby, por cierto muy en la tradición de la pata más distendida de estudio de The Beatles. El ineludible medley de su banda anterior aquí amaga con respetar la fascinación con el órgano de los temas previos para a posteriori saltar al piano y ofrecernos la seguidilla de Let It Be y The Long and Winding Road, ambos precisamente de Let It Be, más Lady Madonna, single de 1968 previo a The Beatles aka The White Album que sería incluido en Past Masters (1988), célebre compilado doble con casi todas las rarezas que no estuvieron presentes en los discos oficiales de estudio, léase los británicos más el LP estadounidense de Magical Mystery Tour (1967). Junior’s Farm, joya furiosa símil glam rock por entonces todavía sin editarse, abre el Lado B del segundo álbum y se encadena, en consonancia con la contracara del single de 1974, con Sally G, incursión muy digna en el country por parte de Wings que de inmediato invoca la serenidad de Tomorrow, en términos prácticos la única canción memorable de Wild Life, el debut de la agrupación, por lo menos en su versión original de estudio. Duplicando las pretensiones de “síntesis identitaria” del desenlace del álbum previo, las tres composiciones finales continúan presentando en sociedad las diversas facetas de McCartney y sus acólitos, empezando por Go Now, epopeya pop de corazón roto de 1964 de Larry Banks y Milton Bennett que en esta oportunidad canta Laine porque la primera grabación habrá sido de Bessie Banks pero el tema en cuestión se hizo famoso por la banda previa de Denny, los citados The Moody Blues, quienes lo versionaron en su debut The Magnificent Moodies (1964), y luego rematando el asunto a través de un díptico estupendo conformado por Wild Life, interesante relectura que exacerba el sustrato bluesero y mugriento de la canción que titulaba la primera intentona de estudio de Wings, y Hi, Hi, Hi, contraparte sexualizada y muy pícara del single de 1972 de C Moon, un caso peculiar porque aquel lanzamiento obvió el formato habitual del mainstream, Lados A y B, y optó en cambio por un Doble Lado A, esquema atípico de edición en la gloriosa era del vinilo.
Como decíamos con anterioridad, uno de los inconvenientes más angustiantes de la trayectoria de McCartney no tiene tanto que ver con la mediocridad del grueso del material de estudio que fue editando a lo largo del tiempo o quizás con la inconsistencia del mismo, una y otra vez apareciéndose con temas de “medio pelo” que remiten a composiciones mucho mejores del pasado, sino más bien con la decepción que genera esta misma analogía inevitable con el repertorio que todos los melómanos de quid rockero conocen de memoria, nada más y nada menos que el correspondiente a The Beatles, de allí que el señor salga perdiendo incluso en la comparación con las carreras de sus colegas de banda, pensemos en ese Harrison de All Things Must Pass y buena parte de Living in the Material World (1973) -mejor olvidarnos del resto de su producción discográfica hasta la aparición póstuma del supremo Brainwashed, más alguna que otra mención especial para Cloud Nine (1987) y los dos trabajos de Traveling Wilburys, Volumen 1 (1988) y Volumen 3 (1990)- y en el Lennon de los susodichos Plastic Ono Band e Imagine más los también maravillosos aunque inferiores Mind Games (1973), Walls and Bridges (1974), Rock ‘n’ Roll (1975), Double Fantasy (1980) y Milk and Honey (1984), éstos dos craneados junto a Yoko Ono y el último aparecido a modo póstumo, luego del asesinato en 1980 de John por parte de la lacra humana de Mark David Chapman. A diferencia del resto de los discos en vivo de Paul, casi todos souvenirs de sus respectivas giras en este o aquel año y siempre atrayendo al público con el “gancho” invaluable de escuchar en directo los clásicos del cuarteto de Liverpool y los hits más sonados de Wings, One Hand Clapping, título magistral que puede traducirse como Aplaudiendo con una Sola Mano, exuda una frescura extraordinaria que no posee ninguno de los otros registros en vivo del hoy octogenario músico, algo que tiene que ver en simultáneo con la novedad de las canciones en sí y con la ausencia del desgaste del grupo, uno que nunca fue un prodigio en términos de dinámica/ química rockera aunque cumplía con eficacia su función de acompañar al compositor de cabecera y darle un sostén para seguir creando, más allá de la colección de pobres sesionistas que el señor contrataría, tanto para el estudio como para los recitales, durante los años venideros. La necesidad de autolegitimar a Wings en el ecosistema cultural planetario, como una banda con una idiosincrasia independiente a sus caprichos, y la clara cúspide creativa solista del período, aquella de McCartney, Ram y Band on the Run, aportan mucho a un proyecto que además se beneficia de la desaparición de un público de seguro lisonjero o pedigüeño y de la sutil incorporación de unos sintetizadores que apuntalan la genialidad de las canciones, lamentablemente enterradas en el baúl del tiempo por disputas necias internas a lo Let It Be que parecen anticipadas en el sarcasmo del título, hoy readquiriendo su costado irónico original de marco absurdo o surrealista -todo un pivote del humor de The Beatles- al llegar por fin a los oídos de los fans pacientes, hoy sumamente recompensados.
One Hand Clapping, de Paul McCartney & Wings (2024)
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