En una carrera como la de Milos Forman, repleta de realizaciones admirables tanto en su Checoslovaquia natal -hoy República Checa- como en su exilio en Estados Unidos, Amadeus (1984) continúa representando una de sus cúspides innegables, en consonancia con la también brillante Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975): vista en términos contemporáneos, la película es toda una rareza porque obvia por completo el fetiche del cine actual con un realismo mimético semi mortuorio -en relación al retratado y su devenir- que para colmo duplica a rajatabla los engranajes más gastados/ rancios de las epopeyas existenciales cercanas a las memorias del inefable “incomprendido comunal”, planteo que el film que nos ocupa esquiva olímpicamente apenas inspirándose en la figura central, nada menos que Wolfgang Amadeus Mozart, e inventando una rivalidad con Antonio Salieri que en verdad se redujo a acusaciones aisladas de plagio y de querer atentar contra su vida por parte de un Mozart que pretendía vengarse en público de un Salieri que le robó el puesto de tutor musical de la Princesa de Württemberg. Más allá de la valiente jugada del director de privilegiar la agudeza narrativa por sobre las minucias del hombre material y el apego a los acontecimientos históricos, el gran responsable de la estructura en general del film y su condición de “retrato alegórico” es el guionista Peter Shaffer, aquí adaptando su propia obra de teatro de 1979 y dejando entrever una vez más -justo como lo hizo en ocasión de Equus (1977), de Sidney Lumet- que fue un experto en la abstracción y el simbolismo inconformista en función de las necesidades intrínsecas del relato de turno.
La trama comienza con un Salieri (F. Murray Abraham) envejecido intentando suicidarse, a la par cortándose el cuello y admitiendo a los gritos el asesinato de Mozart (Tom Hulce), situación que lo lleva a ser internado en un manicomio y a narrarle su vida y pecados al Padre Vogler (Richard Frank), un sacerdote confesor que llega al lugar para “atender” especialmente al otrora músico exitoso. Así las cosas, descubrimos que el señor, un católico devoto desde siempre, cree tener un vínculo de sutil reciprocidad con Dios porque cuando rezó de niño para transformarse en un gran compositor, el destino le respondió matando de inmediato a su padre comerciante y desinteresado por completo en la música, suerte de catalizador de una trayectoria que lo llevó de un pueblito de Italia a Viena y eventualmente lo transformó en Compositor de la Corte al servicio del Emperador José II (Jeffrey Jones), monarca supremo del Sacro Imperio Romano Germánico y gran melómano de por sí. Cuando el máximo ídolo del italiano, el prodigio Mozart, llega para brindar un concierto en la residencia de su patrón, el Príncipe Arzobispo de Salzburgo Hieronymus von Colloredo (Nicholas Kepros), Salieri aprovecha la ocasión para conocerlo no obstante sus prejuicios le juegan una muy mala pasada porque comprende que su imagen psicológica poco tiene que ver con el sujeto real, ya que el genio en cuestión es un joven gloriosamente vulgar que se muestra vanidoso, le falta el respeto a las figuras de autoridad, no oculta para nada su perpetuo hedonismo y en esencia anda por ahí correteando a la hija de su casera en Viena, la hermosa Constanze (Elizabeth Berridge), quien con el tiempo se convertirá en su esposa.
Sintiéndose traicionado/ burlado por Dios, léase con la capacidad de reconocer el enorme talento de Mozart pero sin la destreza para siquiera llegarle a los talones en materia de sus propias composiciones, Salieri toma consciencia de que es él mismo un carcamán y de a poco se deja consumir por el resquemor hacia un Mozart que se instala en la ciudad y comienza a codearse con el núcleo palaciego y la alta burguesía, a quienes trata -con toda la razón del mundo- como unos sordos mediocres e imbéciles, en simultáneo entablando amistad con la fauna artística de menores recursos y saliendo con ellos a beber y reír toda la noche. Si bien en un principio el sublime compositor gana el favor del caprichoso José II gracias a El Rapto en el Serrallo (Die Entführung aus dem Serail, 1782), luego lo pierde con Las Bodas de Fígaro (Le Nozze di Figaro, 1786), a lo que se suman dificultades financieras para mantener a su esposa y flamante hijo porque Wolfgang a rasgos generales se niega a tomar pupilos/ alumnos porque prefiere consagrar todo su tiempo a la escritura de música. Los constantes sabotajes de Salieri -y del séquito reaccionario e hiper temeroso de chupamedias del Emperador- incluyen impedir que el vanguardista Mozart se transforme en profesor de la sobrina de José II, la Princesa Isabel Guillermina de Württemberg, y pueda mantener en cartel sus óperas más allá de unas pocas funciones. El asunto termina de estallar con la reaparición del padre de Wolfgang, Leopold (Roy Dotrice), las peleas del susodicho con Constanze, su regreso a Salzburgo y su posterior fallecimiento, lo que deja a Mozart muy herido y con sentimiento de culpa por no haber hecho caso a su progenitor en su pedido de que abandone Viena y sus miserias profesionales, detalle que el maquiavélico Salieri lee en Don Giovanni (1787) y vuelca hacia su orilla invocando la sombra paterna para que el prodigio escriba la famosa Misa de Réquiem y muera de cansancio en el trajín.
Amadeus, sin duda la película culta musical por antonomasia, juega de manera permanente con los opuestos que conviven trabajosamente en la sociedad, el iluminado y el conservador anodino, y por ello mismo se impone como una fábula acerca de la libertad creativa y el amor por el frenesí de turno -la música, en este caso- y no como una semblanza en torno a la virtuosidad a secas o el simple visionario rechazado, como decíamos con anterioridad. Otro rasgo que diferencia al film de tantas obras semejantes que arribarían a futuro es que no se esfuerza para nada en hacer “queribles” en términos burgueses a sus dos protagonistas absolutos, ya que ambos están consagrados en un cien por ciento a su arte por sobre cualquier otra preocupación ocasional (familia, dinero, amistades, amantes, rituales de clase, etc.), al punto de que se da el caso de una especie de enajenación solapada orientada a una única finalidad placentera -el satisfacer el propio deseo/ fetiche- que resulta de lo más masculina en su esplendorosa uniformidad batallante (la triste obsesión del cine de nuestros días con caerle simpático a todo el mundo aquí está ausente porque en la praxis Salieri es un psicópata manipulador que utiliza máscaras para conseguir su objetivo y a Mozart -por su parte- le importa un comino la opinión de los demás, a quienes juzga un cónclave de menesterosos mentales). En sintonía con este bello sustrato de la propuesta de “tratado” sobre la mediocridad social y la efervescencia de la imaginación sin límites, se encuentra la dicotomía conceptual entre el desenfreno paradójico popular, siempre intentando reafirmar su autonomía dentro del sometimiento consensuado en favor de la oligarquía hegemónica, y la hipocresía de esas capas nacionales explotadoras, una caterva de payasos que ocultan su saqueo sistemático bajo un disfraz de pulcritud y severidad que tiende a desautorizar a cualquiera que ose contradecirlos desde la rebeldía o los engranajes retóricos de la parodia.
El carácter anómalo de la película en su tiempo, esta impronta de biopic de un compositor clásico durante el dominio mainstream de MTV de la década del 80, queda subrayado además por la duración total del convite, la cual pasó de los 160 minutos originales a 180 con el Corte del Director de 2002, un montaje que restituye escenas y tomas cortadas en su momento que complementan de maravillas muchos puntos específicos del relato, ejemplo perfecto de todo lo que está bien en el cine y en la música y de su amalgama de base. Sin duda un logro muy grande del opus de Forman y Shaffer, más allá de la evidente excelencia en el diseño de producción, el vestuario, la voluptuosidad irónica del acervo femenino, el desempeño del elenco en su conjunto -nunca se podrá elogiar suficientemente a F. Murray Abraham y Tom Hulce- y una utilización muy lúcida de las nombradas El Rapto en el Serrallo, Las Bodas de Fígaro y Don Giovanni, más La Flauta Mágica (Die Zauberflöte, 1791) y Axur, re d’Ormus (1788) de Salieri, pasa por todo el segmento final, cuando Mozart colapsa tocando el órgano durante la presentación de La Flauta Mágica -ya entregado al alcoholismo y después de ser abandonado por Constanze- y es llevado a su hogar a instancias de Salieri, el cual se transforma en su asistente durante la última tentativa de terminar la Misa de Réquiem: el extraordinario desenlace, basado en la contradictoria -y por ende, muy realista/ verosímil- situación de la víctima ayudando a su verdugo al trabajar hasta morir, con el austríaco dictándole las notas al italiano, pone en primer plano el hecho de que la colaboración homologada a la coexistencia laboral entre diferentes es posible y que no hay reduccionismos que valgan en una coyuntura que sin dejar de lado el conflicto semi místico previo -en línea con lo que sería un martirio cristiano de naturaleza marcadamente jocosa y nihilista- puede también englobar una convivencia entre colegas destinados a autodestruirse por una animadversión mutua cíclica a partir de principios en común (ambos aceptan que aquí el genio es Mozart y el representante de la vulgaridad apática y gris es Salieri). Esta doble idea de fondo resulta muy interesante, hablamos del parasitismo dentro del mismo enclave profesional/ social (no olvidemos los orígenes humildes de las familias de ambos compositores) y de la asunción de que la regla básica general de la humanidad es la mediocridad (algo que se da a entender una y otra vez a lo largo del metraje vía la negación tajante en su época no sólo de la riqueza creativa de la producción de Wolfgang sino de la circunstancia de que la figuración a priori que cada consumidor cultural pueda construir de su ídolo/ modelo a seguir poco y nada se condice con la complejidad del individuo de carne y hueso); esquema que a su vez habilita sin problemas todas estas paradojas debido a que se sirve de la ficción para llegar a una verdad que apenas si está insinuada en los mismos acontecimientos históricos retratados, aquello de que la pasión artística jamás puede ser sometida del todo a criterios de mercado, a los caprichos del poder o a las suspicacias de prójimos que cuando parece que están ayudando, lo único que hacen es velar por sus propios intereses desde el odio o la envidia más burda…
Amadeus (Estados Unidos/ Checoslovaquia/ Francia, 1984)
Dirección: Milos Forman. Guión: Peter Shaffer. Elenco: F. Murray Abraham, Tom Hulce, Elizabeth Berridge, Roy Dotrice, Jeffrey Jones, Richard Frank, Nicholas Kepros, Simon Callow, Christine Ebersole, Charles Kay. Producción: Saul Zaentz. Duración: 180 minutos.