Todo Indiana Jones

La picardía del aventurero

Por Emiliano Fernández

Indiana Jones es un personaje que sintetiza a la perfección el tono, los fetiches y muchas de las preocupaciones de la cultura global de las últimas décadas, sobre todo en lo que respecta a su sustrato lacónico y defensivo maniático, a cierta nostalgia que siempre arrastra tras de sí y a un escepticismo relativo que le permite embarcarse en diversas aventuras que casi siempre lo terminan sobrepasando y obligándolo a sacar a la luz su inefable capacidad de improvisación a la hora de caer parado en situaciones por demás peligrosas o bizarras. El señor, creado por George Lucas bajo la misma pretensión melancólica para con el acervo popular masivo de otras épocas que lo llevó a concebir La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), constituye el núcleo de una serie de películas que desencadenaron la fiebre de las franquicias de años venideros, Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984) e Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), con Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008) y las realizaciones que deparará el futuro -ya bajo el paraguas parasitario de la Walt Disney Studios, que adquirió en 2012 Lucasfilm y todas sus propiedades intelectuales- como agregados más que tardíos al ecosistema estándar del Doctor Henry Walton “Indiana” Jones, Junior. Más allá del director de los cuatro primeros films, el ineludible Steven Spielberg, y ese Lucas y su equipo de guionistas y colaboradores según cada eslabón de la saga, los otros dos campeones del look y la idiosincrasia del protagonista principal son Douglas Slocombe, el director de fotografía de la trilogía inicial, un británico que supo trabajar a las órdenes de Seth Holt, Charles Crichton, Bryan Forbes, John Huston, Joseph Losey, Arthur Hiller, John Guillermin, Peter Yates, Roman Polanski, Ken Russell, George Cukor, Norman Jewison, Jack Clayton, Lewis John Carlino, Michael Lindsay-Hogg, Fred Zinnemann, Irvin Kershner y Herbert Ross, entre otros, y el propio encargado de interpretar a Indy, Harrison Ford, un actor legendario y muy humilde a nivel expresivo que dominaría la taquilla internacional durante las décadas del 80 y 90 a caballo de su Doctor Jones y de otros personajes memorables como Han Solo y Jack Ryan, amén de colaboraciones con cineastas de la talla de Francis Ford Coppola, Robert Aldrich, Ridley Scott, Peter Weir, Polanski, Mike Nichols, Alan J. Pakula, Andrew Davis, Sydney Pollack, Wolfgang Petersen, Robert Zemeckis, Kathryn Bigelow y Denis Villeneuve. Slocombe, sustituido en su retiro profesional por Janusz Kaminski en ocasión de Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal, fue el responsable de la impronta retro mitificadora de los tres opus de la década del 80, inspirándose en el aura de misterio y osadía de los seriales de mediados del siglo pasado, y el maravilloso Ford por su parte aportó el rostro, el cuerpo y la disposición anímica a un personaje muy cercano a aquel “hombre común” de James Stewart y Cary Grant aunque pasado por el tamiz de un hipotético Errol Flynn adaptado para la posmodernidad, lejos del ideal musculoso, ultra violento y todopoderoso de los 80 y muy cerca de la picardía azarosa y algo ventajista de los antihéroes de ayer y hoy con una generosa experiencia a cuestas, para quienes la espontaneidad es fundamental porque les garantiza salir con vida de las amenazas en cuestión aunque en simultáneo sufriendo las marcas, los golpes y ese cansancio típico del aventurero que huye de un percance para meterse en el siguiente; planteo a su vez exquisitamente sintetizado en el súper identificable y adictivo leitmotiv The Raiders March (aka Indiana Jones Theme), de John Williams, y en aquella recordada frase del protagonista pronunciada en Los Cazadores del Arca Perdida, “no son los años, es el kilometraje”. A continuación analizaremos el ciclo spielbergiano de una franquicia sin igual que incluye a una serie televisiva, Las Aventuras del Joven Indiana Jones (The Young Indiana Jones Chronicles, 1992-1996), y a una sucesión de novelas, videojuegos, cómics, juguetes, atracciones de parques temáticos, documentales, juegos de rol, pinballs y el más variado merchandising de la “factoría Lucas”. En un nuevo milenio donde casi todos los personajes de la comarca industrial hollywoodense resultan anodinos e intercambiables, conviene rescatar a uno de los últimos especímenes admirables de la cultura popular mundial y a un conjunto de películas que sopesaremos de manera detallada y respetando sus diferencias intrínsecas ya que cada una de ellas sirvió para expandir las facetas de un explorador tan fascinante como sencillo y directo, sin esa hipocresía tontuela, omnipresente e insoportable de tantos doppelgängers de segunda mano de nuestros días.

 

Índice:

 

 

Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981):

 

Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981) es una película seductora y contradictoria que ha tenido una influencia mucho más allá de sus orígenes relativamente austeros. A pesar de que el film de Steven Spielberg, con un guión de Lawrence Kasdan a partir de ideas de George Lucas, Philip Kaufman y el propio realizador, con el transcurso de los años se convertiría en el modelo primordial de una infinidad de propuestas similares y blockbusters que retomarán elementos como las secuencias de acción interminables, los latiguillos musicales reglamentarios a lo John Williams y los chistes o muecas formales cómicas “condimentando” el asunto, lo cierto es que a diferencia de muchas películas actuales aquí no hay nostalgia barata, fariseísmo o autoconsciencia refregada en la cara del espectador porque el director sabe que la mejor forma de homenajear a aquellos folletines, cómics y films de aventuras de la primera mitad del Siglo XX es reproduciéndolos al dedillo y no llorando su desaparición cual melancolía gratuita incapaz de recuperar aquella magia, así todos los esfuerzos de la obra -una con un presupuesto bastante modesto para la envergadura viajera de la trama- están volcados a balancear los ingredientes fantásticos, románticos, hilarantes y aventureros con el objetivo manifiesto de presentar en sociedad de la mejor manera posible al antihéroe de turno, el inefable Indiana Jones (Harrison Ford), un arqueólogo de renombre y profesor universitario que se la pasa recorriendo el planeta en busca de antigüedades que luego vende a su amigo Marcus Brody (Denholm Elliott), un planteo que explícitamente se acerca a la idiosincrasia de los seriales de las décadas del 30 y 40 pero que en pantalla deriva en un desarrollo de personajes de lo más parco que se asemeja a lo que sería una versión un tanto pueril de los westerns, ahora reemplazando la brutalidad o -por el contrario- las buenas intenciones del personaje central por un anhelo explorador semi suicida “porque sí” que recupera ingredientes de antaño como por ejemplo la poca preocupación por la flora y la fauna, pensemos en aquella escena en la que el protagonista prende fuego a un conjunto de serpientes, y que en simultáneo impone una visión un poco más progresiva en lo que atañe al típico papel relegado de la mujer en el cine de la época, en esta oportunidad con un interés romántico, Marion Ravenwood (Karen Allen), que si bien es rescatada un par de veces por nuestro adalid también deja en claro que se vale por cuenta propia y no se come callada el abandono de Indy, su ex pareja y otrora discípulo de su ya fallecido padre, Abner. Aquí el catalizador narrativo es diminuto y apenas si se reduce a obtener en 1936 el Arca de la Alianza, esa que guarda los restos de las tablas de piedra en las que Dios le dijo a Moisés que escribiera los Diez Mandamientos, antes que así lo hagan unos nazis enajenados que siguen los designios ocultistas de Adolf Hitler y su obsesión con hacerse del cofre y su aparentemente irrefrenable poder para eliminar ejércitos en plan de preparación para lo que será la Segunda Guerra Mundial, lo que nos deja con una colección de villanos que incluyen al Coronel Dietrich (Wolf Kahler), el oficial alemán encargado de asegurar el Arca, el Mayor Arnold Toht (Ronald Lacey), un agente de la Gestapo que hace de la crueldad su principal bandera, y finalmente el burlón René Belloq (Paul Freeman), rival directo de Indiana porque el francés es también un arqueólogo especializado en -palabras más, palabras menos- vandalizar culturas foráneas para engrandecer la infaltable colección de trofeos imperiales de distintas naciones del globo, generando que a escala esencial estemos hablando de mercenarios del arte ancestral que sirven a diferentes patrones, Jones al enclave norteamericano y Belloq al que mejor pague según el momento, los militares nacionalsocialistas en este caso. Precisamente como los folletines de antaño, la misión de fondo es una excusa un tanto risible -e intercambiable por cualquier otra- para una colección de escenas de acción y de peligro extremo que en la película de Spielberg y compañía juegan mucho con los típicos sketchs del terror que extrae el miedo de la amenaza de la naturaleza, la comarca de los muertos y hasta lo sobrenatural religioso que podría ser homologado a los demonios y entidades semejantes, en conjunto una movida también de talante retro que equipara en pavor a lo desconocido difuso con los rostros intimidantes de siempre, léase aquellos de los otros seres humanos. Más allá de su condición de vanguardia involuntaria de los peores rasgos del cine mainstream futuro, Los Cazadores del Arca Perdida en concreto funciona como una obra maestra de la puesta en escena ya que sin duda está repleta de tomas extraordinarias que aprovechan al máximo los claroscuros, la insinuación, los travellings y las contraposiciones entre personajes y fondos con una finalidad dramática casi siempre hermanada a la intensidad, la advertencia y lo mítico/ carismático que infla las características de Jones o los villanos que éste encuentra en su derrotero; esquema que por cierto no desmerece la composición general de secuencias supremas y bien agitadas como esa legendaria apertura en el Perú (escape en un hidroavión de los indígenas jibito luego de superar varios desafíos en pos de obtener un ídolo dorado que de todas formas queda en manos del tremendo Belloq), la feroz balacera en el bar de Marion en Nepal, el acoso en el mercado de El Cairo (el cual incorpora al slapstick y al absurdo vía las cruentas coreografías y el tópico de las cestas, con una de ellas albergando a la muchacha), la secuencia en la que ella e Indy terminan encerrados por los nazis en el denominado “Pozo de las Almas” (la cámara donde se ubica el Arca en la antigua ciudad de Tanis), la pelea posterior con el avión de por medio, el hiper exagerado robo del camión en el que los germanos trasladaban el Arca, y por supuesto la ceremonia del desenlace cuando los esbirros del nazismo abren el preciado cofre, encuentran arena adentro y sin darse cuenta liberan a unos insólitos ángeles de la muerte y una energía que asesina a todos los soldados alemanes y hace que el cuerpo de Dietrich se encoja, la cara de Toht se derrita y la cabeza de Belloq directamente explote. Todo este hermoso sustrato gore del opus con el tiempo desaparecería del acervo cinematográfico industrial yanqui pasada la década del 80 ya que Hollywood se volcaría a infantilizar mucho más el entramado conceptual de los films para seguir bajando la edad de los espectadores potenciales y de paso estupidizar a los adultos de turno que acompañan a los purretes a las salas, redondeando en última instancia el público bobalicón y cautivo del marketing masivo de nuestros días que siempre gusta de ver a un diletante de la patética “civilización occidental” desparramando su credo en cada rincón de la esfera terrestre (de todas formas, Indiana Jones es una anomalía en este sentido porque a pesar de su carácter rapaz y cierto racismo siempre implícito en el relato a nivel macro, es generalmente comprensivo y paciente con las culturas exóticas desde una mirada antropológica paternalista que hasta suele incluir a algún compinche de la estirpe extraña en cuestión, en la presente coyuntura el Sallah de John Rhys-Davies, amigo del campeón de las aventuras algo ridículas y “el mejor excavador de Egipto”). Como decíamos antes, el humor juega un papel fundamental en todo esto porque hablamos de propuestas craneadas para todo público y las risas siempre aligeran la tensión dramática -recordemos la falsa muerte de Marion- vía chistes o remates que van desde lo inocente/ muy simple a lo irónico fugaz, exponentes son el disparo sucinto de Indiana contra el gigantón ese que lo amenaza con una espada en El Cairo o el monito que tanto adora Ravenwood y que en realidad es un agente encubierto de los malos, hasta llegando a hacer el saludo nazi en un instante de lo más memorable (la primera escena a la que hacíamos referencia asimismo trae a colación la facilidad con la que los occidentales destruyen lo ajeno, apenas con un poco de cinismo y un arma que permite eliminar desde la cómoda distancia a un espadachín experto). En Los Cazadores del Arca Perdida lo caricaturesco cuidado y respetuoso para con el pasado de la cultura popular lo cubre todo porque Spielberg, uno de los pocos auténticos genios de la maquinaría capitalista global del entretenimiento, todavía estaba en su período de oro a nivel profesional/ creativo y hoy ratifica lo que había insinuado en opus aún vinculados a aquella amargura elegíaca del Nuevo Hollywood de los 70 como Tiburón (Jaws, 1975) y Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), desde ya hablamos de su talento para edificar una interpretación humanamente realista -con los pies sobre la tierra- de la fantasía altisonante y algo mucho terrorífica de antaño, esa que en la película que nos ocupa está representada no sólo en el delirio del Arca destructora sino en detalles descabellados más sutiles como el caprichoso escape del Pozo de las Almas, el “recorrido” de Jones bajo el camión en movimiento -y luego colgando de un gancho- y ni hablar del hecho de subirse a un submarino germano en las postrimerías del metraje y acompañar a los nazis sin ser descubierto hasta esa isla en el Mar Egeo donde se abrirá el cofre. La excelente coda final, con el Arca siendo guardada y olvidada en un depósito gigantesco del gobierno norteamericano en Washington, D.C., suele ser señalada por el director como su homenaje al desenlace de El Ciudadano (Citizen Kane, 1941) y aquella toma final del trineo ardiendo con la inscripción “Rosebud”, no obstante la dialéctica de los sueños gigantescos que se vienen abajo de la mítica propuesta de Orson Welles no calza del todo con el periplo bastante más pequeño e ingenuo del convite de Spielberg, que puede parecer ambicioso por lo que implica el Arca de por sí pero que para el gran protagonista, el Doctor Jones, no es tampoco el fin del mundo ni de su existencia en términos prácticos: en realidad el horizonte ideológico que se impone la película y el equipo detrás de ella pasa por el cine del querido John Huston, en especial El Tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), La Reina Africana (The African Queen, 1951), La Burla del Diablo (Beat the Devil, 1953), Moby Dick (1956) y la muy cercana El Hombre que Sería Rey (The Man Who Would Be King, 1975), todas epopeyas que enfatizan el quid grotesco de las odiseas humanas y su destino prefijado orientado al fracaso, lo que no impide que uno como explorador no pueda disfrutar del viaje de turno porque en última instancia la vida prosaica puede valer la pena si uno la aprovecha más allá de la amenaza latente de una muerte que en algún momento nos reclamará. El mayor triunfo de la faena es uno muy sencillo de explicar y muy pero muy difícil de conseguir, la proeza de transmitir sin más al espectador una sensación de energía vital primigenia que contagia la efervescencia del peregrinaje y canaliza su afán lúdico con una naturalidad humilde y en verdad envidiable.

 

Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, Estados Unidos, 1981)

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Lawrence Kasdan. Elenco: Harrison Ford, Karen Allen, Paul Freeman, Ronald Lacey, John Rhys-Davies, Denholm Elliott, Wolf Kahler, Alfred Molina, Anthony Higgins, Vic Tablian. Producción: Frank Marshall. Duración: 115 minutos.

 

 

Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984):

 

Resulta increíble que el Hollywood de la década del 80, en plena era de los tanques “family friendly” un tanto descerebrados, haya parido una película tan oscura y agresiva como Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), más que un simple catálogo de la incorrección política bien desaforada una obra que exuda imaginación y libertad creativa como pocas y no teme ser acusada de racista, misógina, sádica e imperialista ni meterse con temáticas para nada agradables como el trabajo infantil, la esclavitud, los castigos bárbaros, la locura de las sectas y hasta los sacrificios rituales: para ser más específicos, en la estructura narrativa propuesta los hindúes parecen dividirse en pobres almas en pena que necesitan de ser socorridas por el imponderable “salvador blanco”, por un lado, o miembros de un culto muy desquiciado adepto a la esclavitud de purretes, la magia negra, el sacrificio de tontos locales y hasta algo de insólito y por demás desencajado vudú, por el otro lado, a lo que se suma alguna que otra trompada contra alguna que otra mujer y el hecho de que el interés romántico de turno, la cantante Willie Scott (Kate Capshaw), sea una histérica, boba, trepadora y egoísta insufrible que parece funcionar como una crítica contra buena parte de la fauna femenina, aquí sin duda necesitando ser “domada” cual animal silvestre, y de la misma industria del espectáculo, plagada de paparulos quisquillosos que fuera del escenario -y a veces arriba también- se transforman en lastres por su infinidad de caprichos y quejas desubicadas; incluso el “socio exótico” circunstancial de Indiana, un purrete chino de 11 años apodado Short Round (Ke Huy Quan), a lo largo del metraje termina golpeado, recibiendo latigazos y reducido a trabajar como esclavo en una mina, planteo que además incorpora a un verdadero experto en el arte de extraer corazones apenas con las manos, el espeluznante sacerdote Mola Ram (Amrish Puri), una mezcla imposible entre brahmanismo, religión azteca y el paganismo europeo más diabólico, y a unos colonizadores ingleses -comandados por el Capitán Philip Blumburtt (Philip Stone), gran diletante de la flema británica imperialista- que salvan las papas en el último minuto luchando con armas de fuego contra los hindúes adoradores de la Diosa Kali, unos muchachos salvajes que en el Siglo XX aún se manejan con espadas y arco y flecha. Todos estos ingredientes, los cuales por cierto pondrían los pelos de punta a muchos de los imbéciles censuradores e intolerantes que componen el público de hoy en día, colocan en primer plano la valentía de la dirección de Steven Spielberg y del guión de Willard Huyck y Gloria Katz a partir de una historia original de George Lucas, combo que produjo una anomalía sin igual dentro de las carreras de ambos artífices principales que de manera retrospectiva suelen explicar por el detalle de que ambos atravesaban rupturas románticas en esta etapa que nos ocupa, aunque en verdad el asunto se debe -por lo menos en el caso del realizador- a la espantosa experiencia en torno a la película inmediatamente anterior de Spielberg, Al Filo de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), la adaptación cinematográfica de la mítica serie televisiva de Rod Serling, La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959–1964), que encararon el susodicho, George Miller, Joe Dante y John Landis, con este último teniendo que sobrellevar el óbito accidental durante el rodaje de su segmento, Time Out, del actor Vic Morrow, quien murió aplastado y decapitado por un helicóptero junto a dos actores infantiles, Myca Dinh Le y Renee Shin-Yi Chen, de siete y seis años. Este tono sombrío semi confesional, que nada tiene que ver con el humanismo esperanzado y pueril de la recordada E.T. El ExtraTerrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982), y que a Spielberg le duraría hasta El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) y El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), en buena medida nos permite comprender el sustrato experimental desaforado de la película y su decisión para nada sutil de inyectarle contenido a una franquicia cuyo eslabón inicial, Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), era en esencia un hermoso envase vacío a escala discursiva, ahora transformando a toda la faena en su conjunto en una mega metáfora acerca de los delirios absolutistas del poder, la corrupción que anida en el corazón de los hombres y la costumbre de siempre de los oligarcas y gobernantes varios de sentirse los mesías de un “mañana mejor” que -por supuesto- homologan a su propia coronación como monarcas todopoderosos y eternos. La premisa de base es todavía más sencilla que la del film previo y se centra en 1935 y un Doctor Jones (Harrison Ford) escapando de un infame mafioso de Shanghái, Lao Che (Roy Chiao), que no sólo no le quería pagar las cenizas de Nurhaci, el primer emperador de la Dinastía Manchú, sino que lo envenena, le mata a un socio/ amigo asiático, Wu Han (David Yip), y hasta lo condena a ser pasajero en un avión sin pilotos y de su propiedad que recorre el Himalaya, situación de la que sale con vida lanzándose en una balsa inflable desde las alturas junto a los dos coprotagonistas, los mencionados Short Round y Scott, con quienes termina en un pueblito remoto del norte de India llamado Mayapore y liderado por un Chamán entrado en años (D.R. Nanayakkara), el cual les relata cómo las huestes del Palacio Pankot secuestraron a todos los niños del lugar durante un incendio y se robaron la piedra lingam que protege a la aldea, desencadenando sequía, la pérdida de las cosechas y el fallecimiento de los animales. Deduciendo que la roca ceremonial de turno es una de las cinco piedras Sankara, sinónimos de fortuna y gloria para quien las posea, Indy opta por responder a los ruegos de los pobladores vernáculos para que la halle y se las devuelva y así se dirige a lomo de elefante a Pankot, donde el trío es recibido por el Primer Ministro del Palacio, Chattar Lal (Roshan Seth), y el representante de la monarquía anglosajona, ese Capitán Blumburtt que se encuentra realizando una inspección de rutina. Luego de un banquete muy hilarante que incluye “manjares” como crías de serpiente, escarabajos, una sopa de globos oculares y cerebros de mono helados, y de algo de histeriqueo nocturno entre Indiana y Willie, el núcleo temático de la propuesta explota cuando luego de un intento de asesinato contra Jones éste descubre un pasadizo en la recámara de Scott que lo lleva a tomar conciencia de que Pankot alberga a un culto maquiavélico dedicado a los sacrificios humanos, los Thuggee o Thugs o Estranguladores, que supuestamente fue destruido por el ejército inglés un siglo atrás aunque en realidad sigue controlando el destino de la región de la mano del jerarca máximo Mola Ram, su milicia personal y el ardid de transformar en acólitos a cualquiera que beba la “sangre de Kali”, con Lal y el propio Marajá, el adolescente Zalim Singh (Raj Singh), convertidos en cómplices/ zombies/ hipnotizados impotentes ante el yugo de los Thuggee. Indiana Jones y el Templo de la Perdición constituye sin duda el capítulo menos episódico de la saga porque la progresión narrativa está mucho más volcada a lo tradicional escalonado con una primera mitad de desarrollo y puesta a punto del contexto general y una segunda parte en la que se aprovecha con enorme astucia -y desde el realismo paradójicamente ridículo de fondo- un querido esquema retórico apocalíptico, apuntalado en Indy transformado en malo bajo el designio mágico de Mola Ram y en un sinfín de niños esclavizados en la mina de los Thuggee en busca de gemas, para financiar el renacimiento de la secta, y de las dos rocas que les faltan a los miembros del culto, con la capacidad de brillar cuando se acercan las unas a las otras. Si bien Los Cazadores del Arca Perdida ya avizoraba cierta fascinación con los engranajes formales del horror, sobre todo en materia del gore producto de algunas muertes y del célebre desenlace, aquí es en verdad donde Spielberg y compañía exprimen a lo bestia los latiguillos de la comarca del espanto y los gritos vía el excelente diseño de producción de Elliot Scott y la dirección de arte de Roger Cain y Alan Cassie, siempre basándose en calaveras gigantes, mucho humo y una preponderancia de un rojo furioso que pasa a complementarse por la maravillosa música ritual de John Williams, hoy luciéndose a través de mantras repetitivos plagados de grandilocuencia y ecos que generan narcosis, frenesí y un nerviosismo de impronta bien cruenta y morbosa. El carácter de rareza total de la película asimismo viene por el sustrato explícito de la escena de la “cirugía sacrificial” a cargo de Mola Ram sobre un pobre tipo que termina sin corazón y siendo bajado a las profundidades ardientes de un pozo cual submundo de lava, sin embargo lo más extraño es que -con las únicas excepciones del prólogo en Shanghái y la fuga del avión con destino de colisión- no hay una verdadera secuencia de acción hasta la media hora final, cuando Short Round libera de su sugestión a Indy quemándolo en el abdomen con una antorcha e inicia el alucinante pandemónium del último acto, con el protagonista salvando a la tarada de Willie de convertirse en otra ofrenda a Kali, provocando una revolución entre la mano de obra esclava -las tomas de los nenes menesterosos y/ o famélicos atravesando el entorno lujoso del Palacio Pankot son sublimes- y echando a andar el enfrentamiento final entre el adalid de las aventuras y estos esbirros del “lado B” del reino en tanto catacumbas que simbolizan la mugre política, social, económica y cultural que se esconde detrás de las fachadas del poder público. Sinceramente todo el remate del film equivale a una montaña rusa tan bizarra como prodigiosa que respeta y humaniza a cada personaje y sabe aprovechar las bondades del montaje paralelo sin menospreciar al espectador ni caer en la velocidad retórica por la velocidad en sí, empezando por la batalla entre el Doctor Jones y el forzudo reglamentario mientras el Marajá no deja de atormentar al muñeco vudú del arqueólogo, continuando con la apasionante persecución a bordo de los carros por los absurdamente peligrosos túneles de la mina, y finiquitando en la estrategia de Mola Ram de inundarlo todo y acorralar al trío en un puente colgante, lo que genera un episodio definitivamente inspirado en el destino de Daniel Dravot (Sean Connery) en El Hombre que Sería Rey (The Man Who Would Be King, 1975), del genial John Huston, ahora con Jones cortando las sogas, terminando con la vida del villano -caída en un río y cocodrilos de por medio- y haciéndose de esa roca que es devuelta al Chamán y los suyos en Mayapore. La faceta más meticulosa de la puesta en escena spielbergiana, esa que se podía ver en la película anterior mediante tomas perfectas craneadas al dedillo vía storyboards, en esta ocasión se hace más invisible porque ya no es crucial el lucimiento en el armado de escenas particulares y lo que importa es el fluir macro de esta maldición que padecen los hindúes y que sólo Indiana puede quebrar, haciendo que por una vez renuncie a su pesquisa -respetuosa, pero pesquisa al fin- en pos de fortuna y gloria y honre a Shiva entregándole a los locales esa piedra llena de diamantes que tanto veneran. En este sentido, nuevamente se recupera el escepticismo inicial de Jones con respecto a lo sobrenatural que a posteriori muta en creencia lisa y llana cuando atestigua con sus ojos que todavía hay magia en las sociedades humanas, trasfondo esotérico que desde ya puede ser nocivo o benéfico según las manos en las que caiga y que en el film se equipara al mismo hechizo de los relatos, hablamos de esa atracción que despierta la ficción en los espectadores. Entre un exquisito y cabaretero número musical que versiona en mandarín Anything Goes (1934), de Cole Porter, un secuaz de Lao Che que termina ensartado con un gigantesco brochette, picardías sexuales con una Capshaw muy graciosa que con el tiempo mutaría en esposa de Spielberg, trances psicológicos que convierten en sirviente a cualquier bípedo, referencias sutiles a Gunga Din (1939), clásico del rubro de los Thuggee de George Stevens, un estupendo desempeño del debutante Ke Huy Quan, quien luego encararía Los Goonies (The Goonies, 1985), y trampas memorables en los pasadizos llenos de alimañas de Pankot que a su vez sirven para exquisitos chispazos de humor tontuelo, la película examina con una inusitada franqueza la explotación y el trabajo infantil y hasta apuesta por homologar a la sede gubernamental con aquel “templo de la perdición” del título, cuna hipócrita de un Estado consagrado a los sacrificios de los inocentes y al absolutismo más psicópata y desproporcionado, por ello mismo la realización sigue funcionando como un cachetazo de realidad sin pasteurizar contra la cara del público más hueco y banal del acervo hollywoodense, cayendo apenas por debajo de Los Cazadores del Arca Perdida en función de una novedad esencial ya en parte desaparecida o archivada.

 

Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, Estados Unidos, 1984)

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Willard Huyck y Gloria Katz. Elenco: Harrison Ford, Kate Capshaw, Ke Huy Quan, Amrish Puri, Roshan Seth, Philip Stone, Roy Chiao, D.R. Nanayakkara, Raj Singh, Dan Aykroyd. Producción: Robert Watts. Duración: 118 minutos.

 

 

Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989):

 

Luego de la respuesta mixta que generó Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984) entre público y crítica, algunos amándola y otros odiándola sin demasiados puntos intermedios, Steven Spielberg y George Lucas decidieron en esencia encarar una remake camuflada de secuela de Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981) para la que sería la tercera entrada de la franquicia, Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), jugada que de paso les servía por un lado para adaptarse a un Hollywood muy conservador y cada vez menos interesado en películas originales -a partir de la década del 90 el asunto empeoraría, fetiche con las sagas interminables de por medio- y por el otro lado para recuperarse de la reacción contradictoria y/ o problemas de taquilla escalonados de El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), la adaptación de Spielberg de la novela homónima semi autobiográfica de 1984 de J.G. Ballard, y Willow (1988), clásico fantástico hiper ochentoso escrito y producido por Lucas. En el caso del realizador el tercer eslabón de la serie de films asimismo le permitía retomar dos de sus obsesiones de siempre, léase el contexto de la Segunda Guerra Mundial de Los Cazadores del Arca Perdida y 1941 (1979) y la proverbial separación entre padres e hijo de Loca Evasión (The Sugarland Express, 1974), Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El ExtraTerrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982), Poltergeist (1982) y la citada El Imperio del Sol, hoy mediante el ardid dramático de transformar al MacGuffin de turno, nada menos que una pesquisa en pos del Santo Grial, el cáliz usado por Jesucristo en la Última Cena y el que recogió su sangre en la Crucifixión, supuesta garantía de vida eterna para quien beba de él, en una alegoría acerca de la búsqueda espiritual de Dios que en la vida prosaica de los mortales equivale a la búsqueda del progenitor, correlación trabajada de manera explícita por la película ya que durante casi todo el metraje nuestro amigo Indiana Jones (Harrison Ford) se la pasa detrás de su padre secuestrado, Henry Jones (Sean Connery), un profesor de Literatura Medieval y experto en el Santo Grial por el simple hecho de que constituyó su hobby a lo largo de 40 años de investigación que condensó en su diario personal, repleto de anotaciones, pistas, dibujos y el mapa para llegar al lugar donde se ubica la copa de turno aunque sin precisar la región concreta del globo terrestre. A pesar de que la influencia de John Huston continúa muy presente en la saga, sobre todo en lo que respecta a otro desenlace en el que los adalides de la arqueología por demás peligrosa se quedan sin nada, ahora se hace también visible el papel que jugó el cine de otros realizadores en el armado general mediante esa secuencia en la playa con Henry y su paraguas, la cual remite a La Hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970), de David Lean, y toda la maraña de situaciones tragicómicas, bizarras y muy enérgicas vinculadas a la disputa con los nazis por el Grial, presentando en suma una reinterpretación infantilizada o “lavada” del Robert Aldrich de Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) y el Samuel Fuller de Más Allá de la Gloria (The Big Red One, 1980), amén de una insólita influencia de Mel Brooks en los tres más famosos y mejores gags de la realización, hablamos del episodio en Berlín en el que Indy termina arrastrado por la multitud en un acto nazi de quema de libros hacia el propio Adolf Hitler (Michael Sheard) y éste le firma el diario de su padre como si se tratase de un admirador más, la escena en la que disfrazado de guarda arroja a uno de los villanos del relato, el jerarca de las SS Ernst Vogel (Michael Byrne), por una ventana de un zepelín/ dirigible y luego le dice al resto de los pasajeros que el susodicho “no tenía boleto”, desencadenando que todos los alemanes agiten desesperados sus tickets, y finalmente el ataque aéreo cuando volando padre e hijo en un biplano -y en plena arremetida de los muchachos de la Luftwaffe- Henry ametralla sin querer la cola de la nave y lo hace pasar a ojos de su vástago como producto de las andanadas del enemigo. Precisamente, Indiana Jones y la Última Cruzada compensa la falta de originalidad de fondo y la evidente desaparición del gore y/ o las truculencias exacerbadas del opus previo de 1984 con una prodigiosa dosis de humor -entre irónico e inocente- y con la inconmensurable presencia de Connery, un contrapunto perfecto para el absurdo de la separación familiar paradigmática porque a rasgos generales tanto Indiana como Henry se parecen muchísimo debido a que son dos hombres consumidos casi en un cien por ciento por sus respectivos trabajos y si bien la parentela es importante, a la larga las relaciones afectivas caen en un segundo escalón con respecto a sus intereses/ pasiones/ investigaciones/ aventuras, relación de espejo que la película asimismo traslada a lo metadiscursivo porque el eje fundamental de la escena más cercana al acervo inflado de James Bond/ 007, el rol que consagró internacionalmente a Sean, no es Connery sino su hijo, desde ya nos referimos a la persecución en lanchas a motor por los canales de Venecia con vistas a escapar de los miembros de una sociedad secreta que protege los arcanos del Grial desde hace mil años, llamada la Hermandad de la Espada Cruciforme y comandada por Kazim (Kevork Malikyan), una secuencia bien ridícula que trasmite adrenalina y desenvoltura como pocas semejantes del Hollywood de las últimas décadas. Luego de un prólogo que inspiraría Las Aventuras del Joven Indiana Jones (The Young Indiana Jones Chronicles, 1992-1996), que replica aquella introducción en el Perú de Los Cazadores del Arca Perdida y que nos ofrece a un Jones de 13 años y boy scout en 1912 (el malogrado River Phoenix) haciéndose de su clásico látigo, obteniendo su cicatriz en la barbilla, viendo despertar su fobia hacia las serpientes y hasta consiguiendo su característico sombrero fedora/ borsalino marrón, el resto de la película retoma el sustrato episódico de la faena original y la idea de ofrecer tres némesis principales, el nombrado Vogel, Walter Donovan (Julian Glover), un capitalista norteamericano que envía a padre e hijo en busca del Santo Grial y que en realidad trabaja para los nacionalsocialistas y su insistente objetivo de conquistar el mundo sirviéndose de los poderes del cáliz, y la bella Elsa Schneider (Alison Doody), una austríaca especialista en arte antiguo que seduce a Henry e Indiana para también manipularlos y conseguir el diario del veterano y descubrir la bendita región a la que aludiría, Alejandreta, ubicada en la República de Hatay -hoy parte de Turquía- según el año en el que transcurre el relato, 1938 (sin duda uno de los elementos más interesantes de la trilogía inicial pasa por las diferencias en cuanto a la idiosincrasia de los tres intereses románticos del protagonista, especialmente teniendo presente que la deliciosa arpía de Doody, una verdadera femme fatale con todas las letras digna del film noir, no se parece en nada a la Marion Ravenwood de Karen Allen, una fémina independiente y muy sensata, y a la caricaturesca Willie Scott de Kate Capshaw, aquella cantante bobalicona de Indiana Jones y el Templo de la Perdición). Una vez más dominan los engranajes de las aventuras polivalentes a nivel macro y del western en materia de la configuración/ presentación de los personajes aunque en esta ocasión queda muy en evidencia el amor de Spielberg por el cine bélico, no sólo por las citas a las que hacíamos referencia con anterioridad sino también por la puesta en escena de lo más meticulosa de determinadas secuencias como por ejemplo la persecución en motocicletas, las escaramuzas aéreas y la maravillosamente coreografiada pelea a bordo -y alrededor- de un tanque que Donovan y Vogel obtienen del Sultán de Hatay (Alexei Sayle). En lo que atañe a los momentos cómicos, además de las joyas ya señaladas, se destacan las rutinas en el Castillo de Brunwald, en Austria, el absurdo de ese avión alemán que termina con las alas arrancadas e ingresando a un túnel automovilístico, los intercambios entre Henry y un reaparecido Marcus Brody (Denholm Elliott) de Los Cazadores del Arca Perdida, dos nerds absolutos avejentados que toda la vida estuvieron consagrados al devenir académico o de escritorio/ oficina, y ni hablar de la graciosa escena en la que Vogel termina cayendo con el tanque desde un gigantesco precipicio frente a los ojos apesadumbrados de Marcus, Henry y otro de los grandes regresos, Sallah (John Rhys-Davies), quienes creen que Indy pasó a mejor vida, el cual por cierto los sorprende desde atrás y los acompaña mirando hacia el vacío. En términos técnicos la película es una de las más ambiciosas de la franquicia porque a fines de los 80 la superposición de tecnologías disponibles -las antiguas y las más recientes- era tal que permitió una combinación alucinante de recursos como pocas veces había ocurrido antes y como nunca más volvería a suceder considerando la dictadura de la animación digital en el mainstream de nuestros días; basta con recordar que en Indiana Jones y la Última Cruzada se emplearon de manera combinada y para diferentes secuencias stop motion, pinturas matte, miniaturas, CGI, practical effects, perspectiva forzada, títeres y un prominente morphing para la legendaria muerte de Donovan como consecuencia directa de -ya dentro del Templo del Santo Grial, en Alejandreta- elegir erróneamente un cáliz fastuoso y de oro, lo que hace que envejezca y se pudra en pocos segundos hasta convertirse en polvo, destino muy similar al de los tres villanos del primer convite. Por suerte no todo es reincidencia porque si existe algo que ennoblece a la propuesta que nos ocupa, más allá del gran Connery y la inesperada eficacia de los latiguillos cómicos, es este mismo desenlace basado en tres trampas protectoras que deben atravesar aquellos que deseen llegar a la recámara en la que se encuentra la copa, a su vez protegida por un Caballero que lleva 700 años de inmortalidad al lado del Grial (Robert Eddison), vida eterna que sólo es posible dentro de las paredes del santuario cavernoso en cuestión: el guión de Jeffrey Boam, a partir de una historia de Lucas y Menno Meyjes, es afable y muy dinámico pero sin duda este remate le pertenece conceptualmente a Spielberg, un diletante del humanismo espiritual que aquí hace al personaje de Ford arrodillarse como buen penitente para no ser rebanado por unas enormes hojas circulares, a posteriori reproducir en latín el nombre de Dios, Jehová, so pena de caer en un pozo sin fondo y finalmente dar un mega “salto de fe” pisando un puente trucado/ oculto sobre otro precipicio eterno. La búsqueda del cáliz y la misma derrota de los nazis en tanto misiones supeditadas a la reconciliación entre padre e hijo están muy bien enmarcadas en la muerte de la ambiciosa y enceguecida Schneider, quien pierde su vida por su fetiche con el Grial y hasta provoca la destrucción automática del templo, y en la renuncia de Indiana para con la copa cuando viéndose en el mismo dilema decide escuchar el sabio consejo de su padre y abandonarla porque no vale la pena morir por ella, lo que se vincula con la escena previa del tanque en la que Henry creyó muerto a su vástago, enfatizando que ambos hombres han logrado escapar en parte de sus obsesiones laborales/ existenciales y ahora se escuchan y se respetan recíprocamente (toda la saga está llena de chascarrillos autorreferenciales de parte de Spielberg y Lucas pero quizás el más famoso es ese que se da antes de la mítica toma final símil western crepuscular con Indiana, Henry, Marcus y Sallah cabalgando hacia el horizonte, cuando el progenitor le comenta a este último que el verdadero nombre de Jones es Henry Junior y que “Indiana” lo adoptó él mismo en homenaje a un perro al que quiso mucho, detalle que se condice con la realidad ya que Lucas nombró a nuestro adalid en honor a su mascota de la época, un Malamute de Alaska). En última instancia y desde un punto de vista cualitativo, el film no llega a superar a Los Cazadores del Arca Perdida y se ubica al mismo nivel de Indiana Jones y el Templo de la Perdición aunque por razones exactamente opuestas porque así como esta última inflaba el costado turbio y tenebroso del ecosistema aventurero ideado por el equipo creativo, la presente gesta en cambio subraya la faceta luminosa de la saga y su apertura hacia el reconocimiento y la comprensión del otro.

 

Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Estados Unidos, 1989)

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Jeffrey Boam. Elenco: Harrison Ford, Sean Connery, Denholm Elliott, Alison Doody, John Rhys-Davies, Julian Glover, River Phoenix, Michael Byrne, Kevork Malikyan, Robert Eddison. Producción: Robert Watts. Duración: 127 minutos.

 

 

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008):

 

En el caso de Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008) hay que sincerarse y aclarar desde el vamos que la película no es mala y que el séptimo arte de nuestros días -tanto el mainstream como el indie- tiende a ofrecer obras muchísimo peores vía una homogeneización planetaria en la que todos pretenden filmar más o menos lo mismo, léase una versión empobrecida, vetusta y carente de imaginación del vigoroso cine de género de otras épocas. La propuesta es más decepcionante, si la juzgamos a la sombra de la trilogía inicial como evidentemente pretende que lo hagamos por la multitud de referencias de turno después de un impasse de 19 años, que ineficaz de por sí teniendo presente los engranajes de los géneros trabajados, esos que administra desde una rutina que tira hacia el automatismo lo que en los eslabones previos fue puro corazón y destreza narrativa: el film que nos ocupa recupera la relación de padre e hijo de Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), ahora invirtiendo las cosas y transformando al Doctor Jones (un Harrison Ford de 65 años que cumple y dignifica ayudado por dobles de riego) en el veterano progenitor que le dedica miradas de desaprobación a su vástago, Mutt Williams (Shia LaBeouf), hijo de la querida Marion Ravenwood (Karen Allen), en segunda instancia retoma aquel periplo orientado a devolver un tesoro/ objeto preciado a su lugar de origen símil la piedra lingam de Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), en esta oportunidad una calavera de cristal con poderes telepáticos/ psíquicos que pertenece a unos seres interdimensionales con vocación de arqueólogos que construyeron la ciudad de Akator, inspiración para la leyenda plutocrática de los europeos en torno a El Dorado, y finalmente nos presenta de nuevo la fórmula de los tres villanos simultáneos que supo patentar en su momento Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), un trío que reemplaza a los nazis de las entregas anteriores y hoy compuesto por la Doctora Irina Spalko (Cate Blanchett), mano derecha del dictador Iósif Stalin y experta en una parapsicología que desea convertir en un arma contra los enemigos norteamericanos, Antonin Dovchenko (Igor Jijikine), el típico militar brutal de la franquicia y segundo al mando con respecto a la anterior, y George “Mac” McHale (Ray Winstone), un agente secreto inglés del MI6 que pasa de trabajar codo a codo con Indy a “venderse” a los soviéticos por una aparente mala racha en las cartas que lo dejó con una enorme deuda, algo así como una mixtura entre Sallah (John Rhys-Davies) y René Belloq (Paul Freeman) en una sola persona, aliado y rival consumado. De hecho, la película empieza bastante bien obviando la clásica introducción de la saga para meterse de lleno en la trama principal centrada en 1957, con los rusos ingresando a la célebre Área 51, una base en el Desierto de Nevada que controlan en conjunto la Fuerza Aérea y la CIA, con el objetivo de que Jones les indique dónde está el cadáver momificado y magnetizado de un alienígena del Caso Roswell, hablamos de la supuesta nave espacial tripulada que se estrelló en un rancho cerca de Roswell, en Nuevo México, el 2 de julio de 1947 y que fue recuperada por los esbirros militares y civiles. El asunto por supuesto deriva en la traición del otro cautivo, McHale, en la retirada del cuerpo cortesía de las huestes soviéticas y en la huida del protagonista a bordo de un turborreactor que calcina a los diletantes de la KGB y deja al Doctor Jones en las inmediaciones de un pueblito de testeo repleto de casas prefabricadas y maniquíes justo antes de una explosión nuclear, de la que sobrevive al encerrarse en un refrigerador que es expulsado por la descarga bien lejos del hongo radioactivo. Luego de ser interrogado y acusado de posible comunista por agentes del FBI y puesto en libertad gracias a su amistad con el General Ross (Alan Dale), Indy vuelve a la Universidad Marshall donde se desempeña como docente pero termina siendo expulsado en plena paranoia antisoviética y acompañado en su salida por el decano, su amigo Charles Stanforth (Jim Broadbent), quien renuncia en solidaridad (el personaje es algo así como el sustituto de aquel Marcus Brody de Denholm Elliott, aclarándose en el relato que falleció al igual que el padre de Indiana, el recordado Henry Jones de Sean Connery). Allí es cuando se presenta Williams, un exponente de la subcultura juvenil greaser del período, ante el adalid de las aventuras para pedirle que lo ayude a localizar al Profesor Oxley (John Hurt), un colega y amigo británico de Jones con el que estudió en la Universidad de Chicago y que ahora está desaparecido después de encontrar el mentado cráneo de cristal en el Perú y pretender devolverlo a Akator, movida de restitución que supuestamente le otorgaría al responsable todo el poder que contiene el templo de la fabulosa ciudad, construida por los indígenas ugha hace siete mil años bajo las indicaciones de los misteriosos extraterrestres a los que pertenece la calavera. Todo este primer acto, que por cierto incluye una excelente fuga en motocicleta de Mutt e Indiana de dos agentes rusos a lo largo del campus universitario y un cierre propiamente dicho cuando ambos parten hacia el Perú para hallar no sólo a Oxley, figura paternal del muchacho luego del fallecimiento del marido de Ravenwood durante la Segunda Guerra Mundial, sino también a la madre de Mutt, la propia Marion, es de hecho lo mejor del convite porque recupera con astucia y vitalidad ingredientes varios del cine de espionaje, el suspenso, la ciencia ficción Clase B y el clima político y hasta la cultura de aquella mitad del Siglo XX, en esencia sacándole rédito a la Guerra Fría, la caza de brujas del macartismo (1950-1956), las teorías de conspiración, el nacimiento de la ufología moderna, el secretismo paranoico de siempre del gobierno yanqui, la explosión en popularidad de Elvis Presley y en general la génesis de los greasers tracción a rockabilly, doo-wop, el Marlon Brando de El Salvaje (The Wild One, 1953) y el primer mártir del movimiento, el querido James Dean, fallecido en 1955. A diferencia del resto de la película, estos minutos iniciales mantienen los CGI al mínimo porque la acción se concentra en faenas bastante terrenales y en suelo norteamericano, gran novedad dentro del ideario de una saga dominada por el turismo planetario y en la que la universidad de Jones sólo era utilizada como disparador de la misión de turno y/ o para charlar con el amigo Marcus; incluso se explicita la interesante aunque no demasiado trabajada participación de Indiana en el Caso Roswell y su trasfondo militar y como agente secreto en Europa, ya que se unió al ejército y llegó al grado de Coronel durante el enfrentamiento bélico con la Alemania nazi y el Imperio del Japón para a posteriori intervenir en misiones de espionaje en el viejo continente con McHale, y además se podría decir que está muy bien utilizada la cita a Los Cazadores del Arca Perdida vía esa mínima toma que nos muestra el Arca de la Alianza entre los tesoros olvidados del Área 51. El detalle de salir indemne de una explosión nuclear refugiándose en una heladera, eje de una infinidad de burlas al momento del estreno del film, es uno de los hallazgos más hilarantes de la película y se acopla con los otros muchos delirios de la franquicia y con el hiper extendido miedo de las décadas del 40, 50 y 60 a morir en medio de un enfrentamiento entre los soviéticos y los norteamericanos protagonizado por bombas neutrónicas, algo que para colmo es reforzado mediante ese cartel que vemos en la ruta en los primeros minutos y que remite a El Café Atómico (The Atomic Cafe, 1982), extraordinario documental de Jayne Loader y los hermanos Kevin y Pierce Rafferty acerca de la locura de la Guerra Fría, las burdas mentiras gubernamentales yanquis y el pánico a un holocausto nuclear masivo. Lamentablemente el resto de la película sí cae en ridiculeces que bordean la autoparodia como esos aborígenes expertos en kung-fu que protegen los secretos de Akator, refrito de la Hermandad de la Espada Cruciforme de Indiana Jones y la Última Cruzada, ese Williams reproduciendo el berretín de Tarzán colgándose de las lianas de la selva peruana y para colmo transformándose de la nada en líder de un ejército de monos durante la secuencia de acción reglamentaria en la jungla, y mejor ni hablar de las “imprecisiones” que como espectadores latinos podemos identificar -primero- en materia de la escena en la que Indy le dice a Mutt que aprendió a hablar quechua, idioma originario/ precolombino de los Andes Peruanos, luchando a la par del revolucionario mexicano Pancho Villa, y -segundo- en lo que atañe a todo el dispositivo retórico que lleva a que padre e hijo hallen la calavera de cristal alienígena en la cripta del explorador y conquistador español Francisco de Orellana y sus subalternos, quienes según el relato desaparecieron en el Perú en 1546 buscando El Dorado/ Akator cuando en verdad los susodichos perecieron atacados por pueblos aborígenes surcando el Río Amazonas a la altura de las actuales Colombia y Venezuela, generoso caudal de agua que fue descubierto por el mismo Orellana tiempo atrás y bautizado así por la feroz arremetida de un grupo de mujeres indígenas que le recordaron a las amazonas de la mitología griega. Vista a la distancia, la película funciona como una secuela relativamente digna y no mucho más cuya incapacidad para elevarse por encima de su escuálido promedio cualitativo no se debe al desempeño de los correctos LaBeouf, Blanchett, Winstone, Hurt y Jijikine ni tampoco al tufillo nostálgico inofensivo del trajín selvático, sino a la andanada de CGI utilizado en la prolongada secuencia de acción del camión, el jeep y el vehículo anfibio, la batalla con las hormigas carnívoras gigantescas siafu y el futuro finado Dovchenko, la triple caída en las cataratas y todo ese desenlace apuntalado en el retorno del cráneo a sus dueños en Akator, el regreso a la vida de los seres interdimensionales y las muertes de McHale y Spalko que replican a aquellas del eslabón previo de Walter Donovan (Julian Glover) y Elsa Schneider (Alison Doody), respectivamente, dos ególatras obsesionados con el poder y/ o las riquezas. Más allá del evidente cansancio de Spielberg en relación al tópico de las entidades de mundos lejanos, ya trabajado en las superiores Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El ExtraTerrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982), A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001) y Guerra de los Mundos (War of the Worlds, 2005), lo cierto es que el guión de David Koepp, sobre una idea original de George Lucas y Jeff Nathanson, no construye del todo bien el vínculo entre Jones y Williams, haciendo al veterano demasiado distante y al joven demasiado arisco, ni la “reconciliación” entre Indy y Marion, todo basado en la ciclotimia de la mujer que pasa de odiarlo por haber roto con ella una semana antes de la boda -lo que la llevó a no decirle nada del embarazo y del nacimiento de su vástago, casándose después con un tal Colin Williams- a volverlo a querer de manera arbitraria/ caprichosa cuando él le confiesa que luego estuvo con otras mujeres pero ninguna le duró demasiado porque no eran como ella, gesto romántico inocentón que de golpe da por terminado el asunto hasta que en el epílogo somos testigos del demorado casamiento de la pareja, de la vuelta de Indiana a la ficticia Universidad Marshall de Nueva York y de un amague de pasarle la antorcha aventurera al personaje de LaBeouf sólo por la filiación, sin haber hecho ningún mérito verdadero más allá de una absurda sesión de esgrima con Spalko a bordo de vehículos en movimiento (no obstante resulta grato el recurso dramático de poner a Indy elogiando la decisión de Mutt de abandonar la escuela porque no le gustaba, en los momentos previos a enterarse de la paternidad, a instarlo fervientemente a que retome el colegio, ya sabiendo que el muchacho es su hijo biológico). Más frustrante por la mediocridad acumulada y la falta de garra que desastrosa a raíz de lo que podría haber sido un legado cinematográfico manchado, Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal se ubica muy lejos de la mejor versión de las fórmulas narrativas que pretende emular y en su segunda mitad se asemeja a un montón de propuestas fantásticas de hoy en día que resultan intercambiables entre sí, circunstancia que no llega a hundir el barco por la simpatía y originalidad -en términos de la saga- de la primera parte pero que en última instancia constituye una sutil y bastante amarga derrota debido a que la realización daba para mucho más que esta nueva remake camuflada -y muy deslucida, sin acercarse al nivel creativo de Indiana Jones y la Última Cruzada– de Los Cazadores del Arca Perdida. La jugada de apelar a la nostalgia sirviéndose de latiguillos, y para colmo envolviendo a la faena en todo este CGI de plástico que hace añorar los practical effects de antaño, resulta muy contraproducente al punto de metamorfosear al convite en un engendro que no se decide entre volcarse a las odiseas prosaicas y fascinantes de la “vieja escuela” del séptimo arte o tirarse de cabeza en la pileta de una animación digital omnipresente que nada tiene que ver con la identidad de una franquicia centrada en un explorador bien análogo que surca y descubre un mundo antiguo para el que lo digital no significa absolutamente nada y hasta puede ser sinónimo de perfidia esencial. La paradoja del equilibrio imposible no es resulta ni por un Lucas ya completamente seco a escala imaginativa ni por un Spielberg que hace mucho tiempo dejó atrás los últimos verdaderos chispazos de efervescencia juvenil, aquellos de Jurassic Park (1993), para abrazar la madurez sepulcral y lacrimógena de La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), Amistad (1997), Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), Munich (2005), Caballo de Guerra (War Horse, 2011) y Lincoln (2012), entre otras, sólo recuperando hace poco tiempo el bello ímpetu creativo del pasado vía la retro seriedad de Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y la retro levedad pueril de la lunática y elogiable Ready Player One (2018).

 

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Estados Unidos, 2008)

Dirección: Steven Spielberg. Guión: David Koepp. Elenco: Harrison Ford, Cate Blanchett, Karen Allen, Shia LaBeouf, Ray Winstone, John Hurt, Jim Broadbent, Igor Jijikine, Alan Dale, Dimitri Diatchenko. Producción: Frank Marshall. Duración: 122 minutos.