Hasta no hace mucho tiempo Rosemary’s Baby (1968), de Roman Polanski, era uno de los pocos clásicos del terror posmoderno que no había sido sometido de manera extensiva al “tratamiento franquicia” de ese Hollywood descerebrado que desde las décadas del 80 y 90 de la centuria pasada viene exprimiendo toda película que demuestre un mínimo potencial en calidad de producto con un público relativamente fiel o quizás interesado en ver algún tipo de expansión de la historia de base, situación que se cortó con la horrenda remake en formato de miniserie de dos capítulos de Agnieszka Holland para la NBC, Rosemary’s Baby (2014), medio televisivo al que también había ido a parar la única secuela del opus del mítico realizador polaco, Look What’s Happened to Rosemary’s Baby (1976), precisamente un telefilm desastroso de Sam O’Steen para la ABC. Como el mainstream contemporáneo es todo un especialista en entregarnos películas que nadie pidió y que para colmo exudan una precariedad discursiva tremebunda ya que en simultáneo no consiguen justificar su existencia ni aportar algo mínimamente novedoso a lo ya visto, ahora nos topamos con una precuela de Natalie Erika James para el servicio de streaming Paramount+, Apartment 7A (2024), que retoma un personaje demasiado secundario del film original al punto de que la experiencia en su conjunto resulta un acto de autosabotaje de impronta artística/ comercial.
El guión de la directora, Christian White y Skylar James efectivamente se centra en aquella muchacha y ex drogadicta que Rosemary Woodhouse (Mia Farrow) encontraba en el sótano del edificio de turno, Bramford, mientras lavaba la ropa en una escena bastante fugaz, Terry Gionoffrio (Angela Dorian), quien vivía con una pareja de benefactores de la tercera edad, Minnie (Ruth Gordon) y Roman Castevet (Sidney Blackmer), y terminaba saltando desde una de las ventanas del departamento en cuestión hacia su rauda muerte por una supuesta depresión. Aquí Julia Garner reemplaza a Dorian en el rol de Gionoffrio, bailarina que en la Nueva York de 1965 se quiebra el pie/ tobillo derecho en pleno espectáculo y no puede conseguir trabajo alguno en Broadway por su cojera, amén de la competencia caníbal del gremio artístico. Bajo la idea de convencer a un productor soberbio de que le ofrezca una segunda oportunidad después de rechazarla y humillarla durante un casting, Terry sigue a Alan Marchand (Jim Sturgess) hasta su hogar, el edificio Bramford, y termina conociendo al matrimonio Castevet, Minnie (Dianne Wiest) y Roman (Kevin McNally), unos vejetes que la ubican en un departamento vecino de su propiedad y dejan todo servido para que la embarace Belcebú, maquillando el asunto como un encuentro sexual con/ violación a cargo de Marchand luego de una cita que incluyó una bebida alcohólica con somnífero de yapa.
Ya con la drogadicción insólitamente desaparecida y un vínculo narrativo adicional de la mano de un personaje que se nombraba aunque no veíamos en la odisea de Polanski, la Señora Gardenia (Tina Gray), una abogada y vecina del Bramford que cultiva plantas, prepara un ungüento mágico que cura el tobillo de Gionoffrio y eventualmente termina en coma por intentar matar a la muchacha para que no nazca el Anticristo, Apartment 7A cae bastante por debajo de la faena anterior de la realizadora, Relic (2020), una ópera prima correcta que sin ser una maravilla por lo menos se las arreglaba para darle una vuelta de tuerca al formato quemado de las casas embrujadas empardándolo a una metáfora para con la demencia. James y su productor de cabecera, el insoportable Michael Bay, nos venden el asunto como una precuela pero construyen una progresión narrativa prácticamente calcada del opus de 1968, a lo que se suma un arsenal de berretines del horror mainstream del Siglo XXI en la tradición de jump scares siempre rutinarios, CGIs de lo más mediocres, diálogos redundantes, actuaciones que no se sostienen al compararlas con el pasado y cero sutileza o suspenso o inteligencia discursiva, en términos generales unificando en una sola criatura, Terry, las personalidades de la pobre víctima de un aquelarre moderno, Rosemary, y de su marido actor en busca de estrellato, energía y fortuna, Guy Woodhouse (John Cassavetes).
Intercambiando el trasfondo proto hippón de antaño de la hoy protagonista por la tragedia de una ninfa ingenua de Nebraska que se debe cuasi prostituir para trepar en la pirámide de la industria cultural capitalista de los años 60, de ahí la alegoría en primer plano de intimar con el Diablo y negar el asunto hasta que una monja le informa a Gionoffrio cómo son las cosas en el mundo real, la Hermana Claire (Patricia Jones), la realización dice lo mismo de Broadway que ya había dicho Rosemary’s Baby, en esencia denunciando la ruina ética y las prebendas del caso, no aprovecha la incapacidad de la muchacha de sacarse de encima al crío en un par de intentos de aborto, al contrario de las recientes Immaculate (2024), de Michael Mohan, y The First Omen (2024), de Arkasha Stevenson, y trata de condimentar en vano el periplo de la chica con personajes colaterales intrascendentes, desde su amiga Annie Leung (Marli Siu) hasta su competencia profesional Vera Clarke (Rosy McEwen). Garner, aquella Ruth Langmore de Ozark (2017-2022), está muy bien y se agradece el desenlace con ella saltando por la ventana luego de bailar al ritmo de la monumental Be My Baby (1963), de The Ronettes con producción de Phil Spector, sin embargo la “profundidad de la ambición” de Terry y la película en sí deja bastante que desear y los títulos finales con la música de Krzysztof Komeda nos reenvían a esa insuperable obra maestra de Polanski…
Departamento 7A (Apartment 7A, Estados Unidos/ Australia/ Reino Unido, 2024)
Dirección: Natalie Erika James. Guión: Natalie Erika James, Christian White y Skylar James. Elenco: Julia Garner, Dianne Wiest, Kevin McNally, Jim Sturgess, Marli Siu, Rosy McEwen, Andrew Buchan, Anton Blake Horowitz, Patricia Jones, Tina Gray. Producción: Michael Bay, John Krasinski, Andrew Form, Brad Fuller y Allyson Seeger. Duración: 106 minutos.