Tan cerca de la faceta menos jazzística del rock sureño de The Allman Brothers Band y Lynyrd Skynyrd como del blues y el rock pesado modelo inglés, aquel de The Yardbirds, Cream, The Animals, Deep Purple, Faces, The Jeff Beck Group, Humble Pie, Free y Led Zeppelin, y por supuesto modelo yanquilandia, específicamente Canned Heat, Jimi Hendrix, Big Brother and the Holding Company, Steppenwolf, Creedence Clearwater Revival, Aerosmith, Tom Petty and the Heartbreakers, ZZ Top y The Fabulous Thunderbirds, The Black Crowes en realidad a nivel espiritual -y a veces hasta histórico prosaico- forma parte de la camada bluesera/ sureña/ hardrockera de los tardíos años 80 y 90 de gente heterogénea como por ejemplo Stevie Ray Vaughan, The Jon Spencer Blues Explosion, Jeff Healey, el ya veterano Gary Moore y los hermanos Johnny y Edgar Winter, a su vez padres de algunas de las facetas de agrupaciones posteriores en sintonía con The White Stripes, Kings of Leon y The Black Keys. Sin embargo el horizonte conceptual por antonomasia de la banda que nos ocupa, siempre liderada por un par de hermanos que compondrían todas las canciones y serían los únicos miembros estables del colectivo, el cantante Chris Robinson y el guitarrista Rich Robinson, siempre fue The Rolling Stones y específicamente la tetralogía de obras maestras de los británicos de fines de los 60 y comienzos de la década siguiente, hablamos de Beggars Banquet (1968), Let It Bleed (1969), Sticky Fingers (1971) y Exile on Main St. (1972), discos que oficiaron de faros para todas las generaciones siguientes de músicos especializados en las múltiples vertientes del rock más enérgico y pasional.
Los dos primeros álbumes producidos por George Drakoulias, los hiper exitosos Shake Your Money Maker (1990) y The Southern Harmony and Musical Companion (1992), beben mucho de Aerosmith, Vaughan y el rock más directo de las primeras versiones de AC/DC, Def Leppard, Thin Lizzy y Van Halen, amén de chispazos tranquilos símil baladas country o blueseras y de esa pata glam que se cuela a instancia de unos Stones filtrados por los New York Dolls y Kiss, de allí las semejanzas involuntarias esporádicas con el glam metal ochentoso -tan cutre como adictivo- de Mötley Crüe, Guns N’ Roses, Skid Row, Warrant, Quiet Riot y los primeros Extreme, entre muchos otros. En el estupendo Amorica (1994) finiquita la metamorfosis hacia el estilo paradigmático de The Black Crowes, aquí deudor de los Stones circa Exile on Main St. y del dúo crucial detrás de Led Zeppelin, el cantante Robert Plant y el guitarrista Jimmy Page, no obstante se suele pasar por alto el hecho de que el asunto incluye pinceladas de funk y de psicodelia rockera pirotécnica a lo MC5, Iron Butterfly, Traffic y Vanilla Fudge, toda una rareza en aquel período de supremacía absoluta del grunge de Nirvana, Pearl Jam, Alice in Chains, Stone Temple Pilots, Soundgarden y The Smashing Pumpkins. Después de una suerte de secuela nada disimulada y no tan agraciada de Amorica también producida por Jack Joseph Puig, Three Snakes and One Charm (1996), trabajo que profundiza en las raíces sureñas de la banda mientras continúa entronizando el hard rock blueseado de los años 70 y en esta oportunidad sobre todo la Invasión Británica con homenajes directos a The Who, The Beatles y The Kinks, By Your Side (1999) abandona las epopeyas de antaño por canciones más concisas que se parecen mucho a la hipotética interpretación de parte de The Black Crowes del glam y el soul, dos extremos que a priori parecen irreconciliables pero que los hermanos Robinson logran unificar con relativa armonía en el sorprendente disco, por cierto repleto de vocalizaciones de Chris que le deben mucho al Rod Stewart rockero.
Lions (2001), en esencia, fue el disco que estaban esperando todos los que siempre acusaron a los estadounidenses de ser una imitación poco imaginativa de bandas mejores del pasado, jugada oportunista que efectivamente se sostiene en uno de los peores álbumes de influjo retro de los muchachos especialmente debido a la ausencia de canciones memorables y un claro automatismo general en línea con Zeppelin, por momentos bordeando el plagio por más que algunos arreglos funk, psicodélicos y de rhythm and blues traten de maquillar el asunto. Los tres álbumes siguientes producidos por Paul Stacey, el simple Warpaint (2008) y los dobles Before the Frost… Until the Freeze (2009) y Croweology (2010), el primer trabajo una placa tradicional de estudio con material inédito y el segundo un unplugged/ acústico de probeta sin público alguno, no agregan nada nuevo al canon de siempre, a la vez cercano al rock pesado, el blues, el country baladístico y ocasionalmente al boogie y el bluegrass, pero sin duda aportan una madurez bastante digna en la que por fin casi nada se siente forzado, ya sea por exceso de entusiasmo, pretensiones miméticas o impronta rockera clasicista extemporánea, con un “premio especial” para el marco de música disco símil Miss You, de los Stones, de la imprevista I Ain’t Hiding. El más reciente agregado al catálogo discográfico de The Black Crowes a posteriori de una retahíla interminable de cambios de miembros, giras de regreso y parates profesionales de diversa envergadura, Happiness Bastards (2024), con producción de Jay Joyce, rankea en punta como el trabajo más satisfactorio, jovial y coherente desde aquella gloriosa trilogía inicial de Shake Your Money Maker, The Southern Harmony and Musical Companion y Amorica, todo gracias a composiciones muy pulidas que no reniegan de cierta efervescencia pop y además exprimen lo mejor del quid identitario de turno, desde el dejo stone, la actitud glam y los arranques cuasi punk hasta el blues mugriento, esos riffs funkeados, los pasajes country y los infaltables “pasos de gigante” a lo Led Zeppelin.
La apertura de Happiness Bastards, Bedside Manners, es un rockito furioso cien por ciento Crowes que versa sobre uno de los tópicos favoritos de la banda, la distancia interpretativa entre hombres y mujeres en lo que atañe al mundo, las responsabilidades y el cariño, con los primeros tratando de vivir en libertad y las segundas imponiendo reglas de convivencia sintetizadas en esos “modales de cama” a los que se refiere el título irónicamente, de allí que surja una Guerra Fría entre enemigos tácitos que gustan de mantener las apariencias de civilidad en público para después despedazarse cuando están en la privacidad del hogar. Entre los Stones punkeados de Lies y Respectable, del legendario Some Girls (1978), y el glam norteamericano más pesado de gente como New York Dolls, Alice Cooper y Kiss, Rats and Clowns funciona como otro arrebato intoxicante sustentado en un riff maravilloso, en Chris imitando a David Johansen y en una letra que, precisamente, se mete con una adicción a la cocaína y la heroína que involucra centros de rehabilitación, arrebatos suicidas, una falsa sensación de invencibilidad, el arte de vagar por la ciudad de noche, la muerte de un amigo/ conocido y un vínculo amoroso con una compañera que por supuesto también está en un estado lamentable, prácticamente zombificada como aclara una y otra vez el cantante. Cross Your Fingers representa un regreso a las composiciones más lúdicas de los años 90 de los hermanos Robinson porque juega en una misma obra con los distintos recursos de siempre, pensemos en una intro de marco acústico, unas estrofas bien hardrockeras, un estribillo cuasi rapeado y muy gracioso y un outro soulero con coros góspel símil Tumbling Dice, Loving Cup, Let It Loose y Soul Survivor, pivotes del Exile on Main St., todo además en un tema que sirve de “complemento vulnerable” con respecto a los dos anteriores porque aquí el narrador sufre de desamor y deja de lado aquella arrogancia inmediatamente previa, prefiriendo aceptar parte de la culpa y automitologizar su dolor con metáforas de cataclismo natural.
Wanting and Waiting juega con Vaughan, Tom Petty and the Heartbreakers y Traveling Wilburys, aquel supergrupo de Bob Dylan, George Harrison, Roy Orbison, Jeff Lynne y el mismo Petty, ofreciendo nuevamente la versión pesada -y filtrada por los Stones, desde ya- de The Black Crowes de la americana o roots rock con el objetivo de ahora pensar una soledad que se mezcla con la depresión, el aislamiento, un flamante caso de corazón roto y la hostilidad contra el entorno social en su conjunto, poca paciencia y “sangre en llamas” de por medio. Wilted Rose incluye como voz invitada a Lainey Wilson, exponente del country popero más inofensivo, y de hecho puede leerse como una lectura bastante desabrida de parte de los señores de una balada country con base feminista e iconografía poética tontuela del Viejo Oeste, únicamente consiguiendo levantar la puntería en ocasión de un puente power muy hilarante y de un solo cuasi metalero fuera de lugar a lo “héroe de la guitarra” de vieja cepa. Dirty Cold Sun es otro de esos duplicados de los Stones en los que los coros rhythm and blues y la costumbre de Chris de emular a Mick Jagger dominan la escena, un esquema mimético que encarado por cualquier otra agrupación derivaría en fracaso y que aquí genera otra joyita nada original pero con la eficacia de los veteranos sinceros, amén de una letra que habla de un duelo o una separación -podría ser romántica pero se acerca más a lo amistoso o laboral- entre el fuego del protagonista y el hielo de una contraparte homologada a una suerte de hechicero medieval en la tradición de los versos del primer heavy metal, en línea con Led Zeppelin, Black Sabbath, Rainbow y Deep Purple. El blues mugriento marca registrada de los Crowes regresa con todo en la excelente Bleed It Dry, excusa para que Chris desempolve una armónica ultra jaggeriana entre estrofas y estribillos que se pasean por un catálogo de padecimientos del ecosistema social contemporáneo y más allá, desde la hipocresía y el rencor cruzado hasta la angustia y la ceguera del fundamentalista que se autovictimiza todo el tiempo, por ello se propone sin cesar a la destrucción de las cadenas como quiebre de un aislamiento a mitad de camino autobuscado e impuesto desde el exterior.
Casi invirtiendo la fórmula detrás de la estructura de Wilted Rose, Flesh Wound cuenta con un puente apacible y algo mucho elegíaco mientras que el resto de la canción se asemeja a una mixtura desquiciada entre new wave y glam metal socarrón que una vez más nos habla de un alejamiento, aunque hoy por hoy la ruptura o desavenencia no deja margen para la ambigüedad ya que se debe al hedonismo/ autoconfianza excesiva del varón y el carácter dominante de una hembra que atosiga con sus expectativas en vez de aceptar al prójimo como es, sin pretender cambiarlo, paradoja eterna que desemboca en “heridas superficiales” que no lo son y en la resignación de siempre ante un problema irresuelto que ya atravesó múltiples intentos en pos de salvar los escollos. En la ultra zeppeliniana Follow the Moon Chris se calza el disfraz de Plant y Rich el de Page circa Led Zeppelin II (1969) para una oda a la existencia más reventada del rock and roll, un devenir repleto de estereotipos y ahora enmarcado en drogas, bebidas espirituosas, tours interminables, mucho agite noctámbulo, groupies descerebradas, depresión, la esperable sobredosis, un flamante intento de rehabilitación y alguna que otra pelea fortuita que le aporta la necesaria “sal” al derrotero del músico inconformista. Kindred Friend cierra el álbum invocando la dulzura melancólica de Dead Flowers, I Got the Blues y Wild Horses, mega clásicos del Sticky Fingers, mediante un tema mayormente acústico de base country bluesera en el que prima el optimismo voluntarioso de mirar al futuro, sonreír, disfrutar con los amigos y abandonar todo fariseísmo y toda apatía para escribir nuestra vida y sobre todo “nuestro propio final”, así la despedida se amalgama con el apoyo mutuo o reencuentro con el otro en tiempos particularmente aciagos que invitan a no estancarse en el pasado y a apostar por la solidaridad.
Happiness Bastards, primer disco con material nuevo en quince años, no sólo es una máquina del tiempo por parte de unos especialistas consumados en el rock de los 60 y 70, jugada ya de por sí loable en un presente de mucha ignorancia cultural y más aún con este nivel de eficacia y honestidad ideológica, sino asimismo un muy buen testimonio de que todavía es posible construir una versión tradicional y sentida del rock, el blues y el country que le escape tanto a la ortodoxia sin alma de tantos puristas, la mayoría unos palurdos que jamás saldrán del nicho en cuestión por su falta de talento y garra, como a la tendencia de la posmodernidad a deconstruirlo todo y regurgitarlo bajo un seudo enfoque experimental que dejó de ser avant-garde hace muchísimos años y hoy sinceramente sabe a rancio, de allí que de vez en cuando el rock se renueve -o quizás simplemente se reencuentre con sus máximas de choque- a través de movimientos descaradamente conservadores como el representado en la perspectiva sureña y pesada de The Black Crowes, surgidos cuando dominada el pop prefabricado de los 80 y el rock comenzaba a caricaturizarse a niveles insospechados y hoy nuevamente necesarios como gestos de la contracultura retro en medio de una coyuntura que vuelve a repetirse, pensemos en el pop pueril y repugnante del Siglo XXI y en una escena rockera que tiende a la autoindulgencia del indie y a la pérdida de relevancia de la mayoría de los gigantes de antaño, ya muertos o sin nada para decir o transformados en artistas del “en vivo” porque las grabaciones de estudio generan migajas en comparación con la venta de vinilos, cassettes y CDs de la segunda mitad de la centuria previa, mercado del streaming negrero símil Spotify de por medio. The Black Crowes jamás estuvo ni jamás llegará al nivel de calidad de las bandas que conforman su horizonte como músicos, no obstante su aporte es más que digno y su presencia se agradece en medio de tanta pose banal condenada al olvido o al peor destino de la cultura, léase la insignificancia divorciada de la realidad más sucia, urgente y terrenal.
Happiness Bastards, de The Black Crowes (2024)
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