Filmar la desolación no es una tarea fácil porque implica subrayar el cataclismo a la vuelta de la esquina de cualquier sociedad plutocrática y las miserias y problemas de siempre de los seres humanos a la hora de resolver la inequidad, luchar contra la codicia o tratar de conciliar en serio las asperezas entre sectores, grupos e individuos opuestos o directamente diferentes. Uno de los muy pocos directores y guionistas que han contado con la valentía suficiente para meterse una y otra vez con la temática del fin del mundo o los desastres provocados en mayor o menor medida por el hombre y su necedad es el inmenso John Carpenter, quien supo trabajar el tópico de manera acotada a determinado espacio y/ o con un enfoque minimalista sobrenatural o fantástico freak en Noche de Brujas (Halloween, 1978), La Niebla (The Fog, 1980), Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981), ¡Sobreviven! (They Live, 1988), El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned, 1995), Escape de Los Ángeles (Escape from L.A., 1996), Vampiros (Vampires, 1998) y Fantasmas de Marte (Ghosts of Mars, 2001). No obstante fue en el contexto de la denominada Trilogía del Apocalipsis donde pudo explorar el asunto a gran escala conceptual, nos referimos a La Cosa (The Thing, 1982), Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987) y En la Boca de la Locura (In the Mouth of Madness, 1995), tres joyas que más allá de centrarse en una hecatombe que empieza bien minúscula y luego va creciendo en términos exponenciales, la verdad es que comparten diversos elementos como por ejemplo la claustrofobia que ofrece un lugar del cual los protagonistas no pueden salir, el acecho testarudo de una fuerza de intensidad siempre ascendente, cierto marco de relato colectivo cual mosaico, un desarrollo narrativo perfecto en el que no sobra ni falta escena alguna, una perspectiva contracultural y profundamente de izquierda, una multitud de ironías tendientes a ponderar -de manera implícita o evidente- la potencia retórica del sarcasmo perspicaz, la presencia de desenlaces abiertos/ ambiguos y a la vez demoledores en su pesimismo de corte realista, y finalmente una impronta metadiscursiva volcada a un homenaje cariñoso y heterogéneo caracterizado por la amplitud de los medios abarcados, con La Cosa remitiendo fundamentalmente a la película El Enigma de Otro Mundo (The Thing from Another World, 1951), Príncipe de las Tinieblas a la serie televisiva británica El Experimento Quatermass (The Quatermass Experiment, 1953) y En la Boca de la Locura a la producción literaria de H.P. Lovecraft en su conjunto, sin duda otra de las fuentes principales de las que bebe Carpenter en esta majestuosa colección de films. Lo que se mueve por detrás de la trilogía es la aniquilación no sólo de la civilización humana sino de una “normalidad” que se cae a pedazos debido a sus propios elementos constitutivos, en este sentido basta con pensar en la influencia que tiene el parasitismo capitalista, la creencia desmedida en la ciencia o la religión y el peso de la industria cultural en tanto modeladora de conciencias en cada una de las epopeyas cinematográficas consideradas, amén del hecho de que en realidad no importa dónde nos encontremos -ya sea una base de investigación en la Antártida, una iglesia semi desierta de Los Ángeles o un pueblito de Nuevo Hampshire que no aparece en ningún mapa- porque la noción del sedentarismo convertido en pesadilla recorre unas tramas que se mofan de la facilidad con la que todo se viene abajo una vez que algo o alguien toma la forma de un infiltrado dañino dentro de la comunidad y comienza a carcomer la estructura sirviéndose del contenido negado/ ninguneado/ olvidado a propósito pero constituyente de la propia estructura, hablamos del odio, la violencia, las mentiras, el masoquismo y el escepticismo o incredulidad en materia de las intenciones últimas del prójimo o su misma capacidad para lidiar con tal o cual situación. Como le dice el personaje de Wilhelm von Homburg a su homólogo de Sam Neill en ocasión de la sublime En la Boca de la Locura, “la realidad ya no es lo que solía ser” y esa aseveración puede extenderse a literalmente todos los campos de la praxis social ya que vivimos en tiempos de una enorme inestabilidad cortesía de crisis cíclicas de nunca acabar que parecen señalar a pura porfía que las quimeras de otras épocas se deshacen continuamente en el día a día de las últimas décadas de posmodernidad porque estamos en el camino incorrecto, al punto de que las traiciones entrecruzadas, la avaricia sin freno y el ansia de dominio absoluto ya están dejando muy pocos intersticios para mantener la fe o esperanza de que el atolladero se resuelva o derive en la vehemencia destructora/ creadora de antaño de índole revolucionaria, hoy con el horizonte perfilando una serie de desastres que terminan allí, en una desgracia con poco y nada que llene el vacío posterior.
La Cosa (The Thing, 1982):
Si bien en términos de “créditos formales” La Cosa (The Thing, 1982) está basada en ¿Quién Anda Ahí? (Who Goes There?, 1938), la célebre novela corta de John W. Campbell Jr. sobre unos investigadores de una base remota en la Antártida que descubren una nave extraterrestre y una entidad congelada que por supuesto sigue viva y se dedica a copiar al dedillo a todo ser que devora, en realidad sus fuentes de inspiración son bastante más vastas porque Carpenter y el guionista Bill Lancaster, aquel de La Pandilla de Pícaros (The Bad News Bears, 1976), de Michael Ritchie, toman elementos propios de las dos adaptaciones cinematográficas previas del relato de Campbell, El Enigma de Otro Mundo (The Thing from Another World, 1951), dirigida por Christian Nyby y producida por Howard Hawks, y Pánico en el Transiberiano (Horror Express, 1972), de Eugenio Martín, y sobre todo de otras dos cruciales fuentes literarias, Eran Diez Indiecitos (And Then There Were None, 1939), clásico absoluto de Agatha Christie de las novelas de suspenso de entorno cerrado, desconfianza y asesinatos en secuencia, y En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), obra maestra de H.P. Lovecraft sobre una expedición a la Antártida que deriva en el hallazgo de los restos de una civilización ancestral, misteriosa y terrorífica de alienígenas que creó la vida en el Planeta Tierra, los Primordiales. El encanto de la película de Carpenter, cuya historia es verdaderamente muy sencilla y por ello claustrofóbica y poderosa, pasa por la capacidad del director para edificar tensión a partir de una puesta en escena minimalista deudora de elementos varios del western, el policial negro y hasta los relatos de espionaje porque la obsesión de la propuesta es construir un antihéroe sutilmente despiadado, el mítico R.J. MacReady en la piel del excelente Kurt Russell, y analizar una paranoia paulatina y un recelo mutuo que sobrepasan a la histeria de la Guerra Fría del momento y se meten con la misma idiosincrasia del ser humano y su tendencia a ver enemigos o posibles adversarios/ competidores/ ejes de odio circunstancial por todos lados, una perspectiva realmente horrorosa que en el metraje pasa a complementarse -y en cierto sentido a maximizarse- mediante la presencia de un villano amorfo y parasitario que parece moverse como el capitalismo posmoderno porque literalmente se sirve de la multiplicación identitaria, el miedo y la falta de solidaridad comunal/ popular para hacer de las suyas metamorfoseándose una y otra vez con el objetivo último de fagocitar a todos y cada uno de los mortales sin que éstos puedan defenderse, comprender lo que está ocurriendo o aunque sea determinar el régimen de complicidades de turno. Aquí la base del Instituto Nacional de Ciencias de los Estados Unidos en el paisaje helado de la Antártida, en el invierno de 1982, alberga a doce hombres entre los que se destacan el jefe del emplazamiento, Garry (Donald Moffat), el médico reglamentario, el Doctor Copper (Richard Dysart), el biólogo encargado de las investigaciones, el Doctor Blair (Wilford Brimley), el cocinero Nauls (T.K. Carter), el adiestrador de los perros de trineo Clark (Richard Masur), el experto en comunicaciones Windows (Thomas G. Waites) y el propio MacReady, piloto del helicóptero, amante del ajedrez y definitivamente pésimo perdedor como lo indica aquella graciosa escena en la que vuelca whisky adentro de la computadora/ arcade con la que estaba jugando. Luego de que unos noruegos de una base vecina persiguieran con inusual ahínco a un perro para matarlo, disparándole y arrojando cargas explosivas al punto de explotar ellos mismos por accidente después de pegarle un tiro a uno de los yanquis, George Bennings (Peter Maloney), Copper y MacReady se dirigen hacia el asentamiento de los nórdicos y se topan con estalactitas de sangre, ruinas carbonizadas y resabios de una carnicería y de un humanoide espantoso y deforme que parece muerto y sobre el cual Blair comienza a realizar una autopsia una vez que lo trasladan a la base norteamericana para inspeccionarlo. Pronto quedan claras las razones del encono de los vecinos hacia el can porque éste engulle a los otros perros de Clark y se ramifica en distintas criaturas de apariencia caótica, con diversas extremidades, cabezas, tentáculos y protuberancias que son quemadas con un lanzallamas controlado por el afroamericano de muy pocas pulgas Childs (Keith David). Blair es quien, examinando los restos de los cuadrúpedos, determina que la criatura a la que se enfrentan se especializa en imitar a todo aquello que ingiere al punto de que resultan indistintas las categorías de la comida y el comensal, mecanismo de defensa como el del camaleón pero también una argucia biológica para poder seguir cazando en determinada comunidad de seres vivos sin ser descubierta. Observando los videos de los noruegos y chequeando sus apuntes los estadounidenses entran en contacto con la zona antártica en la que los colegas hallaron al primer espécimen, región que fue abierta con cargas de termita que asimismo dejaron al descubierto una gigantesca nave espacial debajo del hielo, con la criatura aparentemente terminando congelada al salir del medio de transporte como de hecho lo indican un enorme agujero en el suelo circundante y una estructura rectangular símil sarcófago descubierta en la instalación noruega de investigaciones. Bennings es devorado y duplicado por “la cosa” y prendido fuego en el trajín por MacReady, no obstante el cada segundo más enajenado Blair termina condenando al aislamiento a todos los hombres debido a que asesina a los perros restantes y destroza con un hacha el helicóptero, el tractor, las computadoras y el equipo de comunicaciones por radio bajo la idea de que nadie debe salir de la base porque sería muy peligroso para el mundo exterior ya que el engendro extraterrestre de seguro ya asimiló a varios miembros del staff yanqui, justo como lo hizo anteriormente con los nórdicos al extremo de que se mataron entre sí. Con Blair encerrado en el cobertizo de herramientas y ante el panorama de desconfianza, Garry abandona por voluntad propia el mando y MacReady lo asume para ganarle de mano a Childs, otra de las personalidades dominantes de la estación. Después de quemar los restos de las diversas metamorfosis, los hombres entran en una espiral de temor, cautela, sospechas, acusaciones, escrúpulos, perfidia e infaltable “plantación de pruebas falsas” -como ropa destruida de R.J., supuesto signo de que fue atacado por el ente- que los conduce a más muertes y a un testeo masivo con una muestra de sangre de cada uno de ellos a la que se le introduce un cable pelado/ alambre ardiendo con vistas a descubrir a las posibles imitaciones, lo que pone en primer plano que un tal Palmer (David Clennon) es el infiltrado y que está más que dispuesto a comerse al pobre de Windows, otra de las tantas víctimas de una criatura caracterizada por partes individuales ultra adaptables que funcionan de manera autónoma sin necesidad de responder a un único cuerpo integral, por ello cualquier fracción siempre está presta a absorber vida e independizarse de inmediato. MacReady y los suyos no tardan mucho en enterarse de que Blair es otra falange de la cosa y que estuvo ocupado construyendo una nave espacial en un semi sótano improvisado del cobertizo de herramientas, por ello cuando el monstruo sabotea el generador eléctrico y los condena a morir de frío el líder decide hacer explotar la base con dinamita para destruir al enemigo y evitar que quede congelado de nuevo a la espera del futuro equipo de rescate, hipotético reinicio práctico de la cruenta matanza. Las condenas bobaliconas que recibió el film en su estreno por parte de la crítica y el público tienen que ver con la competencia directa de ciencia ficción de aquel año, nada menos que la familiar y mucho pero mucho más amigable E.T., el Extraterrestre (E.T., the Extra-Terrestrial, 1982), de Steven Spielberg, y con el tono deliciosamente nihilista de una película que hacía del gore, la paranoia caníbal, el desenfreno homicida y el choque de fuerzas irreconciliables sus principales banderas retóricas, amén de poner en el centro del relato a un adalid psicopático como MacReady que no sólo se mostraba arrasador desde el inicio y gustoso de erigirse como mandamás dentro del staff del enclave estatal sino que incluso llegaba al punto de asesinar siempre y cuando fuese “necesario”, como en los casos del homicidio involuntario vía infarto de Vance Norris (Charles Hallahan), a quien empuja contra una repisa para defenderse luego de que Nauls lo abandonase a la intemperie en una tormenta de nieve por desconfiar de él, y del fusilamiento explícito de Clark, a quien le pega un tiro en la frente en el momento en que pretendía abalanzarse amenazante sobre su persona con un escalpelo robado. Como decíamos previamente, el trabajo de escenificación de Carpenter es supremo porque aprovecha las bondades del entramado narrativo coral y de la animadversión/ competencia masculina marca registrada, apuntalando una faena con un desarrollo pausado y al mismo tiempo dinámico en la que no encontramos ni una maldita concesión al acervo mainstream lobotomizador -la siempre molesta presencia de mujeres cual intereses románticos, las peroratas moralistas o explicativas burdas, los chistecitos de manual para oligofrénicos, la reticencia a mostrar las atrocidades en todo su esplendor, etc.- gracias a que el horizonte formal e ideológico pasa precisamente por esta contienda entre un bando humano asediado por sus propios demonios y aprensiones a lo Agatha Christie, por un lado, y una entidad en verdad imparable que atesora en sus genes la sabiduría del sobreviviente lovecraftiano arcaico del espacio que ofrece y quita vida a gusto, por el otro lado, en este último caso recibiendo del genial Rob Bottin un apoyo excluyente ya que el encargado de los efectos especiales, el maquillaje y el diseño de las distintas variantes y fisonomías de la cosa -colaborador también de Joe Dante, Ridley Scott, Paul Verhoeven, George Miller, Brian De Palma, Guillermo del Toro, Terry Gilliam y David Fincher- logró una serie de secuencias memorables con la ayuda adicional del también legendario Stan Winston (en este sentido, se destaca lo hecho por los señores en ocasión de la visita a la base noruega, aquellos restos con los dos cráneos fusionados, el “despertar” en la perrera, las gloriosas autopsias encabezadas por el tremendo Blair, el fallecimiento y duplicación de Bennings, la inmortal escena del pecho de Norris transformándose en unas fauces que le arrancan ambos brazos a Copper mientras le hacía un urgente masaje cardíaco y utilizaba un desfibrilador, aquel instante de la cabeza de Vance convirtiéndose en una especie de araña con un par de ojos/ antenas, la igualmente extraordinaria secuencia del testeo a partir de la sangre, la muerte de Garry cortesía de un Blair que directamente le introduce su mano dentro de la cara a pura fusión en tiempo real, y por supuesto la avanzada final del híbrido del averno sobre MacReady, cuando levanta los tablones del piso y se traga el detonador vía una encarnación símil perruna y muy imaginativa que combina títeres tradicionales, animatronics y tomas en stop motion, todo con el protagonista arrojándole un cartucho de dinamita y generando un mega estallido en una base tapizada de explosivos por doquier). Entre algún que otro suicidio para evitar que la cosa tome posesión del cuerpo, como el tácito de Fuchs (Joel Polis), y esa hermosa ridiculización de la autoridad de la mano de un Garry que demuestra su incompetencia cuando permite que la criatura destruya el banco de sangre de la estación, con el que en un principio pretendían hacer un testeo mezclando hemoglobina almacenada no contaminada con la propia de cada uno para identificar a los infectados mediante las reacciones en cuestión, Carpenter exprime la meticulosa fotografía de Dean Cundey, el maravilloso desempeño de John J. Lloyd y Henry Larrecq en el diseño de producción y la dirección de arte, respectivamente, la sublime y tenebrosa música de Ennio Morricone -muy parecida a la sustentada en sintetizadores y pulsos repetitivos que supo componer el director para trabajos anteriores y futuros, a decir verdad- y en especial la falta de definiciones taxativas por parte de una historia que no le brinda todo servido en bandeja al espectador para que él mismo, en cambio, saque sus conclusiones en medio de un vendaval de hibernación, asimilaciones, suspicacia, puñaladas por la espalda, mentiras, Golpes de Estado implícitos y desapariciones permanentes de personajes que dejan volando la enorme duda de quién es quién en este rompecabezas en el que tanto el indescriptible monstruo polimorfo como los bípedos se juegan la supervivencia más prosaica y literal: esta mascarada de traiciones y miserias de toda clase, propensas a señalar cuánto de pánico y autosabotaje se esconde detrás de cada decisión egoísta del ser humano, está simbolizada a la perfección en el desenlace, cuando los dos únicos sobrevivientes de la carnicería, los adversarios naturales R.J. y Childs, llegan a entender lo absurdo de la rivalidad de fondo debido a que ninguno de los dos puede estar cien por ciento seguro acerca de la destrucción total de la criatura y/ o la verdadera identidad del otro, optando simplemente por compartir una botella de whisky escocés J&B mientras esperan -ya completamente agotados- morir de frío cuando terminen de arder las llamas de la base, con la futilidad de las posibles nuevas peleas marcando una apatía que reconoce la derrota terminal por indefensión, a su vez gran metáfora agridulce y sarcástica acerca de todo lo que se podría haber logrado si aflojaban con las agresiones ad infinitum de la cultura del antagonista cíclico elegido a dedo y se unían en serio contra el organismo parasitario todo terreno que no perdona a nada ni nadie.
La Cosa (The Thing, Estados Unidos, 1982)
Dirección: John Carpenter. Guión: Bill Lancaster. Elenco: Kurt Russell, Wilford Brimley, T.K. Carter, David Clennon, Keith David, Richard Dysart, Charles Hallahan, Peter Maloney, Richard Masur, Donald Moffat. Producción: David Foster y Lawrence Turman. Duración: 109 minutos.
Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987):
Sin alcanzar el nivel de joya innegable del séptimo arte de los otros dos eslabones de la Trilogía del Apocalipsis, La Cosa (The Thing, 1982) y En la Boca de la Locura (In the Mouth of Madness, 1995), Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987) es una película muy disfrutable e injustamente olvidada de la carrera de Carpenter en la que el director y guionista por un lado retoma la coyuntura hermética y la espiral de asimilaciones identitarias de La Cosa, agregando desde ya a la mixtura algo de aquel asedio implacable de Asalto al Precinto 13 (Assault on Precinct 13, 1976) y de la inquietud sobrenatural acechante de La Niebla (The Fog, 1980), y por el otro lado parece inspirarse también en aquellos thrillers de zombificación progresiva y tono retórico un tanto delirante del querido Lucio Fulci, hablamos en especial de la denominada Trilogía de las Puertas del Infierno, Miedo en la Ciudad de los Muertos Vivientes (Paura nella Città dei Morti Viventi, 1980), El Más Allá (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981) y La Casa Cercana al Cementerio (Quella Villa Accanto al Cimitero, 1981), tres bellas propuestas igualmente cargadas de resonancias lovecraftianas y de un dejo de ultratumba empardado a lo satánico tenebroso que viene a reclamar a la comarca de los vivos en su conjunto como parte esencial de sus dominios. La impronta ultra independiente del realizador y su enorme capacidad para “maquillar” un presupuesto de aristas Clase B, para que parezca mucho más generoso de lo que en verdad es, constituyen dos factores que están en primer todo el tiempo en el film que nos ocupa, otra de las pruebas más notorias de su sana costumbre de construir historias humildes, enérgicas y compactas que no requieren de grandes inversiones y así garantizan que no se pierda el control creativo en ningún momento por sobrepasarse en los gastos o alargar el plan de rodaje previamente pautado con el productor, algo que padecen muchos colegas del señor de ayer, hoy y siempre y que el susodicho aquí evita sirviéndose de una puesta en escena pensada al dedillo junto a dos profesionales con los que trabajó en repetidas ocasiones a lo largo de su trayectoria, el director de fotografía Gary B. Kibbe y el cocompositor de la banda sonora Alan Howarth, autor junto a Carpenter de una andanada de melodías maravillosas que apuntalan el clima de zozobra circundante -y posterior angustia, ya hecha y derecha- que va encerrando de a poco a los protagonistas de este relato coral en la tradición de La Cosa. Hoy el cineasta no oculta para nada su amor por la obra del guionista británico Nigel Kneale y lo homenajea mediante el nombre de la casa de estudios de la que provienen casi todos los personajes de la faena, la Universidad Kneale, y a través del seudónimo concreto que eligió para escribir el guión, nada menos que Martin Quatermass, referencia al Profesor Bernard Quatermass, eje de diversas series televisivas para la BBC, empezando por la legendaria El Experimento Quatermass (The Quatermass Experiment, 1953), y de una saga de tres adaptaciones cinematográficas posteriores de la Hammer Film Productions de las que Carpenter bebe bastante en materia de incidentes paranormales, influencias malignas, cooptación, tótems muy misteriosos y habilidades psíquicas cortesía de fuerzas antiquísimas que anteceden a los seres humanos en el Planeta Tierra, léase El Experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Xperiment, 1955) y Quatermass 2 (1957), ambas de Val Guest, y Quatermass y el Pozo (Quatermass and the Pit, 1967), de Roy Ward Baker, amén de la mucho menos vista aunque también admirable La Conclusión Quatermass (The Quatermass Conclusion, 1979), dirigida ésta por Piers Haggard y producida por la Euston Films. La trama comienza con la muerte de un cura católico avejentado justo en los momentos previos a entrevistarse con un cardenal, el Padre Carlton perteneciente a La Hermandad del Sueño, una orden símil secta secreta cristiana autónoma -caracterizada por su voto de silencio y el desconocimiento de su existencia por parte del mismo Vaticano- que controla una iglesia del Siglo XVI ubicada en Los Ángeles y construida junto al gobierno español, donde a su vez otro sacerdote (Donald Pleasence) termina haciendo un gran descubrimiento sirviéndose del diario del fallecido y de una llave que Carlton guardaba con recelo en un cofrecito metálico: en las catacumbas del templo se encuentran un gran cilindro sellado, con un líquido verdoso en continuo movimiento en su interior, y un libro añejo que ha sido escrito, borrado y reescrito en innumerables ocasiones y en diferentes idiomas. Como la evidente energía maléfica que emana el recipiente ha ido aumentando su intensidad durante el último mes, lo que implica que su enigmático poder no sólo ha despertado sino que no puede ser contenido por la colección de crucifijos y velas que lo rodean, el personaje de Pleasence -algo así como el nuevo sacerdote guardián tácito de la iglesia y sus “tesoros”- pide ayuda urgente al Profesor Howard Birack (gran labor de Victor Wong), un físico especializado en mecánica cuántica y profesor universitario con la amplitud mental necesaria como para traer a un equipo de colegas con vistas a documentar científicamente lo que acontece en las catacumbas, traducir el misterioso volumen que acompaña al cilindro y en suma realizar el primer intento sesudo de buscar una forma de revertir la fuerza o influjo hegemonizador que el infame líquido verde tiene en todo ser viviente, desde hormigas, lombrices, gusanos y escarabajos hasta los seres humanos. Junto a Birack se mudan al lúgubre edificio durante un fin de semana de pruebas científicas, computadoras y aparatejos varios sus estudiantes de doctorado, hablamos del payasesco Walter (Dennis Dun), la rubia anodina Kelly (Susan Blanchard), el semi pelado Mullins (Dirk Blocker) y una parejita recién formada, Brian Marsh (Jameson Parker) y Catherine Danforth (Lisa Blount), a los que además se suman la radióloga Susan Cabot (Anne Marie Howard), el microbiólogo Calder (Jessie Lawrence Ferguson), el ingeniero Lomax (Ken Wright), la experta en teología y en escrituras antiguas Lisa (Ann Yen) y el minúsculo equipo de químicos del Doctor Paul Leahy (Peter Jason), compuesto por los también alumnos universitarios veteranos Frank Wyndham (Robert Grasmere) y Etchinson (Thom Bray). Entre el devenir de la trama y los secretos y ecuaciones que guardan el libro y el cilindro en cuestión, el cual insólitamente mueve objetos, empieza a gotear hacia el techo y forma una suerte de pileta invertida que lanza chorros de fluido verde fluorescente hacia la boca de sus víctimas, los intelectuales se percatan de que la maldad condensada en el lugar no es cualquiera sino la clara representación de un Satanás que asimismo le rinde cuentas a una entidad primigenia y paternal semejante a un Anti-Dios, el cual desea pasar a nuestro plano de existencia mediante los portales por antonomasia para estos menesteres, los espejos, haciendo que Mefistófeles tome posesión de los estudiantes para eventualmente reencarnar en uno de ellos y luego traer a su progenitor hacia la tierra vía un simpático apretón de manos a través de un cristal acuoso. El primero en morir es también el primero en pretender dejar el edificio como si nada, Etchinson, el cual termina empalado con parte de la estructura de una bicicleta destruida por un ciruja en la piel del estrambótico Alice Cooper, aquí prestándole el juguete macabro de turno a Carpenter -formaba parte de los truquillos de sus shows- y sobre todo aportando al soundtrack la amena canción titular y poniéndole la cara al líder de esos vagabundos controlados por el señor del averno que custodian cual autómatas el exterior de la iglesia e impiden la salida o rauda fuga de los protagonistas. Mientras que Susan, Lisa, Calder y Leahy son zombificados por Belcebú, Mullins y Wyndham terminan siendo asesinados en el desarrollo narrativo aunque luego regresan desde las sombras a lo Fulci para atormentar a los sobrevivientes, no obstante a la que peor le va en este pandemónium escalonado es a Kelly ya que Susan y Lisa trasladan el cilindro hacia el cuarto donde estaba durmiendo tranquilamente para que el líquido salga del envase, trepe al techo formando un nuevo piletón y finalmente absorba a/ ingrese en su receptáculo humano de ocasión mediante los ojos y la boca de la pobre mujer, de a poco convirtiéndola en un monstruo repugnante que pasa de una hinchazón símil embarazo a transformarse en un Satanás desfigurado y con poderes telequinéticos y la capacidad de regenerarse. Ante el dilema de verse acechada por los esbirros del espanto, atestiguar cómo Calder se encuentra próximo a matar a su novio Brian y encima descubrir que Kelly está trayendo desde el más allá al tremendo Anti-Dios vía un espejo, Catherine en el desenlace decide sacrificarse y empujar a la rubia y al papi de Satán hacia el otro plano material para que luego el clérigo del eterno Pleasence cierre el portal al arrojar un hacha contra el cristal, haciendo que estalle en pedazos y en simultáneo provocando el fallecimiento de todos los poseídos y la libertad definitiva del ejército de homeless y menesterosos del exterior. En muchos sentidos la película responde al ciclo del terror surrealista ochentoso iniciado por Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984), la obra maestra de Wes Craven y presentación en sociedad del personaje de Freddy Krueger (Robert Englund), aunque sin dejar pasar la oportunidad de incluir alguna que otra truculencia a lo giallo esotérico modelo Michele Soavi o Dario Argento, con quien Carpenter compartiría grilla en Masters of Horror (2005-2007), la serie creada por Mick Garris para Showtime, basta con recordar el ya citado asesinato de Etchinson a manos de Cooper y el también muy colorido homicidio de Wyndham, quien termina acuchillado con unas tijeras gracias a una vagabunda -interpretada por Joanna Merlin- que corre frenética a su encuentro (el óbito de Mullins, en comparación, resulta mucho más “norteamericano estándar” porque apenas si involucra a Susan rompiéndole higiénicamente el cuello de improviso). El realizador erige muy bien el suspenso de entorno cerrado e impronta sobrenatural con el objetivo de desatar toda la vehemencia retórica en un último acto que incluye delicias gore de humor negro tracción a brutalidad y desparpajo, como por ejemplo el instante en que el zombie de Mullins pretende ingresar en la habitación en la que están Birack, Lomax y la pareja, con el profesor cegándolo con el contenido de una lata de gaseosa agitada y después clavándole un palillo chino en un ojo; secuencia que incluye el entrañable detalle de Lisa mordiéndole una pierna a un Walter que estaba encerrado en un armario y luchaba por abrirse paso por un agujero en una pared que lo lleva al cuarto donde están sus compañeros, a quienes se suma para empezar a reventar a la fémina con ladrillazos en cabeza y espalda y golpes furiosos en el estómago al punto de a posteriori arrojar sin más a ella y a su colega demoníaca Susan por una ventana hacia la calle. Otro factor interesante del planteo general son los sueños que comparten los estudiantes, unas bizarras transmisiones electrocerebrales a lo taquiones desde 1999 a cargo de aparentes miembros de La Hermandad del Sueño, advertencias premonitorias y registradas en un video granuloso con cámara en mano de un futuro espeluznante que se introduce en el inconsciente, debe evitarse por cualquier medio y pasa a estar simbolizado en una figura amenazante que emerge del portal del templo y resulta ser una Danforth ya mutada en envase corporal del Anti-Dios, por ello luego de la pesadilla de Marsh de los últimos segundos del metraje -esa en la que incluso despierto se sigue topando con Kelly/ Mefistófeles- el hombre se propone reencontrarse con su amada acercándose a un espejo sin que sepamos si logra penetrar o no hacia los dominios del padre de Belcebú, en esencia otro de esos magníficos finales ambiguos de un Carpenter que sabe que la duda heterogénea siempre será más atractiva para el espectador inteligente que las explicaciones, certezas y redundancias de todo tipo del mainstream promedio estadounidense. Príncipe de las Tinieblas funciona como una epopeya profundamente lovecraftiana debido a que baja a conceptos terrenales una serie de abstracciones propias de la religión y vinculadas a la vileza y la perfidia, por ello mismo el libro complementario del cilindro infernal invita explícitamente a los lectores a analizar su interior desde criterios científicos/ racionales/ pormenorizados que puedan certificar la veracidad de lo que decía Cristo, según el texto un descendiente de extraterrestres de una raza similar a la humana que pretendió advertir a los bípedos acerca de este habitáculo para la versión acuosa del hijo del Anti-Dios, ente ancestral y prehumano que a su vez fue desterrado al lado oscuro de la existencia al punto de atesorar el momento en que Belcebú, su purrete preferido, lograse recuperar las fuerzas para traerlo de nuevo a la tierra: la maldad, en el film una sustancia que estaba dormida y ahora despierta con hambre y ganas de recuperar el tiempo perdido, fue rebajada al grado de categoría espiritual por los discípulos de Jesucristo e “introducida” -por comodidad conceptual- en el corazón de los hombres para contentar ese egoísmo prototípico de una humanidad que busca su reflejo por todos lados, así el esquema ideológico de Carpenter vuelve a subrayar lo limitada y ridícula que es la vida del homo sapiens si la consideramos bajo la luz de lo que ignora y lo que la precede por mucho en el tiempo y el espacio, en la praxis de la película una dimensión desconocida que alberga entidades inconmensurables que ansían con locura fagocitarse a los ingenuos mortales y dominarlo todo una vez más.
Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, Estados Unidos, 1987)
Dirección y Guión: John Carpenter. Elenco: Donald Pleasence, Jameson Parker, Victor Wong, Lisa Blount, Dennis Dun, Susan Blanchard, Anne Marie Howard, Ann Yen, Ken Wright, Dirk Blocker. Producción: Larry Franco. Duración: 102 minutos.
En la Boca de la Locura (In the Mouth of Madness, 1995):
En ocasión de En la Boca de la Locura (In the Mouth of Madness, 1995) Carpenter en primera instancia se mete de cabeza en el universo de H.P. Lovecraft -ya sin ningún atajo abstracto o metáfora de por medio- mediante el análisis explícito de las dos consecuencias por antonomasia que padecían aquellos protagonistas de los relatos del escritor cuando se trataba de descubrir, enfrentarse o lidiar del modo que sea con los engendros cósmicos que escapaban a la capacidad cognitiva del ser humano, hablamos por supuesto de la muerte y la enajenación, las dos únicas y últimas respuestas que el nihilismo lovecraftiano ofrecía para comprender la falta de empatía con el otro y su reconversión casi inmediata hacia el bando del enemigo del cual alejarse furiosamente para no terminar “succionado” por sus misterios del arcaísmo inmemorial inasequible, y en segundo lugar el director construye una extraordinaria reflexión metadiscursiva en la que indaga en la frontera cada vez más difusa entre realidad y ficción, homologando precisamente a dicha falta de precisiones taxativas con el fin del mundo como lo conocemos ya que si existe algo que caracteriza a los regímenes de manipulación, sin duda es el arte de confundir al bípedo promedio del vulgo para que acepte argumentos, estados y preceptos completamente inventados y/ o reorganizados para asegurar el dominio de turno y hasta llevarlo a comportarse como los sectores hegemónicos pretenden, un planteo por demás vigente en nuestros días en el que los zombificados van en contra de sus intereses, basta con considerar la construcción de “sentido común” por parte de los medios masivos de comunicación, las redes sociales y la industria cultural en general en tanto focos de constante irradiación discursiva que llevan a los estratos populares a un individualismo, una paranoia, una amnesia y una desorientación que siempre terminan en la desconfianza mutua, el repliegue egoísta y un canibalismo que se extiende progresivamente y va pasando de lo tácito hacia lo concreto vía agresiones ad infinitum. Un sustrato irónico y autorreferencial a lo Stuart Gordon y Joe Dante recorre de principio a fin la estupenda trama ideada por Michael De Luca, un productor histórico de Hollywood hoy reconvertido en guionista, y pone en interrelación las dos dimensiones conceptuales señaladas a través de los dos grandes protagonistas del relato, a saber: por un lado tenemos a John Trent (Sam Neill), un investigador de seguros freelance que disfruta poner al descubierto fraudes y aquellas personas que los llevan a cabo, señor con un criterio muy férreo de la realidad material que se vendrá abajo a medida que avance la narración y las comarcas de lo imaginado y lo verídico se entrelacen no sólo para él sino para todo el mundo al punto de viabilizar el apocalipsis tan temido por histeria y contagio cultural, y por el otro lado está el imponderable Sutter Cane (Jürgen Prochnow), famosísimo escritor de terror que unifica la popularidad símil icono pop de Stephen King con el manto lúgubre misterioso del propio Lovecraft, a cuyo ciclo de relatos llamados los Mitos de Cthulhu se hace referencia principalmente mediante los títulos de las novelas de Cane, empezando por una The Hobb’s End Horror que remite a El Horror de Dunwich (The Dunwich Horror, 1929) y siguiendo con The Whisperer in the Dark/ El que Susurra en la Oscuridad (The Whisperer in Darkness, 1931), The Thing in the Basement/ La Cosa en el Umbral (The Thing on the Doorstep, 1937), esa Haunter Out of Time homologada tanto a El Morador de las Tinieblas (The Haunter of the Dark, 1936) como a La Sombra de Otro Tiempo (The Shadow Out of Time, 1936), y The Feeding y The Breathing Tunnel que aluden en conjunto a Las Ratas de las Paredes (The Rats in the Walls, 1924); amén de citas adicionales como la del título del film, mención a la legendaria novela En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), lecturas de líneas varias de El Morador de las Tinieblas y Las Ratas de las Paredes, un hotel y sus propietarios llamados Pickman por El Modelo de Pickman (Pickman’s Model, 1927), una metrópoli cuasi provincial bautizada Hobb’s End que alude a aquella Arkham lovecraftiana y finalmente una referencia a los “Antiguos” que apunta a los Primordiales, seres extraterrestres símil dioses que anteceden por mucho a los seres humanos por su carácter inmortal y su gran poder, entidades amorfas que pueblan el universo y esperan despertar o ser liberadas de sus respectivas prisiones cuales planos de existencia que deben traspasarse mediante portales. El inicio constituye una de las mejores secuencias sardónicas y de humor negro de la carrera de Carpenter, hablamos del instante en el que Trent es ingresado a rastras en un neuropsiquiátrico -camisa de fuerza incluida- y le da una patada en los testículos a uno de los energúmenos de seguridad/ enfermeros para después comenzar a gritar, ya encerrado en una habitación acolchonada, que no está loco, lo que genera que todos los reclusos vecinos -entre ellos el propio realizador, hilarante cameo de por medio- empiecen a vociferar que ellos tampoco lo están en una espiral que conduce al tarado sonriente del director del establecimiento, el Doctor Saperstein (John Glover), a hacer sonar en los altoparlantes We’ve Only Just Begun, de The Carpenters, con todos los prisioneros cantando al unísono para el fastidio absoluto del protagonista. El racconto reglamentario de las circunstancias que llevaron a John a ser hospitalizado se da en el contexto de una crisis masiva en un principio sin especificar que motiva al Estado Norteamericano a mandar a un psiquiatra de lo más parco y cerebral, el Doctor Wrenn (David Warner), a hablar con Trent con vistas a determinar si es otro más de los loquitos homicidas que andan dando vueltas por todos lados y que tienen mucho que ver con el último trabajo del investigador de seguros, ese que involucró a Cane. Luego de resolver un caso para una importante aseguradora que pertenece a Robby Robinson (Bernie Casey), el cual pasó por descubrir cómo un tal Señor Paul (Peter Jason) quemó su propia bodega para cobrar el seguro y después le regaló ítems supuestamente incinerados -joyas y abrigos de pieles, sobre todo- a su esposa y a su amante, Trent recibe de Robinson un nuevo encargo que se resume en encontrar a un Cane que desapareció hace dos meses y por ello faltó a su contrato/ palabra legal en eso de entregar su nueva novela, En la Boca de la Locura (In the Mouth of Madness), provocando no sólo la ira de sus millones de fanáticos contra diversas librerías que no contaban con los ejemplares en la fecha estipulada sino también una demanda de la editorial en cuestión, Arcane Publishing, contra la compañía de seguros en pos de un resarcimiento muy jugoso por el libro faltante. El mandamás de Arcane, Jackson Harglow (nada menos que Charlton Heston, aportando presencia y sabiduría escénica), y la editora especializada en Cane, Linda Styles (Julie Carmen), se muestran cooperadores y le aclaran a John que el exitoso novelista, una mina de oro para la industria literaria que se está expandiendo hacia el cine vía derechos de adaptación en pantalla grande, le mandó a su agente de Manhattan (Conrad Bergschneider) algunos capítulos sueltos de su flamante trabajo y luego éste tomó un hacha y comenzó a hacer de las suyas por las calles de Nueva York, algo que el propio John presenció cuando él y Robby sufrieron el ataque del lunático mientras conversaban en un restaurant, situación que derivó en unos oficiales baleando al hombre. Trent, quien no interviene cuando ve a un policía psicopático (Dennis O’Connor) reventando a palazos en la noche a un muchacho que pintó “puedo ver” en la pared de un callejón, se hace el superado e intuye un mega fraude publicitario para generar aún más expectativa en el lapso entre la novela anterior, El Horror de Hobb’s End (The Hobb’s End Horror), y la nueva, y de hecho todo parece apuntar hacia esa dirección cuando logra construir un mapa recortando las líneas rojas de las tapas de los seis libros de Cane que coincide con un pequeño Estado de la región de Nueva Inglaterra, específicamente Nuevo Hampshire, hacia donde se dirige junto a Styles con la meta de hallar el pueblo de Hobb’s End y allí al escritor desaparecido. Después de un viaje en automóvil plagado de detalles surrealistas como albinos terroríficos en bicicleta que son atropellados y luego se levantan como si nada, una oscuridad total que se presenta de repente y la desaparición de la ruta y su insólita reconversión en nubes tormentosas primero y tablones de un puente de madera a posteriori, el dúo llega a Hobb’s End sin siquiera proponérselo y descubren que el lugar está prácticamente desierto y responde al milímetro a las descripciones de los libros del autor, en esencia habitado por manadas fugaces de niños desfigurados que cazan y comen perros, la anciana dueña del hotel donde se alojan, la Señora Pickman (Frances Bay), que gusta de tener esposado a su marido para someterlo a tormentos y desmembrarlo, y una multitud de lugareños encabezada por el pobre Simon (Wilhelm von Homburg), el cual le explica a Trent que Cane se parapetó en una iglesia bizantina con cúpulas doradas para abrir un portal con sus escritos al que definitivamente alimenta con los purretes de la ciudad, entre ellos el hijo de Simon, Johnny (Jack Moore-Wickham), y también con los adultos, todos deformándose horriblemente de a poco y cayendo presos de impulsos de antropofagia y violencia extrema. Sin poder acercarse al templo a menos que el amigo Sutter y sus dóbermans así lo deseen, John y Linda presencian el contraataque de los animales sobre la turba y la mujer después le confiesa al investigador que ella y Harglow fraguaron la desaparición de Cane pero la cosa se salió de cauce porque el hombre se esfumó en serio, por ello decide visitarlo en su atalaya y rápidamente queda presa de su mantra semi sexual una vez que lee el resto del tenebroso y apocalíptico nuevo libro. Con Cane, Pickman y la misma Styles transformados en seres híbridos con muchos tentáculos y protuberancias de lo más inmundas que celebran el sadismo y el suplicio infligido, amén de un cuadro en el que una parejita de amantes se va convirtiendo en engendros espantosos y reptantes que miran hacia la iglesia cual faro guía, Trent escucha de boca de Simon -justo antes de suicidarse con una escopeta- que todo y todos en Hobb’s End son creaciones de la máquina de escribir de Sutter, quien a su vez recibe el dictado de esos Antiguos que ansían regresar a la tierra, lo que lo lleva primero a intentar abandonar el pueblo en vano, siempre retornando como una alucinación cíclica a una calle tapizada de un séquito símil culto de súbditos deformes del escritor armados con palos y antorchas, y segundo a entrevistarse con el susodicho, algo así como un mesías del caos cósmico que pretende superar al clásico disciplinamiento religioso/ mediático/ estatal por temor de la mano de la conversión masiva de la humanidad en nuevos lectores/ creyentes/ homicidas irrestrictos que se asesinen entre sí, planteo que incluye a John en su rol de mensajero y entregador de En la Boca de la Locura a Harglow para que publique la novela y se desate el pandemónium. Sutter permite al investigador de seguros abandonar Hobb’s End y éste viabiliza la publicación del libro sin siquiera darse cuenta, desencadenando que mate a hachazos a un lector de Cane con sus ojos vidriosos y sangrantes y la realización de una película que Trent ve en una sala de cine desierta durante el desenlace, una vez que el vendaval de muertes terminó, la puerta de la celda se abrió y sólo queda reír para luego comenzar a llorar al verse a sí mismo en pantalla y dirigido por el propio Carpenter en una metaficción destinada a abarcar a ese público bobalicón que no lee libros. La película aprovecha a la perfección y con una enorme inventiva el armado retórico fantástico/ surrealista de base y en este sentido ofrece un popurrí de detalles e instantes maravillosos como la escena del inicio a la que aludíamos al comienzo, el fetiche de los crucifijos dibujados con crayones negros, la arremetida del agente de Cane contra Robinson y Trent, el detalle del azul de los ojos de los posesos por ser el color favorito del novelista (algo que más adelante vuelve cuando John se despierta en un autobús de regreso a Nueva York viendo el mundo vía una fotografía azulada), todas las horrorosas pesadillas que padece el protagonista, el periplo hacia la ciudad fantasma, la embestida fallida de la turba contra el templo maléfico de Hobb’s End, las escenas adentro de la iglesia, esa Styles metamorfoseada en un cuadrúpedo contorsionista invertido, el instante en que Trent intenta atropellar a los discípulos del escritor pero termina estrellándose contra una camioneta para no arrollar a Linda, la mítica conversación en el confesionario católico con Cane, el genial momento en el que Sutter se despedaza a sí mismo como si de páginas de un libro se tratase y en simultáneo abre un agujero en esa puerta sudorosa e inflada de madera que funciona de barrera entre nuestra dimensión y la de los Antiguos, el surgimiento posterior de esa legión de criaturas del espanto que atraviesan el umbral para masacrar y ejercer su poder a pleno, el hecho de verse Trent con la cabeza en los pies porque ahora es él quien sufre el ninguneo institucional y el repicar de la suspicacia porque le repiten que Hobb’s End no existe y que ya entregó el manuscrito de En la Boca de la Locura a pesar de supuestamente haberlo quemado, y por supuesto ese glorioso final con la ironía de fondo de haber pasado del descreimiento primordial a un convencimiento desde la apostasía automática y la angustia de no lograr modificar el destino último de destrucción. Como decíamos previamente, el adorable racismo conceptual de Lovecraft, una y otra vez propenso a condenar el mestizaje alienígena y las mutaciones vía la muerte o la locura, los dos corolarios excluyentes a la hora de tratar de asimilar los enigmas que el diferente nos propone con su sola presencia, aquí pasa a complementarse con un fuerte sarcasmo intra industria cultural y con el acto de reflexionar en torno a la influencia que las obras de arte ejercen sobre los consumidores y especialmente en torno a las herramientas de manipulación cultural y doctrinaria de las que se sirven los jerarcas del capitalismo comunicacional, literario, audiovisual y mediático para moldear los gustos, intereses y opiniones del público a cooptar, esquema ideológico/ narrativo muy interesante que Carpenter más adelante retomaría en ocasión de la también suprema Cigarette Burns (2005), uno de los dos episodios -el otro es Pro-Life (2006)- que el señor aportaría para Masters of Horror (2005-2007), aquel en el que el dueño de una sala de cine en bancarrota, Kirby Sweetman (Norman Reedus), recibía el encargo de un loco coleccionista cinematográfico, el Señor Bellinger (Udo Kier), de localizar la única copia existente de un film maldito de terror que sólo pudo verse en una proyección del Festival de Sitges que derivó en matanza, La Fin Absolue du Monde, de Hans Backovic (Christian Bocher), a su vez sobre un pobre ángel (Christopher Redman) al que le cortaron las alas en pantalla y que encima permanece encadenado por un Bellinger que lo tiene de souvenir a lo memorabilia. En la Boca de la Locura juega con la idea de los extremos actitudinales de una humanidad que se muestra indiferente o pasiva ante la crueldad y el dolor ajeno, justo como Trent al principio de la faena, y luego se vuelca de golpe a participar de las masacres con el entusiasmo del manipulado tontuelo transformado en esbirro demencial del poder o quizás en personaje secundario del croquis maquiavélico de un tercero muy adepto a los suicidios, los asesinatos masivos y la proliferación de monstruos indescriptibles, por ello mismo la debacle lovecraftiana del desenlace calza tan bien dentro del nihilismo prototípico de esos dioses ancestrales que se regodean del hecho de volver a los hombres y mujeres contra ellos mismos a sabiendas de que no hay nada más fácil que hacer que el egoísta o narcisista se choque contra su propio reflejo en el espejo: el papel bien microscópico de la humanidad en el universo, cuestión fundamental en los textos de Lovecraft, reaparece mediante la pedantería y la soberbia del personaje del excelso Neill, cuyo fracaso terminal y cuya toma de conciencia muy tardía del peligro en puerta simbolizan la fragilidad de las comunidades organizadas del capitalismo actual y nuestro rol insignificante dentro de la arquitectura general de la naturaleza que nos rodea, esa que de una manera u otra siempre toma revancha ante el daño infligido o ante un orgullo que termina devorado primero por la insania y a posteriori por la parca. Recurriendo a una deliciosa fotografía de Gary B. Kibbe, una banda sonora ultra rockera compuesta por Carpenter y Jim Lang y espléndidos efectos especiales y de maquillaje cortesía de Robert Kurtzman, Greg Nicotero y Howard Berger, el director apuntala otra obra maestra fascinante que trabaja con sinceridad y osadía el viejo postulado de la falta de sentido último de la moralidad, el monoteísmo y todas las quimeras ya que la especie de los homo sapiens está condenada a desaparecer en un vasto espacio en el que nada puede ser reducido a los criterios de bondad o maldad porque el sentido social es una farsa que -como todos los bípedos- con el tiempo no será más que un eco en el vacío de lo desconocido inaprehensible cósmico que atrae y condena en un mismo movimiento.
En la Boca de la Locura (In the Mouth of Madness, Estados Unidos, 1995)
Dirección: John Carpenter. Guión: Michael De Luca. Elenco: Sam Neill, Julie Carmen, Jürgen Prochnow, David Warner, John Glover, Bernie Casey, Peter Jason, Charlton Heston, Conrad Bergschneider, Wilhelm von Homburg. Producción: Sandy King. Duración: 95 minutos.