A diferencia de los directores y guionistas orientados al cine masivo del Siglo XXI, una caterva de asalariados indistintos y sumisos que hacen lo que se les dice y sitúan a la prolijidad por encima de la creatividad y precisamente por ello padecemos una colección patética de productos audiovisuales anodinos, castrados, higiénicos y/ o profundamente aburridos que resultan intercambiables, los profesionales del Siglo XX -por lo menos hasta la década del 90, la etapa de transición por antonomasia- sí trataban de incorporar rasgos autorales porque sí tenían algo de dignidad y además eso de sumar pinceladas estilísticas singulares impedía que llegase tan rápido el tedio o típico cansancio por estar haciendo siempre lo mismo, el gran requisito sine qua non de toda industria de ayer, hoy y mañana. Otra diferencia muy importante entre las dos razas de cineastas radica en los resultados concretos que trae consigo la especialización ya que en el nuevo milenio la susodicha no mejora en casi nada el nivel de calidad de los films, por más que a determinados directores se les asignen incansablemente proyectos dentro de un género en particular y no otro, algo que por cierto no ocurría en el pasado porque los realizadores del acervo de pretensiones populares solían entregar productos muy aceitados en prácticamente todos los géneros de moda e incluso el proceso decantaba en un rubro muy específico en el que el señor de turno brillaba de tal manera que terminaba eclipsando al resto de su producción artística, muchas veces a pesar suyo ya que los artistas de antaño en lo posible esquivaban la repetición ad infinitum en materia de obras de un solo género, estilo o encuadramiento retórico. Un buen ejemplo de cómo funcionaban las cosas antes es la carrera de Hideo Gosha, un autor nipón que comenzó su derrotero en el cine con una seguidilla de obras supremas de samuráis o chanbaras que nunca pudo superar, ni a través de sus simpáticas odiseas de yakuzas de los años 70 ni mediante aquellos melodramas libidinosos de marco rosa de la década del 80, todos éxitos en una taquilla asiática que apreciaba muchísimo las propuestas vernáculas.
La recordada ópera prima de Gosha, Tres Samuráis Forajidos (Sanbiki no Samurai, 1964), no sólo señala el camino hacia una madurez expresiva extraordinaria, de hecho englobada en una especialización profesional volcada a unos samuráis que ya cuentan con todos los rasgos del cine futuro del director, sino que inaugura ese período de gloria que también incluye otros opus similares como La Espada de la Bestia (Kedamono no ken, 1965), El Secreto de la Urna (Tange Sazen: Hien Iaigiri, 1966), Lobo Samurái (Kiba Okaminosuke, 1966), Lobo Samurái 2 (Kiba Okaminosuke: Jigoku Giri, 1967), Goyokin (1969) e Hitokiri (1969), maravillas en las que queda de manifiesto una idiosincrasia que unifica agilidad narrativa, muchas sorpresas a la vuelta de la esquina, una buena dosis de gore, un excelente uso de la música, unas cuantas batallas furiosas y ese combo pirotécnico insistente en el que el western, las aventuras y el film noir se dan la mano en un chanbara apasionante, siempre girando alrededor de la lucha entre por un lado la cobardía y brutalidad de la plutocracia y por el otro lado la desesperación de las masas pauperizas y la ambigüedad moral de los ronins o samuráis sin señor feudal/ daimio. La trama, basada en una serie televisiva del año anterior a cargo del mismo Gosha, comienza con el encuentro azaroso en un molino de un ronin, Sakon Shiba (Tetsurô Tanba), con tres campesinos menesterosos encabezados por Jinbê (Kamatari Fujiwara) que acaban de secuestrar a la linda Aya (Miyuki Kuwano), hija del Magistrado Mosuke (Hisashi Igawa), para forzar una negociación que implique la baja de impuestos y la entrega de una petición al daimio que administra la zona, quien está próximo a visitar al progenitor de la raptada, uno de sus funcionarios locales. Mosuke intentará sistemáticamente asesinar a los sublevados y de a poco conseguirá que guerreros a su servicio como Kyôjûrô Sakura (Isamu Nagato) y Einosuke Kikyô (Mikijirô Hira), los otros dos samuráis a los que apunta el título, se unan a los insurrectos como el mismísimo Shiba, el cual termina traicionado por el oligarca en un pacto de supuesta buena voluntad.
Mediante una retahíla de sucesos más o menos encadenados, como por ejemplo la muerte accidental/ en defensa a instancia de Sakura de un pobre hombre que llevaba comida a los granjeros amotinados, Mosuke (Hisashi Igawa), el insólito interés romántico que nace entre el verdugo y la esposa del finado, Oine (Toshie Kimura), el descubrimiento por parte de uno de los campesinos, Gosaku (Hisashi Imabashi), de que el magistrado a su vez secuestró a su hija, Oyasu (Yoshiko Kayama), muchacha que es atormentada y muere ahogada en su propia sangre al morderse la lengua en una caída, y la perfidia señalada de Mosuke, quien le promete a Shiba que los granjeros no serán castigados si devuelve a Aya y recibe cien latigazos de escarmiento, lo que deriva en el tormento del ronin, el raudo homicidio de los tres campesinos del molino y el hilarante chantaje de una banda de mercenarios al servicio del magistrado, ese que los manda a recuperar la petición para luego ser extorsionado por la mano de obra barata del ecosistema bélico para que les pague 100 ryôs si no quiere que el señor feudal se entere de esta minúscula revolución de los hambrientos del lugar que pone en ridículo a Mosuke y su despotismo, la película ensucia éticamente a los chanbaras de los 50 de Akira Kurosawa y se aparta del clasicismo vía una jugada semejante a aquellas de Masaki Kobayashi y Kihachi Okamoto, otros dos realizadores que optaron por desarmar los arquetipos impolutos del género, como el ronin errante o el samurái bienintencionado y aún atado al bushidô/ código fundamental de conducta de la clase guerrera, con la doble idea de fondo de sorprender al espectador, ahora sirviéndose de protagonistas que cambian de bando como de calzoncillo, y de desarticular la noción social -fuertemente enquistada en el inconsciente colectivo del Japón- vinculada al honor como sinónimo de lealtad y respeto, en pantalla alejándose de la obediencia ciega a amos de impronta maquiavélica y virando hacia una dignidad homologada a la solidaridad, la osadía y la verdad, léase la situación de explotación del campesinado durante el Período Edo o Shogunato Tokugawa (1600-1868).
Aquí la rebelión de los justos saca a relucir un entramado ideológico y temático que parece simple aunque esconde una multitud de conceptos que dialogan entre sí, sustrato de una enorme riqueza que es paradigmática del cine del querido Gosha, pensemos para el caso en la conciencia culposa en lo que al crimen cruzado se refiere, la impunidad de la que gozan los esbirros estatales y cuasi aristocráticos, la dicotomía experiencia versus torpeza del “no soldado”, el alcance de la injustica económica en el día a día, las relaciones fraternales que pueden surgir entre los completos extraños, esa complementariedad entre autoritarismo y explotación, la venganza vinculada a lo accidental bien tontuelo, la lastimosa ingenuidad popular y su falta de herramientas a la hora de hacer frente a las oligarquías, el recurso de la extorsión en tanto mecanismo de influencia sobre el adversario, las idas y vueltas en las actitudes de secuestradores y secuestrados símil Síndrome de Estocolmo y por supuesto las intrigas -siempre grotescas y traicioneras- del ventajismo político y aledaños. En parte en clara sintonía con el aggiornamiento iconoclasta que Seijun Suzuki llevaría a cabo por estos mismos años dentro de los confines del film noir de yakuzas, especialmente de la mano de El Vagabundo de Tokio (Tôkyô Nagaremono, 1966) y Marcado para Matar (Koroshi no Rakuin, 1967), Gosha moderniza el chanbara yendo más allá de la dinámica del héroe o el antihéroe y construyendo un lienzo deliciosamente adictivo sobre la pretendida inmovilidad de las clases sociales y cómo los sectores dirigentes son capaces de recurrir a las mayores bajezas para conservar su posición de poder, sin que importe tregua, promesa o tratado alguno. Al enfatizar que el canibalismo siempre es más común entre las capas acaudaladas y sus secuaces que en las bases pobres de la pirámide social, quienes dependen en demasía del brío del entusiasmo pasajero y de figuras aglutinadoras como nuestro trío carismático de samuráis, la epopeya exacerba la vehemencia masculina y retrata el rol del miedo en el sometimiento mundano, crucial tanto para solidificar la cohesión como para destruirla…
Tres Samuráis Forajidos (Sanbiki no Samurai, Japón, 1964)
Dirección: Hideo Gosha. Guión: Hideo Gosha, Keiichi Abe y Eizaburô Shiba. Elenco: Tetsurô Tanba, Isamu Nagato, Mikijirô Hira, Miyuki Kuwano, Yoshiko Kayama, Kamatari Fujiwara, Hisashi Igawa, Toshie Kimura, Yôko Mihara, Tatsuya Ishiguro. Producción: Tetsurô Tanba y Gin’ichi Kishimoto. Duración: 94 minutos.