Oro en Barras (The Lavender Hill Mob)

La sabiduría de la autoparodia

Por Emiliano Fernández

Alec Guinness (1914-2000), uno de los mejores y más famosos actores británicos del teatro y el séptimo arte, en términos de la historiografía oficial de la gran pantalla suele quedar enclaustrado en sus seis colaboraciones con David Lean, léase Grandes Esperanzas (Great Expectations, 1946), Oliver Twist (1948), El Puente sobre el Río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957), Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), Doctor Zhivago (1965) y Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), y en la trilogía por la que el público lelo posmoderno suele conocerlo, La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), de George Lucas, El Imperio Contraataca (The Empire Strikes Back, 1980), de Irvin Kershner, y El Regreso del Jedi (Return of the Jedi, 1983), de Richard Marquand, no obstante el señor en realidad alcanzó la celebridad en su país, como todos sabemos un trampolín para acceder a la distribución mundial de Hollywood y llegar a todo el planeta, gracias a una retahíla de cuatro comedias realizadas para Ealing Studios, la productora crucial de la posguerra en el Reino Unido, nos referimos a las sublimes Corazones Bondadosos y Coronas (Kind Hearts and Coronets, 1949), de Robert Hamer, El Hombre del Traje Blanco (The Man in the White Suit, 1951), de Alexander Mackendrick, Oro en Barras (The Lavender Hill Mob, 1951), de Charles Crichton, y El Quinteto de la Muerte (The Ladykillers, 1955), también del querido Mackendrick, trabajos que por cierto superan a todos los opus pomposos por encargo que vendrían a posteriori dentro del mainstream y que no envejecieron del todo bien, pensemos en El Cisne (The Swan, 1956), de Charles Vidor, Nuestro Hombre en La Habana (Our Man in Havana, 1959), de Carol Reed, Tumulto en Alta Mar (H.M.S. Defiant, 1962), de Lewis Gilbert, La Caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, 1964), de Anthony Mann, Conspiración en Berlín (The Quiller Memorandum, 1966), de Michael Anderson, Cromwell, Hombre de Hierro (Cromwell, 1970), de Ken Hughes, y esa Hitler: Los Últimos Diez Días (Hitler: The Last Ten Days, 1973), odisea bastante anodina de Ennio De Concini.

 

Si bien Guinness nunca fue un intérprete hiper prolífico como tantos otros colegas de su época, sí se preocupó mucho por ampliar su registro actoral y prueba irrefutable de ello son sus múltiples colaboraciones con los realizadores Ronald Neame, Robert Hamer y Peter Glenville, destacándose en especial las epopeyas dramáticas El Prisionero (The Prisoner, 1955), de Glenville, Su Sombra Siniestra (The Scapegoat, 1959), de Hamer, y Ecos de Gloria (Tunes of Glory, 1960), una faena de coyuntura militar de Neame, y trabajos tardíos memorables -y extremadamente variopintos- como Hermano Sol, Hermana Luna (Fratello Sole, Sorella Luna, 1972), de Franco Zeffirelli, Crimen por Muerte (Murder by Death, 1976), de Robert Moore, Kafka (1991), film de Steven Soderbergh, y Testigo Mudo (Mute Witness, 1995), de Anthony Waller, sin olvidarnos de la genial Calderero, Sastre, Soldado, Espía (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, 1979), la miniserie televisiva dirigida por John Irvin y basada en la novela homónima de 1974 de espionaje modelo iconoclasta de John le Carré, a su vez seguida por Los Hombres de Smiley (Smiley’s People, 1982), ahora bajo la dirección de Simon Langton e inspirándose en el opus literario de 1979. Ahora bien, como decíamos con anterioridad, fue la sabiduría mordaz de aquellas diminutas comedias para Ealing la que demostró a ciencia cierta su talento desde el inicio mismo de su carrera, en Corazones Bondadosos y Coronas componiendo a la friolera de ocho personajes y entregándose a una sátira social brillante, en El Hombre del Traje Blanco jugando con los entretelones del espionaje industrial y los intereses corporativos conservadores de las sociedades modernas y finalmente en el díptico criminal, Oro en Barras y El Quinteto de la Muerte, sentando las bases de lo que más adelante sería la vertiente autoparódica de las caper movies o películas de atracos, rubro en el que Los Desconocidos de Siempre (I Soliti Ignoti, 1958), el clásico del italiano Mario Monicelli, asimismo colaboraría de manera rotunda mediante otro robo farsesco encarado por sujetos grises o pobres diablos del hampa que hacen lo que pueden.

 

Oro en Barras fue la única colaboración entre Guinness y ese especialista consumado en el ecosistema de los delincuentes del pueblo raso, Crichton, algo que queda de manifiesto en un par de thrillers de valía, Cazado (Hunted, 1952) y El Tercer Secreto (The Third Secret, 1964), y en el resto de su seguidilla de comedias criminales, Clamor de Indignación (Hue and Cry, 1947), ¡Burlemos a la Ley! (Law and Disorder, 1958), El Mocoso que Robó un Millón (The Boy Who Stole a Million, 1960) y la mítica Un Pez Llamado Wanda (A Fish Called Wanda, 1988). El guión de T.E.B. Clarke, un artesano asiduo de Ealing Studios, se transformó en el ABC de todas las parodias futuras en torno a policías y ladrones: Henry “Dutch” Holland (Guinness) arranca el relato en Río de Janeiro luego de derrochar dinero a diestra y siniestra a lo largo de aproximadamente un año, por ello le comenta a otro inglés cómo llegó a este punto y el reglamentario racconto nos traslada a un banco londinense para el que oficiaba de representante en el transporte periódico de lingotes de oro desde la refinería hasta la casa matriz de la entidad financiera, precisamente donde construyó su fama de meticuloso durante dos décadas que vieron parir un plan para robar el cargamento, misión que sólo puede llevar a cabo cuando entra en contacto con el flamante inquilino del hotelucho donde vive, Alfred “Al” Pendlebury (Stanley Holloway), escultor y dueño de una fundición que fabrica souvenirs turísticos exportables de plomo como esas pequeñas Torres Eiffel en las que pretenden convertir los lingotes para enviar todo a París y evadir de lleno el mercado británico del oro, así las cosas el proyecto sale relativamente bien y ellos se marchan a Francia porque los otros dos cómplices del lindo atraco, Lackery Wood (Sidney James) y Shorty Fisher (Alfie Bass), optan con quedarse en Londres a pesar de la rigurosa investigación del Inspector Farrow (John Gregson), un panorama que deriva en desastre porque Holland y Pendlebury al llegar a París descubren que la tienda de regalos de turno ha estado vendiendo las torres, las pruebas del robo, a una comitiva de colegialas inglesas.

 

La gigantesca simpleza de la película es sinónimo de astucia y humanidad al igual que el carácter enrevesado de Un Pez Llamado Wanda resulta homologable al cinismo, el delirio y la picardía, por ello mismo ambos convites pueden leerse como complementos recíprocos en diferido o piezas de un díptico ya que por un lado comparten el leitmotiv del grupete de personajes estrafalarios -y a priori no muy “prometedores” en materia de eficacia delictiva- que sin embargo consiguen su objetivo bajo las narices de la oligarquía capitalista más represora, la policía, el aparato estatal en general y todos los bípedos paranoicos del vulgo, planteo que en el terreno del film noir tiende a subrayar el hecho de que la mediocridad es la mejor máscara en sociedades patéticas e injustas como las occidentales, y por el otro lado las dos propuestas se diferencian en materia de las connotaciones de sus desenlaces, en Oro en Barras de tipo punitivo porque era el estándar inevitable de la época (el interlocutor de Holland del principio es un esbirro de la ley que viajó a Río para ya detenerlo) y en Un Pez Llamado Wanda cercano a la celebración desprejuiciada del delito porque los protagonistas escapan de las fauces institucionales (Río de Janeiro vuelve a ser el destino paradisíaco de la fuga, como si se tratase de una corrección a la inglesa de su equivalente utópico para los estadounidenses, un aburrido y fronterizo México que poco y nada puede hacer frente a la belleza despampanante de Brasil). Guinness, como siempre, está perfecto y encuentra a un compinche inmaculado en Holloway, genial comediante de larga data que participó en otros clásicos de Ealing como Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949), de Henry Cornelius, y Los Apuros de un Pequeño Tren (The Titfield Thunderbolt, 1953), gran joya de Crichton, lo que nos deja con uno de los clásicos absolutos del cine anglosajón y uno de los finales más graciosos y caóticos de la historia, ese de un último acto triplemente satírico e inconformista, hablamos del percance con las burguesitas, la hilarante exposición policial y aquella famosa persecución automovilística por Londres con engaño incluido vía radio…

 

Oro en Barras (The Lavender Hill Mob, Reino Unido, 1951)

Dirección: Charles Crichton. Guión: T.E.B. Clarke. Elenco: Alec Guinness, Stanley Holloway, Sidney James, Alfie Bass, John Gregson, Marjorie Fielding, Edie Martin, John Salew, Ronald Adam, Arthur Hambling. Producción: Michael Balcon. Duración: 81 minutos.

Puntaje: 10