Brubaker

La sinuosa senda de las reformas

Por Emiliano Fernández

Luego de una seguidilla de doce años Orval Faubus, el infame gobernador de Arkansas entre mediados de los años 50 del Siglo XX y la década siguiente, dejó en 1967 el poder a su rival Winthrop Rockefeller, el cual publicó un informe sobre el sistema penitenciario del Estado que había sido solicitado y pronto suprimido por su colega, donde se detallaban las lúgubres condiciones en las que operaban dos de las granjas penitenciarias más importantes de la región, Tucker y Cummins, emprendimientos que incluían cosechas, ganado y más de mil reclusos y supuestamente generaban una ganancia anual de 1.4 millones de dólares bajo esa mentalidad capitalista que extiende el fetiche demencial para con el lucro hacia todos los aspectos de la existencia y del planeta símil cosificación caníbal que desconoce ética alguna, panorama que escondía un sistema brutal equivalente a un campo de concentración nazi en el que dominaban los reos reconvertidos en guardias ante la ausencia de oficiales asalariados, a lo que se sumaba una corrupción endémica sustentada en la mano de obra esclava para tareas de la zona, el robo sistemático de comida por parte de estos cabecillas, un régimen de palizas y aislamientos tenebrosos para quienes no respetaban la extorsión imperante en alimentos, protección e incluso asistencia médica, una infinidad de agresiones sexuales de todo tipo, un esquema de torturas con fustas, garrotes, agujas, pinzas y picanas -la más célebre construida con un teléfono antiguo y bautizada “Teléfono Tucker”- y la venta de drogas ilegales y alcohol, entre muchos otros delitos. Rockefeller contrató para la apremiante reforma a Tom Murton, un penólogo con estudios adicionales en matemáticas y cría de animales que estaba en contra de la pena de muerte y las cadenas perpetuas y que de hecho mejoró la comida servida a los presos, erradicó los castigos corporales, prohibió la extorsión y se sirvió de un informante, Reuben Johnson, para localizar un cementerio en el que los guardias -con la anuencia de los alcaides previos y todo el entramado social que se movía alrededor de los negocios de la cautividad- enterraban a los prisioneros asesinados, ya sea porque se habían fugado, se rebelaron contra las autoridades o no querían pagar los diversos chantajes, homicidios registrados como escapes exitosos u óbitos de otra índole.

 

Bastaron apenas tres tumbas concretas, aunque eran visibles alrededor de veinte y pico que podrían trepar a una fosa común con más de 200 cadáveres acumulados desde comienzos de siglo, para que la exhumación de Murton lo transformase en un mártir institucional y el gobernador Rockefeller, ese “empleador” más interesado en la imagen pública que en la verdad sobre las prácticas de funcionarios anteriores, ordenase detener todo el proceso y tapar el asunto desde el vamos diciendo que los cuerpos eran de un cementerio para pobres e indigentes que estaba a una milla de distancia, sin embargo la cosa no quedó allí porque la administración pública despidió en 1968 al penólogo, quien por cierto había ayudado a establecer el grueso del sistema carcelario en Alaska durante los años 60, después de que dicho territorio alcanzase la condición de Estado en 1959, y le dio 24 horas para abandonar Arkansas si no deseaba ser detenido bajo el cargo de robo de tumbas, crimen muy grave que lo llevó a un raudo destierro en Oklahoma, donde se dedicó a la enseñanza universitaria en criminología y justicia penal y montó una granja de trigo y un criadero de patos hasta su fallecimiento en 1990 a la edad de 62 años. Murton escribió dos libros basándose en esta pesadilla profesional, uno exclusivamente teórico, El Dilema de la Reforma Penitenciaria (The Dilemma of Prison Reform, 1976), y otro junto a Joe Hyams de memorias inmediatas sobre las corruptelas, vejaciones, crueldad y atropellos en Tucker y Cummins, Cómplices del Crimen: El Escándalo de las Prisiones de Arkansas (Accomplices to the Crime: The Arkansas Prison Scandal, 1969), el cual terminaría convirtiéndose una década después en Brubaker (1980), magistral película de un Stuart Rosenberg que ya tenía experiencia en el rubro gracias a La Leyenda del Indomable (Cool Hand Luke, 1967), otro retrato visceral del aparato penitenciario norteamericano aunque en este caso centrándose en un campo hiper salvaje de prisioneros de la Florida. En pantalla Murton es rebautizado Henry Brubaker (Robert Redford), quien a finales de los 60 se hace cargo de un espantoso presidio/ granja de Arkansas, la Prisión Estatal Wakefield, infierno en el que los tormentos, las violaciones y los sobornos se dan la mano con la comida agusanada y un hacinamiento muy extremo.

 

El estupendo guión de W.D. Richter, colaborador de John Carpenter, Peter Hyams, Philip Kaufman, Jodie Foster, John Badham, Peter Bogdanovich y Rob Cohen, fue planeado en primera instancia junto al veterano Arthur A. Ross, aquel de El Monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), clásico de Jack Arnold, y La Carrera del Siglo (The Great Race, 1965), de Blake Edwards, y a decir verdad resulta toda una rareza para el acervo promedio hollywoodense porque deja de lado el desarrollo de personajes vía las típicas “historias de vida” de los prisioneros y se mete de lleno en un relato de impronta adusta y cuasi coral -aunque sin jamás descuidar al flamante alcaide, por supuesto, desde esa perspectiva individualista ultra estadounidense del “hombre solitario contra el sistema”- que a su vez por un lado denuncia con lujo de detalles las atrocidades de Wakefield, muy en sintonía con la idiosincrasia áspera/ dinámica/ apabullante de la fotografía setentosa de Bruno Nuytten y la excelente música de Lalo Schifrin, y por el otro lado nos ahorra todo el derrotero previo de Henry con el objetivo de “sólo” ofrecernos su ideología, en esencia una ortodoxia idealista y humanista que en un mismo movimiento pretende llevarse puestos al maquiavelismo político, a las muchas barrabasadas mafiosas del penal, a la complicidad de los empresarios de la oligarquía pública y privada y hasta a los socios hipotéticos en tamaña cruzada como Lillian Gray (Jane Alexander), una asistente del gobernador y especialista en relaciones públicas que pretende comprar el silencio de Brubaker sobre las matufias y los cadáveres de reos a cambio de mejoras presupuestarias e incluso edilicias para la hacienda carcelaria. Después de una introducción extraordinaria en la que Henry se hace pasar por recluso, detalle extraído de la vida y carrera de Thomas Mott Osborne, otro reformador que vivió como preso durante una semana en Auburn y Sing Sing, en Nueva York, y la Prisión Naval Portsmouth, en Maine, la película analiza la lucha sinuosa y quijotesca del alcaide por los derechos humanos, la rehabilitación de los internos y la memoria histórica de los perecidos en las instalaciones y sus muchos choques con la putrefacta junta penitenciaria estatal, encabezada por John Deach (Murray Hamilton), el dueño de una firma de seguros.

 

Más allá del uso de recursos paradigmáticos del formato cinematográfico carcelario, como por ejemplo una figura traicionera, el asistente del protagonista y amigo de la corrupción Roy Purcell (Matt Clark), un par de compinches de este gremio de los guardiacárceles que asimismo son prisioneros, el afable Larry Lee Bullen (David Keith) y el escéptico Richard “Dickie” Coombes (un genial Yaphet Kotto), y dos villanos hechos y derechos del encierro, el sádico Eddie Caldwell (Everett McGill) y el ventajista nato Huey Rauch (Tim McIntire), suerte de líder de los ordenanzas que vive con su novia putona Carol (Linda Haynes) en una casilla dentro del terreno de Wakefield, la realización hace maravillas con esa sutil escalada en lo que atañe al suspenso al ritmo de las movidas de limpieza del alcaide como echar al médico usurero del lugar y a un empleado contable que robaba alimentos para revenderlos, garantizar la formación de un consejo de reos para el autogobierno, quemarle en la noche el “nidito de amor” a Rauch, negarle la reconstrucción a un empresario maderero local cuando se derrumba un techo que él mismo edificó y denunciar a Deach por estafas varias con los seguros contratados para la prisión, todos sobre máquinas que no existen y sin cubrir algo tan básico como ese techo derribado por una fuerte tormenta y la precariedad absoluta en materiales para gastar menos de la pautado en los pliegos públicos. Otro mérito muy grande del film de Rosenberg, director que tuvo una carrera bastante olvidable salvo por los casos de la presente, La Leyenda del Indomable y Amityville (The Amityville Horror, 1979), pasa por señalar a la connivencia popular -y no sólo a los beneficiarios más directos de todos los chanchullos en cuestión- como el gran enemigo a combatir por acción u omisión, de allí se explica la presencia intercambiable de personajes como el hediondo senador Charles Hite (John McMartin), el “liberal simbólico que no sabe nada” Leon Edwards (Nathan George) y la paradójica Gray, todos pretendiendo convencer al personaje de Redford, aquí sin duda ofreciendo una de las mejores y más aguerridas actuaciones de su trayectoria, de no seguir desenterrando cadáveres, lo que desde ya le gana una expulsión que se unifica con el arribo de su sustituto, un payaso bien fascistoide de esos que sobran en las fuerzas de represión…

 

Brubaker (Estados Unidos, 1980)

Dirección: Stuart Rosenberg. Guión: W.D. Richter. Elenco: Robert Redford, Yaphet Kotto, Jane Alexander, Murray Hamilton, David Keith, Morgan Freeman, Matt Clark, Tim McIntire, M. Emmet Walsh, Everett McGill. Producción: Ron Silverman. Duración: 131 minutos.

Puntaje: 10