Menudo destino le tocó en gracia a Camille Claudel (1864-1943), hoy quizás la escultora más famosa de la historia: durante los años en los que su producción artística estaba a pleno, entre finales del Siglo XIX y principios del Siglo XX, su figura quedó relegada a la condición de amante, musa y asistente especializada en modelar las manos y los pies de las esculturas de Auguste Rodin (1840-1917), con el que mantuvo una tormentosa relación que se extendió entre 1883 y 1892 a pesar de la convivencia del ya muy célebre escultor con una pareja estable con la que recién se casaría en el año de su fallecimiento, Rose Beuret Mignon (1844-1917), compañera de toda la vida de Auguste para el disgusto patológico de una Claudel demasiado independiente y antojadiza para los criterios de la sociedad francesa de su época, la cual la tachó de desquiciada e histérica por un comportamiento errático que eventualmente derivó en esquizofrenia, olvido popular, indigencia y reclusión a instancias de su familia -sobre todo de su hermano poeta y diplomático Paul Claudel (1868-1955)- en un manicomio en 1913, el Hospital Psiquiátrico de Ville-Évrard y luego en Montdevergues, donde pasó los últimos 30 años de su existencia para convertirse de modo póstumo en un símbolo del artista martirizado tanto por él mismo como por su entorno, amén de señalar los rasgos más criticables del sistema de trabajo de Rodin, a quien muchos en comparación con Camille acusaron de farsante y pancista, como la tendencia a firmar obras que habían sido creadas desde cero por sus ayudantes y/ o alumnos o no darle más que toques finales a sus piezas en mármol, ya que el artista solía crear sus obras en yeso, barro o cera y eran de hecho los acólitos asalariados de su taller quienes realizaban los trabajos concretos, una movida muy común en aquel período que se remontaba a su admirado Miguel Ángel y que tenía que ver con la simple comodidad y con el gran volumen de encargos que aceptaba por parte del Estado Francés debido a su inusitada fama en vida, léase un prestigio y una popularidad que le permitieron dividir su producción entre la “alimentaria” u orientada al dinero contante y sonante y la artística propiamente dicha o destinada al gustito personal.
Camille Claudel (1988), dirigida por Bruno Nuytten y escrita por el realizador, Marilyn Goldin y Misa Terami, es una biopic suntuosa y muy arrebatadora que recupera todo este entramado de relaciones de poder en el ámbito artístico que se van metamorfoseando de a poco en una pesadilla para todos los involucrados. La trama se inicia en la París de fines del Siglo XIX con Camille (Isabelle Adjani) compartiendo un atelier con su amiga y colega Jessie Lipscomb (Katrine Boorman), en pareja con su modelo Giganti (Philippe Paimblanc) y gustosa de robar fango por las noches para tener material con el que trabajar durante el día luego de haber abandonado la notoria y onerosa Academia Colarussi, lo que genera una relación bastante complicada con su parentela ya que su madre la odia por sus arrebatos de autonomía y por haber dejado los estudios, Louise-Athanaise (Madeleine Robinson), su padre la apoya pero tampoco le caen bien sus caprichos y escapadas, Louis-Prosper (Alain Cuny), su hermano tiene en principio una buena relación con ella pero luego desaprueba sus decisiones de vida, Paul (Laurent Grévill), y finalmente su hermana menor es un cero a la izquierda que cumple con el mandato familiar al pie de la letra en eso de casarse, tener críos y asentarse en la previsibilidad, Louise (Aurelle Doazan). El torbellino en la vida de la protagonista arranca en serio cuando conoce a Auguste Rodin (Gérard Depardieu), de quien se enamora y para quien trabaja fielmente durante años al punto de dejar de modelar obras originales de su autoría y transformarse en asistente y musa a tiempo completo del escultor. Como el mujeriego y narcisista Auguste definitivamente no pretende abandonar a su pareja de siempre Rose Beuret (Danièle Lebrun), Claudel corta la relación con el mentor y busca en vano de hacerse de un nombre propio. La mujer empieza con las dificultades laborales y los autosabotajes armando escándalos entre el statu quo del arte y si bien Rodin pretende ayudarla mediando por ella para que le lleguen encargos institucionales, sus problemas psicológicos se agudizan a pesar de una relación con el músico Claude Debussy (Maxime Leroux) y un contrato de representación con el galerista Eugène Blot (Philippe Clévenot).
Al contrario de tantas biopics artísticas de nuestros días, esas que fetichizan al retratado en piloto automático y resumen a lo bestia la carrera de creadores a los que no comprenden y sobre cuyas obras no logran hacer más que un repaso elemental, didáctico, desapasionado o esquemático, el film que nos ocupa, en cambio, enfatiza con gran inteligencia el quiebre revolucionario que significó la escultura de Claudel y Rodin para el mundo del arte de las postrimerías del Siglo XIX, en esencia eliminando el patrón de representación neoclasicista de las escuelas de bellas artes del período al sustituir la obsesión dominante con la gracia y la hermosura con un realismo que dejaba de lado las “correcciones” estéticas academicistas sobre los cuerpos y rostros prosaicos para enfatizar las imperfecciones, el carácter grotesco y el dolor que podían identificarse en los seres humanos en general y en sus gestos y sus posturas en concreto. Como ocurriría con otro célebre alumno del expresionismo rodiniano, Antoine Bourdelle (1861-1929), Camille se apartó de los lugares comunes de la escultura de Auguste para recorrer sus propios caminos e intereses, muchas veces volcados a un distanciamiento con respecto al espectador, a la soledad que padeció la artista y a la parodia hiriente para con el maestro principal y/ o su indecisión entre quedarse con Rose o Camille, planteo representado en La Edad Madura (L’Age Mûr, 1899) y El Gran Vals (La Grande Valse, 1903). La realización subraya la influencia de la protagonista en obras maestras de Rodin como Los Burgueses de Calais (Les Bourgeois de Calais, 1889) y La Puerta del Infierno (La Porte de l’Enfer, 1880-1917), por cierto sin derrapar hacia pavadas feministas impostadas posmodernas, y deja entrever cuánto ayudó su familia en la aparición paulatina de la locura ya sea mediante el sustrato castrador extremo de su madre, la condena de su padre dirigida a Auguste y al ostracismo de Camille o el carácter ambivalente y masoquista burgués patético de su hermano Paul, responsable de confinarla en Ville-Évrard -junto con la progenitora, ya muerto el padre- sin que le importe el hecho de que el hombre consiguió su asignación diplomática gracias a la intervención de Camille vía los contactos de Rodin.
Nuytten, aquí ofreciendo su ópera prima como realizador luego de una prolongada carrera como director de fotografía trabajando para cineastas tales como Marguerite Duras, André Téchiné, Patrice Leconte, Claude Miller, Stuart Rosenberg, Andrzej Zulawski, Alain Resnais, Claude Berri y Jean-Luc Godard, llegó a afirmar que su sujeción ante la también productora Isabelle Adjani fue tan grande durante el rodaje de Camille Claudel que se identificó con el personaje central mientras que la actriz utilizaba en pantalla a la escultora para canalizar sus propias frustraciones laborales aunque detrás de cámara se parecía al avasallante y ególatra Rodin, quien consideraba que toda obra creada ante su presencia bien podía ser firmada por él en tanto influencia fundamental en la concepción. Más allá de esta inversión práctica de roles entre la dialéctica del relato y lo que ocurría en la realidad, el film constituye un típico ejemplo de faena encarada por un ex director de fotografía ya que puede haber un profesional asignado al rubro, en este caso el genial Pierre Lhomme, pero lo cierto es que las casi tres horas de preciosismo inmaculado y juegos permanentes con las luces y sombras más líricas y melancólicas son responsabilidad absoluta de Nuytten, al cual precisamente -por falta de experiencia en otros gremios- se le va un poco la mano en cuanto a la duración del metraje, el montaje publicitario/ videoclipero de algunas escenas y la utilización de esa música incidental demasiado invasiva y fúnebre -pero muy bella, hay que decirlo- de Gabriel Yared. Por suerte este abuso de latiguillos formales ochentosos, que lamentablemente a posteriori se transformarían en marcas infaltables de muchos films de época y películas biográficas de talante melodramático, está compensado por las gloriosas actuaciones de Adjani, Alain Cuny, Madeleine Robinson y un Gérard Depardieu que le aporta la humanidad justa a su Auguste para que no se convierta en un villano maquiavélico burdo modelo hollywoodense, construyendo un ser complejo con un ego muy inflado aunque también deseoso de ayudar en lo posible a una Claudel que después de la ruptura queda atrapada en una espiral paranoica tendiente a -triste paradoja conceptual mediante- identificar a Rodin como el adversario y cabecilla por antonomasia de una red conspirativa ilusoria que pretendía socavarla como artista y destruir la posibilidad de vivir de su trabajo como escultora en la sociedad conservadora de su tiempo. La contraposición entre familia y trabajo, dilema central en la vida de las mujeres desde siempre, y la lucha en pos de dar rienda suelta a la vocación en una coyuntura de lo más mediocre, a su vez haciendo lobby para volver a las sendas comunales prefijadas, se unifican en la película vía la metáfora de la artista enajenada destrozando su propia obra bajo esa misma “tiranía de las emociones” a la que se refiere Rodin cuando manifiesta que está cansado de la ciclotimia de las mujeres y de las peleas provocadas por seres humanos que ponen a su propia libertad por sobre la libertad del prójimo, generando batallas de egoísmo contra egoísmo sin que importe el sexo de cada integrante de la pareja en cuestión o sus fetiches mundanos, artísticos o laborales…
Camille Claudel (Francia, 1988)
Dirección: Bruno Nuytten. Guión: Bruno Nuytten, Marilyn Goldin y Misa Terami. Elenco: Isabelle Adjani, Gérard Depardieu, Madeleine Robinson, Alain Cuny, Laurent Grévill, Philippe Clévenot, Katrine Boorman, Maxime Leroux, Danièle Lebrun, Philippe Paimblanc. Producción: Isabelle Adjani, Bernard Artigues y Christian Fechner. Duración: 174 minutos.