Introducción, por Emiliano Fernández:
El cine del realizador y guionista norteamericano Jack Hill constituye un excelente ejemplo de hasta qué punto era necesaria la maleabilidad o enorme capacidad de adaptación a distintos registros cinematográficos dentro del ecosistema de la Clase B y el exploitation de las décadas del 60 y 70, ya que el señor empieza su derrotero profesional con una trilogía de trabajos de horror de su propia cosecha, Baño de Sangre (Blood Bath, 1966), Mondo Keyhole (1966) y Spider Baby (1967), amén de su participación en el mítico film colectivo de Roger Corman El Terror (The Terror, 1963), codirigido junto a Francis Ford Coppola, Monte Hellman, Jack Hale, Dennis Jakob, Jack Nicholson y el propio Corman, y de su contrato para rodar en Estados Unidos las escenas de Boris Karloff de cuatro epopeyas ultra trash de su hoy olvidado colega mexicano Juan Ibáñez, Serenata Macabra (House of Evil, 1968), La Cámara del Terror (Fear Chamber, 1968), La Muerte Viviente (1971) e Invasión Siniestra (The Incredible Invasion, 1971), y continúa su trayectoria de la mano de un clásico de las carreras y los choques automovilísticos, Pit Stop (1969), un par de entregas legendarias de las películas de mujeres en prisión, The Big Doll House (1971) y The Big Bird Cage (1972), y dos obras maestras del blaxploitation más lujurioso y violento, Coffy (1973) y Foxy Brown (1974), periplo que finaliza con un opus de porristas, The Swinging Cheerleaders (1974), otro mucho más interesante de pandillas criminales femeninas, The Jezebels o Switchblade Sisters (1975), y un querido delirio de espada y hechicería -de nuevo con la producción de Corman- que respondió al título de Los Bárbaros (Sorceress, 1982). Descubridor de Sid Haig en ocasión de Baño de Sangre, de Ellen Burstyn en Pit Stop y de la sublime Pam Grier cuando coprotagonizó con Judith Brown The Big Doll House, es precisamente esta última acepción de las diferentes facetas de Hill la que más quedó grabada en las subsiguientes generaciones cinéfilas de la mano de una Grier que se transformaría en símbolo indeleble y muy erótico del blaxploitation, subgénero que nació vía las seminales Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971), de Melvin Van Peebles, y Shaft (1971), de Gordon Parks, y que abarcó una infinidad de subvertientes que incluyen a la más célebre, vinculada al film noir volcado al nihilismo aparatoso de la comunidad negra de los 70, y otras menos populares pero asimismo bastante trabajadas como la terrorífica, la de artes marciales, la cómica, la cercana a las aventuras y los westerns, la musical, la presidiaria y la empardada a los relatos de aprendizaje o bildungsroman o coming of age. A modo de homenaje tanto a Hill como a Grier, a continuación analizaremos Coffy y Foxy Brown, las dos mejores películas que hicieron juntos, los dos mejores films de todo el derrotero del realizador y las dos mejores propuestas que haya generado el blaxploitation, permitiéndonos incluso salirnos del molde conceptual para cubrir la otra joya de esa Clase B incandescente firmada por Hill, Spider Baby, obra que resultaría muy influyente a futuro dentro del enclave del cine de terror y aledaños. Muy elogiado por Quentin Tarantino desde siempre, típico cineasta envidioso que se pasó su carrera -como tantos otros “directores resumen” del mainstream que roban a diestra y siniestra de lo ajeno y aportan poco y nada novedoso- tratando de recuperar distintos elementos del acervo artístico de Hill sin la convicción necesaria ni el verdadero sustrato exploitation de base, el cineasta supera con facilidad a un montón de colegas mediocres de la época y sobre todo posteriores gracias a que logró redondear una producción personal y apabullante que trastocó lo esperable dentro de cada uno de los géneros, formatos y estilos en los que supo desempeñarse con la única intención de sobrevivir y seguir filmando en una industria feroz como la cultural yanqui, entregándonos además uno de los pocos ejemplos de director heterogéneo y exitoso en prácticamente todas las comarcas transitadas ya que a diferencia del estándar de ayer y hoy, eso de la obligación monotemática para que los opus rindan en taquilla de la mano de un público cautivo que pide más de lo mismo, el señor en cambio se las arregló para generar ganancias una y otra vez cambiando enfáticamente de estructura dramática aunque siempre dentro del esquema del bajo presupuesto, la perspicacia formal y los rodajes furiosos de pocos días a lo Corman, de allí que Hill sea considerado en nuestra contemporaneidad uno de los autores cruciales del exploitation amigo de la revulsión discursiva más inteligente.
Spider Baby (1967), por Emiliano Fernández:
Si bien se suele decir que Spider Baby (1967) fue un mojón fundamental en el desarrollo del horror basado en familias desquiciadas, endogámicas, bucólicas y adeptas a todo tipo de atrocidades y homicidios, un rubro que va desde las fundantes La Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, y Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977), de Wes Craven, pasa por las sardónicas Granja Macabra (Motel Hell, 1980), de Kevin Connor, El Día de la Madre (Mother’s Day, 1980), de Charles Kaufman, y Justo antes del Amanecer (Just Before Dawn, 1981), de Jeff Lieberman, y llega hasta las recientes La Gente detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), también de Craven, La Casa de los 1000 Cuerpos (House of 1000 Corpses, 2003), de Rob Zombie, Camino hacia el Terror (Wrong Turn, 2003), de Rob Schmidt, y Bosque Sangriento (The Hills Run Red, 2009), de Dave Parker, entre muchas otras semejantes, a decir verdad el registro retórico del film de Jack Hill tiene más que ver con una especie de reinterpretación de Los Locos Addams (The Addams Family, 1964-1966), la legendaria serie televisiva de la ABC creada por David Levy a partir de la historieta original homónima de Charles Addams de 1938, aunque ahora reemplazando el sustrato cómico más o menos familiero irónico con un trasfondo más tétrico e indie que de todos modos mantiene intacto el núcleo principal de la propuesta artística, léase ese humor negro de talante lúdico e imprevisible basado en el constante choque -o mejor dicho, el desajuste cultural- entre por un lado la parentela en cuestión, unos chiflados que viven en una burbuja bien macabra repleta de truculencias y comportamientos bizarros, y por el otro lado un afuera empardado a una sociedad que no puede comprender cómo los miembros del clan naturalizan su cariño hacia lo lúgubre y siniestro, con sucesivos invitados que van descubriendo los secretos de la morada y por ello cayendo presos del espanto, la locura o la muerte, no sólo “reacciones” esperables de las víctimas de turno sino también consecuencias de las estrategias de defensa que cranea la familia contra lo que perciben como una usurpación o embestida del exterior que implica la destrucción de su estilo de vida. Así como le han robado a posteriori de manera profusa, Hill también toma prestado y por ello abre la película con una secuencia de créditos vía unas caricaturas y una maravillosa canción de fondo, la hilarante Spider Baby Theme de Ronald Stein en la voz de Lon Chaney Jr., introducción estándar para las comedias de la época, y con una interpelación a cámara a lo William Castle por parte de Peter (Quinn K. Redeker), uno de los personajes principales que hace de narrador retrospectivo y nos aclara el eje conceptual de la faena con una copia del Diccionario de Enfermedades Insólitas y Extrañas en la mano, hablamos del llamado Síndrome de Merrye, un trastorno genético que se limita a los descendientes de un tal Ebenesiah Merrye y que comienza a los diez años con una regresión psicológica, física y social muy escalonada, padecimiento que tiende a agravarse con el tiempo y lleva a los enfermos a un estadio prehumano de brutalidad y canibalismo. Los Merrye viven en una mansión destartalada en el medio del campo y entre sus filas hallamos a tres hermanos de carácter infantil producto del incesto en el que cayó su ya fallecido padre, Titus W. Merrye, Elizabeth (Beverly Washburn), una señorita muy maquiavélica adepta a resolver todo con asesinatos, Virginia (Jill Banner), la Spider Baby del título por su amor por las arañas y la costumbre de andar comiendo bichos, atrapar a sus víctimas con una red de cuerdas y “picarlas” con un par de cuchillos de carnicero, y Ralph (Sid Haig, actor fetiche de siempre del realizador), un retrasado mental mudo símil bebé gigante que anda cazando gatos para comer y se excita sexualmente cuando cae alguna hembra de visita. El único más o menos normal es el veterano Bruno (Chaney), el otrora chófer de Titus, a cuyo cadáver por cierto tienen en una habitación con su pijama puesto como si todavía estuviese vivo, ya que los otros tres supuestos adultos de la casa, la Tía Clara, la Tía Martha y el Tío Ned, todos hermanos del patriarca difunto, están encerrados en el sótano porque su regresión mental y corporal es mucho más pronunciada y ya atraviesan de lleno una fase vinculada a la antropofagia y el no poder convivir con el resto de la parentela. La intromisión del afuera toma la forma del arribo primero de un pobre cartero negro (Mantan Moreland), el cual termina rebanado por Virginia, y después de unos parientes lejanos que por supuesto quieren hacerse cargo de la herencia y desbancar al bonachón y desinteresado de Bruno, quien ha estado cumpliendo el rol de custodio en la praxis de los “niños”, nos referimos a los hermanos Emily (Carol Ohmart) y Peter, la primera una arpía hermosa que sólo quiere el dinero y el segundo un payaso muy simpático y optimista, hipotéticos tíos de Virginia, Elizabeth y Ralph que llegan acompañados de un abogado codicioso y chupasangre, Schlocker (Karl Schanzer), y su bonita secretaria, Ann Morris (Mary Mitchel), quien rápidamente se transforma en el interés romántico de Peter así como Virginia le presta mucha atención al susodicho y Emily por su parte despierta la libido salvajona de un Ralph que la espía por una ventana en ropa interior y luego se consagra a perseguirla y violarla en el parque. A Schlocker no le va mucho mejor porque por fisgón y muy metiche, luego de una cena con manjares como gato doméstico, hongos, insectos e hierbas secas, termina asesinado por Elizabeth y Virginia, las cuales a su vez pretenden atrapar con la red de cuerdas y “picar” a Peter y vaciar el cuerpo de Ann de sus fluidos vitales -justo como hacen las arañas- cortándole un pie con una sierra, no obstante son atacados de repente por una enloquecida Emily que termina siendo canibalizada por los tíos deformes y peludos del sótano. A sabiendas de que matar a los intrusos no cambiará el hecho de que luego vendrán más y más, el resignado Bruno opta por robar algo de dinamita de una obra vial en construcción y hacer volar la casona por los aires con todo el clan adentro, dejando escapar sólo a Peter y la secretaria, los cuales se casan y tienen una nena, Jessica, que desde ya también parece fascinada con las arañas. Spider Baby no sólo supera a las dos obras previas de Hill, Baño de Sangre (Blood Bath, 1966) y Mondo Keyhole (1966), las tres conformando lo que podríamos denominar su período orientado al terror, sino que sistematiza de manera clara muchas de sus futuras obsesiones cuando ya se vuelque a las deliciosas películas de mujeres en prisión, con The Big Doll House (1971) y The Big Bird Cage (1972), y al blaxploitation, de la mano de Coffy (1973) y Foxy Brown (1974), una serie de tópicos que abarcan el amor incondicional por parte de los protagonistas hacia otros personajes que pueden ser una pareja, un amigo o parientes, la crisis familiar tanto por compulsiones internas como por injerencias foráneas, la corrupción pública -estatal y/ o privada- como rasgo característico de una etapa marcada por el Escándalo Watergate, la Crisis del Petróleo y la Guerra de Vietnam, la presencia de mujeres fuertes que niegan el papel usualmente relegado del sexo femenino en la gran pantalla del mainstream de los 60 y 70, y finalmente una innegable inclinación hacia la justicia de corte asesino que da por sentada la imposibilidad de diálogo con determinados energúmenos y profesionales del entramado capitalista más concentrado, mafioso y expropiador. El nihilismo socarrón del film, como decíamos antes un trasfondo a la vez vanguardista y cercano a lo que sería una versión hardcore de Los Locos Addams, deja de lado cualquier asomo de comedia explícita basada en sketchs o siquiera latiguillos verbales -apenas si tenemos alguna que otra mirada fugaz y cómplice a cámara- debido a que la preocupación fundamental de Hill pasa por naturalizar la locura permanente de la mansión rural de los Merrye evitando cualquier tipo de subrayado burdo y sólo exhibiendo una suerte de respuesta prosaica ante la avanzada de unos parientes ignotos y un buitre jurídico sobre la estabilidad de la unidad familiar, sin que siquiera entre en juego el tema patrimonial porque ello les importa poco y nada a Ralph y sus hermanas ya que la fortuna puede ser cuantiosa -como bien nos aclara Peter en el epílogo, quien hereda todo después de la carnicería del último acto- pero los habitantes de la casona viven como menesterosos o humildes y comen mayormente vegetales porque la carne suele acelerar la temida regresión evolutiva que padece el clan. Desde la sensualidad de la extraordinaria y bien putona Carol Ohmart y el dejo bizarro de Sid Haig a lo Freaks (1932), de Tod Browning, pasando por la gran presencia escénica y eficacia de Lon Chaney Jr., famoso tanto por El Hombre Lobo (The Wolf Man, 1941), de George Waggner, y La Tumba de la Momia (The Mummy’s Tomb, 1942), de Harold Young, como por De Ratones y Hombres (Of Mice and Men, 1939), de Lewis Milestone, y A la Hora Señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann, hasta llegar al maquiavelismo -con bigote hitleriano incluido- de Karl Schanzer y al encanto naif y bien peligroso de las exquisitas Jill Banner y Beverly Washburn, Spider Baby constituye un verdadero desfile de personajes y actores memorables al punto de que hasta el dúo que representa a la hipotética normalidad de la mediocridad yanqui promedio, el matrimonio final de Quinn K. Redeker y Mary Mitchel, también queda preso de la condena de la reproducción genética de la locura a través de Jessica, génesis de una nueva generación de lunáticos homicidas adorables que siempre resultarán más interesantes y contraculturales que los blanquitos anodinos en su casa reluciente suburbana, otra burbuja consciente aunque mucho más claustrofóbica y banal.
Spider Baby (Estados Unidos, 1967)
Dirección y Guión: Jack Hill. Elenco: Lon Chaney Jr., Carol Ohmart, Quinn K. Redeker, Beverly Washburn, Jill Banner, Sid Haig, Mary Mitchel, Karl Schanzer, Mantan Moreland, Carolyn Cooper. Producción: Gil Lasky y Paul Monka. Duración: 81 minutos.
Coffy (1973), por Emiliano Fernández:
De todos los directores clásicos del “período de oro” del blaxploitation de la década del 70, entre los que se encuentran Melvin Van Peebles, Gordon Parks, Martin Goldman, George Armitage, Eddie Romero, William Crain, Larry Cohen, Jack Starrett, Michael Campus, Gordon Douglas, William Girdler, Robert Clouse, Gilbert Moses, D’Urville Martin, Gordon Parks Jr., Arthur Marks, Richard Fleischer, Al Adamson y Lee Frost, Jack Hill consiguió destacarse por su osadía, ampulosidad e inconformismo dentro de un género de por sí vinculado al realismo sucio callejero y la dialéctica de la discriminación diaria que sufría la minoría afroamericana dentro de la sociedad estadounidense, en esencia optando por dejar de lado los dos principales leitmotivs del rubro cinematográfico por aquellos años, léase el elegir como protagonistas de los relatos a diversos diletantes de la ley que se salían del patrón promedio -detectives privados putañeros/ drogones/ hedonistas o policías que no transaban con la corrupción por antonomasia de la fauna blanca- o directamente criminales empardados a dealers, proxenetas o sicarios de la más variada naturaleza, para en cambio abrazar lo que eventualmente se transformaría en la fórmula estándar a futuro del neo film noir en cuanto a los villanos, hablamos de la jugada retórica de colocar a estos últimos en el estrato moral negativo y dejar en una nebulosa ambivalente al primer grupo de testaferros y representantes institucionales o miembros de las fuerzas de represión públicas y privadas, precisamente justo como ambos contingentes se ubican en la praxis cotidiana (así como los homicidas, narcotraficantes y tratantes de blancas no resultan del todo simpáticos a priori, por más que el primer blaxploitation haya tratado de enmarcarlos dentro de lo que sería una respuesta terrorista contra la derecha supremacista blanca en sintonía con el Ku Klux Klan y contra el núcleo duro del capitalismo salvaje norteamericano a la luz del partido de las Panteras Negras y el más macro movimiento Black Power, la policía y los investigadores privados -por su parte- pueden ser indistintamente corruptos o más o menos “sinceros” o piadosos o profesionales en su pretensión y función indisimulable de base, eso de reprimir a los más débiles en pos de legitimar todo el sistema de exclusión en su conjunto y eliminar voces opositoras). A pesar de haber realizado sólo dos películas dentro del género que nos ocupa, Coffy (1973) y su secuela conceptual Foxy Brown (1974), Hill volvió a demostrar su idiosincrasia vanguardista convirtiendo a todos los susodichos en los villanos de turno y para colmo colocando en el centro de la trama a una mujer, la legendaria Pam Grier, sin duda una movida insólita para la época que no sólo resultó exitosa sino que convirtió a la actriz en el icono por excelencia del blaxploitation al extremo de sobrepasar por mucho en la memoria y el sentir cinéfilo internacional a sus homólogos masculinos en sintonía con Fred Williamson, Jim Brown, Richard Roundtree, Ron O’Neal, William Marshall, Richard Ward, Rudy Ray Moore y Jim Kelly, entre otros. Coffy, en términos específicos, es una de las cúspides absolutas del formato y uno de sus exponentes más complejos y nihilistas gracias al entorno que el director construyó para la protagonista del título, esa Grier en la piel de una enfermera convertida en vigilante especializada en reventar a traficantes porque su dulce hermanita de once años, LuBelle (Karen Williams), estuvo muy cerca de morir por su condición de adicta a las pastillas, la cocaína y la heroína, para colmo de males su mejor amigo, un uniformado policial muy honesto llamado Carter (William Elliott), es golpeado salvajemente adelante suyo por negarse a recibir sobornos como hacen prácticamente todos sus compañeros, y encima su novio, el concejal presuntuoso Howard Brunswick (Booker Bradshaw), resulta integrar una banda criminal de lo más poderosa y envilecida encabezada por el capomafia Arturo Vitroni (Allan Arbus) y compuesta además por el comisionado de policía Rubén Ramos (Rubén Moreno), el proxeneta y narcotraficante King George (Robert DoQui), los oficiales corruptos McHenry (Barry Cahill) y Nick (Lee de Broux) y un sicario ultra sádico marca registrada, Omar (Sid Haig, el gran infaltable en las odiseas de Hill). La película, de hecho, arranca con todo cuando Coffy se hace pasar por una puta drogadicta desesperada por una dosis y dispuesta a acostarse con un dealer de alto perfil, Sugarman (Morris Buchanan), a quien le vuela la mollera con una escopeta recortada a la par de su chófer/ asistente/ segundo, Grover (Mwako Cumbuka), sin embargo después de la paliza brutal a Carter -y a ella misma, abuso sexual incluido- la mujer se pone ambiciosa y apuesta por descubrir cuanto antes a través de una ex paciente del hospital donde trabaja, Priscilla (Carol Locatell), otrora meretriz del staff de King George, el lugar donde el alcahuete guarda las drogas que vende -en una caja debajo de las cenizas de la chimenea de su hogar y sede prostibularia- y los “intereses” principales de Vitroni, quien adora las golfas exóticas y la denigración de la mujer. A Coffy no le lleva mucho tiempo infiltrarse en el establo de King George bajo el apodo de guerra de Mystique, de Jamaica, pero despierta los celos de una de las prostitutas y aparente cuasi novia del proxeneta, la blanca y rubia Meg (Linda Haynes), hembra que genera una mega pelea de gatas en una fiesta lujosa organizada por King George y con la asistencia de Vitroni, el cual pasa a quedar maravillado por la fémina y así la solicita para esa misma noche. La idea de fusilar al mafioso con un revólver con silenciador, escondido adentro de un peluche de un león que lleva en la cartera, se cae a pedazos cuando los esbirros de Arturo la detienen de improviso, no obstante la protagonista aprovecha la situación para culpabilizar a King George diciendo que pretendía traicionar al caucásico Vitroni para empezar a trabajar sólo con los gangsters afroamericanos, lo que por supuesto significa una sentencia de muerte para el proxeneta, el cual es linchado con una soga atada al cuello y el extremo opuesto a un automóvil en movimiento y a toda velocidad que destroza completamente su cuerpo. Brunswick es traído adelante de Coffy por Vitroni porque Ramos la vio en un bar con el concejal, hoy en plena campaña para transformarse en congresista, y la mujer hasta desliga su responsabilidad en el intento de asesinato aunque Howard no le paga con la misma moneda ya que invita a Arturo a matarla para ratificar la confianza entre las distintas partes del sindicato mafioso luego de la supuesta perfidia de King George. Nick le inyecta a la enfermera una sobredosis de heroína robada al fallecido sin saber que en realidad es solución de azúcar, intercambio realizado a escondidas por la fémina en la guarida del alcahuete, y el paparulo de Omar facilita el escape al dejarse seducir por la mujer, quien le clava una y otra vez un alambre puntiagudo en el cuello antes del sexo y provoca una tremenda persecución en la que Nick muere atropellado en una autopista y McHenry prendido fuego después de que ella le tirase una piedra contra el parabrisas de su patrullero que lo llevó a volcar. Coffy roba un coche y lo estrella contra la residencia del capo y específicamente contra un cómplice tuerto del anterior, Aleva (John Perak), para enseguida reventar a escopetazos a Ramos y Vitroni y guardarse para el desenlace al maldito de Brunswick, ese al que encuentra en su casa de la playa, hombre que hasta en un momento parece convencerla de no matarlo en función del amor que ella aún siente por él y de un discurso improvisado de pragmatismo político prosaico que pretende venderle símil “se debe hacer algunas cosas malas para redondear una gran obra positiva”, sin embargo la protagonista termina de decidirse cuando ve a una mujer blanca en el lugar y por ello le pega un tiro en los genitales al varón y luego se marcha tranquila atravesando la arena nocturna. Dos son las escenas que pintan de pies a cabeza la decisión de Hill de por un lado denunciar no sólo a los blanquitos corruptos sino también a los negros cómplices y por el otro lado vincular las gestas del ámbito privado con la ideología de las metamorfosis revolucionarias públicas, a saber: en la secuencia en la que la enfermera/ vigilante se topa con la triste verdad de que su novio es acólito del villano, Howard le dice explícitamente a Arturo que no le importan las etnias porque de entre todos los colores del espectro -negro, blanco, amarillo, etc.- el único importante es el verde de los dólares, el verde de los billetes, enfatizando que lo suyo es incluso peor que lo de Vitroni y del también negro King George porque estando en una posición de privilegio en cuanto al aparato del poder público, opta por hacer tratos sucios con la policía y los gangsters blancos y negros con pretensiones de “hombres de negocios”; y en lo que atañe a la conjunción entre la intimidad malograda y el plano social efervescente, basta con pensar en ese mismo desenlace ya que la cruzada de Coffy tiene que ver tanto con la venganza personal por el destino de adicta infantil de su hermana como con sus convicciones ideológicas vinculadas a mejorar de verdad la vida de la colectividad afroamericana dentro de Estados Unidos, precisamente por ello Howard apela -para intentar salvarse y no ser asesinado por la fémina- al argumento sentimental privado de la relación mutua y a la vez al cambio utópico comunal que necesita de transar con oligarcas blancos como Vitroni y proxenetas y dealers como King George, así el “empujoncito” final para resolver el dilema siempre lo aporta esa dimensión hogareña de la intimidad que aquí toma la forma de la tercera en discordia, la rubia con las tetas al aire que se asoma desde el cuarto del macho, indicando que toda su perorata no fue más que un manojo de mentiras oportunistas del cobarde que se sabe muy próximo a la muerte por sus propios y variados chanchullos plutocráticos del capitalismo caníbal y necio de siempre. A diferencia del feminismo castrado, moralizador, reduccionista, misándrico y filo fascista de nuestros días, su homólogo del film de Hill incorpora las diferencias fundamentales de clase social sin pretender una sincronización ridícula de todos los estratos de la comunidad hacia el cliché de la burguesita blanca independiente de hogar resplandeciente y criterios varios new age que desconfía o resiente de cualquier influencia de los varones, aquí no sólo sirviéndose de ellos e incorporándolos a la gesta de fondo cuando así se lo han ganado, como en el caso del mártir de Carter y su doctrina de no dejarse corromper por las mafias intra departamento de policía, sino además utilizando al sexo como una herramienta más de lucha y jamás empardándolo de por sí con la esclavitud o la opresión como pretenden tantas feminazis descerebradas de nuestros días, esas que ante el porno se la pasan debatiéndose entre las campañas censuradoras de antaño y el mal humor de quien se sabe defendiendo argumentos estúpidos o directamente autoparódicos involuntarios. Lo mejor de Coffy y Foxy Brown se condice con la ausencia de romantización palurda alguna de cartón pintado y la conciencia de que el color de piel, la concha, la pija o la orientación sexual no son sinónimos de nada en sociedades en las que el eje central pasa por la dimensión de luchas polirubro de tipo cultural, económico y político, constituyendo la tez corporal o el sexo factores estigmatizantes pero muy secundarios con respecto a las verdaderas pugnas por el poder público general. La crueldad y la impunidad de las mafias en pantalla son combatidas a lo Hollywood de entonación nihilista mediante el accionar de una enfermera negra que echa mano tanto de sus dos tetazas y de su vagina como de las armas de fuego, de una gillette escondida en sus cabellos y sobre todo de su inteligencia para poner a sus enemigos los unos contra los otros sembrando las mismas desconfianza, manipulación y miedo a las que recurren los oligarcas para mantener a raya a sus súbditos y semejantes, espejo lejano de Cosecha Roja (Red Harvest, 1929), la mítica primera novela de Dashiell Hammett. Esa fotografía bien seca de Paul Lohmann de mugre metropolitana al desnudo, la extraordinaria banda sonora hiper funk de Roy Ayers, la presencia de temazos concretos como Coffy Is the Color, King George, Coffy Baby y Shining Symbol, en las voces de Dee Dee Bridgewater, Wayne Garfield y Ayers, y la gran labor del elenco, con la inconmensurable Pam Grier a la cabeza, constituyen la frutilla de una torta plagada de violencia, desenfreno, sensualidad y arrebatos de izquierda batallante que exacerban desde una enorme valentía cada uno de sus planteos sin el manto pusilánime y cool impostado de tanto cine berreta que a posteriori quiso reproducir o recuperar algo del brío y la bella lujuria del blaxploitation modelo Hill.
Coffy (Estados Unidos, 1973)
Dirección y Guión: Jack Hill. Elenco: Pam Grier, Booker Bradshaw, Robert DoQui, William Elliott, Allan Arbus, Sid Haig, Barry Cahill, Lee de Broux, Rubén Moreno, John Perak. Producción: Robert A. Papazian y Buzz Feitshans. Duración: 90 minutos.
Foxy Brown (1974), por Ernesto Gerez:
“Mientras estés bajo mi techo no te mandes ninguna”, le dice Foxy (la hermosa y tetona Pam Grier) a su hermano fisura Link (Antonio Fargas y su cara rara y genial), y Link le explica que es un negro que no sabe cantar ni bailar, no sabe predicar ni practica ningún deporte, todas las actividades que pueden llevar a un negro pobre a tener guita y ser respetado en las tierras blancas del sueño americano; y remata con “y soy muy feo para ser elegido como alcalde; pero veo en la tele todas esas casas geniales de la gente y esos coches geniales que manejan y me lleno de ambición, ¿y qué se supone que haga con mi ambición?”. En treinta segundos Hill expone la banalidad de la política como carrera, las contradicciones de la sociedad de consumo y la mentira del liberalismo. Link llega al living de su hermana porque unos matones -algo así como las varias manos derechas de Katherine Wall (Kathryn Loder), una capa mafiosa (porque en el matriarcado hilliano hay heroína, villana y hasta un bar de chicas como en aquel capítulo de Los Simpson en el que Homero “las deja en su trampa”)- lo quieren liquidar porque les zarpó veinte mil dólares. Y la hermana, nuestra heroína, es de otro palo, es una mina dura -“a whole lotta woman” (una grosa, un pedazo de mina) dirá su hermano y dejará la frase como tagline del blaxploitation todo- pero sale con un agente encubierto y es la representante moral de un barrio picante. Traición familiar de por medio, las cosas se complican (“pasaron cosas”, diría el gato), y Foxy sale a buscar venganza contra la mafia de la falopa y específicamente contra Katherine (la narco y proxeneta) y su pareja Steve Elias (Peter Brown) al que le espera un final tremendo de castración. Estamos ante una historia de venganza, de género (en su acepción cinematográfica y cultural), de clase y de la tríada favorita del cine de explotación: violencia en las calles, drogas y sexo; aunque mucho del viejo mete-saca no se ve en pantalla como tampoco del cuerpazo desnudo de Grier, que si bien desde una de las primeras escenas aparece despechugada, después sólo vendrán insinuaciones que nos dejarán, claro, a todos y todas, con ganas de más. En lo formal Hill es algo más conservador; digamos que más conservador que Melvin Van Peebles y su Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971), o al menos es más respetuoso del relato institucional, de los raccords y de la puesta en escena en general, sin que se invisibilice que es una película filmada en dos semanas y donde esa velocidad de producción queda como marca de agua en cada plano sin que ello implique algo negativo sino más bien lo contrario, o al menos algo particular que da lugar a otras miradas donde puede entrar en juego lo camp. En lo discursivo también hay más ambigüedad que en el blaxploitation militante de Peebles, que en un gesto eisensteiniano ponía en los créditos como protagonistas a “la comunidad negra”; pero esa ambigüedad de Foxy Brown (1974) -tal vez menor en Coffy (1973)- imprime una complejidad bienvenida; digamos que ciertas ideas rupturistas se entremezclan con valores tradicionales como el de la familia. El cine de explotación es palo y a la bolsa, y el de Hill -como el de tantos otros- encuentra su libertad en rincones que no tienen que ver tanto con las decisiones formales -que muchas veces son reproducciones del cine más industrial y hegemónico- sino con saberse al margen de la industria y poder tratar sus temas y por lo tanto sus planos sin la mano ¿blanca? del buen gusto, la censura o las ideas piolas pero disciplinadoras de la progresía. Por algo en el momento de su estreno hubo algunas voces en contra de cómo era representada la mujer, sobre todo por, justamente, la explotación que se hace del cuerpo de Grier; sin embargo, el film de Hill es al mismo tiempo una película feminista de venganza, con secuencia de rape and revenge incluida, Panteras Negras aliadas y pitos cortados volando por los aires. ¿Qué más quieren, compañeras?
Foxy Brown (Estados Unidos, 1974)
Dirección y Guión: Jack Hill. Elenco: Pam Grier, Antonio Fargas, Peter Brown, Terry Carter, Kathryn Loder, Harry Holcombe, Sid Haig, Juanita Brown, Sally Ann Stroud, Bob Minor. Producción: Buzz Feitshans. Duración: 92 minutos.