La trayectoria de José Luis Garci, un director madrileño con un periplo errático y bastante sobrevalorado en el exterior en su momento y un tanto olvidado en la propia España, fue progresivamente de mayor a menor porque sus primeros films como guionista para terceros constituyeron las verdaderas joyas de su carrera mientras que las dos fases siguientes, ya metamorfoseado en realizador, apenas si entregaron una propuesta atendible cada una por su nula originalidad y su apego para con las escenas de relleno o muy impostadas, en este sentido basta con recordar que la génesis en el séptimo arte del señor estuvo consagrada a una serie de comedias tontas alimenticias que le permitieron colar cuatro obras interesantes, en primer lugar las geniales La Cabina (1972), mítico mediometraje de terror de Antonio Mercero, y No es Bueno que el Hombre Esté Solo (1973), sátira social tácita dirigida por Pedro Olea y también protagonizada por José Luis López Vázquez, y en segunda instancia las inferiores aunque fascinantes Una Gota de Sangre para Morir Amando (1973), relectura a cargo de Eloy de la Iglesia de La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick, y Ceremonia Sangrienta (1973), aquel retrato pirotécnico por parte de Jorge Grau sobre la figura de la condesa húngara Erzsébet Báthory, una de las asesinas en serie más prolíficas de la historia. Durante su segundo período profesional, como decíamos antes ya transformado en director, sólo se destaca El Crack (1981), una reapropiación un tanto mucho literal de los motivos del film noir norteamericano que logró una aceptación popular/ crítica lo suficientemente grande como para viabilizar una secuela, la muy digna El Crack Dos (1983), prodigioso díptico sinceramente rodeado de propuestas rutinarias que trataron de explorar desde la torpeza, la redundancia o la tibieza ideológica -más aún si las comparamos con los trabajos contemporáneos de los cineastas citados- los pormenores sociales y culturales de la llamada Transición a la Democracia (1975-1982), etapa que sigue al fin de la Dictadura Franquista (1939-1975) y en esencia enmarca aquel pacto político de impunidad para no juzgar los crímenes de toda clase cometidos a lo largo de los 36 años de represión policial y militar, nacionalcatolicismo oscurantista y vuelco económico paulatino desde la autarquía de los inicios hacia primero el desarrollismo y después el neoliberalismo.
Así como El Crack, sin duda alguna uno de los mejores policiales en castellano de las últimas décadas, fue precedida por la Trilogía de la Transición de Garci, léase Asignatura Pendiente (1977), Solos en la Madrugada (1978) y Las Verdes Praderas (1979), faenas correctas tendientes a pensar las frustraciones del momento, y sucedida por tres convites mediocres que fueron nominados al Oscar a Mejor Película Extranjera, Volver a Empezar (1982), Sesión Continua (1984) y Asignatura Aprobada (1987), al extremo de que el film de 1982 logró ganar y por ello se convirtió en la primera película española en alzarse con la estatuilla dorada, El Abuelo (1998), la única obra potable de la tercera y última fase de la carrera del cineasta, terminó enterrada por la catarata de bodrios que se acumularon desde la década del 90 hasta entrado el nuevo milenio, recordemos Canción de Cuna (1994), La Herida Luminosa (1997), You’re the One (Una Historia de Entonces) (2000), Historia de un Beso (2002), Tiovivo c. 1950 (2004), Ninette (2005), Luz de Domingo (2007), Sangre de Mayo (2008), Holmes & Watson: Madrid Days (2012) y El Crack Cero (2019), casi todas películas que adaptaron material ajeno, ya sea novelas u obras de teatro, y exacerbaron una tendencia de por sí preocupante que ya estaba presente en el ciclo anterior aunque a mucha menor escala, hablamos de una mirada ingenua y algo soporífera que idealiza el pasado frente a la ausencia de recursos intelectuales/ discursivos/ doctrinarios para diseccionar los problemas del presente, detalle que incluye tanto al entramado comunal burgués como al propio director. El protagonista de El Crack es Germán Areta alias El Piojo (un eficaz Alfredo Landa, en la época encasillado como actor picaresco), ex policía y hoy detective privado que en la primera escena impide un robo a un restaurant y pronto recibe por parte de Francisco Medina (Raúl Fraire), un paciente terminal, el encargo de encontrar a su hija adolescente para pedirle perdón por haberla obligado a realizarse un aborto años atrás en Londres, Isabel. A la par de su compañero y empleado, el ex ladrón de autos Cárdenas alias El Moro (Miguel Rellán), Areta descubre que la púber trabajó de escort de lujo para Mimí de Torres (Mayrata O’Wisiedo), a su vez conectada con un ex colega petulante de Germán que está al servicio de un consorcio financiero, Alberto alias El Guapo (Manuel Tejada).
Como en muchos policiales negros, la soledad y el carácter rústico del antihéroe principal están contrapesados por una vida privada que oficia de válvula de escape o algo similar, en pantalla una relación platónica con una enfermera llamada Carmen (María Casanova) que a su vez tiene una hija pequeña de un vínculo previo con un doctor casado que eventualmente se marcha a Canadá, Maite (Mónica Emilió), a la que la mafia de turno hace volar por los aires con un explosivo en realidad dirigido al siempre perseverante Areta, quien por un lado no cree en el engaño que El Guapo monta con un Cárdenas sobornado, para convencerlo de que efectivamente Isabel continúa con viva y ya no desea ver a su progenitor, y por el otro lado se vuelca a una cruzada de venganza que incluye desoír las advertencias de su antiguo y estrafalario superior en la policía, Ricardo alias El Abuelo (José Bódalo), y encintarle una bomba en el torso a El Guapo para que “suelte” el nombre de su jefe y responsable crucial de todo, Jesús María Jiménez Ziener, no sólo un parásito especulador de la alta burguesía sino también un oligarca de los rubros inmobiliario y de trasportes y manufacturas, el cual de hecho tiempo atrás mató a la ninfa a golpes en una sesión sexual y le entregó el cadáver a Alberto, lacayo que lo arrojó sin más en el encofrado de un puente en construcción. Garci, asimismo autor del guión junto con Horacio Valcárcel, su colaborador estándar a futuro, satura el relato de referencias al acervo cultural anglosajón y en especial estadounidense, como por ejemplo la dedicatoria inaugural a Dashiell Hammett, la fetichización de Nueva York y el boxeo en su acepción yanqui, los afiches al paso de Martes 13 (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham, y Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese, y las alusiones vía diálogos a Humphrey Bogart, Rudyard Kipling y Rocky Marciano, este último la obsesión de un peluquero hiper mitómano y fanático del box y el Madison Square Garden apodado Rocky (Manuel Lorenzo), precisamente uno de los latiguillos o pinceladas cómicas junto con la verborragia todo terreno de El Moro, la costumbre de Areta de golpear en los testículos a cualquiera que ose importunarlo, aquel “embarazo” de El Abuelo por un intercambio azaroso de análisis de orina y algún que otro viejito malhablado que se queja frente a Carmen por tener que caminar entre las barras paralelas, Miguelito (Emilio Fornet).
No obstante la estrategia metadiscursiva no se queda en lo superficial o anecdótico y se cuela de manera nada sutil en la narración gracias a esa apertura en el restaurant -cortesía del atracador Vareta (José Manuel Cervino)- que es una versión light de aquella de Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, el asesinato con coche bomba de Maite que recuerda al de Katie (Jocelyn Brando) de Los Sobornados (The Big Heat, 1953), de Fritz Lang, y desde ya el desquite final en la Gran Manzana contra Ziener, disparándole en el baño de un local italiano, que espiritualmente le debe mucho a su homólogo archiconocido de El Padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola, cuando en otro comedero Michael Corleone (Al Pacino) revienta a Sollozzo (Al Lettieri) y al Capitán McCluskey (Sterling Hayden). Con un buen motivo musical tracción a piano de Jesús Gluck, un gran uso de la Madrid refulgente de la época y una fotografía florida apuntalada en travellings, la película combina sin estridencias las dos facetas del protagonista, el investigador adusto y el padre postizo amoroso, y construye una concepción mefistofélica del mal de base social y capitalista en consonancia con la metamorfosis de fondo de la mano de obra represiva estatal del franquismo hacia el aparato público privado de la Transición, tanto el autónomo de los “lobos solitarios” (El Piojo) como aquel corporativo de los esbirros de la seguridad especializada en magnates paranoicos (El Guapo). Lejos de Holmes & Watson: Madrid Days y la horrenda e innecesaria precuela, El Crack Cero, dos regresos tardíos al film noir, pero también del corolario de 1983, quizás más dinámica y mejor escrita que la original aunque sin la intensidad arrolladora de nuestro último acto, El Crack enfatiza la necesidad de situar a la verdad en nuestras manos, negando el pacto de impunidad de la Transición, y denuncia el paso de la mafia clásica verticalista al conglomerado horizontal e impersonal de las empresas multinacionales de la posmodernidad, ya con la corrupción naturalizada en los vínculos cotidianos, sin embargo los vicios de siempre de Garci impiden que la obra trepe más allá de determinado umbral de calidad que se resiente por cierto sentimentalismo, la parsimonia melancólica, una duración excesiva, tamaña anglofilia acrítica, esos diálogos demasiado literarios y un tono nostálgico y seudo hipnótico, hoy prácticamente caduco…
El Crack (España, 1981)
Dirección: José Luis Garci. Guión: José Luis Garci y Horacio Valcárcel. Elenco: Alfredo Landa, María Casanova, Raúl Fraire, Manuel Tejada, José Bódalo, Miguel Rellán, Mayrata O’Wisiedo, Emilio Fornet, José Manuel Cervino, Manuel Lorenzo. Producción: José Luis Garci. Duración: 120 minutos.