Antes de que los mocosos en el cine de terror terminasen asociados indefectiblemente al satanismo gracias a la trilogía que legitimó al género a ojos de los popes de Hollywood, demostrando lo barato que era y lo mucho que redituaba en taquilla, hablamos de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, y La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, hubo un período en el que las posibilidades retóricas eran más interesantes y más cuantiosas porque primó la variedad tanto en años anteriores como en paralelo a esta metamorfosis definitiva de los 70, pensemos para el caso, en primera instancia, en el horror cósmico de El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned, 1960), de Wolf Rilla, o su equivalente fantasmal y siempre corruptor de Los Inocentes (The Innocents, 1961), de Jack Clayton, y, en segundo lugar, en el popurrí posterior representado en los trastornos mentales de El Otro (The Other, 1972), de Robert Mulligan, las depravaciones infantiles de Diabólica Malicia (La Tua Presenza Nuda!, 1972), de James Kelley y Andrea Bianchi, aquel gustito por el voyeurismo de Bad Ronald (1974), de Buzz Kulik, la deformidad en la cuna de El Monstruo Está Vivo (It’s Alive, 1974), de Larry Cohen, la feroz revolución pueril contra la adultez de ¿Quién Puede Matar a un Niño? (1976), de Narciso Ibáñez Serrador, aquella reencarnación cuasi hinduista de La Otra Vida de Audrey Rose (Audrey Rose, 1977), de Robert Wise, y las bestias viscerales de Cromosoma 3 (The Brood, 1979), de David Cronenberg. Ejemplos de la variante bucólica y/ o sobrenatural de los 80 son Cosecha Negra (Children of the Corn, 1984), de Fritz Kiersch, y Veneno para las Hadas (1986), de Carlos Enrique Taboada, no obstante nunca se perdió la querida tradición de los dementes prosaicos de corta edad como lo atestiguan El Ángel Malvado (The Good Son, 1993), opus de Joseph Ruben, y Criaturas Celestiales (Heavenly Creatures, 1994), de Peter Jackson, a su vez “madres” de una nueva tradición de chiquillos psicópatas que abarcan a aquellos de Eden Lake (2008), de James Watkins, La Huérfana (Orphan, 2009), de Jaume Collet-Serra, Tenemos que Hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), de Lynne Ramsay, y Goodnight Mommy (Ich Seh, Ich Seh, 2014), de Severin Fiala y Veronika Franz, tándem de realizadores austríacos.
Mucho camino se ha recorrido en el rubro de la infancia y la adolescencia tétricas y sólo basta con recordar faenas recientes admirables en línea con El Agujero en la Tierra (The Hole in the Ground, 2019), de Lee Cronin, y Los Inocentes (De Uskyldige, 2021), de Eskil Vogt, o bodrios de factura ya insoportable como Maligno (The Prodigy, 2019), de Nicholas McCarthy, y Gemelo Siniestro (The Twin, 2022), film de Taneli Mustonen. Ahora bien, la abuelita de la vertiente que nos ocupa es sin duda La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), joya dirigida por Mervyn LeRoy y escrita por John Lee Mahin a partir de dos fuentes distintas, primero la puesta teatral homónima de 1954 de Maxwell Anderson y segundo la novela del mismo año de William March, escritor que había luchado toda su vida por el éxito literario, se transformaría con los años en sinónimo eterno de la historia en cuestión y lamentablemente no vería materializarse las traslaciones a las tablas y a la gran pantalla de su libro, el último y el más respetado, porque fallecería de varios infartos en aquel 1954. La trama gira alrededor de Rhoda Penmark (Patty McCormack), una niña rubia de ocho años producto de una unión de la alta burguesía entre un coronel del ejército yanqui, Kenneth (William Hopper), y una bella ama de casa llamada Christine (Nancy Kelly), en esencia una nena despiadada que usa una máscara de corrección para conseguir lo que desea matando si es necesario, como cuando asesinó a una anciana de Wichita, en Kansas, por una bola de cristal con un pececito dentro y cuando golpeó brutalmente con sus zapatos de claqué a un compañero de clase, Claude Daigle, para ahogarlo en un muelle durante un picnic escolar con la meta de quitarle una medalla de oro que había ganado en un concurso de caligrafía. Bajo la mirada condescendiente de la casera del clan, Mónica Breedlove (Evelyn Varden), y los ojos impertinentes del jardinero, un tal Leroy Jessup (Henry Jones) que simula un retraso mental, codicia la anatomía de la deliciosa Christine y sabe de la malicia de la joven y de todo su fariseísmo ante la retahíla de adultos crédulos a su alrededor, Rhoda ve con indiferencia cómo su madre se sumerge en la histeria al descubrir la mentada medalla entre las posesiones de la purreta, amén de tener que padecer la investigación de la directora de la escuela, Claudia Fern (Joan Croydon), y de la madre de Daigle, Hortense (Eileen Heckart).
LeRoy, un típico realizador prolífico del Hollywood Clásico que hoy por hoy es recordado además por su épica sobre el Imperio Romano, ¿Quo Vadis? (1951), por sus obras maestras del policial negro con Edward G. Robinson y Paul Muni, El Pequeño César (Little Caesar, 1931) y Soy un Fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932), respectivamente, y por haber oficiado de productor y haber dirigido algunas escenas de El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), odisea comandada en su gran mayoría por Victor Fleming, para La Mala Semilla recupera a buena parte del excelente elenco original de la puesta de Anderson (McCormack, Kelly, Croydon, Heckart, Jones y Varden) y se tira de cabeza en la temática de la delincuencia juvenil, primer signo de un cambio de paradigma sociológico desde el “respeto a los mayores” de antaño hasta el flamante hedonismo de una juventud por ahora demonizada y a posteriori entronizada, sobre todo desde el segundo lustro de los 50 hasta fines de la década siguiente, de allí que el quid del relato atice la polémica en torno a las causas del delito en su acepción infantil y pase por fascinantes conversaciones en las que se construye una antinomia entre la naturaleza y la crianza o la biología y la psicología o los genes y el ambiente educativo, planteo resumido en la fórmula “herencia versus miseria” y apuntalado en pantalla vía el sustrato de hija adoptiva de Christine, no precisamente un vástago del famoso y acaudalado periodista Richard Bravo (Paul Fix), padre postizo adepto a la negación histórica supuestamente protectora, sino de la asesina en serie y viuda negra Bessie Denker, un ser hermoso aunque sin piedad, moral o empatía social -como Rhoda, precisamente- que evitó la cárcel por su aspecto inmaculado y su estrategia de fugarse sin dejar rastros una vez que las autoridades descubrían su predilección por los venenos, esos que nunca repetía para no crear un perfil criminal estable. Mediante las alusiones a los Complejos de Edipo y Electra, el primero en el contexto de la relación del finado Claude con su madre y el segundo sustentado en el ninguneo y la manipulación de la diminuta psicópata para con su progenitora y en la ausencia del hogar durante casi todo el relato del padre, en una misión burocrática de semanas y semanas, la faena introduce la psicología freudiana para sopesar la sexualización tácita de los niños y de sus caprichos y obsesiones.
Si bien la dinámica es teatral, basada en escenas extensas y muy dialogadas en esa enorme residencia que los Penmark le alquilan a Breedlove, el ritmo narrativo nunca sufre debido al estupendo desempeño actoral y los maravillosos intercambios que Mahin supo escribir, otro profesional de fierro como LeRoy que estuvo muy activo en la “era dorada” hollywoodense de los años 30, 40 y 50, así surge de a poco la lectura por clase social (la victimaria es una nenita privilegiada que se mete con el crío de una empleada de un salón de belleza, esa patética Hortense que cae en el alcoholismo después de la muerte de Claude, una mujer que es símbolo del lumpenproletariado y de una clase media baja que adora pagar los colegios privados excrementicios de la alta burguesía, del mismo modo que Rhoda ejemplifica los peligros de la crianza de “mano blanda” y plagada de antojos de los oligarcas consentidos de ayer y hoy) y por género sexual (la ausencia del macho idealizado por las dos hembras, su esposa y su hija, Kenneth, enfatiza el canibalismo femenino hermético de fondo e ironiza sobre cierta castración masculina implícita porque ni siendo un diletante de la jerarquía y el orden, un militar, el coronel de Hopper puede evitar el desastre en su casa, la presencia de una psicópata camuflada, amén de un retrato funesto de lo femenino vinculado a la vanidad, el sadismo, el autoengaño, las mentiras y esas impostaciones maquiavélicas destinadas a agradar al prójimo con la palabra, la actitud y la apariencia). Mientras que la mocosa toma y toma porque no sabe dar amor y Mónica le festeja su histrionismo hipócrita como buena menopáusica verborrágica, tonta y solitaria, desde el vamos se crea una relación de espejo entre el seudo retrasado mental, Jessup, y nuestra seudo inocente/ dulce/ indefensa/ perfecta Rhoda, señalando que la virtud ya era obsoleta en el capitalismo del Estado de Bienestar de los 50 y que el crimen efectivamente puede aparecer desembarazado del ámbito delictivo estereotipado, léase la pobreza y la marginación, porque la herencia muchas veces impone el atavismo de la maldad y se burla de todo chamanismo psicológico. El dilema de la madre ante los homicidios, impunidad o sacrificio, está muy bien resuelto en el desenlace bajo el mandato del Código Hays de que el crimen siempre debe castigarse, ahora invirtiendo aquel final original porque es la chiquilla la que fallece y su progenitora quien logra sobrevivir…
La Mala Semilla (The Bad Seed, Estados Unidos, 1956)
Dirección: Mervyn LeRoy. Guión: John Lee Mahin. Elenco: Patty McCormack, Nancy Kelly, Eileen Heckart, Evelyn Varden, Henry Jones, Paul Fix, William Hopper, Joan Croydon, Jesse White, Gage Clarke. Producción: Mervyn LeRoy. Duración: 129 minutos.