Cuento

La Vuelta

Por Emilia Carabajal

El tatarabuelo de Ramiro había sido el primer dueño de la estancia. Su rostro retratado al óleo ostentaba un lugar de privilegio entre los cuadros de la biblioteca. Frente a él, recostado en el sofá, su descendiente lo observaba con atención. El muchacho no era particularmente afecto al pasado familiar; le bastaba con poder jactarse de la convergencia de antiguos criollos y alemanes aguerridos en su abolengo y referirse con cierta vaguedad a las múltiples guerras en que se habían sacrificado sus dos estirpes. La curiosidad con que el joven miraba a su antepasado no obedecía a la nostalgia, sino a la repentina revelación de un parecido entre ambos. Habituado a recibir elogios por su porte germano, nunca se había detenido a buscar en su fisonomía rastros de la línea materna. Sin embargo, una vez advertida la similitud era evidente: las facciones angulosas y la mirada penetrante, más acentuadas en don Francisco, se prefiguraban con claridad en el semblante del tataranieto. La barba que este había dejado crecer en los últimos días reafirmaba la semejanza. Ramiro se divirtió proyectándose en el tiempo, imaginándose septuagenario y enmarcado en madera, severo en la mirada que dirigía a un sucesor despreocupado.

La luz tibia que se colaba por los ventanales invitaba a la siesta. Sin entregarse de lleno al sueño, Ramiro se desperezaba en el sillón. Tendría que darle la razón al doctor Aguirre: se estaba bien en el campo. En un principio, había juzgado de anticuada la idea de pasar allí su convalecencia.  Fue su madre quien terminó por persuadirlo, aduciendo que la lesión había sido muy seria y que la tranquilidad del lugar contribuiría a su recuperación. Él sabía que de esa forma la mujer pretendía mantenerlo alejado del rugby, al que inevitablemente volvería apenas se sintiese mejor. Accedió al pedido materno sin demasiada convicción, movido sobre todo por la pereza de confrontar; pero el paso de los días en el caserón rural lo apartó de su escepticismo. No solo se abandonó al descanso de una forma en la que no podría haberlo hecho en su departamento de Belgrano, donde las intromisiones de amigos y compañeros de club habrían sido constantes; también pudo experimentar placeres que nunca había sospechado en sus breves e infrecuentes visitas anteriores. Con incredulidad y asombro, se vio imbuido en las mismas ensoñaciones bucólicas  a las que habían sucumbido tantos de los suyos; la visión inagotable de la llanura, el letargo de las tardes, la dignidad simple y callada de los trabajadores del lugar lo indujeron incluso a pensarse en un futuro afincado en la hacienda, gozando de esa posesión tácita e imprescriptible que había dado en descubrir.

El sonido del celular lo arrancó de sus elucubraciones. David lo urgía a abandonar su reclusión y a participar de la salida que habían organizado para esa noche. Ramiro aceptó. A fin de cuentas, ya estaba recuperado, y de una forma u otra no podría aplazar su vuelta por mucho tiempo más. Se levantó del sofá, desentumeció los miembros y salió de la biblioteca, ajeno a los volúmenes que se amontonaban en los estantes. Debería agilizar los preparativos si pretendía llegar a tiempo. Se bañó y vistió con rapidez, se despidió afectuosamente del encargado y partió en la camioneta. Tras llegar prácticamente inmovilizado, volver por sus propios medios era una reivindicación. Satisfecho, bajó los vidrios para que entrara el aire y miró alrededor. La inmensidad del paisaje se prolongaba hasta el cielo rojizo.  En la ruta casi vacía, Ramiro apretó el acelerador.

Estaba ingresando a un acceso a capital cuando David le avisó que el grupo se había retrasado. Si seguía el camino más directo, sería el primero en llegar al bar. La perspectiva no le desagradó. Podría pedir una cerveza artesanal mientras esperaba, y quizá encontrara algún conocido con quien hablar. Sería placentero relatar su estadía en el campo. Encendió el GPS y se introdujo en las calles de Buenos Aires con un entusiasmo que no menguó siquiera ante el corte que lo obligó a desviarse.  No eran muchas las cuadras que le impedían retomar Rivadavia, pero al doblar por la calle que le permitiría acceder nuevamente a la avenida sucedió algo imprevisto. Reparó, por algún motivo, en un boliche ubicado en una esquina, similar en su precaria arquitectura a todos los de la zona, y pensó acaso que  podría hacer tiempo allí y llegar al bar a la misma hora que sus amigos. Después de todo, la sed ya estaba molestándole; además de ese modo sumaría a sus incursiones rurales otra experiencia novedosa que narrar. Estacionó frente al lugar, se cercioró de que la alarma de la camionera estuviese encendida y se encaminó a la entrada. Al lado de la puerta había un hombre acurrucado en el piso. Era difícil precisar su edad. Tampoco era posible definir el color y las formas de sus ropas, que se superponían en capas grisáceas y corroídas.  Ramiro se detuvo a observarlo. Sin que terminara de explicárselo, aquel hombre estático se le reveló como un símbolo, como si en su inercia prehistórica se hallara la cifra de todo lo que lo irritaba.

– Negro de mierda—masculló al entrar.

El sitio estaba semivacío. La penumbra era interrumpida a intervalos regulares por luces estridentes que caían sobre la pista. Pensó que en un lugar como ese no valía la pena indagar en la carta y pidió directamente una cerveza. Lo sirvieron con la marca más decente que tenían y, para su sorpresa, resultó tolerable; incluso la disfrutó. Dejaba que el líquido frío y amargo le colmara la garganta y bajara luego, aliviándolo. En la oscuridad del ambiente y el vaivén de una música que le resultaba inextricable, se entregó a un sopor análogo al de la tarde; por eso tardó en reaccionar cuando escuchó las primeras risas. Por fin miró hacia la única mesa ocupada y creyó advertir que los hombres allí acodados lo observaban, pero prefirió no hacer nada para corroborarlo. Se dedicó, en cambio, a leer notificaciones y responder mensajes, esforzándose por no desviar la vista del celular. Las carcajadas no tardaron en retornar, esta vez acompañadas de comentarios que solo podían hacer alusión a su persona. Aunque repitiera para sí que el asunto carecía de importancia y que trabar una discusión con aquella gente no valía la pena, el malestar ya lo había invadido. Se apresuró en terminar la cerveza y pedir la cuenta. Procuró, al hacerlo, dejar traslucir cierta  impaciencia; pero su estrategia pareció surtir el efecto contrario: la dilación era tal que solo podía ser deliberada. Entretanto, las risas y las burlas aumentaban. Ramiro no podía más que ligar ambos sucesos y pensar en la demora de los mozos como un artilugio para extender e incrementar la humillación que padecía. Ya exasperado, dejó el dinero sobre la mesa sin esperar que fuesen a cobrarle y se dirigió a la salida. Pasó, inevitablemente, por la zona de sus contrincantes. Él, que estaba decidido a ignorarlos, sintió una obligación ineludible y repentina de cambiar de parecer. Irguió la espalda, ensanchó el pecho cuanto pudo y en esa pose que parecía emular la de Don Francisco lanzó su descargo:

– Manga de cabezas.

El silencio se impuso. Por unos instantes los hombres permanecieron quietos, hasta que lentamente comenzaron a alejarse de la mesa y aproximarse a Ramiro. El joven quedó en el centro de un semicírculo callado y expectante que le impedía avanzar. Giró con pesadez la cabeza para observar los rostros uno a uno. A medida que lo hacía, la altivez de su postura iba cediendo. El pecho se contrajo, la espalda se curvó levemente, los pies ensayaron unos pasos hacia atrás. La tensión del ambiente, por fin, rompió en una explosión de hilaridad. Las carcajadas recrudecían mientras los hombres volvían a su mesa y dejaban el camino libre para que Ramiro se escabullera hacia la salida. Al traspasar la puerta, aún pudo escuchar el último insulto que le dirigían:

– Cagón.

Nadie pasaba por la calle. De un solo vistazo pudo confirmar que la camioneta seguía estacionada del lado de enfrente y el hombre, acurrucado contra la pared. Lo examinó de cerca. Parecía hallarse en un letargo que no le permitía reaccionar. Se ubicó a su costado, del lado más alejado a la puerta del local. La primera patada lo tumbó. El impacto de la cabeza contra la vereda produjo un ruido seco. El cuerpo esbozó una sacudida casi imperceptible, pero un puntapié en la cara lo vedó de cualquier posibilidad de resistencia. Esta vez, la cabeza rebotó contra la pared del boliche. Los golpes que se sucedieron causaron la misma oscilación. Cuando cesaron, el bulto yacía inerte.

Ramiro cruzó la calle vacía, apagó la alarma y subió a la camioneta. Encendió el GPS, aunque supiera que debía alcanzar Rivadavia y cruzarla en sentido Norte. Llegaría, según sus cálculos, a la par que sus amigos.