Hasta no hace mucho tiempo los engranajes de la memoria cultural estaban muy aceitados y generalmente giraban alrededor de una nostalgia que tendía a idealizar determinado ideario, período o costumbres, algo que operaba de manera crucial al momento de la definición de las identidades en la lucha de clases y que en términos macros se extendió durante buena parte del Siglo XX hasta que en los años 70 la avanzada neoliberal desarmó el Estado de Bienestar y fue construyendo las bases de esta posmodernidad de nuestros días, en la que el egoísmo, los prejuicios más bobos y la parafernalia superficial ahistórica reemplazaron a la solidaridad, el saber empírico/ comprobable y la idea difusa de comunidad de antaño, esa que precisamente adoraba edificar representaciones utópicas de un pasado más o menos remoto que nunca existió, por lo menos según los parámetros maniqueos utilizados por las sociedades de masas de aquella fase. La nostalgia, como decíamos anteriormente un típico proceso de destilación emocional sustentado en quimeras con algún que otro asidero real que hace de pivote, muchas veces se aplicaba a sucesos relativamente muy recientes y un clásico ejemplo de ello, ya pensando en la industria cultural y en su condición de “caja de resonancia” del sentir del momento, pasa por las comedias de Ealing Studios producidas entre 1948 y 1955, una andanada maravillosa de realizaciones de impronta farsesca -y en muchas ocasiones cercanas a lo que sería un cuento de hadas para adultos- que rankean entre lo mejor del rubro que haya dado el campo anglosajón porque supieron adaptar aquel espíritu de gran hermandad nacional del Reino Unido correspondiente a la Segunda Guerra Mundial, cuando el país fue sometido a un incesante bombardeo por parte de las fuerzas nazis conocido como el Blitz, a un período posbélico inmediato que todavía arrastraba los efectos más alarmantes del conflicto por fuera de la pérdida de vidas humanas, hablamos de la destrucción omnipresente de edificios e infraestructura y sobre todo la política concreta de racionamiento, la que regulaba la disponibilidad de comestibles, gasolina e incluso ropa.
El latiguillo por antonomasia de las comedias de Ealing Studios por un lado le escapaba al individualismo burgués importado de Hollywood, toda una rareza en materia de un cine masivo y coral que evitaba las gestas de héroes solitarios paradigmáticas del mainstream, y por el otro lado se centraba, de hecho, en un grupito de británicos pintorescos que solían molestar al statu quo demostrando un margen de maniobra insólito ya que su independencia u osadía negaba desde una cuasi anarquía los lineamientos autoritarios tanto del gobierno de la etapa bélica, el de Winston Churchill de 1940 a 1945, como de su homólogo de la posguerra, aquel de Clement Attlee de 1945 a 1951 que sentó las bases para el Estado de Bienestar de economía mixta, léase equilibrando el libre mercado con el intervencionismo estatal. Si bien este ejercicio de melancolía cultural a manos de Ealing, buscando reflotar la picardía de los sobrevivientes en un tiempo con menos muertos aunque con las mismas penurias en cuanto al hambre y las privaciones, en términos generales estuvo dominado por cuatro directores, dos muy conocidos, Alexander Mackendrick y Charles Crichton, y otro par menos famoso más allá del Reino Unido, Robert Hamer y Charles Frend, la verdad es que se suele pasar por alto lo hecho por el cineasta sudafricano Henry Cornelius en su única colaboración con el estudio bajo la batuta del jefe de turno, el inefable Michael Balcon, nos referimos a la sorprendente Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949), uno de los clásicos más bizarros del cine político y sin duda la parodia insignia sobre los movimientos separatistas, las micronaciones efímeras y las estrategias de supervivencia, confrontación y defensa ante el acorralamiento estatal, las necesidades básicas insatisfechas o la merma de derechos civiles, un ecosistema muy particular que arranca con la excelente Sopa de Ganso (Duck Soup, 1933), de Leo McCarey, pasa por Bienvenido, Mister Marshall (1953), de Luis García Berlanga, y El Rugido del Ratón (The Mouse That Roared, 1959), de Jack Arnold, y llega hasta La Pequeña Suiza (2019), un opus no particularmente memorable de Kepa Sojo.
Unificando dos episodios verídicos, primero la declaración del Hospital Cívico de Ottawa como territorio neerlandés para que en 1943 la por entonces Princesa Juliana de los Países Bajos pueda dar a luz a su hija Margarita, en esencia porque la mujer estaba exiliada por la Segunda Guerra Mundial y necesitaba de la argucia legal para que la beba no pierda su derecho al trono, y segundo el Bloqueo de Berlín de 1948 y 1949 en la naciente Guerra Fría entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y unos Estados Unidos apoyados por el Reino Unido, medida dictaminada por los rusos como castigo a la pretensión occidental de introducir una nueva moneda para fortalecer la reconstrucción, ese marco alemán destinado a reemplazar el devaluado marco imperial, situación que a su vez generaría un puente aéreo para transportar alimentos, combustible y productos varios a la zona bloqueada, el guión de T.E.B. Clarke, todo un asiduo colaborador de Ealing Studios, está consagrado a retratar la hilarante independencia de Pimlico, una zona diminuta del centro de Londres, con la excusa del descubrimiento de un Decreto Real de Eduardo IV de Inglaterra cediéndole el enclave a Carlos el Temerario alias el Duque de Borgoña, el cual parece que no murió en la Batalla de Nancy de 1477 sino que escapó con su tesoro -unos cofres y demás cosillas de oro- hacia Gran Bretaña bajo el seudónimo del Conde Maurice de Charoláis, logrando que el monarca inglés reconociese a su mansión londinense y al terreno aledaño como pertenecientes al Ducado de Borgoña y los que nacieron allí. Amparados por un heredero del antiguo duque, Sebastián de Charoláis (Paul Dupuis), que es autenticado por una historiadora, la Profesora Hatton-Jones (Margaret Rutherford), los lugareños eligen como líderes a un policía, P.C. Spiller (Philip Stainton), un banquero, el Señor Wix (Raymond Huntley), y un comerciante, Arthur Pemberton (Stanley Holloway), para lidiar con los ataques del gobierno de Attlee por tamaña rebeldía política y un esperable mercado negro símil zona franca, derivando en controles recíprocos y un puente aéreo con leche vía una manguera y cerdos en paracaídas.
La película no sólo saca provecho de las muchas “situaciones espejo” para con la reciente guerra que el desopilante suceso provoca, como por ejemplo el acoso policial, una oficina de inmigración y un servicio de aduanas improvisado que pronto dejan paso a alambres de púas, una orden de evacuación compulsiva y hasta un bloqueo a lo sitio/ asedio bélico que incluye el corte de los suministros de electricidad, agua y comida, planteo que obliga a un regreso al racionamiento que se creía superado con la autonomía de esta Borgoña refritada cinco siglos después, sino que asimismo consigue satirizar con inteligencia y desenfado una retahíla de tópicos muy sensibles de ayer y hoy en sintonía con la idiosincrasia estrafalaria británica, los derechos hereditarios de la aristocracia, el concepto siempre escurridizo de “bien común”, la desobediencia civil más estrambótica, los poderes plenipotenciarios o diplomáticos, el separatismo territorial/ cultural en Europa, la autogestión de base popular, las políticas de austeridad, la misma dinámica de las desavenencias públicas y desde ya ese maquiavelismo político promedio que aquí cae rendido ante la nostalgia del pueblo en torno a la solidaridad bélica de la resistencia y los alimentos arrojados por sobre las muy ridículas fronteras entre iguales, todo en el contexto de un microestado sardónico que inspiraría la Frestonia londinense de los años 70. Cornelius, conocido también por Genevieve (1953), una de las comedias mejor logradas y más entrañables sobre carreras automovilísticas, y Soy una Cámara (I Am a Camera, 1955), la primera versión de esos relatos y personajes creados por Christopher Isherwood que luego irían a parar a la eterna Cabaret (1972), de Bob Fosse, en suma construye una obra que encarna a la perfección el carácter sutilmente contradictorio de los films de Ealing, por un lado subvirtiendo el orden establecido por injusto y por el otro lado enfatizando la necesidad imperiosa de no mover de sus puestos a los tres soportes del capitalismo anglosajón, en pantalla el aparato represivo simpaticón de Spiller, la banca laissez faire de Wix y el comercio de marco comunitario de Pemberton…
Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, Reino Unido, 1949)
Dirección: Henry Cornelius. Guión: T.E.B. Clarke. Elenco: Stanley Holloway, Paul Dupuis, Raymond Huntley, Philip Stainton, Margaret Rutherford, Betty Warren, Barbara Murray, Basil Radford, Naunton Wayne, Hermione Baddeley. Producción: Michael Balcon. Duración: 85 minutos.