Mercury Rev, verdaderos paladines del rock más ampuloso, excéntrico y escurridizo de fines de la centuria pasada y nuestro nuevo milenio, es un proyecto multifacético que ha tenido como únicos integrantes estables al cantante y guitarrista Jonathan Donahue y al guitarrista, tecladista y clarinetista Sean “Grasshopper” Mackowiak, mismos exactos integrantes de una banda paralela experimental, Harmony Rockets, responsable de Paralyzed Mind of the Archangel Void (1995), una larga zapada instrumental de impronta lisérgica que pocos recuerdan. Comandados casi siempre por el productor Dave Fridmann, socio también de Café Tacvba, MGMT, Tame Impala, Interpol, Weezer, Clap Your Hands Say Yeah, The Vaccines, Nick Cave and the Bad Seeds, OK Go y The Flaming Lips, para quienes Donahue trabajaría en calidad de guitarrista en los desquiciados In a Priest Driven Ambulance (1990) y Hit to Death in the Future Head (1992), luego abandonando la banda por peleas con el frontman de siempre Wayne Coyne, el derrotero discográfico de Mercury Rev comienza con la trilogía kitsch de Yerself Is Steam (1991), mixtura de space rock, shoegaze, psicodelia terrorista, rock alternativo y noise con fuertes pinceladas de Captain Beefheart y Frank Zappa, Boces (1993), nueva oda lunática y distorsionada aunque mucho menos cercana al formato estándar de canción y en sí más delirante o radical desde todo punto de vista, amén de algunos chispazos poperos autosaboteados sistemáticamente por los señores, y See You on the Other Side (1995), giro hacia el jazz, el punk y el power pop, además de retener la neopsicodelia previa aunque ya limitándola y suprimiendo el noise de influjo avant-garde, jugada que por supuesto tuvo que ver con la salida en 1994 del primer cantante del colectivo, David Baker. La inesperada fama llegaría con el sello de calidad de Deserter’s Songs (1998), obra maestra sublime de la agrupación y uno de los mejores álbumes de finales del Siglo XX, sin duda toda una rareza del pop barroco, la americana, la semi música infantil y el soft rock lisérgico considerando que vino de los mismos artífices de las placas anteriores, y All Is Dream (2001), especie de secuela aunque sin la magia de la novedad ni las canciones inmaculadas de antaño, ahora apenas correctas y más volcadas hacia un pop hipnótico y apesadumbrado.
Muy pronto las decepciones se acumularían con motivo de la seguidilla de The Secret Migration (2005), disco desparejo y muy ninguneado en su momento por ser mucho más accesible que el material previo, aquí emparentado al rock alternativo, y porque decididamente ya había pasado el breve momento de algarabía mainstream de Mercury Rev, Snowflake Midnight (2008), amena -aunque muy tardía, vale decir- incursión de Donahue y Grasshopper en el terreno del dream pop y una electrónica casi siempre cercana al trip hop, el jungle, el ambient y el synth-pop deforme o lúgubre, The Light in You (2015), vuelta simpática y no mucho más al pop barroco de Deserter’s Songs y All Is Dream aunque ahora de cadencia orquestal, lo que definitivamente los condujo a abusar del recurso de manera gratuita porque nada en el repertorio califica de “himno etéreo” como los señores parecieran creer, y Bobbie Gentry’s The Delta Sweete Revisited (2019), anomalía olvidable que recupera el disco homónimo de 1968 de Bobbie Gentry, un trabajo de southern soul que el público y la prensa estadounidenses sobrevaloran a puro chauvinismo cultural esnob trasnochado, en suma una colección de covers psicodélicos con voces femeninas invitadas como Norah Jones, Beth Orton, Lucinda Williams, la actriz Carice van Houten y aquella Hope Sandoval de Mazzy Star, por cierto generando un trabajo más sensato que las trasheadas absolutas del caso de The Flaming Lips, hablamos de The Flaming Lips and Stardeath and White Dwarfs with Henry Rollins and Peaches Doing The Dark Side of the Moon (2009), The Time Has Come to Shoot You Down… What a Sound (2013) y With a Little Help from My Fwends (2014), respectivamente relecturas de The Dark Side of the Moon (1973), de Pink Floyd, The Stone Roses (1989), de The Stone Roses, y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967), de The Beatles. El nuevo disco de Mercury Rev, Born Horses (2024), resulta una agradable sorpresa porque la banda vuelve a reinventarse desde el lounge y el free jazz dreampopeado, en cierto modo semejante a un hipotético soundtrack para un film surrealista mudo, y desde esa inusitada técnica del susurro/ murmullo/ recitado en voz baja de parte de un Donahue con 58 años de edad y todavía ganas de andar probando trucos nuevos y esquivar el formato tradicional rockero como en aquellos inicios de los 90, ahora reemplazando la furia o necesidad de choque con la poesía meditabunda y volátil sustentada en toneladas de eco, sintetizadores, orquestaciones y bases rítmicas, saxofones y pianitos siempre enigmáticos.
Mood Swings, el comienzo del disco, está enmarcado en una trompeta de aires entre noctámbulos, confesionales y desérticos sobre una base jazzera fascinante, más cercana a lo onírico que a la bohemia, y los primeros versos recitados de parte de un Donahue que juega a ser poeta intuitivo del nuevo milenio, aquí especializado en esos “cambios de humor” que se parecen a un péndulo emocional y traen desde episodios infantiles/ adolescentes y recuerdos maternos, precisamente tracción a la progenitora cantando como un pájaro enjaulado, hasta tribulaciones en el día a día o un insomnio que a su vez se transforma en sinónimo de inquietud, ansiedad y automedicación. Ancient Love sigue la estela previa y ahora pasan a destacarse el piano y una colección de instrumentos de viento que enfatizan la sensación de ambient barroco efervescente que transmite Born Horses, hoy consagrado a mitologizar un cariño que le gana al avance del viento, el sol y la arena porque no sólo se describe como antiquísimo, verdadero, hermoso y sagrado sino también como inabarcable, cósmico y conformado por una unidad que en términos taxativos puede dividirse en dos, ese “tú y yo” que recorre el álbum y pasa a dominarlo al igual que la metáfora de las aves cantoras que le ganan al envejecimiento, la crueldad y el trasfondo más abrumador de la vida. Unas cuerdas aparatosas de impronta muy orquestal constituyen el mantra sobre el que gira Your Hammer, My Heart, tercera canción que asimismo deja que se luzcan el saxofón y una letra sobre una crisis romántica a mitad de camino entre la ironía inteligente y cierta tendencia kitsch o naif que siempre acompañó al grupo en su faceta dulce/ abstracta, todo reforzado por un remate de inclinación soulera con coros casi imperceptibles y sucesivas referencias a situaciones de conflicto utilizando al mundo del cine, un vals o el firmamento como escenarios. En Patterns termina de quedar de manifiesto el talento de Grasshopper y Donahue para la música envolvente que conduce a un estado de ensoñación al oyente, una movida fácil de diagramar y muy difícil de ejecutar porque el asunto arrastra la complejidad de un rompecabezas y habilita la tentación de caer en la vulgaridad seudo popera inflada o por el contrario, en el avant-garde inescuchable como aquel de los dos primeros discos con Baker, salvando la enorme distancia sonora y temporal, en este sentido los señores logran la proeza de no alienar al amante del rock y en la composición que nos ocupa incluir un insólito solo de guitarra, citar a Jackson Pollock e Ian Curtis de Joy Division y reflexionar sobre la ubicuidad de esos “patrones” del título, indicios de la naturaleza y su heterogeneidad en prácticamente todo lo que nos rodea o construimos.
La hermosa A Bird of No Address, además de profundizar en el motivo alado que recorre la placa con insistencia y seguridad, le permite al vocalista olvidarse en parte del recitado y volver a semi cantar en ocasión del track más parecido al promedio de Deserter’s Songs y All Is Dream dentro de Born Horses, una composición que bebe tanto del Muro de Sonido (Wall of Sound), del inconmensurable Phil Spector, como del último período de Pink Floyd bajo el control de David Gilmour, el correspondiente a The Division Bell (1994) y A Momentary Lapse of Reason (1987), de allí que Learning to Fly funcione como una lejana fuente de inspiración para A Bird of No Address y su fetiche con el divagar en las alturas, en esta oportunidad un sinónimo de no tener brújula/ dirección porque desde que ella se marchó -o quizás falleció, no sabemos a ciencia cierta- el narrador ha perdido el rumbo y apenas si puede invocar la ayuda de la Virgen María. Cercano al jazz y el ambient de aquel Angelo Badalamenti trabajando al servicio de David Lynch, Born Horses, la canción que intitula el disco, es una de las menos interesantes o más redundantes del lote en simultáneo a nivel musical, en esencia repitiendo lo hecho y sufriendo la inevitable comparación con el glorioso tema previo, y a escala de la letra en sí, cavilaciones de por medio acerca de la posibilidad o más bien el anhelo de haber nacido caballos en vez de seres humanos, planteo que le permite a Donahue disparar clichés líricos bucólicos vinculados a correr en libertad por la noche, dejarse iluminar por los relámpagos del horizonte y deambular descalzos y salvajes por unas praderas demasiado idealizadas para nuestros tiempos y sin mayor complejidad de fondo que las crines flotando en el viento. El umbral de calidad vuelve a subir en ocasión de Everything I Thought I Had Lost, una epopeya psicodélica ya más tétrica con un buen trabajo en piano y unos versos susurrados que calzan perfecto con el motivo fantasmal, en esencia una colección de “nombres, caras, mascotas y lugares” que se le aparecen al narrador gracias a una memoria atribulada que se contenta o automartiriza vagabundeando por la India, el Río Sena y esas nubes donde moran los espíritus y las almas gemelas de antaño, hoy desaparecidas entre garabatos de luz, viajes en tren y medio mundo de distancia. There’s Always Been a Bird in Me, el último track, quiebra el molde jazzero desde una base rítmica más agitada que oficia de mixtura de post punk, synth-pop, rock gótico y dark wave aunque sin renunciar al mantra dreampopero habitual y a una nueva letra que entroniza la identificación del cantante con los pájaros del cielo, aquí lamentablemente cayendo en un ridículo involuntario porque los versos son dignos de un estudiante de colegio secundario y la semblanza no se decide entre un manual de autoayuda tácito y el dejo santurrón, new age e hiper banal de Juan Salvador Gaviota (Jonathan Livingston Seagull, 1970), la novela corta del norteamericano Richard Bach.
Al momento de juzgar un disco tan bizarro como Born Horses se lo puede descartar como un experimento fallido o una jugada mucho más interesante en el plano conceptual que en los resultados concretos frente a nosotros, algo que además tiene que ver con la monotonía de la experiencia musical y cierto trasfondo siempre desparejo en cuanto a las letras de Donahue, señor que sinceramente puede pasar de versos maravillosos a otros bastante zafios, impostados u olvidables, o por el contrario se puede considerar al álbum en cuestión una anomalía placentera a condición de que nos dejemos llevar por una obra cuyas partes individuales son menos importantes que la suma del todo y su pretensión -en parte, exitosa- de sacar al oyente de la mundanidad cotidiana y conducirlo a esa bóveda celeste que tanto obsesiona a Mercury Rev desde el querido e irremplazable Deserter’s Songs, placa que supo encapsular toda la melancolía por venir aunque dejando de lado los recursos etéreos remanidos sobreutilizados y aferrándose, en cambio, a la instrumentación más prosaica o terrenal, una lección que definitivamente Grasshopper y Donahue nunca llegaron a comprender del todo ya que su producción artística posterior, desde All Is Dream hasta el presente Born Horses, apeló al facilismo de las orquestaciones, el eco new wave y los teclados pomposos para complementar una magia que siempre se redujo a las canciones en sí, el pop barroco -a la par esencialista y desnudo- de la obra maestra de 1998. La última placa, no obstante, rankea en punta como lo mejorcito que editaron desde el también lejano All Is Dream y si bien es cierto que A Bird of No Address pone en vergüenza al resto de las canciones, al igual que Secret for a Song hacía lo propio en la coyuntura de The Secret Migration o A Drop in Time sobresalía en el mismísimo All Is Dream, tampoco se puede negar que la consistencia/ coherencia en conjunto de Born Horses resulta un mínimo oasis en el páramo cultural de la intercambiabilidad y mediocridad del Siglo XXI, amén de una potencia discursiva de marco adictivo e ingrávido que el disco va desplegando a medida que se acumulan las escuchas con el transcurso del tiempo.
Born Horses, de Mercury Rev (2024)
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