Tal fue la popularidad del spaghetti western durante sus años de gloria, las décadas del 60 y 70, etapa previa a su progresivo ocaso a caballo de la eclosión del giallo, el poliziottesco y el cine erótico símil sexploitation, que generó tres vertientes principales que en conjunto superan por mucho a su inspiración directa, aquel western clásico fascistoide y racista de Estados Unidos, hablamos del spaghetti tradicional, ese que llevaba a la hipérbole todos los rasgos paradigmáticos del género, la lectura cómica propiamente dicha, vinculada a las aventuras y la picardía del típico buscavidas en pos de sobrevivir, y finalmente el “zapata western”, bautizado así por el revolucionario y eterno líder campesino Emiliano Zapata, específicamente una variante de izquierda explícita -dentro de un género como el spaghetti que ya incluía características socialistas, anarquistas e iconoclastas- que aglutinaba rasgos varios como un trasfondo de antiimperialismo yanqui, el discurso independentista asociado, la denuncia del apoyo del gobierno estadounidense a las fuerzas contrarrevolucionarias durante la Revolución Mexicana (1910-1920), el elogio de la sublevación comunal de los menesterosos, las alegorías colaterales para con el Mayo Francés de 1968 y especialmente la presencia de una dupla protagónica muy particular que solía incluir por un lado a un bandolero o revolucionario o forajido mexicano, léase el personaje que aportaba la chispa sardónica y popular, y por el otro lado a un profesional anglosajón de la guerra o la muerte o el dinero que hacía las veces de socio paradójico en esta pareja dispareja, en simultáneo un ataque a la soberbia caníbal del capitalismo yanqui y una ponderación por lo bajo de la ambigüedad moral de todos los hombres, incluso de los sicarios y cazarrecompensas. Los grandes exponentes del zapata western fueron Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971), una gesta de Sergio Leone, El Mercenario (Il Mercenario, 1968) y Vamos a Matar, Compañeros (1970), ambas de Sergio Corbucci, y la trilogía de Ajuste de Cuentas (La Resa dei Conti, 1967), Cara a Cara (Faccia a Faccia, 1967) y Corre, Cuchillo, Corre (Corri, Uomo, Corri, 1968), todas del muchas veces olvidado aunque muy valioso Sergio Sollima.
Ahora bien, tantos elogios históricamente recibió ¿Quién Sabe? aka Dios Perdona… ¡yo no! aka Una Bala para el General aka Yo soy la Revolución (1967), de Damiano Damiani, que en innumerables oportunidades se pasa por alto el hecho de que la realización que nos ocupa es en gran medida la responsable de popularizar los latiguillos del zapata western e incluso la obra maestra del formato, amén de una de las mejores epopeyas del western a secas y del cine en general: el film de Damiani, un especialista en poliziottesco que apenas si dirigió otro western, Un Genio, dos Compadres y un Pollo (Un Genio, due Compari, un Pollo, 1975), faena socarrona en sociedad con nada menos que Leone, es una joya que indaga con inteligencia en el latiguillo crucial del western político europeo, el conflicto -o equilibrio tambaleante- entre codicia pragmática/ maquiavélica y compromiso ideológico o bélico, de allí que las parejas protagónicas del spaghetti representen este disyuntiva o la sinteticen de modo contradictorio con ambas opciones en un solo personaje, esquizofrenia que siempre fue, es y será moneda corriente porque lo que hoy se defiende mañana puede transformarse en objeto de condena. La historia trascurre durante la Revolución Mexicana, período en el que una pandilla de traficantes de armas al servicio del sublevado General Elías (Jaime Fernández), uno de los tantos caudillos que se enfrentaron a la seguidilla de Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y Victoriano Huerta, roba un tren con un cargamento de fusiles Máuser, mata a todos los rurales que lo custodiaban y hasta acepta como flamante miembro a un norteamericano que se hace pasar por prisionero del ejército, Bill Tate (Lou Castel), apodado “Niño” por el mandamás de esta comitiva de forajidos entre socialistas y capitalistas, El Chuncho Muños (Gian Maria Volontè), el cual se vive enfrentando con los esbirros institucionales junto con su medio hermano, un cuasi sacerdote conocido como El Santo (Klaus Kinski), para acumular armas y después vendérselas a Elías, precisamente sin saber que Tate se sirve del grupillo para conocer el escondite revolucionario ya que es un mercenario contratado por las elites castrenses para asesinar al general con una bala de oro.
Gran parte del encanto del film radica en el análisis magistral de la ambivalencia humana, doctrinaria, profesional y amistosa que se mueve por detrás del extraordinario guión de Salvatore Laurani, futuro responsable del mega clásico por antonomasia de Damiani en el terreno del poliziottesco, Confesión de un Comisario a un Juez de Instrucción (Confessione di un Commissario di Polizia al Procuratore della Repubblica, 1971), y del legendario Franco Solinas, célebre por su ciclo de colaboraciones con Gillo Pontecorvo, aquel de El Gran Camino Azul (La Grande Strada Azzurra, 1957), Kapò (1960), La Batalla de Argelia (La Battaglia di Algeri, 1966) y Queimada (1969), sus trabajos con Costa-Gavras, Estado de Sitio (État de Siège, 1972) y Hanna K. (1983), y sus homólogos al servicio de Joseph Losey, El Asesinato de Trotsky (The Assassination of Trotsky, 1972) y El Otro Sr. Klein (Mr. Klein, 1976), pero también por diversas joyas en sintonía con Los Salvajes Inocentes (The Savage Innocents, 1960), opus de Nicholas Ray, Vanina Vanini (1961), de Roberto Rossellini, Salvatore Giuliano (1962), de Francesco Rosi, y Una Vida Violenta (Una Vita Violenta, 1962), de Paolo Heusch y Brunello Rondi, sin olvidarnos de sus otras incursiones en el campo del zapata western, las citadas Ajuste de Cuentas y El Mercenario más Tepepa (1969), obra de Giulio Petroni que junto con la sorprendente Requiescant (1967), de Carlo Lizzani, constituyen las rarezas centrales del western revolucionario. Utilizando como excusa la división en el seno de la pandilla con motivo del arribo al pueblo de San Miguel, donde Chuncho ayuda a su viejo amigo Raimundo (José Manuel Martín) a derrocar al mafioso latifundista local, Don Felipe (Andrea Checchi), el film contrapone las diferentes posturas involucradas, desde la pureza socialista/ idealista de El Santo y el pragmatismo codicioso del resto de la pandilla hasta la hipocresía típicamente anglosajona del Niño y la indecisión o cavilaciones del mismo Chuncho, simbolizadas en su frase titular de cabecera, “¿quién sabe?”, señor que sueña con robar una ametralladora, acepta la muerte pero no se resigna a facilitarle las cosas y construye una bizarra e ingenua amistad con el infiltrado.
Damiani administra con mano maestra las numerosas secuencias de acción, un preludio concreto a su fase empardada al poliziottesco, y le da chance a determinados secundarios para que puedan lucirse, como la esposa del cobarde Don Felipe, Rosario (Carla Gravina), hembra que resulta más valiente que su esposo aunque comparte esa estrategia estándar de defensa de desconocer la explotación de años y años en San Miguel a instancias de su parentela burguesa, o la pareja de Adelita (Martine Beswick) y Pepito (Guy Heron), dúo que pasa de constituir tácitamente un triángulo amoroso en potencia con Tate a dejarse convencer por el susodicho cuando los lleva a oponerse a un Chuncho que coquetea con la posibilidad de abandonar la vida de bandolero y mutar en caudillo revolucionario junto a los pueblerinos, quienes a su vez terminan masacrados por los rurales en función de su irresponsabilidad y egoísmo cuando los deja solos y se consagra a recuperar la mentada ametralladora, tesoro que encontraron en San Miguel y que su segundo en línea jerárquica, Pícaro (Joaquín Parra), robó impunemente. Por supuesto que resulta sublime el desempeño de Volontè y Kinski por un lado, ambos en plena etapa profesional marcada por un sinfín de spaghetti westerns, y Castel por el otro, intérprete sueco que venía de participar en joyas como El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), del gran Luchino Visconti, y Las Manos en los Bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965), de Marco Bellocchio, y pronto saltaría a Requiescant, con Pier Paolo Pasolini en un doble rol de actor y guionista, y Orgasmo (1969), clásico del suspenso libidinoso de Umberto Lenzi. Desde aquel estupendo comienzo, cuando Chuncho y los suyos crucifican en las vías al Capitán Enrique Sánchez Compoy (Rufino Inglés) para detener el tren, hasta el mítico desenlace, cuando el personaje de Volontè toma conciencia del racismo y el fariseísmo innatos del Niño y de modo visceral decide ejecutarlo mientras otro tren se lleva su cadáver, dejándole a un adolescente lustrabotas la recompensa en oro por el asesinato de Elías e instándolo a comprar dinamita en vez de pan, la película se abre camino como un monumento en favor de la lucha social real, esa violenta y paradójica…
¿Quién Sabe? (Italia, 1967)
Dirección: Damiano Damiani. Guión: Franco Solinas y Salvatore Laurani. Elenco: Gian Maria Volontè, Klaus Kinski, Lou Castel, Martine Beswick, Jaime Fernández, Andrea Checchi, Joaquín Parra, José Manuel Martín, Carla Gravina, Rufino Inglés. Producción: Bianco Manini. Duración: 118 minutos.