Justo como acontece con otras obras recientes de cineastas veteranos de los que siempre se espera mucho porque nos han regalado tantísimas alegrías a los cinéfilos a lo largo de las décadas, como por ejemplo Cerrar los Ojos (2023), del español Víctor Erice, u Hojas de Otoño (Kuolleet Lehdet, 2023), del realizador finlandés Aki Kaurismäki, la última película del inmenso Hayao Miyazaki, El Niño y la Garza (Kimitachi wa dô Ikiru ka, 2023), es en esencia un trabajo algo menor en el contexto de una carrera estupenda que termina siendo resignificado gracias al paupérrimo contexto cinematográfico de hoy en día, en donde la mediocridad es moneda corriente y hallar un par de propuestas culturales valiosas equivale a encontrar agua en el desierto, amén del hecho de que una vez más se ratifica un antiguo adagio del enclave artístico que parece nunca perder vigencia, eso de que una obra correcta firmada por un maestro de artesanos siempre termina sobrepasando al mejor intento de los miles de alumnos/ seguidores o quizás del asalariado promedio intercambiable tanto del indie como del mainstream más comercialoide e insípido. El film que nos ocupa funciona como el regreso a la dirección de largometrajes de un Miyazaki que se había autojubilado en términos profesionales después de la maravillosa Se Levanta el Viento (Kaze Tachinu, 2013), una faena que comparte con El Niño y la Garza distintos elementos autobiográficos y el objetivo de retratar la juventud de Hayao entre la paradoja modernista retrógrada de la etapa final del Imperio del Japón (1868-1947), no obstante luego de realizar para el Museo Ghibli un corto animado, Boro, la Oruga (Kemushi no Boro, 2018), decidió volver al ruedo y para ello se inspiró de manera muy lejana en ¿Cómo Vives? (Kimitachi wa dô Ikiru ka, 1937), novela de Genzaburô Yoshino que se centraba en la relación entre un muchacho de quince años, Junichi Honda alias Koperu, y su mentor en la vida, nada menos que su tío, señor que le brindaba múltiples consejos sobre cómo lidiar con el maltrato en el colegio y lo encaminaba de a poco hacia pruebas éticas que tienen mucho que ver con el ideario de la burguesía intelectual de izquierda de la sociedad nipona del momento, muy preocupada por promover el humanismo y relativizar aquel chauvinismo militarista del Imperio del Japón.
Toda la trayectoria de Miyazaki tranquilamente puede dividirse en dípticos que comparten diversas preocupaciones ideológicas y al mismo tiempo están orientados a una temática o perspectiva retórica en particular, de este modo El Niño y la Garza no sólo no acusa recibo de los diez años transcurridos desde Se Levanta el Viento, precisamente sintiéndose desde los primeros minutos como una secuela espiritual ya que aquella cubría la primera mitad del Siglo XX y este flamante opus hace lo propio con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), sino que también puede leerse como un complemento que retoma aquel pacifismo otoñal del film del 2013 con el objetivo de sustituir la manía profesional del protagonista Jirô Horikoshi (Hideaki Anno), la ingeniería aeronáutica, con el devenir familiar y las idas y vueltas en materia de amistades/ conocidos/ compañeros de Mahito Maki (Soma Santoki), protagonista excluyente del nuevo convite y un purrete que se queda sin su madre en la vertiente asiática del conflicto, esa Guerra del Pacífico (1941-1945) que no es más que una extensión de la Segunda Guerra Sino-Japonesa (1937-1945), conflagración en la que los nipones cometieron genocidio y una retahíla de crímenes de guerra en todos los territorios ocupados y especialmente en China, sede de carnicerías espantosas. Como decíamos con anterioridad, esta dupla melancólica -atravesada por un vigor sinceramente envidiable, lejos de todo planteo fatalista apresurado símil yanquilandia o Europa- de El Niño y la Garza y Se Levanta el Viento de parte de un Hayao con 83 años a cuestas viene de larga data y para ello conviene citar el surrealismo despampanante de El Viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) y El Increíble Castillo Vagabundo (Hauru no Ugoku Shiro, 2004), la épica barroca de Porco Rosso (Kurenai no Buta, 1992) y El Castillo en el Cielo (Tenkuu no Shiro Laputa, 1986), las alegorías ambientalistas de Mi Vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) y La Princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), esa bella candidez sui géneris de El Delivery de Kiki (Majo no Takkyûbin, 1989) y Ponyo y el Secreto de la Sirenita (Gake no ue no Ponyo, 2008) y el clasicismo de Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika, 1984) y El Castillo de Cagliostro (Rupan Sansei: Kariosutoro no Shiro, 1979).
El Mahito de la gran pantalla no tiene mucho que ver con el Junichi/ Koperu del libro de Yoshino aunque atraviesa un derrotero incluso más accidentado que adquiere los ribetes fantásticos esperables de Miyazaki, además de intercambiar al padre muerto de las páginas por la progenitora asesinada entre llamas por los bombardeos estadunidenses sobre Tokio, cuando estaba internada en un hospital: el padre del mocoso, Shoichi (Takuya Kimura), propietario de una fábrica dedicada a la fabricación de cabinas de aviones para el mentado “esfuerzo bélico”, no tiene mejor idea que casarse con la hermana de su esposa fallecida, Natsuko (Yoshino Kimura), enroque freudiano que le cae pésimo al joven porque la ninfa encima está embarazada y el trío opta por mudarse al caserón familiar de ella cuando vivir en Tokio resulta imposible por las masacres, así el nene se suma a los estudiantes de un colegio homologado a mano de obra agrícola infantil volcada a la guerra, donde los otros muchachos le buscan pelea por su trasfondo de burgués ricachón en tiempos de miseria y hambre, y ve a su madrastra como una mujer adorable pero poderosa que tiene la friolera de seis criadas a su servicio, todas unas ancianitas grotescas típicas del trazo caricaturesco del Hayao en modalidad irónica, entre las cuales está Kiriko (Kô Shibasaki), con quien Mahito ingresa en un mundo acuático una vez que la garza real parlante del título (Masaki Suda), un ser bizarro que esconde una criatura no voladora en su interior, le promete llevarlo hasta su madre, ahora transformada en una especie de hechicera que controla el fuego y lo utiliza para viajar, la campeona piroquinética Himi (Aimyon), una de las tantas anomalías con las que se cruza el protagonista en este universo de sutil ensueño, en suma controlado por el tío abuelo de Natsuko a lo Mago de Oz (Shohei Hino), desde pelicanos hambrientos que se alimentan de unas burbujas blancas llamadas Warawara, las cuales a su vez renacen en el mundo humano que todos conocemos, pasando por periquitos antropomórficos adeptos a la carne humana, gobernados por un monarca de pocas pulgas (Jun Kunimura), hasta llegar a la acepción joven y duplicada de Kiriko, pescadora experta de criaturas marinas, o la misma Himi, quien junto a la garza ayuda al niño a encontrar a la enferma y desaparecida Natsuko.
Producida por el socio de siempre de Miyazaki en el mítico Studio Ghibli, Toshio Suzuki, la propuesta fue en gran medida codirigida por Takeshi Honda, un profesional acreditado como director de animación y diseñador de personajes porque la edad avanzada del maestro le impide supervisar meticulosamente cada fotograma dibujado a mano, lo que en la praxis estética genera un film exquisito e imaginativo en línea con la sobriedad de Se Levanta el Viento más una lectura asimismo moderada/ ascética del frenesí más lúdico del pasado de Hayao, en consonancia con el sustrato adulto o bien maduro de estas indagaciones de fondo sobre las amistades imprevistas, el duelo, la metamorfosis de la parentela y la necesidad de adaptarse a nuevas realidades en la vida cotidiana y más allá, una existencia que siempre se encarga de sorprendernos con rasgos positivos y/ o negativos que parecen burlarse de esos preconceptos y previsiones de los que tanto se agarra el sujeto a la hora de construir su identidad y su relación con todo lo que lo rodea. El Niño y la Garza, en este sentido, como todo el cine del director y guionista japonés propone evitar el fundamentalismo y optar en cambio por un enfoque holístico que vea al todo natural, humano y planetario como una sumatoria de elementos complejos que niegan el maniqueísmo y la manipulación cínica y cosificante de la posmodernidad, por ello Miyazaki ayer, hoy y siempre explora el devenir de sus personajes esquivando las idioteces y reduccionismos conceptuales de Hollywood y se preocupa por dejar en claro que hasta los antagonistas tienen su propia historia de vida y que jamás debemos olvidar que detrás de todo indicio de fortaleza hay vulnerabilidad y viceversa. Miyazaki, el cual tuvo que abandonar Tokio con un progenitor que participó en la industria aeronáutica bélica, aquí fetichiza a lo femenino aguerrido como ha hecho en el pasado y recupera la figura de su madre internada en un hospital por tuberculosis vertebral, un detalle que convierte a su último film en el más autobiográfico de todos y sin duda el más cercano al cine japonés clásico de Kenji Mizoguchi, Yasujirô Ozu, Akira Kurosawa y Masaki Kobayashi, entre otros genios que también exploraron las dificultades de vivir en armonía en una sociedad capitalista violenta que tiende a la explotación y a la injusticia…
El Niño y la Garza (Kimitachi wa dô Ikiru ka, Japón, 2023)
Dirección y Guión: Hayao Miyazaki. Elenco: Soma Santoki, Masaki Suda, Kô Shibasaki, Aimyon, Yoshino Kimura, Jun Kunimura, Shohei Hino, Kaoru Kobayashi, Takuya Kimura, Karen Takizawa. Producción: Toshio Suzuki. Duración: 124 minutos.