Introducción, por Emiliano Fernández:
Puede que Werner Herzog sea más querido, Rainer Werner Fassbinder sea mucho más respetado y Volker Schlöndorff haya realizado tantas o más películas memorables, pero lo cierto es que Wim Wenders fue y es el más influyente a nivel de los directores y guionistas internacionales -sobre todo en el terreno del indie más lánguido- posteriores a aquellas figuras paradigmáticas del Nuevo Cine Alemán de la década del 70, ese que se despegó de lleno de las propuestas comerciales descartables de las décadas del 50 y 60 de la República Federal de Alemania para atacar la incomunicación comunal del período de posguerra, las barrabasadas cometidas por los nazis -vía los coletazos en el presente europeo- y sobre todo los claroscuros del llamado Milagro Económico Alemán, ese enorme repunte económico interno que sin embargo dejó en la marginación a diversos colectivos sociales que no cuadraban con los lineamientos institucionales de las autoridades detrás de la Economía Social de Mercado y su fetiche con beneficiar a los sectores industriales y empresariales, como por ejemplo la juventud, los inmigrantes y los criminales de cualquier tipo. Tomando el inconformismo y la cinefilia acérrima de la Nouvelle Vague de los 60, así como ésta había adoptado como propios al Neorrealismo Italiano de los 50 y a algunos directores del ámbito anglosajón o hollywoodense, los cineastas citados -y tantos otros que quedaron en mayor o menor medida en el olvido- repensaron los traumas recientes de la sociedad germana con el objetivo de ahuyentar los fantasmas en cuestión y renovar lo que era un marcado estancamiento cultural de un mainstream vernáculo con fórmulas vetustas, muchos cineastas históricos en el exilio y para colmo la competencia de la televisión de mediados del Siglo XX, con la merma de espectadores en salas que ello traía. Wenders fue quizás el más “afrancesado” del lote a nivel ideológico porque si bien por un lado abandonó todas las pavadas que solían disparar los galos en torno a retomar los engranajes del cine de género para luego terminar rodando obras ombliguistas autoconfesionales que de cine de género tenían poco y nada, por el otro lado sí recuperó la teoría del director como “autor” del film de turno y aquel amor apasionado por determinados realizadores del ecosistema artístico europeo y norteamericano, a los que volvería una y otra vez a lo largo de su carrera en forma de homenajes que van desde la cita estructural tácita y las dedicatorias hasta las colaboraciones detrás de cámaras y los cameos de los mismos cineastas admirados en las películas de Wenders. A modo de resumen de una trayectoria muy extensa y por demás variopinta, a continuación exploraremos las que consideramos las cinco mejores y más representativas propuestas del susodicho, las majestuosas Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), El Amigo Americano (Der Amerikanische Freund, 1977), París, Texas (1984), Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, 1987) y Buena Vista Social Club (1999), las cuatro primeras pertenecientes al enclave ficcional y el último opus a la rama documental de la carrera del señor. Duele bastante reconocerlo pero a posteriori el alemán experimentó un declive muy pronunciado del que sólo se salvarían en parte La Búsqueda (Don’t Come Knocking, 2005), su agridulce reencuentro con el guionista de París, Texas, Sam Shepard, Pina (2011), correcto documental en 3D sobre la famosa coreógrafa germana Philippine “Pina” Bausch, La Sal de la Tierra (The Salt of the Earth, 2014), prodigioso retrato en torno al fotógrafo brasilero Sebastião Salgado y sus múltiples viajes alrededor del globo, asimismo codirigido junto al hijo del anterior, Juliano Ribeiro Salgado, y The Soul of a Man (2003), el segundo y mejor episodio de la serie documental The Blues de siete capítulos en total para el Public Broadcasting Service de Estados Unidos, producida por Martin Scorsese, en este caso una faena narrada por Laurence Fishburne y centrada en tres de los blueseros favoritos de Wenders, Skip James, J. B. Lenoir y el inefable Blind Willie Johnson, cuya canción Dark Was the Night, Cold Was the Ground (1927) se convirtió en el leitmotiv de París, Texas de la mano de Ry Cooder. La liturgia de la contemplación, o el arte de observar detenidamente la crisis existencial de personajes absortos o cabizbajos, es una de las herramientas predilectas de un director y guionista capaz de un derrotero tan sorprendente y fluctuante como el de sus personajes en pantalla, seres para los cuales el ida y vuelta vulgar puede transformarse en símbolo de un éxtasis silente o por el contrario, en sinónimo de una angustia que todo lo consume y nos pierde como un ratón en un laberinto.
Índice:
Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), por Martín Chiavarino:
Al igual que sus compatriotas Werner Herzog y Rainer Werner Fassbinder, la cinematografía del realizador alemán Wim Wenders siempre se destacó por su humanismo, característica que compartieron todos los directores del Nuevo Cine Alemán. Si este humanismo tuvo una versión más extrema en el caso de Fassbinder y más descarnada en Herzog, el de Wenders fue más sosegado y hasta cálido en su mirada del hombre y la mujer vía su existencia fuera de la rutina, incluso más sofisticado en su cinefilia, que remitía a una estética similar a la de la Nouvelle Vague, un realismo verosímil que cuadraba con el templado carácter alemán e influenciará a directores como Jim Jarmusch en muchos sentidos. Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), uno de los mejores exponentes de este Nuevo Cine Alemán, es la primera película de la Trilogía de las Road Movies, films de carretera, de Wim Wenders, conjunto que marcará un punto de inflexión en su trabajo y constituirá el inicio de una gran carrera con un estilo muy marcado que tendrá momentos muy altos en obras como El Estado de las Cosas (Der Stand der Dinge, 1982), París, Texas (1984) y Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, 1987). La película implica un diálogo con un libro del polémico escritor austríaco Peter Handke, Carta Breve para un Largo Adiós (Der Kurze Brief zum Langen Abschied, 1972), una de las novelas más íntimas del autor, que a su vez remite a un film del realizador norteamericano John Ford, El Joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939). La película nace de la necesidad de Wenders de superar el fracaso de la adaptación de La Letra Escarlata (Der Scharlachrote Buchstabe, 1973), film basado en la novela del escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne, y encontrar una voz. Escrita por el propio Wim Wenders en colaboración con Veith von Fürstenberg, Alicia en las Ciudades narra el inesperado viaje de un periodista alemán, Philip Winter (Rüdiger Vogler), y una niña, Alice van Damm (Yella Rottländer), por el mundo para encontrar a la abuela de la pequeña después de que su madre la abandone con el psicológicamente agotado cronista en un hotel para reunirse con su última pareja. Previamente a este acontecimiento Philip inicia una relación de una noche con la madre de Alicia, Lisa (Lisa Kreuzer), tras un extenso viaje por Estados Unidos desde Carolina del Norte hasta Nueva York para realizar una nota sobre los paisajes norteamericanos. Ambos se conocen casualmente en una agencia de viajes cuando intentan conseguir un vuelo de regreso a Alemania desde Nueva York, una odisea debido a una huelga de controladores de vuelo en el país de destino, por lo que Philip ayuda a Lisa, que no habla inglés, a comprar un pasaje aéreo con destino a Ámsterdam para regresar desde allí a Alemania por alguna vía terrestre. Tras una noche juntos Lisa se reúne con su anterior pareja y le deja a Philip una nota donde le solicita que cuide a su hija Alicia durante su ausencia, pero tras una infructuosa espera en el aeropuerto de Ámsterdam por una madre que no se presenta y debido a la negativa de Alicia de esperar a su progenitora en el aeropuerto, ambos deciden emprender un viaje por la República Federal de Alemania para buscar a la abuela de la niña. Así ambos viajan en auto y tren hasta la ciudad de Wuppertal, conocida por su monorriel, y posteriormente por las carreteras y las ciudades de la cuenca del Ruhr en una odisea moderna donde ambos aprenderán a convivir y descubrirán una nueva forma de ver el mundo bajo la mirada del otro. El viaje por Estados Unidos ha dejado exhausto a Philip, un periodista abrumado y abatido por la cultura chatarra estadounidense y la falta de un sentido de un país con muchas caras. A partir de su cámara polaroid Philip intenta descubrir qué es lo que la realidad esconde y si ésta puede realmente ser retratada por las imágenes dado que las palabras para describir los paisajes norteamericanos le son esquivas. Philip intenta descubrir el alma de los Estados Unidos a través de estas imágenes colocándolas juntas, visitando sus lugares más representativos, hoteles de carretera, cafeterías y estaciones de servicio, interactuando con su gente en situaciones típicas de la cultura en movimiento, pero sólo descubre una distancia abismal entre él y el país que intenta desentrañar. Las fotografías son postales de lugares vacíos, del inicio de una crisis que cambiará aún más los paisajes desoladores, pero la niña con toda su inocencia le ayudará a dar sentido a las vivencias durante la travesía por las tierras teutonas. Alicia en las Ciudades es en todo sentido una película icónica, dado que se basa en estampas fuertes de la cultura norteamericana como el dólar, el béisbol o la televisión, y tiene múltiples referencias al mundo de las imágenes como las fotografías polaroid o las alusiones cinematográficas. También hay un posicionamiento de la cámara muy marcado que busca captar la peculiaridad de las ciudades a partir de sus emblemas, los aeropuertos, las carreteras, el monorriel y los tipos de casas, asimismo la elección del blanco y negro no es azarosa e implica una intencionalidad de marcar los contrastes, de recuperar la imagen en su dimensión de oposición entre luz y sombra. La fotografía aquí no solo representa algo icónico sino que tiene que ver también con la relación humana con lo palpable, con la posibilidad de asir la realidad, apropiársela. Pero también implica una forma de vivir la vida a partir de la imagen, ya sea fotográfica o cinematográfica, un juego entre el cine, la fotografía y la vida que Wenders desarrolla en toda su filmografía. Así como la fotografía denota que lo real existe la televisión norteamericana connota que todo es una mercancía, que todo tiene un valor monetario, cuestión que Philip, un típico periodista siempre en bancarrota, aborrece. En esta cándida relación de un hombre que busca reencontrar el sentido de su vida y una simpática niña perdida entre muchas ciudades, la extraordinaria música minimalista -inspirada en el acervo japonés de guitarras bucólicas- de la banda alemana de krautrock Can le agrega autenticidad a un film sobre la búsqueda interior a partir de las relaciones con la persona más impensada. El rock, una de las cuestiones que marcaron a la cultura alemana de la época, aparece retratado en un concierto de Chuck Berry al que el periodista asiste en Alemania. En la película el legendario músico interpreta uno de sus clásicos absolutos, la canción Memphis, Tennessee (1959), imágenes a su vez tomadas del documental Sweet Toronto (1971), de D.A. Pennebaker, debido a los problemas para negociar los derechos de un concierto que Berry ofreció en Frankfurt y que Wenders intentó utilizar previamente. El rock representa una unión entre Estados Unidos y Alemania, un punto de contacto sobre el cual crear una relación que parece lejana pero tiene sus excepciones, como por ejemplo la distinción de Nueva York como una ciudad diferente del resto del entramado norteamericano, más cosmopolita e interesante en su caos urbano. Alicia en las Ciudades es claramente un film de viaje, de autodescubrimiento a partir de relaciones casuales, de abandonarse a las sorpresas de la vida, de emprender periplos sin un destino. Despegues, aterrizajes, viajes en avión, barco, tren y auto son algunos de los medios que tienen los personajes para encontrarse a sí mismos en esta inusual película de carretera que homenajea a John Ford a un año de su muerte como una celebración del cine en blanco y negro, de la imagen que cautiva y de las relaciones que nunca se olvidan. Alicia en las Ciudades tiene muchas reminiscencias de Yasujirô Ozu, el gran director japonés sobre el que Wenders más tarde realizaría un extraordinario documental, Tokio-Ga (1985), como por ejemplo los planos fijos o el estilo suave de las transiciones entre las escenas. La química entre los personajes protagónicos, los gestos y las miraras son algunas de las características que hacen de Alicia en las Ciudades un film de aprendizaje absolutamente inolvidable. Con actuaciones memorables de Rüdiger Vogler, Yella Rottländer y Lisa Kreuzer, y una fotografía profunda y meticulosa de Robby Müller, el film crea una atmósfera de descubrimiento de un mundo nuevo que se abre a partir de la comparación y el viaje. Alicia en las Ciudades contiene escenas muy trabajadas, sobrias y frontales, como el comienzo con Philip contemplado un paisaje marítimo y cantando Under the Boardwalk (1964), de The Drifters, mientras un avión se aleja o el desenlace con ambos personajes en camino a su destino, la separación final, la culminación del viaje bajo la noticia de que John Ford ha fallecido. La película se basa en dos dicotomías que seguirán presentes en toda la filmografía del realizador alemán, la que tiene como eje la distancia y las diferencias entre el mundo adulto y el mundo infantil y la que distingue la idiosincrasia alemana de la norteamericana, cuestión que tendrá su apogeo en films posteriores pero que tiene aquí su introducción. En este sentido la película puede ser leída como un manifiesto o un prólogo a las indagaciones cinematográficas que el realizador apuntalará en sus siguientes films. Ciertamente en el Nuevo Cine Alemán Wim Wenders fue el director que más indagó en la tensa relación de mutua desconfianza entre Alemania y Estados Unidos, lugar de sueños y pesadillas para un país que buscaba con quien compararse, con quien medirse. En Alicia en las Ciudades los televisores pagos con monedas en las sillas de los aeropuertos y el sonido del órgano de los partidos de béisbol son algunos de los detalles que Wenders encuentra para establecer su hastío aunque también su asombro ante ciudades como Nueva York. La muerte de John Ford y su obituario en el periódico es otro metamensaje de Wenders sobre la muerte del cine clásico y el nacimiento de otro cine. En este sentido Alicia en las Ciudades en un retrato de las posibilidades de la imagen, la necesidad de crear un nuevo cine de autor sin la carga del cine clásico o al revés, con toda su carga como punto de despegue para una nueva etapa. La película es también un reinicio de la carrera de Wenders, una nueva conexión con el séptimo arte desde un lugar más íntimo, más personal, forma de relacionarse que trabaja durante todo el opus y que tendrá una gran marca en su obra posterior.
Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, República Federal de Alemania, 1974)
Dirección: Wim Wenders. Guión: Wim Wenders y Veith von Fürstenberg. Elenco: Rüdiger Vogler, Yella Rottländer, Lisa Kreuzer, Edda Köchl, Ernest Boehm, Sam Presti, Lois Moran, Didi Petrikat, Hans Hirschmüller, Sibylle Baier. Producción: Wim Wenders y Joachim von Mengershausen. Duración: 110 minutos.
El Amigo Americano (Der Amerikanische Freund, 1977), por Emiliano Fernández:
Antes de que consiguiese cierto reconocimiento internacional con su llamada Trilogía de las Road Movies, compuesta por Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), Falso Movimiento (Falsche Bewegung, 1975) y En el Curso del Tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), Wim Wenders había encarado un mínimo y claro intento en el enclave del cine de género en ocasión de algunos aspectos de El Miedo del Arquero ante el Tiro Penal (Die Angst des Tormanns beim Elfmeter, 1972), a su vez sin duda alguna la mejor de sus películas iniciales porque sinceramente tanto Verano en la Ciudad (Summer in the City, 1971) como La Letra Escarlata (Der Scharlachrote Buchstabe, 1973) constituyeron opus bastante fallidos. Ahora bien, El Amigo Americano (Der Amerikanische Freund, 1977) no sólo fue la película que lo terminó de hacer famoso como cineasta y aquella que inauguró su mote de “autor global”, capaz de rodar en diferentes regiones del planeta y con financiamiento y elencos de lo más diversos, sino que también constituyó la mejor utilización a la fecha de las herramientas expresivas de la fotografía a color, ya dejando de lado su fetiche con el blanco y negro de sus mejores trabajos del pasado inmediato, y el primer verdadero intento de acoplarse a la dinámica retórica bien rígida del suspenso y en especial el film noir, algo que se entiende por el amor del alemán hacia las novelas de la por entonces legendaria Patricia Highsmith, de quien de hecho deseaba adaptar para la gran pantalla El Temblor de la Falsificación (The Tremor of Forgery, 1969) o El Grito de la Lechuza (The Cry of the Owl, 1962), teniendo que conformarse en última instancia -y por una cuestión de derechos ya vendidos- con la flamante El Juego de Ripley (Ripley’s Game, 1974), libro que le ofreció la propia escritora al realizador y guionista tiempo atrás. La pequeña obra maestra del extrañamiento narrativo que construyó Wenders no tiene mucho que ver con las encarnaciones previas o futuras más célebres del tremendo Tom Ripley, el embaucador y camaleón por antonomasia del universo literario de la genial Highsmith, hablamos por supuesto de A Pleno Sol (Plein Soleil, 1960), de René Clément, y El Talentoso Sr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1999), de Anthony Minghella, y ello se debe en simultáneo al carácter apesadumbrado/ bizarro/ algo demencial del germano y a su sutil e insistente ineptitud a la hora de consagrarse en serio a apuntalar algo de coherencia, el Santo Grial en los relatos intrincados que responden a arcanos y objetivos criminales. Dicho de otro modo, uno como espectador percibe que en el trajín del film Wenders hace todo lo que puede para renunciar a sus marcas registradas de siempre, léase la angustia existencial, la dinámica de las aventuras y ese típico ritmo narrativo apaciguado y/ o contemplativo, no obstante su tragicómico fracaso deriva en una experiencia cinematográfica de lo más fascinante porque el señor parece tomar conciencia de la derrota y en función de ello incorpora elementos semi surrealistas, algunos chispazos de autoparodia, diálogos improvisados y una edición plagada de elipsis e impostaciones dramáticas varias que hacen realmente difícil la “interpretación” de lo que sucede si no se conoce previamente el libro de la norteamericana, nada menos que el tercero de la saga de cinco novelas centradas en Ripley, posterior a El Talentoso Sr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1955) y Ripley Bajo Tierra (Ripley Under Ground, 1970) y anterior a El Muchacho que Siguió a Ripley (The Boy Who Followed Ripley, 1980) y Ripley en Peligro (Ripley Under Water, 1991), el cierre de la retahíla literaria. El realizador, sin siquiera tener los derechos, construye una especie de prólogo basado más o menos lejanamente en Ripley Bajo Tierra, con el artesano del engaño y de las máscaras comunales ahora en la piel de Dennis Hopper, viviendo en Hamburgo y dedicándose a falsificar cuadros de un pintor ya fallecido, Derwatt, de la mano de un encargado avejentado de generar nuevos lienzos para la venta (Nicholas Ray), esquema que implica situar a otro cómplice en la subasta de turno para inflar el precio todo lo posible. En uno de estos remates públicos un enmarcador y otrora restaurador de mediana edad, Jonathan Zimmermann (Bruno Ganz), deduce que la pintura ofrecida es falsa porque los azules del cuadro no son los mismos de otros trabajos pictóricos de Derwatt, para colmo cuando Tom pretende saludarlo con un apretón de manos el susodicho lo ningunea porque de por sí desprecia a aquellos que compran y venden pinturas como inversión. Ese simple gesto motiva al orgulloso Ripley a amargarle la vida a Zimmermann ya que, a sabiendas de que sufre de una ignota “enfermedad hematológica” que parece ser leucemia, lo propone como sicario alternativo ante Raoul Minot (Gérard Blain), un sujeto misterioso que se presenta ante Tom para cobrar viejas deudas exigiéndole que mate a una persona, lo que deriva en negativa y la posibilidad de manipular a Jonathan para que cometa el asesinato en base a su desesperanza y el hecho de tener una familia que mantener, su esposa Marianne (Lisa Kreuzer) y su hijo pequeño Daniel (Andreas Dedecke). Minot y Ripley primero difunden rumores acerca del empeoramiento de la condición de Zimmermann y luego falsifican unos informes médicos a partir de unos estudios en París, detalles que lo llevan a matar de un disparo en el Metro de la capital francesa a un hombre del que no conoce absolutamente nada y que es señalado por un cómplice de los anteriores, Rodolphe (Lou Castel), pero como luego le entregan menos de la mitad de los 250.000 marcos pautados con anterioridad se ve envuelto en un segundo homicidio, ahora de un sujeto de una aparente facción mafiosa rival a la de la víctima anterior e identificado por el propio Minot en una estación de tren de Múnich, sin embargo cuando las cosas se ponen complicadas con el blanco a bordo del tren de repente se aparece Tom, quien ya había estado en el atelier de Jonathan por un trabajo de enmarcado, y así ayuda al hombre a cargarse al gangster y a uno de sus guardaespaldas, el primero ahorcado con una cuerda de acero cual garrote y ambos arrojados sin más desde el convoy ferroviario en movimiento. A pesar de que la película está repleta de directores en los papales correspondientes a los facinerosos (además de los citados Hopper, Ray y Blain, también desfilan Peter Lilienthal, Daniel Schmid, Jean Eustache y sobre todo el eterno Samuel Fuller como el líder del bando norteamericano), en realidad ninguno de los colegas en pantalla de Wenders puede ser señalado como la principal fuente de inspiración de la faena ya que todo el planteo retórico tiene mucho más que ver con la trayectoria de Alfred Hitchcock, quien incluso fue uno de los primeros en adaptar a Highsmith en su recordada Extraños en un Tren (Strangers on a Train, 1951), y esto el alemán lo sabe perfectamente al extremo de construir dos secuencias magistrales en lo que a las reglamentarias muertes se refiere, la del metro y la del tren, no tanto centrándose en el virtuosismo técnico de -por ejemplo- Brian De Palma, Claude Chabrol, Roman Polanski o M. Night Shyamalan, otros admiradores del cineasta británico, sino pretendiendo capturar aquel nerviosismo paradigmático de los thrillers de amenazas, confusiones y mucho control maquiavélico en consonancia con una persecución solapada, la mundanidad citadina, los imprevistos, las propias dudas del caso y el momento cúlmine en sí, los asesinatos en concreto, aquí construidos con la invaluable asistencia del director de fotografía Robby Müller, responsable de muchos clásicos del indie de las décadas del 80 y 90, y del compositor Jürgen Knieper, otro colaborador asiduo de Wenders y en esta oportunidad reproduciendo al pie de la letra los latiguillos del querido Bernard Herrmann en materia de las cuerdas para los momentos de tensión y demás. Las adorables torpeza e ineficacia del germano en prácticamente todos los otros rubros del relato, en especial en lo que atañe a amalgamar las secuencias a través de diálogos y situaciones más o menos inteligibles o sensatas que desarrollen lo que ocurre, asimismo están compensadas por la presencia magnética de un Hopper que “hace lo suyo”, léase improvisar lunáticamente a partir del guión bien laxo de Wenders, y que consigue contagiar de manera paulatina al pobre adalid de Ganz, el cual además del envilecimiento moral/ ético de turno termina preso de los propios delirios emocionales del Ripley de Hopper, más que una simple figura mefistofélica dentro de un marco faustiano un verdadero ser humano en trayecto hacia la locura y proclive a apiadarse de Zimmermann por la angustia intrínseca más poética, por una atracción homoerótica tácita y por el arrepentimiento o culpa en eso de haberlo llevado al descalabro existencial a raíz de una pasajera falta de respeto en una subasta de una galería de arte. En este sentido la siempre polémica media hora final del metraje simboliza de manera perfecta el extrañamiento general al que nos referíamos al inicio en función de la perspectiva y el tratamiento freak del alemán sobre los resortes de los géneros duros, a lo que se agrega una robusta exacerbación de esta faceta enajenada de la historia una vez que Wenders pretende ofrecer su versión particular de los acontecimientos del último acto de la novela de Highsmith y de la extraña amistad que une a los dos varones: mediante escenas cada vez más surrealistas, mordaces, crípticas, melancólicas y profundamente elípticas somos testigos de la confesión de Tom a Jonathan acerca de su rol de “entregador” de Zimmermann a Minot, la casi etérea arremetida de los mafiosos en pos de venganza -una vez que secuestran y torturan al franchute, el intermediario por antonomasia del gremio criminal europeo, un experto en hacer pelear a las facciones cual operador político para luego sacar rédito- y la posterior eliminación de los cadáveres resultantes, todos a bordo de esa insólita ambulancia que utilizaban de tapadera los malhechores y que es conducida por Tom hasta una playa y luego prendida fuego, donde lo abandonan su flamante cofrade Jonathan y la metiche de su esposa, Marianne, quien a su vez deja solo a su marido cuando de golpe fallece a bordo de su mítico Volkswagen Beetle naranja. La música preexistente, complemento de la pasión cinéfila y otro de los ejes fundamentales del errático discurrir de Wenders en lo referido a la inspiración, algo que por cierto influiría muchísimo en Jim Jarmusch, con quien colaboró en la banda sonora de El Estado de las Cosas (Der Stand der Dinge, 1982), también es crucial en El Amigo Americano ya que el personaje de Ganz canta Too Much on My Mind (1966), de The Kinks, y Drive My Car (1965), de The Beatles, y su homólogo de Hopper hace lo propio con dos también estupendas canciones de Bob Dylan, One More Cup of Coffee (1976) y I Pity the Poor Immigrant (1967), entre otras del ámbito del rock que aparecen filtradas con cuentagotas durante el derrotero. Luego de su siguiente largometraje, el documental Relámpago sobre el Agua (Lightning Over Water, 1980) en torno al período final de la carrera y la existencia de Nicholas Ray, el realizador intentaría duplicar su proeza en el terreno del suspenso y el neo policial negro en ocasión de su hiper accidentado debut hollywoodense, la muy estrafalaria Hammett (1982), sin embargo las convicciones de antaño y el amor alucinante/ alucinado por el género habían desaparecido debido a los enfrentamientos interminables entre Wenders, el productor Francis Ford Coppola y el estudio en cuestión, Orion Pictures, dejándonos con el film que nos ocupa en tanto experimento inigualable -y de lo más paradójico y único- alrededor de los engranajes sociales de la manipulación, la asfixia anímica y la misma hegemonía psicológica de un sector concentrado del macro poder económico que se sirve de la paupérrima capacidad de respuesta o defensa de los mortales del vulgo, aquí encarnados en un Jonathan en camino hacia una destrucción condicionada -entre abstracta y prosaica- que lo deja a merced de titiriteros en las sombras como Ripley y Minot, suerte de nodos dentro de un entramado mucho más vasto que los supera y del que nadie conoce sus límites en el mejunje social.
El Amigo Americano (Der Amerikanische Freund, República Federal de Alemania/ Francia, 1977)
Dirección y Guión: Wim Wenders. Elenco: Dennis Hopper, Bruno Ganz, Lisa Kreuzer, Gérard Blain, Nicholas Ray, Samuel Fuller, Peter Lilienthal, Daniel Schmid, Jean Eustache, Lou Castel. Producción: Wim Wenders y Joachim von Mengershausen. Duración: 128 minutos.
París, Texas (1984), por Emiliano Fernández:
Muchas veces al analizar el cine de Wim Wenders se suele decir que sus mejores películas se corresponden al período inicial de su carrera en el que disponía de poco y nada en materia de recursos para filmar y París, Texas (1984) es un ejemplo paradigmático de ello, ya que literalmente la propuesta está rodada desde un minimalismo absoluto -tanto presupuestario como formal consciente- y aún así consigue abrirse paso hasta el punto de transformarse en la mejor epopeya rutera de la carrera del alemán, en una obra maestra inconmensurable de la desnudez emocional y en una de las mejores películas de la década del 80 en su conjunto, por lejos. Entre las comarcas genéricas del western, el drama familiar y esas road movies que Wenders ya había trabajado en ocasión de Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), Falso Movimiento (Falsche Bewegung, 1975) y En el Curso del Tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), el film ofrece una imagen algo mucho desoladora de los Estados Unidos de la profundidad agreste de la mano de carteles de neón por doquier, planicies desérticas, autopistas y carreteras interminables, hoteles de mala muerte, tendidos férreos semi abandonados, mucho consumismo baladí, enormes espacios vacíos entre las construcciones, los automóviles mediando cualquier desplazamiento espacial, el pavimento perturbando lo natural primigenio, publicidades gigantescas y para nada sutiles, graffitis aislados en las paredes cual arte callejero en medio de la uniformidad edilicia, algún que otro loco que predica en la soledad de un puente peatonal (Tom Farrell) y finalmente esos aviones comerciales que surcan lo alto del cielo como colosos del mercado que le ganan por mucho a los tristes vehículos terrestres. El guión, escrito por Sam Shepard con aportes varios de L.M. Kit Carson y el propio realizador, se centra en Travis Henderson (Harry Dean Stanton), un hombre menesteroso que está vagando por el páramo texano en un estado psíquico que se ubica en la frontera entre la fuga disociativa y lo catatónico lúcido, quien ingresa a un barsucho perdido, mastica algo de hielo y se desvanece de golpe. El protagonista, sin emitir ni una palabra en ningún momento, va a parar al consultorio del Doctor Ulmer (Bernhard Wicki), un chanta de Terlingua que llama de inmediato a un número de teléfono que encuentra entre las posesiones del paciente y que resulta ser del hermano, Walt Henderson (Dean Stockwell), el cual encabeza una próspera empresa de gigantografías publicitarias y está casado con la inmigrante francesa Anne (Aurore Clément), una bella mujer que junto a su marido se hicieron cargo del hijo de siete años de Travis, Hunter (Hunter Carson), cuando la madre del nene, Jane (Nastassja Kinski), lo abandonó cuatro años atrás porque su esposo, a su vez, los había dejado solos a ambos para marcharse de repente. Walt viaja en avión desde su hogar en Los Ángeles y al llegar no sólo descubre que Travis se fue del consultorio de turno sino que además debe pagar una “recompensa” para recuperar las posesiones de su hermano, a quien localiza minutos después -una vez más- recorriendo muy alienado el desierto. Luego de lograr que el hombre se bañe, se afeite y se ponga ropa y calzado nuevos, y hasta de conseguir que empiece a hablar empezando por “París”, referencia a un pueblito de Texas en el que compró una parcela de tierra y todavía no construyó nada en ella, Walt pretende un viaje raudo en avión de vuelta a California pero el periplo resulta imposible por el miedo que despierta en Travis, por lo que encaran el derrotero de dos días en el mismo automóvil alquilado que venían usando, uno que tiene una generosa abolladura en el capó. Al llegar a Los Ángeles descubrimos que los Henderson viven en una casita muy linda en lo alto de una colina pero están muy cerca del aeropuerto, con lo que ello implica en lo referido a los ruidos de las turbinas de los aviones, y la han adquirido vía una compra con hipoteca con altos intereses, todo en función de la noción de una familia ya constituida con el pequeño Hunter creyendo que sus tíos son sus padres, sin embargo Walt y Anne luego le comunican la verdad al purrete a partir de la reaparición de Travis. En el hogar en sí la cosa empieza de un modo, con el niño mostrándose distante hacia su progenitor y el matrimonio adoptivo amoroso, y paulatinamente el asunto se invierte, ahora con el nene aceptando e identificándose con el recién llegado y Anne sobre todo viendo amenazado el ideal de parentela perfecta burguesa que había construido para ella y su marido desde el abandono del chico en su puerta, precisamente por ello le tira una “bomba psicológica” a Travis, quien se rehúsa a hablar de los motivos de su alejamiento y la evidente destrucción de la familia que armó con Jane, acerca de las llamadas telefónicas espaciadas de la mujer preguntando por Hunter, esas que cesaron por completo hace un año a posteriori de que Jane le pidiese a Anne abrir una cuenta bancaria para el muchachito. Decidido a encauzar el reencuentro entre Hunter y su madre biológica, principalmente debido a que se siente culpable desde el vamos de la separación entre ambos, Travis encara el viaje en cuestión con el único dato que le pasó Anne a partir de los depósitos bancarios, todos originados el día cinco de cada mes desde una sucursal de Houston, Texas, sobre la que los dos varones montan vigilancia -ayudados por unos walkie talkie que compraron- hasta que identifican a la mujer, siguiéndola luego con la destartalada pickup que adquirió Travis, una Ford Ranchero modelo 1958, hasta la entrada trasera de un peep show donde trabaja de stripper en cabinas individuales con vidrios espejados y altavoces para las féminas y cristales transparentes y un teléfono para los hombres. La película no se anda con muchas vueltas en eso de poner en primer plano a las múltiples connotaciones que dispara su título en tanto entramado de diversas capas discursivas: en primer término apunta a unificar de lleno Europa y Estados Unidos porque precisamente el equipo técnico y artístico es mixto y la faena remite a una mirada europea, muy lánguida y contemplativa, de la vastedad geográfica yanqui aunque sin las diferencias culturales que experimentaban los protagonistas de -por ejemplo- Alicia en las Ciudades a lo largo de su aventura transnacional, más que clara inspiración para la estructura retórica de la segunda parte de París, Texas en lo que atañe a un adulto y un infante en busca de una mujer perdida, antes la madre y la abuela de la nena de aquella, Alice van Damm (Yella Rottländer), y ahora la progenitora de Hunter; en segundo lugar el título hace referencia en simultáneo a la misma concepción de Travis y al origen de la “maldición” familiar, ya que según la madre del desaparecido por cuatro años es allí donde ella y su padre hicieron el amor por primera vez, lo que motiva que piense que su génesis está en el lugar, y porque su padre utilizaba el chiste de decirle a todo el mundo que ella era de París, generando una confusión con la capital francesa para luego aclarar que se refería al pueblito homónimo de Texas, comentario gracioso que con el tiempo se transformó en un emblema del deterioro psíquico del susodicho porque el padre de Travis no dejaba de repetir compulsivamente el chiste frente a cualquier extraño al punto de avergonzar a su esposa y su propio hijo, un acercamiento a la locura que en parte se reproduce en Travis y en todo ese episodio añejo que resurge vía las conversaciones entre él y Jane en el peep show, cuando efectivamente se nos revela que del alcoholismo y los celos patológicos del hombre hacia la muchacha, visiblemente menor que su pareja, pasaron a la depresión postparto de ella y el anhelo de abandonar a Hunter y Travis porque se sentía ya vacía por dentro, detonando todo de modo definitivo cuando el hombre comienza a atarla en la casa para evitar que huya y así el asunto deriva en un incendio accidental, en la desaparición del niño y la mujer y finalmente en el abandono del purrete en la morada de los tíos cuando el hombre también se esfuma para “enterrar” el pasado doloroso renunciando al contacto con los otros seres humanos y perdiéndose entre Texas y México por cuatro años; y finalmente el título asimismo puede ser interpretado cual alegoría de una esperanza melancólica de reconstrucción del clan a través de lo que durante gran parte del metraje parece ser el sueño de Travis de retomar el vínculo con Jane y Hunter y edificar una casa en esa parcela de tierra en París, Texas, planteo utópico al que renuncia en el desenlace, cuando simplemente le devuelve el hijo de ambos a Jane y de inmediato se marcha a sabiendas de que las cicatrices de lo vivido y sufrido no se borran jamás y la angustia de estar frente a la mujer no desaparecerá en el corto ni en el mediano plazo, redondeando de sopetón un remate narrativo que esquiva de manera monumental lo que podría haber sido un “final feliz” hollywoodense en el que el inefable deus ex machina del mainstream norteamericano interviniese para salvar las papas y volver a unir a los personajes, a pesar de que en nuestra praxis cotidiana ello nunca podría ocurrir y en un idéntico periplo existencial todo de seguro se asemejaría a los minutos finales del opus de Wenders (esta doble idea de fondo, bien arraigada en la realidad, de que el abuso doméstico no se perdona y el suplicio en pareja deja una impresión mucho más fuerte que los instantes de felicidad, esos que también existieron en la fase inicial del amor mutuo, extiende en parte su influencia hacia la otra orilla del linaje Henderson, hablamos de Walt y Anne, un matrimonio burgués reluciente/ civilizado que en cualquier epopeya romántica hollywoodense similar acompañaría -en calidad de “tutores” conceptuales- al semi enajenado Travis y al pequeño Hunter en su búsqueda de la fémina ausente, la más importante en la vida de los varones por ser la compañera monogámica/ primer modelo de mujer, la esposa/ madre, sin embargo aquí los tíos del niño quedan completamente en segundo plano en el desarrollo narrativo porque la reintroducción en la ecuación familiar del padre real elimina sus ansias de adoptar o fagocitar o “robar” al muchacho de sus verdaderos padres, objetivo que flota claramente en el aire cuando Anne le cuenta a Travis sobre las llamadas telefónicas de Jane para que experimente un colapso psicológico -por el surgimiento de golpe de lo negado hasta ese momento- y abandone la residencia de Los Ángeles, dejándolos ya solos a ella y Walt con el mocoso, movida que se escapa de cauce cuando el hombre parte hacia Houston de improviso con su vástago). Wenders, todo un adepto a incluir a bandas y solistas tocando en vivo en sus realizaciones como aquel Chuck Berry interpretando Memphis, Tennessee (1959) en Alicia en las Ciudades, tomado del documental Sweet Toronto (1971) de D.A. Pennebaker, y como Nick Cave and the Bad Seeds disparando The Carny (1986) y From Her to Eternity (1984) en Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, 1987), aquí se contiene y apenas si incluye un mínimo cameo en el club de peep show de un grupo punk de la escena de Houston, los hoy completamente olvidados Mydolls, ya que lo fundamental en materia de la banda sonora son las gloriosas guitarras slide del mítico Ry Cooder, un genio absoluto que supo tocar con The Rolling Stones, Bob Dylan, Van Morrison, Neil Young, Eric Clapton y Captain Beefheart, entre muchos otros, y que en París, Texas se luce a más no poder con composiciones originales y un gran cover de Dark Was the Night, Cold Was the Ground (1927), de Blind Willie Johnson, un himno del gospel blues ahora metamorfoseado en leitmotiv de máxima y en el acompañamiento perfecto para la también excelente fotografía de Robby Müller, socio de Wenders en sus películas iniciales, la Trilogía de las Road Movies y El Amigo Americano (Der Amerikanische Freund, 1977), con la experiencia adicional de ya haber registrado para la primera parte de Alicia en las Ciudades la soledad del capitalismo hueco y a la vez hipnotizante de yanquilandia. Eternos secundarios y/ o actores ninguneados como Harry Dean Stanton y Dean Stockwell en esta oportunidad tienen su chance de desplegar toda su esplendorosa capacidad interpretativa a la par de la querida Nastassja Kinski, por esos años atravesando la mejor etapa de su carrera luego de haber sido descubierta por Wenders e incorporada al elenco de Falso Movimiento, destacándose lo hecho en Tentación Prohibida (Così Come Sei, 1978), Tess (1979), Golpe al Corazón (One from the Heart, 1981), La Marca de la Pantera (Cat People, 1982), La Luna en el Arroyo (La Lune dans le Caniveau, 1983), Infielmente Tuya (Unfaithfully Yours, 1984) y Secretos de Hotel (The Hotel New Hampshire, 1984). Más allá de la hoy legendaria escena confesional en el peep show, con cámaras mayormente fijas, una fuerte dinámica teatral, soliloquios supremos y todo el dejo apaciguado marca registrada del director germano, la propuesta en sí es uno de los grandes retratos -y uno de los más humanistas y piadosos- de los conflictos identitarios de los sujetos y su propensión a escapar de la traumática realidad para sobrevivir construyendo fantasías, él en esa abulia paradójicamente siempre en movimiento del desierto de Texas y ella en un lupanar higienizado y distante de la mano de su personaje de meretriz/ stripper, un esquema general muy inconformista que se mantiene hasta el último segundo porque -en consonancia con ese dolor insalvable al que nos referíamos antes- durante la famosa escena de turno los intercambios se dan a espaldas de la contraparte, con Travis dando vuelta su silla para no verla y con Jane refugiándose en el piso para no ser observada a través del espejo; una vez más explicitando que la ruptura de la pareja es irreversible pero también poniendo de manifiesto que ello implica que ahora, vía la verdad y el diálogo sin reproches, pueden alcanzar una suerte de paz duradera entre ambos y la mujer está preparada para retomar el vínculo con su hijo negado, un purrete deseoso de conocerla y maravillosamente compuesto por Hunter Carson, a quien Wenders deja que se comporte como el nene que es sin jamás burlarse de sus preguntas, observaciones y anhelos. La fascinación de siempre con Estados Unidos por parte del realizador, un acto reflejo de acercamiento a su cultura cinematográfica y musical y de rechazo para con la banalidad consumista de fondo y la entronización social del dinero, llega a su cúspide en París, Texas, una gran contradicción del séptimo arte que retrata en toda su belleza y desesperanza los paisajes emocionales, citadinos y naturales de la nación aunque sin la condescendencia, los marcos mercantiles reduccionistas, la voracidad impaciente y el típico maniqueísmo anímico de buena parte del cine norteamericano, contribuyendo de paso a cimentar la faceta indie despojada de la cultura vernácula y del acervo internacional en lo que respecta a las futuras anatomías en pantalla de conflictos entrecruzados, tanto los románticos como los filiales/ paternales. Así como el protagonista se identifica con los vehículos ruinosos que conduce, y la sociedad prosaica que lo “cura” de su idiosincrasia salvaje y misántropa demuestra sus frustraciones, derrotas y pequeñas miserias hogareñas en la inmensidad de las geografías vacuas y en el egoísmo de la esposa de Walt, la parcela de tierra a la que Travis parece autoexiliarse en soledad durante el final nos habla de la imposibilidad de las soluciones facilistas y del hecho de a veces tener que aceptar la pérdida y la nueva reconfiguración familiar, hoy con ella reencontrándose con su retoño al prescindir de la clásica autovictimización fetichizada femenina y con él admitiendo que la quimera de la casa familiar en Texas por un lado se desvaneció pero asimismo mutó en la posibilidad de una felicidad individual, íntima aunque responsable para con Hunter, lejos de las fantasías del idilio que pretendía corregir la pesadilla de lo vivido cuando niño con sus padres, ratificando en última instancia que estamos condenados a repetir -en mayor o menor medida- el camino de nuestros ancestros.
París, Texas (República Federal de Alemania/ Francia/ Reino Unido, 1984)
Dirección: Wim Wenders. Guión: Sam Shepard, Wim Wenders y L.M. Kit Carson. Elenco: Harry Dean Stanton, Nastassja Kinski, Dean Stockwell, Aurore Clément, Hunter Carson, Bernhard Wicki, Sam Berry, Claresie Mobley, Tom Farrell, John Lurie. Producción: Wim Wenders, Don Guest y Anatole Dauman. Duración: 145 minutos.
Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, 1987), por Martín Chiavarino:
Dedicada a los fallecidos realizadores convertidos en ángeles, Yasujirô Ozu, François Truffaut y Andrei Tarkovsky, Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, 1987) es una reversión de la temática religiosa católica del ángel caído y también del ángel de la guarda, pero desde un costado más romántico. El film marca el regreso de Wim Wenders a la República Federal de Alemania tras una temporada en Estados Unidos plena de éxito. Retomando el tema de los espíritus o fantasmas que socorren a los humanos en la Tierra, cuestión muy bien retratada en films hoy considerados clásicos como El Difunto Protesta (Here Comes Mr. Jordan, 1941), de Alexander Hall, Qué Bello es Vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), de Frank Capra, y Escalera al Cielo (A Matter of Life and Death, 1946), de Michael Powell y Emeric Pressburger, Las Alas del Deseo o El Cielo sobre Berlín, la traducción del título original en alemán, sigue a dos ángeles de la guarda, Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander), en su periplo por Berlín Occidental en un intento por aliviar las penas de los solitarios y acongojados habitantes de la capital alemana acompañándolos, protegiéndolos y escuchando sus turbulentos pensamientos. Una mujer embarazada, una prostituta desesperada, un suicida, voces, pensamientos y cavilaciones de personas en encrucijadas que los agobian constituyen plegarias atendidas por estos ángeles que buscan llevar algo de sosiego a almas en pena. Al igual que en sus opus anteriores y especialmente Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), Wenders regresa a la temática de las diferencias entre los niños y los adultos. La niñez es aquí representada en esta fantasía romántica como una etapa de juego y despreocupación que se centra en el presente mientras que el período adulto es su opuesto. En la adultez la preocupación constante por el pasado y el futuro impiden disfrutar del presente, generando así una situación de contrariedad permanente. Escrita por Wim Wenders junto al escritor austríaco Peter Handke, la película tiene como protagonistas al actor suizo Bruno Ganz, la actriz francesa Solveig Dommartin, el norteamericano Peter Falk y los alemanes Otto Sander y Curt Bois, todos hoy ya fallecidos. Las actuaciones de este elenco de lujo son magníficas y la dirección de Wenders es realmente soberbia. En Las del Deseo hay recitales, sueños, funciones de circo y recorridos por la desolada Potsdamer Platz cuando aún era un terreno baldío abandonado a fines de la década del ochenta, antes de volver a convertirse en lugar central de la vida de Berlín, postales o portales de una ciudad en constante ebullición, erigida como cuna de la contracultura durante las décadas del setenta y ochenta por numerosos artistas que se radicaron allí. Wenders propuso a Las Alas del Deseo como una dupla que se completa con ¡Tan Lejos, tan Cerca! (In Weiter Ferne, so Nah!, 1993), un film que indagará en las consecuencias de la reunificación alemana con la temática de Las Alas del Deseo un poco más diluida y sin la participación de Handke. Aquí Wenders elige nuevamente jugar con la imagen al igual que en muchos de sus films anteriores pero esta vez con efectos relativos al carácter fantasmagórico de los personajes vía un trabajo conceptual adicional con el color. Mientras que las escenas donde el mundo es visto a través de los ojos y los sentidos de los ángeles las imágenes son en blanco y negro, la percepción humana es retratada a través de secuencias en color con cambios abruptos esporádicos. La introducción del color y el regreso al blanco y negro permiten apreciar las diferencias entre ambos registros. El color ofrece un cúmulo de información que hasta aturde, en tanto el blanco y negro conlleva una simpleza reconfortante que embellece la imagen y la hace más asequible a la percepción. En esta ciudad signada por su pasado y con un presente de contrastes, el ángel invisible anhela entrar en la historia, dejar de ser un observador para ser protagonista. En este sentido Las Alas del Deseo es claramente un film existencialista que se centra en esta decisión del ser alado, Damiel, de convertirse en humano para experimentar la vida tras enamorarse de una bella trapecista de origen francés que trabaja en un circo, Marion (Dommartin). Damiel logra experimentar la comida, el dolor y el amor al abandonar su inmortalidad angélica para volverse humano pero Cassiel no logra seguir sus pasos, continuando con su labor de observador y confortador después de la partida de su compañero. Los ángeles son aquí testigos de un mundo acongojado y tienen una predilección por la biblioteca pública, lugar de encuentro, observación y reflexión. Las entidades aladas remiten a las imágenes angélicas pintadas alrededor del lado occidental del Muro de Berlín, representación de las personas que murieron intentando cruzar la pared/ frontera hacia el oeste. Pero la película también cuenta con otras dos figuras muy importantes, el actor Peter Falk, conocido por su papel en la popular serie televisiva Columbo y por sus colaboraciones con el genial John Cassavetes, que se interpreta a sí mismo, y el legendario Curt Bois componiendo a Homero, el narrador que mantiene con vida la historia, último rol de una trayectoria que comenzó a principios del Siglo XX durante los comienzos del cine mudo. Falk viaja a Berlín para filmar una película en la que interpreta a un detective que investiga un caso durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial en medio de la caída de Berlín, personaje que funciona como eje entre Damiel, Cassiel y Marion aportando carisma, picardía y oficio a una película existencial sobre el alma humana y sus penurias. Bois compone al poeta e historiador heleno Homero y sus apariciones están relacionadas con la historia de Berlín, los cambios de la ciudad a partir de su destrucción tras los bombardeos aliados durante el final de la Segunda Guerra Mundial, imágenes crudas de una ciudad en llamas, escombros y sufrimiento. Es Homero el que conlleva el mensaje con el que comienza el film y con el que concluye sobre la importancia de que las personas no pierdan el contacto con su costado infantil, dado que si lo hacen se arriesgan a vivir una vida sin sentido, de miserias y desilusiones. En su retrato de la ciudad de Berlín, aquella previa a la caída del Muro y la unificación, hay numerosas escenas centradas en monumentos icónicos hoy resignificados de la capital alemana como la Columna de la Victoria, la cual tiene en su cúpula una espectacular estatua de la Niké, la Diosa de la Victoria de la mitología griega, obra ubicada en el Parque Tiegarden y erigida para conmemorar el triunfo de Prusia sobre Dinamarca en la Guerra de los Ducados en 1864, monumento que más tarde se convertiría en un símbolo de la victoria de Prusia sobre Francia y el Imperio Austrohúngaro y también en un emblema del poder militar prusiano. Berlín aparece en Las Alas del Deseo como una ciudad de terrenos baldíos, casas abandonadas y tomadas, viejos edificios y tugurios donde tocan bandas como Nick Cave and the Bad Seeds y Crime & the City Solution, dos agrupaciones australianas de post punk formadas a partir de la disolución de la mítica banda The Birthday Party. Nick Cave interpreta dos de sus mejores canciones, From Her to Eternity (1984), tema que da nombre al primer disco del cantante, y The Carny (1986), una de sus canciones más oscuras del álbum Your Funeral… My Trial. Crime & the City Solution, banda que se había mudado a Berlín, una relocalización que habían realizado muchos otros artistas como David Bowie o Lou Reed, interpreta una visceral versión en vivo de Six Bells Chime (1986), de su primer álbum de estudio Room of Lights. Con Nick Cave, Wenders aprovechó la gira de Your Funeral… My Trial para utilizar escenas de su recital en Berlín y agregar su música a la trama. Ya sea a través de las poéticas letras decadentistas de Cave o de las alusiones a la poesía modernista de Rainer Maria Rilke, Las Alas del Deseo contiene un gran caudal poético, especialmente en los simbolismos desplegados en sus imágenes del Muro o las calles de Berlín. En lo que atañe al guión inicial junto a Peter Handke, Wenders introdujo muchos cambios dado que Handke pretendía un film prácticamente mudo. A pesar de que las ideas más ortodoxas de Handke fueron abandonadas durante la filmación, el espíritu de su prosa poética y lánguida es claramente notable en el resultado final, así como es insoslayable su ausencia en la continuación, ¡Tan Lejos, tan Cerca! Además de homenajear a Ozu, Truffaut y Tarkovsky, Wenders también tiene un mensaje para el realizador francés Jean-Luc Godard, uno de sus directores favoritos, con un graffiti que a su vez remite a la extraordinaria obra de teatro de Samuel Beckett, Esperando a Godot (En Attendant Godot, 1952), una tragicomedia que explora la falta de sentido del devenir diario y el tedio de la vida misma. La obra de Beckett, que resalta el absurdo, tiene a su vez mucho que ver con la trama de la película de Wenders, una crítica descarnada a las preocupaciones y la existencia pequeñoburguesa aunque también un elogio a la faena circense y al amor. La música del film estuvo a cargo del compositor alemán Jürgen Knieper, pero las tonadas circenses fueron compuestas por el francés Laurent Petitgand con un ensamble de acordeones, teclados y saxofones. Además hay temas de la banda post punk californiana Tuxedomoon y de la artista vanguardista Laurie Anderson, que aportan su impronta experimental a una banda sonora hipnótica y tétrica como la Berlín de la década del ochenta. A pesar de su ritmo aletargado y sus monólogos existenciales con voz en off de los pensamientos angustiantes de los habitantes de Berlín, el film logra una gran empatía con el espectador gracias a su narración y su maravillosa fotografía, a cargo de Henri Alekan, responsable de clásicos como La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête), de Jean Cocteau, y Los Malditos (Les Maudits, 1947), de René Clément. Como sinfonía urbana que sigue los preceptos de films como El Hombre de la Cámara (Chelovek s Kino-apparatom, 1929), de Dziga Vertov, y Berlín: Sinfonía de una Gran Ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, 1927), de Walter Ruttmann, Las Alas del Deseo es una película tan visceral y caótica como la propia ciudad de Berlín, espacio de disputas y enfrentamientos bélicos que marcaron toda la historia del Siglo XX a sangre y fuego. Wenders recupera la esencia de la metrópoli para ofrecerle un homenaje desde el cielo angélico, con una mirada infantil que el director de Hammett (1986) propone como alternativa a la angustia pequeñoburguesa. Las Alas del Deseo fue un prolegómeno a la reunificación germana, un verdadero y muy necesario llamado a la unidad de un país y una ciudad absurdamente divididos por la Guerra Fría que unos años más tarde tendría una respuesta por parte de los ciudadanos del otro lado del Muro.
Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, República Federal de Alemania/ Francia, 1987)
Dirección: Wim Wenders. Guión: Wim Wenders y Peter Handke. Elenco: Bruno Ganz, Solveig Dommartin, Otto Sander, Curt Bois, Peter Falk, Hans Martin Stier, Elmar Wilms, Sigurd Rachman, Beatrice Manowski, Lajos Kovács. Producción: Wim Wenders y Anatole Dauman. Duración: 128 minutos.
Buena Vista Social Club (1999), por Emiliano Fernández:
Wim Wenders, para el momento del estreno de Buena Vista Social Club (1999), ya estaba atravesando una etapa en su carrera de clara merma de calidad y cierto cansancio estilístico que le fue generando la paulatina pérdida del favor de la crítica, de los jerarcas del circuito de festivales internacionales y del “núcleo duro” de cinéfilos de inclinación arty que lo seguían, proceso que en gran medida se debe al hecho de que pasó de ser admirado por todos a raíz de sus últimas grandes obras ficcionales, París, Texas (1984) y Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin, 1987), a comenzar a ser ninguneado producto de películas más o menos fallidas y/ o tediosas como Hasta el Fin del Mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991), ¡Tan Lejos, tan Cerca! (In Weiter Ferne, so Nah!, 1993), la secuela directa de Las Alas del Deseo, Historia de Lisboa (Lisbon Story, 1994), Más allá de las Nubes (Al di là delle Nuvole, 1995), su colaboración con el gran Michelangelo Antonioni, y Lumière y Compañía (Lumière et Compagnie, 1995), una por demás despareja colección de cortos que encararon 41 cineastas utilizando aquel cinematógrafo original inventado por los hermanos Auguste y Louis Lumière, circunstancia que lamentablemente incluso se consolidaría antes y después del opus que nos ocupa de la mano de las ya sin duda desastrosas El Final de la Violencia (The End of Violence, 1997) y El Hotel del Millón de Dólares (The Million Dollar Hotel, 2000). Por suerte Buena Vista Social Club se ubica en un registro totalmente diferente al de las divagaciones existenciales de segunda mano de las propuestas de ficción del alemán del período, el documental, género con reglas y necesidades que admiten con mayor facilidad un dejo narrativo de impronta lírica si el mismo está sustentado en la realidad a explorar, sus vericuetos y tragicómicas facetas, un enclave complejo a su vez analizado por Wenders en realizaciones memorables como Relámpago sobre el Agua (Lightning Over Water, 1980), acerca de la última fase de la trayectoria de Nicholas Ray, Habitación 666 (Chambre 666, 1982), sobre el futuro del cine y las visiones contrastantes de los directores que asistieron a la edición de 1982 del Festival de Cannes, Tokio-Ga (1985), en torno al devenir profesional de Yasujirô Ozu y su trabazón con la ciudad de Tokio, y Apuntes sobre Ciudades y Ropa (Aufzeichnungen zu Kleidern und Städten, 1989), odisea muy poco difundida alrededor de Yohji Yamamoto, un diseñador de moda japonés que suele trabajar tanto en París como en Tokio y que a posteriori sería el encargado de crear el vestuario de diversos films de Takeshi Kitano, Hermano (Brother, 2000), Dolls (2002), Zatoichi (2003), Takeshis’ (2005) y Outrage: Beyond (Autoreiji: Biyondo, 2012). Fue durante la producción de El Final de la Violencia, segunda colaboración entre Wenders y el genial Ry Cooder después de París, Texas, que el célebre guitarrista estadounidense le contó acerca de su proyecto, en asociación con el músico cubano Juan de Marcos González, de reunir a un conjunto de cantantes e instrumentistas tradicionales de Cuba para grabar un disco que los rescate del olvido casi total al que estaban condenados. Buena Vista Social Club fue una organización segregacionista que existió entre la década del 30 y la del 50 del siglo pasado, destinada a aglutinar a los músicos negros de La Habana, y que tuvo varias sedes dentro del viejo formato de los clubes de barrio en un tiempo en el que la esclavitud y la discriminación hacia los afrocubanos eran normas sociales más o menos explícitas, injusticias que terminaron con la Revolución Cubana de 1959 y su integracionismo étnico/ racial/ cultural aunque con el paradójico resultado adicional de eliminar la famosa “vida nocturna” de la ciudad capital, esa que desapareció debido a programas de nacionalización del juego y los locales bailables, reconversión forzosa de las sociedades afrocubanas en colectivos mixtos, eliminación de subsidios en el rubro, prohibición de fiestas salvo los fines de semana, suerte de “ley seca” en bares, cabarets y bodegas y finalmente reemplazo del clásico son prerevolucionario por la Nueva Trova, un movimiento musical que surgió durante los 60 caracterizado por artistas mucho más comprometidos a nivel social y político que sus colegas de antaño, como Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Leo Brouwer y Noel Nicola, quienes cayeron rápidamente bajo la influencia del Estado socialista cubano y comenzaron a componer canciones más acordes con los ideales comunistas que con el sustrato hedonista y prostibulario de la etapa histórica previa, aquella de la dictadura de Fulgencio Batista hacia atrás. El extraordinario documental de Wenders, su mejor trabajo en el formato, evita todo este análisis histórico en función de dos razones de máxima, la primera bien práctica, para conseguir los permisos necesarios para poder rodar en La Habana, y la segunda más de índole conceptual, por la decisión del propio cineasta y Ry Cooder de centrarse exclusivamente en la música semi desdeñada de turno, cubriendo tanto la grabación concreta del álbum, Buena Vista Social Club (1997), y sus presentaciones en vivo de 1998, dos noches en abril en Ámsterdam, Países Bajos, y otra en julio en nada menos que el Carnegie Hall neoyorquino, en Estados Unidos, como la vida misma de los múltiples cantantes e instrumentistas que supieron tocar en algún momento en el Buena Vista Social Club, mote que fue a parar al grupo que armaron con todos ellos Cooder y González y que le sirve al cineasta germano de excusa para recorrer las calles de La Habana y Nueva York siguiéndolos primero tracción a mucho costumbrismo y luego vía ese clásico extrañamiento cultural del turista. Wenders es muy democrático en cuanto al cartel u ordenamiento de los artistas, se esconde fuera de campo y deja hablar a los protagonistas sin interferir en nada, apenas tomándolos como ejes de bellos y constantes movimientos de una steadicam operada por el director de fotografía principal Jörg Widmer: así las cosas, vemos desfilar a luminarias como Máximo Francisco Repilado Muñoz alias Compay Segundo, Eliades Ochoa, Ibrahim Ferrer, Omara Portuondo, Rubén González, Orlando “Cachaíto” López, Amadito Valdés, Manuel “Guajiro” Mirabal, Barbarito Torres, Wilfredo Leyva Pascual alias Pío Leyva, Manuel “Puntillita” Licea y los mismos González y Cooder, más su hijo percusionista Joachim Cooder. Resulta de lo más curioso que el documental y el disco, ambos obviando por completo las paradigmáticas estrategias del imperialismo cultural de hoy en día de esas compañías capitalistas de los países centrales que suelen apropiarse de obras ajenas para adaptarlas a los criterios estandarizados y estupidizantes del nuevo marketing planetario, hayan disparado a través de su enorme éxito internacional esos mismos coletazos que pretendían evitar optando por un enfoque bien purista que reproduce las canciones de antaño sin modificaciones poperas, rockeras, hiphoperas o similares en pos de aggiornar géneros como el citado son, la guajira, el bolero, la guaracha, el mambo y la rumba; consecuencias indeseadas que implicaron una catarata de imitaciones en el ámbito de la -a veces payasesca o lavada/ esterilizada- world music y ya volcadas a lo heterogéneo multicultural que le escapa en gran medida a la música cubana prerevolucionaria de Buena Vista Social Club, sobre todo incorporando a la fusión géneros foráneos como la salsa, surgida y desarrollada en yanquilandia, y locales posteriores -aparecidos durante las postrimerías de los 50- que reemplazaron en términos históricos al son, como el chachachá y la pachanga. La avanzada edad de los músicos, la mayoría viviendo muy humildemente, retirados o en el olvido absoluto en La Habana, no les impide volcar toda su energía en terminar el álbum de turno y tocarlo/ interpretarlo frente al público cual testamento artístico de una generación que se extinguiría progresivamente durante el nuevo milenio de la mano de un surtido de enfermedades vinculadas con la vejez y el cansancio de muchas décadas de ninguneo institucional en Cuba y cero interés del resto del mundo en ellos, precisamente por eso resulta fundamental la intervención de curiosos eternos como González y Cooder que más que actuar de “mecenas” u organizadores de la colaboración general entre los artistas, funcionan en tanto catalizadores de algo que ya tenía vida propia de por sí y que sólo necesitaba un mínimo auxilio espiritual y monetario para recuperar todas sus fuerzas de nuevo y demostrar que en el arte la edad es un limitante muy relativo y que el talento verdadero siempre encuentra algún mecanismo para expresarse, volver a expandirse y hasta transformarse -como en esta ocasión- en una insólita retro vanguardia musical gracias a una propuesta que sinceramente no tenía nada que ver con lo que sonaba allá durante los 90 a nivel masivo o popular. Wenders y Cooder saben muy bien que el poderío de las canciones y de su ejecución pasa por la sinceridad romántica, la poesía de sabor cubano, los ritmos bailables, una amalgama colectiva símil jazz, mantras repetitivos hipnóticos y ese trasfondo muy contagioso de una música tradicional autóctona que no ha perdido su encanto ni su brío originario, por ello dejan desfilar en todo su esplendor instrumental y vocal temas como Chan Chan, de Compay Segundo, Silencio, de Rafael Hernández, Dos Gardenias, de Isolina Carrillo, Veinte Años, de María Teresa Vera, ¿Y tú qué has hecho?, de Eusebio Delfín, Canto Siboney, de Ernesto Lecuona, El Carretero, de Guillermo Portabales, Cienfuegos (Tiene su Guaguanco), de Víctor Lay, Buena Vista Social Club, de Orestes López Valdés alias Macho, Mandinga, de Guillermo Rodríguez Fiffe, Candela, de Faustino Oramas Osorio alias El Guayabero, Chanchullo, de Israel López Valdés alias Cachao, El Cuarto de Tula, de Sergio Siaba, Guateque Campesino, de Celia Romero, y la infaltable Quizás, Quizás, Quizás, de Oswaldo Farres. Lo que empezó como una idea difusa de Nick Gold de la discográfica londinense World Circuit Records derivó en un mega proyecto multidisciplinario y en una especie de “marca” que continúa hasta nuestros días a pesar del fallecimiento de los imprescindibles Compay Segundo, Ibrahim Ferrer, Rubén González, Pío Leyva y Manuel “Puntillita” Licea, dejándonos así con otros intérpretes asimismo maravillosos en línea con Eliades Ochoa, Omara Portuondo, Barbarito Torres y Manuel “Guajiro” Mirabal que siguen difundiendo el son a lo largo y ancho del globo terrestre en épocas en donde la uniformización cultural -tan aburrida como mediocre- suele condenar a la extinción a manifestaciones simbólicas y nacionales de otros tiempos bajo el pretexto de una hibridación banal compulsiva que en mayor o menor medida termina siendo cooptada por los engranajes más castradores del mercado para vender las obras en cuestión a unas mayorías cada día más lobotomizadas y con menos y menos interés en escuchar/ ver/ consumir algo mínimamente “nuevo”, léase este universo creativo ya desaparecido que una vez más luce tan vital y vigente como otrora gracias a las cámaras, los micrófonos y el afán de Wenders, Cooder, González y compañía, los intermediarios cruciales de tamaña faena.
Buena Vista Social Club (Alemania/ Cuba/ Estados Unidos/ Reino Unido/ Francia, 1999)
Dirección y Guión: Wim Wenders. Elenco: Compay Segundo, Eliades Ochoa, Ibrahim Ferrer, Omara Portuondo, Rubén González, Orlando López, Amadito Valdés, Manuel Mirabal, Barbarito Torres, Pío Leyva. Producción: Ulrich Felsberg, Rafael Rey Rodríguez y Deepak Nayar. Duración: 105 minutos.