El Odio (La Haine)

Lo importante es el aterrizaje

Por Emiliano Fernández

Películas iniciáticas descomunales que marcan carreras de un modo indefectible no hay muchas que digamos y por ello los cinéfilos avezados o con unos cuantos años encima siempre relacionaremos al cineasta galo Mathieu Kassovitz con su segundo y arrollador largometraje, El Odio (La Haine, 1995), claramente su mejor propuesta, una de las más recordadas de la década del 90 y uno de los estudios más honestos y eficaces acerca de la marginalidad, la violencia que genera, el canibalismo del poder mafioso institucional y el funcionamiento despiadado del aparato represivo de unas supuestas democracias cuyas impunidad, locura, ceguera, estupidez, atropellos, injustica y brutalidad sinceramente no tienen nada que envidiarle a las dictaduras más cruentas de un pasado no tan remoto, sin embargo el director y guionista también tuvo una extensa trayectoria como actor que abarcó diversas obras tanto europeas como estadounidenses y prueba innegable de ello son sus participaciones -a veces como secundario, en otras ocasiones en tanto protagonista- en films profundamente heterogéneos como Un Héroe muy Discreto (Un Héros très Discret, 1996), de Jacques Audiard, El Quinto Elemento (The Fifth Element, 1997), de Luc Besson, Una Señal de Esperanza (Jakob the Liar, 1999), aquel convite de Peter Kassovitz, Amélie (Le Fabuleux Destin d’Amélie Poulain, 2001), de Jean-Pierre Jeunet, Ruleta Rusa (Birthday Girl, 2001), de Jez Butterworth, Astérix y Obélix: Misión Cleopatra (Astérix & Obélix : Mission Cléopâtre, 2002), de Alain Chabat, Amén (2002), de Costa-Gavras, Munich (2005), de Steven Spielberg, Louise Contrata a un Asesino a Sueldo (Louise- Michel, 2008), de Benoît Delépine y Gustave Kervern, La Traición (Haywire, 2011), de Steven Soderbergh, El Francotirador (Le Guetteur, 2012), de Michele Placido, Un Ilustre Desconocido (Un Illustre Inconnu, 2014), de Matthieu Delaporte, Final Feliz (Happy End, 2017), de Michael Haneke, Valerian y la Ciudad de los Mil Planetas (Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017), también de Besson, El Canto del Lobo (Le Chant du Loup, 2019), opus de Antonin Baudry, y El Acusado (Les Choses Humaines, 2021), de Yvan Attal, entre otras tantas faenas para terceros e intervenciones varias en sus propios films como intérprete que lo posicionaron como una cara siempre reconocible para el público sobre todo de Europa.

 

El guión del realizador está basado en dos casos reales, primero el asesinato de Makomé M’Bowolé, un zaireño de apenas 17 años que en 1993 recibió un disparo en la cabeza a quemarropa mientras estaba esposado a un radiador de una comisaría de París por robar unos paquetes de cigarrillos, episodio que desencadenó enfrentamientos entre la policía y los habitantes de las barriadas populares y por el que fue condenado a ocho años de prisión el Inspector Pascal Compain, y segundo el homicidio en 1986 de Malik Oussekine, un muchacho de 22 años de ascendencia argelina que fue golpeado salvajemente por la policía en calidad de “sospechoso” durante las protestas de la época contra las políticas racistas, xenófobas, clasistas y restrictivas del gobierno en materia de la inmigración y en especial el ingreso a las universidades públicas, manifestaciones multitudinarias de las que para colmo el susodicho no había participado, dos sucesos que en conjunto enfatizan la aporofobia, léase la filtración/ derrame del típico odio al pobre de las clases altas sobre/ hacia el resto del colectivo social más ignorante, necio o directamente fascista, y el accionar represivo estándar del nuevo capitalismo ante cualquier muestra de rechazo en lo que respecta a la explotación laboral, sus prácticas idiotas y sectarias, la pérdida de derechos, la plutocracia demencial de siempre, el conservadurismo más anacrónico y el evidente desinterés con respecto a la vida humana y la existencia de la flora y la fauna del planeta en términos macros. Tres son los protagonistas excluyentes durante una jornada de lo más intensa en los suburbios empobrecidos de París -con quema de vehículos, ataque a una comisaría local y saqueos en un centro comercial y otros lugares- porque un joven llamado Abdel Ichaha (Abdel Ahmed Ghili) fue molido a golpes por la policía durante un interrogatorio y ahora está internado en terapia intensiva, hablamos de Vinz (el querido Vincent Cassel), un judío de quid explosivo que pretende matar a un energúmeno policial en venganza por el destino de Abdel, Hubert (Hubert Koundé), un boxeador y pequeño narcotraficante de origen africano que pondera la racionalidad para esquivar toda represalia porque su hermano está preso, y Saïd (Saïd Taghmaoui), un muchacho árabe de la misma edad de los anteriores que completa el trío de amigos y suele mediar entre ambas posiciones de manera algo ingenua.

 

Sin una trama tradicional en sí más allá de viñetas interconectadas y alguna que otra misión autoimpuesta por parte de los protagonistas, en sintonía con una reunión comunal en una terraza que disuelve la policía, una visita frustrada a Ichaha en el hospital, ese intento de asesinato contra un esbirro de “la ley y el orden” a instancias del hermano del mártir en terapia intensiva, las palizas y razzias cobardes en espiral de los excrementos policiales con patas, un encuentro cuasi surrealista en un baño público con el sobreviviente de un gulag soviético (Tadek Lokcinski), la visita a un lunático cocainómano conocido bajo el nombre de Astérix (François Levantal) para que Saïd pueda recuperar 500 francos, el arresto del árabe y el negro y su tortura en una comisaría del centro parisino, el paso disruptivo de los jóvenes por una exposición ultra petulante de arte moderno, el intento de robar un auto para regresar a sus casas por haber perdido el último tren disponible gracias a estos polizontes filonazis, los insultos desde una azotea a unos skinheads y el enfrentamiento callejero con ellos momentos después, Kassovitz construye un extrañamiento narrativo permanente contraponiendo por un lado la visceralidad del trío, cuya tensión no sólo se sostiene en el choque de ópticas entre Vinz y Hubert -con Saïd actuando de referí tácito entre ambos- sino también en el hecho de que el primero encontró un revólver que se le perdió a un policía durante los enfrentamientos de la jornada previa, nada menos que aquel Smith & Wesson Magnum calibre 44 de Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971), el clásico de Don Siegel con Clint Eastwood, y por el otro lado una doble artificialidad que tiene que ver tanto con las fantasías de Vinz, las homicidas dirigidas a la lacra con uniforme o de civil y unas bizarras con una vaca que hacen las veces de fuga alucinatoria del hacinamiento y el olvido/ acoso/ persecución estatal y mediática, como con el esteticismo extremo e hiper noventoso del director a la hora de esquivarle a la opción lógica, el documentalismo de cámara en mano, y sumergirse en un blanco y negro que empareja a todos los personajes para reforzar la idea democratizadora de fondo y desde ya dar rienda suelta a los truquillos del amigo Mathieu y su director de fotografía, Pierre Aïm, y su editor, Scott Stevenson, como esas tomas aéreas, los travellings floridos y las superposiciones y juegos con la edición y la puesta en escena.

 

La película constituye también uno de los primeros exponentes de índole subversiva del cine de la globalización o sincronización cultural/ ideológica hacia el mainstream promedio norteamericano porque Kassovitz incluye muchas citas que van desde lo espiritualmente crucial, por ejemplo ese Vinz imitando en el espejo del baño a Travis Bickle (Robert De Niro) en Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, o los sucesivos carteles que al subrayar que “el mundo es de ustedes” aluden a Scarface (1983), la joya de Brian De Palma, hasta lo anecdótico o sardónico semi pueril, pensemos en este sentido en las referencias a Batman, Muhammad Ali, David Copperfield o productos de la cultura de masas como Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), de Richard Donner, y MacGyver (1985-1992), aquella serie de Lee David Zlotoff para la cadena ABC con Richard Dean Anderson, a lo que se suma el enorme peso narrativo del hip hop de mediados de los 90 en lo que atañe a la representación de la idiosincrasia iconoclasta del período, la presencia concreta que en pantalla tiene la trilogía de “breakdance + DJs + rap” y por supuesto la banda sonora en sí que Mathieu le encargó a Assassin, un grupo francés del rubro de base underground, hardcore y bien anticapitalista encabezado por el hermano menor de Vincent, Mathias Cassel alias Rockin’ Squat. Lejos de sus bodrios posteriores y descartables en inglés, En Compañía del Miedo (Gothika, 2003) y Misión Babilonia (Babylon A.D., 2008), de aquel díptico galo un tanto mediocre, Café con Leche (Métisse, 1993) y Asesinos (Assassins, 1997), e incluso de sus otras dos obras en verdad interesantes, Los Ríos de Color Púrpura (Les Rivières Pourpres, 2000) y Rebelión (L’Ordre et la Morale, 2011), aquí el cineasta logra una autenticidad apasionante en las actuaciones, pinta sin moralina la claustrofobia frustrante del suburbio de la gentrificación y sitúa al multiculturalismo y al binomio pacifismo/ belicosidad como los grandes rasgos de la posmodernidad y las estrategias defensivas u ofensivas fundamentales en materia de la lucha contra la ferocidad y desfinanciamiento capitalista, las risibles mentiras de los medios de comunicación y un conformismo social patético -vinculado al autoengaño narcisista del imbécil- muy bien representado en el chiste/ relato que cierra y abre el film, ese del sujeto que cae desde un piso 50 y hasta el aterrizaje repite sin cesar “hasta ahora todo va bien”.

 

El Odio (La Haine, Francia, 1995)

Dirección y Guión: Mathieu Kassovitz. Elenco: Vincent Cassel, Hubert Koundé, Saïd Taghmaoui, Abdel Ahmed Ghili, François Levantal, Tadek Lokcinski, Philippe Nahon, Karim Belkhadra, Marc Duret, Vincent Lindon. Producción: Christophe Rossignon. Duración: 98 minutos.

Puntaje: 10