Equus (1977) es una de esas películas emocionalmente e intelectualmente devastadoras como casi ya no existen en la actualidad, no tanto por lo que muestra o sugiere a nivel de la violencia de la que son capaces los seres humanos sino por el análisis que propone de la angustia cotidiana como inherente a las sociedades modernas, abarquen éstas el ámbito metropolitano, los suburbios más tranquilos o la coyuntura bucólica. Para colmo Sidney Lumet, un señor que no temía a las propuestas arrolladoras, dirigió el convite justo luego de Tarde de Perros (Dog Day Afternoon, 1975) y Poder que Mata (Network, 1976), dos clásicos absolutos del realismo más visceral aunque curiosamente no tan movilizadores a escala filosófica ni tan deprimentes en materia de las certezas que arrojan: hablamos de una adaptación a cargo del propio autor de la obra teatral homónima de 1973 de Peter Shaffer, aquel de Amadeus (1984) y muchas veces confundido con su hermano gemelo Anthony Shaffer, él también un dramaturgo y guionista inglés de renombre y responsable de films de la talla de Frenesí (Frenzy, 1972), Juego Mortal (Sleuth, 1972), El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973) y Absolución (Absolution, 1978). El opus de Lumet unifica lo mejor del séptimo arte, léase la dinámica y riqueza de imágenes que habilitan múltiples lecturas según los intereses y la idiosincrasia de cada espectador, y lo mejor de las tablas, aquí más que nunca representado en soliloquios extraordinarios cargados de una densidad retórica que primero revela a los fantasmas que acechan al personaje de turno y segundo constituye uno de los principales cimientos de la narración en términos concretos, haciendo que avance conceptualmente dentro de esa escala expositiva habitual que todos conocemos de sobra y que el Hollywood más baladí y redundante suele equiparar a las sobreexplicaciones sin fin.
La historia en sí es diminuta y apenas si se centra en una serie de encuentros que tienen dos personajes y en lo que estas charlas generan, uno es un joven misterioso de 17 años llamado Alan Strang (Peter Firth), un mozo de cuadra que cegó a seis caballos con una hoz y quedó a disposición de la justicia británica, y el otro es el psiquiatra veterano Martin Dysart (Richard Burton), un hombre ya un tanto hastiado de la profesión médica que acepta tratar semejante caso bajo la insistencia de su amiga y amor platónico Hesther Saloman (Eileen Atkins), una magistrada del aparato legal deseosa de pasarle el problema porque considera que si existe alguien que puede ayudar al muchacho ese es Dysart, todo un especialista en adolescentes perturbados luego de décadas de experiencia en un hospital de Hampshire. Entre el thriller de investigación, centrado en las entrevistas que encara Martin de manera adicional entre el círculo de contactos del joven para comprender el carácter errático y enigmático de Alan, y el drama existencial de búsqueda de algún mínimo sentido detrás de las decisiones prosaicas/ diarias de las personas, lo que por supuesto apunta a las sesiones de terapia que protagonizan los dos varones y su quid enrevesado, el film en esencia se mueve en un terreno de arcanos por descubrir en el que médico y paciente experimentan una sutil metamorfosis que parece tener tan poca cabida en la mediocridad de la psiquiatría de aquella década del 70 como en la de nuestros días, basta con pensar que Saloman recurre a Dysart no tanto por la confianza mutua sino porque lo respeta mucho profesionalmente y sabe que él no recurrirá a los latiguillos estúpidos de sus colegas ni sentirá ese típico asco disimulado ni lo dejará babeante luego de prescribirle una serie de ansiolíticos tendientes a homologarlo a un simple vegetal sin franca capacidad de raciocinio ni mayor complejidad.
Mediante encuentros varios con personajes complementarios y sesiones que empiezan accidentadas pero después se desarrollan con relativa tranquilidad, el psiquiatra comprende que la religiosidad fanática de la madre de Strang, Dora (Joan Plowright), se coló en la psiquis del hijo vía una infinidad de lecturas de la Biblia desde que era pequeño, etapa en la que también vio por primera vez a un caballo, cuando a los seis años estaba en una playa con sus progenitores haciendo castillos en la arena y de repente se apareció un jinete (John Wyman) montando un enorme corcel -cual entidad de dos cabezas- que lo invitó a subirse, algo que disfrutó enormemente hasta que el conservadurismo paranoico de sus padres, la mencionada Dora y el también remilgado aunque ateo Frank (Colin Blakely), provocó que lo bajasen con violencia de la montura y lo lastimasen en el trajín. Alan trabajaba de lunes a viernes en una tienda de venta de electrodomésticos y solía pasar por un establo cercano para ver a los animales, así atrajo la atención de una chica, Jill Mason (Jenny Agutter), que percibió su interés por los caballos y le consiguió el puesto de mozo de cuadra de fin de semana mediando ante el encargado de los equinos, Harry Dalton (Harry Andrews). La madre le comenta a Dysart acerca de un par de láminas/ posters que tenía el muchacho en su habitación, una de Cristo en camino al Calvario y otra de un caballo con una crin larga cual cabello humano, idénticas cadenas de sometimiento y hasta un trasfondo de cómplices en el martirio, y el padre explicita el sustrato de identificación masoquista del triángulo “caballos/ Alan/ Jesucristo” narrándole al doctor un episodio en el que espió a su vástago mientras se metía una cuerdas en la boca y las sostenía desde detrás de su cabeza como si fueran riendas para luego golpearse a sí mismo con una percha que a su vez hacía de fusta.
La película jamás se queda en el descubrimiento de los pormenores del aborrecible hecho en cuestión debido a que lo utiliza como base para pensar todo lo que se esconde a su alrededor y sobre todo detrás de los rituales que Strang comienza a llevar a cabo una vez cada tres semanas con los equinos, eso de sacarlos a escondidas de noche para desnudarse luego, acariciarlos, darles un terrón de azúcar y montarlos al galope mientras les recita oraciones de cadencia bíblica hasta que alcanza el orgasmo y así la ceremonia de adoración finaliza. Dysart, que lleva adelante una relación sin amor con su esposa dentista Margaret (Kate Reid), envidia profundamente la pasión y los ritos paganos creados por el joven ya que a pesar de su claustrofobia emocional y de no conocer prácticamente nada más allá de la Biblia y la propia estructuración teológica que se inventó, la cual está encabezada por un espíritu/ deidad que habita en todos los equinos y que recibe el nombre de Equus (“caballo” en latín), Strang atesora más vida e imaginación en su interior que lo que la mayoría de los mortales pueden llegar a aspirar u ofrecer a lo largo y ancho de su derrotero en la tierra en materia del afecto y el núcleo mismo de la existencia, esa meta difusa que siempre se nos escapa en última instancia con la llegada de los diversos fracasos y la muerte. Como sus padres nunca le explicaron demasiado acerca del sexo, y como al silencio taciturno de Frank se contrapone la retórica sacra fundamentalista de una Dora que emparda al cariño con lo espiritual, cuando el muchacho quiso avanzar sobre Jill sintió a la par culpa, porque Equus -como el Dios de los cristianos- es celoso y todo lo ve, y frustración, ya que no consiguió eyacular en un encuentro nocturno improvisado de ambos adentro del establo, lo que generó que la eche y con la hoz ataque a los animales presentes que atestiguaron todo.
El planteo de Shaffer es realmente muy complejo gracias a que evita la catarata de clichés reduccionistas freudianos en torno al sexo y no termina de culpabilizar a nadie en concreto ni de fetichizar una dimensión de la vida del adolescente por sobre las otras, optando por señalar que es un conjunto de factores los que intervienen en la creación del intelecto y que los lazos entre éstos escapan por completo a la capacidad de comprensión de los bípedos: la imposibilidad de dilucidar las razones por las que la psiquis de Alan unió este detalle con aquel otro para concebir a un Equus que representa la esclavitud del animal montado por el hombre -que es la esclavitud del chico en el hogar familiar y la sociedad en general- le pega duro a un Dysart que sacrificó a muchos jóvenes al Dios de la “normalidad promedio”, eliminando un apasionamiento que homologa a la locura en pos de satisfacer un horizonte profesional en el que los enajenados, si tienen éxito los tratamientos, se convierten en individuos grises, anodinos y patéticos como el mismo Martin, siempre a un paso de una angustia que todo lo consume ya sea por la repetición ultra mediocre de las comunidades metropolitanas del capitalismo o la explotación prosaica de un sistema económico que sacrifica la riqueza del intelecto o la cultura profana con vistas a entronizar la banalidad, el estatus o lo que no se tiene o tienen los demás. Ni la beata bienintencionada de Dora ni el reprimido de Frank, ese que se cuela en cines porno para ver películas suecas, ni la misma Jill son del todo responsables por el comportamiento y el entramado mental del victimario de los caballos, un entorno incognoscible que se vuelve intolerable para Dysart, el cual sólo puede “emparchar” la psiquis sin jamás llegar al meollo del problema por la vieja paradoja humana de autotrazarse una utopía de verdad sin tener las herramientas para materializarla.
Se nota mucho la experiencia tanto de Burton como de Firth interpretando a sus respectivos personajes en la obra teatral original, ya que ambos actores ofrecen un desempeño supremo que se ubica fácil entre lo mejor de sus trayectorias (a la intensidad símil huracán del amigo Richard se suma lo jugado de los desnudos frontales de Firth, toda una rareza para el cine mainstream de aquella época y en buena medida para el de nuestros días, mucho más reaccionario y nulo a nivel de la representación de los cuerpos en pantalla). Fiel a su estilo hiper realista y honesto, Lumet metamorfosea el sustrato abstracto general de las tablas, donde los equinos eran representados con hombres musculosos con máscaras de impronta tribal, y sobre todo apuesta por la brutalidad de los efectos especiales a la hora de retratar visualmente el clímax de la epopeya, el horroroso ataque a los animales, sin duda una de las secuencias más difíciles y vehementes de la historia del cine estadounidense y del Nuevo Hollywood de los 70, cargada de una fogosidad que evita el surrealismo -apenas algo de gore y de manipulación de la fotografía por parte de Oswald Morris- con el objetivo de comparar la frialdad del análisis psiquiátrico y el frenesí psicopático/ místico/ ecológico/ gay del chico. La película examina por un lado la derrota de la ciencia humana, atrapada en su soberbia y triste mesianismo en pos de controlarlo y conocerlo todo, y por el otro el auge de lo que podríamos definir como instituciones y prácticas de sedación social, léase esas estatales y privadas de todos los ámbitos obsesionadas con eliminar el dolor -precisamente, la principal señal de que estamos vivos- para suplantarlo por una vacuidad consuetudinaria en la que la fastuosidad del delirio creador -uno que surge hasta de la ortodoxia vulgar y la pobreza- brilla por su ausencia y nos convierte en autómatas sin lujuria o verdadera alma…
Equus (Estados Unidos/ Reino Unido, 1977)
Dirección: Sidney Lumet. Guión: Peter Shaffer. Elenco: Richard Burton, Peter Firth, Colin Blakely, Joan Plowright, Harry Andrews, Eileen Atkins, Jenny Agutter, Kate Reid, John Wyman, Elva Mai Hoover. Producción: Elliott Kastner y Lester Persky. Duración: 137 minutos.