2x1 de Kihachi Okamoto

Lo tétrico y lo irónico

Por Emiliano Fernández

A pesar de que Kihachi Okamoto comenzó a trabajar en el período de oro del cine japonés, las décadas del 50 y 60, etapa en la que también realizó sus mejores películas, no se lo puede agrupar en ninguna de las dos principales/ más conocidas vertientes del séptimo arte nipón de posguerra, ni en el humanismo de Akira Kurosawa, Masaki Kobayashi, Kenji Mizoguchi y Yasujirô Ozu ni en el existencialismo de aquella Nueva Ola Japonesa de Shohei Imamura, Nagisa Ôshima, Kaneto Shindô y Hiroshi Teshigahara, entre otros, algo así como los dos grandes grupos que desde la mirada algo reduccionista de Occidente se construyeron para categorizar a los distintos directores de aquellos años. Okamoto en realidad era un artesano como tantos otros de su época que se paseó por todos los géneros habidos y por haber y que tomó las obsesiones del primer colectivo, la Segunda Guerra Mundial y la cultura japonesa, para analizarlas desde la mordacidad más o menos solapada del segundo colectivo, aunque por supuesto amparándose muchísimo más en los engranajes del cine de género y sus diversas variaciones sobre los mismos ejes retóricos irrenunciables. Como el mejor Kurosawa y el mejor Kobayashi trabajando en el terreno del cine histórico, Okamoto logró destacarse sobre todo gracias a dos epopeyas de samuráis que resultan prácticamente opuestas en términos de pulso narrativo aunque muy similares en materia de su porfiado afán de desarmar los latiguillos que guiaban a las películas de acción niponas de entonces, hablamos de The Sword of Doom (Dai-bosatsu Tôge, 1966) y Kill! (Kiru, 1968), la primera de tono serio hasta la médula y proponiendo el derrotero de un guerrero sociópata imprevisible y la segunda funcionando como una suerte de sátira de los films de samuráis en general y de las primeras colaboraciones entre Kurosawa y Toshirô Mifune: con vistas a cubrir el inusual rango del director y guionista, y asimismo a modo de excusa para pensar los dos núcleos fundamentales del género de los espadachines errantes, léase la violencia apenas contenida y el duro código de honor, en las siguientes líneas analizaremos ambos opus de manera detallada, ejemplos rotundos de cómo se pueden deconstruir con talento y sin problema formal alguno los mitos sociales, culturales y artísticos desde el séptimo arte más popular y el sistema de estudios, aquí con el realizador amparado por nada menos que la Toho Co., Ltd., la productora y distribuidora más poderosa del Japón. Ya sea apostando a la exuberancia cruenta de The Sword of Doom o a las hipérboles y enredos argumentales de Kill!, Okamoto le pegó duro y parejo a la sociedad japonesa por elevación -desde un pasado que reemplaza al presente- con la meta de desnudar las miserias de un nacionalismo y de unas frustraciones bélicas que luego de la derrota en la Segunda Guerra Mundial tomaban la forma de excesos violentos y un código ético hipócrita, características que en buena medida se extienden hasta nuestros días bajo nuevas costumbres y obsesiones.

 

 

The Sword of Doom (Dai-bosatsu Tôge, 1966):

 

The Sword of Doom (Dai-bosatsu Tôge, 1966) no sólo es una de las mejores películas de samuráis o chambara y uno de los mejores exponentes de los dramas de época japoneses o jidaigeki sino también uno de los films más memorables de la historia del séptimo arte que no tengan un final o “cierre discursivo” propiamente dicho, no por las razones clásicas, léase falta de presupuesto, pelea entre miembros varios del equipo o un contexto histórico/ social que genere problemas en este o aquel sentido, sino por el simple hecho de que la propuesta se pensó desde el vamos como el primer capítulo de una trilogía de realizaciones que cubriesen la monumental novela homónima de 41 volúmenes de Kaizan Nakazato centrada en el Período Edo (1603-1868), aquella etapa del devenir del Japón que va desde el Shogunato Tokugawa hasta la Restauración Meiji, lo que equivale a decir que se pasa de un régimen de gobierno basado en las figuras del shôgun y los señores feudales o daimios a un sistema político sustentado en un emperador que hasta ese momento no contaba con la verdadera supremacía porque ésta recaía en el daimio más poderoso, el shôgun, así con la desaparición del feudalismo se pasa paulatinamente a una sociedad de economía capitalista e influencias occidentales luego de una suerte de guerra civil entre los partidarios del fin del Shogunato Tokugawa/ defensores de las reformas y las fuerzas leales al régimen de salida, sobre todo el Shinsengumi, una elite paramilitar-policial situada en Kioto y utilizada para reprimir a todos los enemigos revolucionarios. El film, dirigido por Okamoto y escrito por Shinobu Hashimoto, colaborador habitual de Masaki Kobayashi y Akira Kurosawa, entre otros, transcurre en medio de este particular vendaval de acontecimientos y se concentra en un samurái psicópata de pocas palabras, Ryunosuke Tsukue (Tatsuya Nakadai), que suele entregarse a distintos actos de crueldad con una mirada perdida que parece traslucir una locura relativamente tranquila y hasta a veces coherente, hombre que al comienzo del relato mata en la cima del Monte Daibosatsu a un peregrino anciano (Kamatari Fujiwara) que viajaba con su bella nieta, Omatsu (Yôko Naitô), una joven que a su vez queda al cuidado y es adoptada tácitamente por un ladrón ambulante que la descubre llorando ante el cadáver de su abuelo, Shichibei (Kô Nishimura). A pesar de no ser un hombre mayor y de su carácter amoral, siempre tendiente a no mostrar emoción o apego alguno para con quienes lo rodean, Ryunosuke es un maestro con la espada -respetado y temido por todos- y está próximo a participar en un torneo comunal en el que se enfrentará con Bunnojo Utsuki (Ichirô Nakatani), un pobre sujeto que necesita sí o sí ganar para ascender en su clan y convertirse en instructor, lo que le traerá bonanza a su familia. Frente a Tsukue se aparece la esposa de Utsuki diciendo que es su hermana, Ohama (Michiyo Aratama), para pedirle que se deje ganar como favor a Bunnojo, sin embargo Ryunosuke sólo accede a perder cuando la mujer se acuesta con él en un molino, algo de lo que el otro combatiente se entera y por ello decreta el divorcio en los momentos previos a la pelea, esa que pasa de ser parte de un torneo a convertirse en un duelo personal entre los dos hombres. Cuando el juez dictamina un empate porque ambos espadachines no hicieron movimiento alguno, Utsuki intenta una estocada ilegal y Tsukue lo frena con su bokken -sable de madera de práctica- vía un golpe mortal en la cabeza. Ohama, sin tener a donde ir, decide ganarse la confianza de Ryunosuke avisándole sobre el ataque en plan de venganza que le espera por parte de los miembros del clan del finado, a los que masacra con su katana mediante un muy inusual estilo de combate. Pasan dos años y el protagonista tiene un bebé con la fémina, se sumerge en el sake y se une al Shinsengumi llevando a cabo diversos asesinatos en nombre del Shogunato Tokugawa y a expensas del líder Kamo Serizawa (Kei Satô, actor histórico de Kobayashi, Kaneto Shindô, Hiroshi Teshigahara y Nagisa Ôshima, entre otros). Mientras Shichibei trata de asegurarle un futuro próspero a Omatsu y hasta debe salvarla de una pérfida mujer que la vende como mercancía a un burdel de cortesanas o la entrega a algún que otro daimio que gusta de atormentar y violar a sus concubinas, Ryunosuke deberá hacer frente a la amenaza permanente que representa el hermano de Bunnojo, Hyoma Utsuki (Yûzô Kayama), un hombre enamorado de Omatsu -por más que la vio sólo una vez- y consagrado a la eventual revancha contra Tsukue, para lo cual se está entrenando con el único maestro samurái con la sabiduría necesaria para enseñarle a derrotar al tremendo psicópata de turno, Toranosuke Shimada (el enorme Toshirô Mifune, actor fetiche de la primera etapa de la carrera de Kurosawa y uno de los intérpretes japoneses más famosos en todo el globo), veterano pro reformas que se despacha a un pelotón del Shinsengumi de Serizawa frente a los ojos cada vez más temerosos de un Ryunosuke que incluso debe sobrellevar un intento de asesinato de Ohama, quien lo odia y lo culpa con razón de todas sus desgracias y por ello la atraviesa con su katana en el hermoso jardín nevado del hogar compartido. Okamoto demuestra una maestría sin igual tanto en las típicas escenas de combate de un hombre -en este caso, Tsukue o Shimada- contra un pequeño ejército de enemigos a discreción como en lo referido al minimalismo terrorífico de Ryunosuke cuando debe cargarse a un contrincante solitario, destacándose especialmente la secuencia del torneo del inicio y la diminuta contienda entre el samurái desquiciado y un Hyoma que aún no sabía que ese señor es el mismo que mató a su hermano debido a que utiliza un seudónimo, Yoshida Ryutaro (el hombre se aparece en el enclave de Toranosuke para buscar a su posible acechante en pos de desquite familiar, pero tampoco logra identificarlo en una situación plena de desconocimiento mutuo). Recurriendo a una maravillosa puesta en escena general, una fotografía sublime por parte de Hiroshi Murai, agraciados chispazos musicales de Masaru Satô -uno de los compositores más prolíficos de la historia del cine nipón- y una generosa dosis de gore que hasta incluye manos cortadas y caras bañadas de hemoglobina, el realizador arrima el convite en su conjunto hacia lo que podríamos definir como un majestuoso estudio/ análisis en torno a la crueldad, tanto la patológica individual de Ryunosuke, quien mata a ancianos, chantajea a mujeres por sexo o revienta la cabeza de maridos cornudos, como la institucional correspondiente a las luchas de poder entre los conservadores y los reformistas dentro del ponzoñoso Shogunato Tokugawa, simbolizadas por supuesto en Serizawa, algo así como el “manejador” de un Tsukue que en gran medida se mueve como su sabueso o sicario personal, y en Okinu (Atsuko Kawaguchi), esa mujer a la que nos referíamos anteriormente y que denota el pragmatismo maquiavélico de cierta parte de la población durante el Período Edo, a quien Shichibei le confía a Omatsu para que la cuide a cambio de dinero aunque la susodicha lo único que quiere es sacársela de encima, primero entregándosela al daimio abusón y luego vendiéndola a un hombre de Kyoto que la condena a trabajar en un lujoso lupanar, con la chica eventualmente decidiendo convertirse en cortesana u oiran. El guión de Hashimoto expande lo que podría haber sido una clásica historia de venganza para sopesar las consecuencias de la violencia a lo largo del tiempo mediante las figuras de Omatsu, cuya pérdida de su “virtud” e idas y vueltas existenciales/ contextuales/ anímicas corren en paralelo al devenir principal del protagonista, y del propio Ryunosuke, un sociópata con todas las letras prácticamente incapaz de sentir algo por alguien, un personaje que sin embargo está sutilmente matizado dentro del relato mediante la escena en la que salva a su vástago deteniendo a una Ohama que pretendía asesinarlo y luego suicidarse y a través de esa conversación que tiene con la fémina en la que revela que su fetiche con la katana viene de su padre y que incluso probó con la música vía la flauta de bambú de su progenitor, al cual eventualmente abandonó así como abandona a su hijo a posteriori de matar a Ohama. El extraordinario desenlace, una carnicería motivada por la idea de los subalternos de Serizawa de eliminarlo a él y a un Tsukue que ya los había hastiado con su independencia francamente imprevisible, por un lado deja abierta la historia de amor entre Hyoma y Omatsu -a la par del afán de revancha del hombre y el vínculo semi filial de la muchacha con el afable y pícaro eterno de Shichibei, a quien llama “tío”- y por el otro lado cierra toda la andanada de homicidios de un Ryunosuke que, como tantos otros adalides del pasado que parecían a priori imbatibles, termina encontrándose con la parca de la mano de docenas y docenas de samuráis deseosos de materializar esta especie de Golpe de Estado dentro del Shinsengumi, con el insólito remate adicional del encuentro entre Omatsu y el asesino de su abuelo en el prostíbulo y la súbita efervescencia histérica del hasta entonces apacible Tsukue bajo el aparente influjo de los fantasmas de aquellos a los que asesinó, quienes lo condenan a seguir abalanzándose contra sus colegas paramilitares y así encontrar su muerte en medio de un proceso de desgaste que finaliza con una legendaria imagen congelada de este perro rabioso moribundo, feroz y sacrificado a muy duras penas.

 

The Sword of Doom (Dai-bosatsu Tôge, Japón, 1966)

Dirección: Kihachi Okamoto. Guión: Shinobu Hashimoto. Elenco: Tatsuya Nakadai, Michiyo Aratama, Toshirô Mifune, Yûzô Kayama, Kô Nishimura, Ichirô Nakatani, Yôko Naitô, Kei Satô, Atsuko Kawaguchi, Kamatari Fujiwara. Producción: Sanezumi Fujimoto, Konparu Nanri y Masayuki Satô. Duración: 120 minutos.

 

 

Kill! (Kiru, 1968):

 

Ya para fines de la década del 60 el cine de samuráis o chambara estaba tan desarrollado a escala retórica y era tan conocido que acumulaba a ojos del público oriental y occidental, sobre todo cortesía de la popularidad de las películas que el mítico Akira Kurosawa había filmado con Toshirô Mifune, diversos latiguillos y estereotipos que resultaban fácilmente reconocibles como por ejemplo el rônin siempre errante o samurái sin amo que recorría las zonas bucólicas, el estricto código de lealtad y honor que regía su vida, conocido como bushidô, y los trabajos mercenarios y/ o de sicariato que debía aceptar en el contexto del Período Edo tardío, cuando el Shogunato Tokugawa fue dejando paso a la Restauración Meiji y de a poco las milicias particulares de los daimios/ señores feudales ya no resultan necesarias ante la modernización, occidentalización y unificación administrativa del Japón en medio de las luchas entre los conservadores, deseosos de mantener intacto el poder y la figura del shôgun, y los reformistas o revolucionarios, aquellos que de una forma u otra decantarían en una fuerza heterogénea proclive a devolverle el poder real al emperador en medio de disputas y diferentes posiciones en lo que atañe tanto a las caprichosas divisiones territoriales que imponían los daimios como a la insistente política de aislamiento con respecto a Occidente, nacionalismo ortodoxo mediante. Todo este proceso histórico vio convertirse a los samuráis primero en rônins, cuando eran despedidos por el daimio por su inutilidad en el contexto de un Estado moderno centralizado con policía oficial o debido a la ruina o caída en desgracia del señor feudal en función de refriegas intestinas de la clase dirigente, y a posteriori en yakuzas, en términos prácticos bandas paramilitares que en un principio ofrecían protección a cambio de comida y privilegios varios hasta eventualmente transformarse en las mafias modernas que todos conocemos a partir de las postrimerías del Siglo XIX y los comienzos del Siglo XX, controlando en buena medida rubros tales como el lavado de dinero, el narcotráfico, las apuestas, la prostitución organizada, el tráfico de armas, el contrabando, la extorsión política y hasta sectores del mercado inmobiliario. Que Okamoto, quien ya tenía probada experiencia en distintas variantes de la comedia, haya elegido adaptar una novela de Shûgorô Yamamoto en ocasión de Kill! (Kiru, 1968) no es precisamente una causalidad ya que hablamos del mismo escritor que Kurosawa adaptó en Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô, 1962), una referencia fundamental del film que nos ocupa, amén del hecho de que Kurosawa verdaderamente tenía en muy alta estima a Yamamoto como lo demuestran sus otras dos y recordadas traslaciones a la gran pantalla de trabajos literarios del autor, Barbarroja (Akahige, 1965) y Dodes’ka-den (1970). Aquí Okamoto juega a conciencia con los engranajes paradigmáticos de la autoparodia más sutil y sardónica, esa que ironiza en torno a clásicos del chambara y el cine de aventuras en general como Los Siete Samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), La Fortaleza Oculta (Kakushi-toride no San-akunin, 1958), Yojimbo: El Guardaespaldas (Yôjinbô, 1961) y la citada Sanjuro, aunque sin jamás perder de vista que el tono mayormente serio también tiene que ser un ingrediente crucial en la mixtura para poder balancear la delicada caricaturización de los personajes, idearios y situaciones, por un lado, y la energía narrativa más presurosa y despampanante, por el otro lado, esquema que por cierto no esconde para nada la enorme influencia de los derroteros tragicómicos de aquellos antihéroes y villanos del spaghetti western europeo y de la Trilogía del Dólar de Sergio Leone en concreto, protagonizada por Clint Eastwood y compuesta por Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), Por unos Dólares más (Per Qualche Dollaro in più, 1965) y El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966). Así como el spaghetti ridiculizaba a los westerns clásicos de la primera mitad del Siglo XX y la pátina de barniz sobre los mitos en torno a la construcción nacional norteamericana, los colonos y las poblaciones indígenas, el ejercicio burlón de Kill!, por su parte, trabaja no tanto de manera directa sobre el chambara -a fin de cuentas se nota muchísimo el respeto que Okamoto le tenía al genial Kurosawa- sino sobre el conservadurismo de la sociedad japonesa a nivel conceptual y en especial su apego a los rituales y la fanfarria decadente del honor, con el mismo bushidô como ejemplo máximo de esa hipocresía estándar de cualquier comunidad humana del globo y de la vieja propensión a decir una cosa y hacer otra, léase vanagloriarse de supuestos ideales éticos elevados para después terminar cayendo en las bajezas, corrupciones, traiciones y miserias egoístas de prácticamente cualquier otro mortal de rostro brillante y capas internas envilecidas o maquiavélicas (en el Japón el asunto era aún más trágico porque luego de la derrota en la Segunda Guerra Mundial y la ocupación estadounidense sobre todo el país, esa que finaliza en los primeros años de la década del 50, la clásica moral inflada chauvinista de los nipones estaba por el subsuelo y ya no había demasiado ímpetu para andar defendiendo los valores tradicionales de la lealtad y la honestidad, sin duda los blancos principales de los dardos que lanza el guión de Akira Murao y el propio realizador). La historia en sí es minúscula y da muchas e imaginativas vueltas alrededor del encuentro y la amistad de dos vagabundos hambrientos en la región de Joshu durante marzo de 1833, Hyôdô Yagenta alias Genta (Tatsuya Nakadai), un ex samurái reconvertido en yakuza menesteroso que vaga en busca de comida después de abandonar su clan -dos años atrás- al cansarse de lleno de las batallas interminables por el poder, y Hanjirô Tabata alias Hanji (Etsushi Takahashi), un ex campesino que anhela con fervor transformarse en samurái porque -también dos años en el pasado- vio morir a agricultores como hormigas cuando osaron rebelarse contra el daimio de turno, por ello vendió sus tierras y con el dinero compró un par de katanas para recorrer el Japón en busca de una autoridad que lo convierta en un miembro más de la clase social militar. Ambos son testigos de las reyertas fratricidas dentro del clan del señor feudal que gobierna la región, Sachu Mizoguchi (Ryôsuke Kagawa), y así éste termina asesinado por un grupo de siete samuráis que lo acusan de corrupto e ineficiente, camarilla comandada por Tetsutarô Oikawa (Atsuo Nakamura) y actuando bajo el amparo tácito del chambelán Tamiya Ayuzawa (Shigeru Kôyama), quien luego del Golpe de Estado traiciona a su tropa en su conjunto para hacerse con el poder él solito primero mandando a unos 30 samuráis leales para matar a los siete sicarios, con su sobrino Kinsaburo Ayuzawa (Susumu Kurobe) a la cabeza, y a posteriori haciendo lo propio con otra tanda de asesinos, ahora hombres comunes al servicio del mandamás Jurota Arao (Shin Kishida), que se dedican a acribillar a ambos bandos con mosquetes mientras los siete samuráis originales son asediados insistentemente por los 30 en una fortaleza fronteriza inhóspita en lo alto del Monte Toride, masacre/ estrategia de Tamiya que tiene por objetivo último sacarse de encima a toda la clase militar para concentrar el poder económico, político y doctrinario en su persona a espaldas de la endeble administración estatal unificada, el Shogunato Tokugawa, ese que de enterarse podría sancionarlo o anular por completo su flamante hegemonía. Okamoto combina magistralmente las intrigas ad infinitum, las escenas de acción, la vehemencia de los personajes, la farsa alrededor del bushidô y hasta aquel gore de The Sword of Doom (Dai-bosatsu Tôge, 1966), recargado desde ya de extremidades cortadas, rostros tapados de sangre y muchos gritos de dolor; asimismo exprimiendo con gran sentido de la oportunidad la simpatía del veterano Genta de Nakadai, colaborador legendario de Kurosawa, Masaki Kobayashi y Hiroshi Teshigahara y ya visto en The Sword of Doom como el cabizbajo y tétrico Ryunosuke Tsukue, y la ingenuidad del hilarante Hanji de Takahashi, otro muy buen actor que ayuda a mantener equilibrada a la faena con elementos suficientes tanto del drama como de la comedia. En un clara relación de complementariedad que juega con la paradoja de fondo, Genta quisiera la vida relativamente apacible que antes tenía el campesino Hanji y éste en cambio desea empoderarse convirtiéndose en un samurái que inspire miedo y respeto entre el vulgo, por ello mismo cuando Tabata cae bajo la órbita de un Ayuzawa que promete hacerlo guerrero oficial no consigue matar a Yagenta por el simple hecho de que el susodicho es una fuente inagotable de sabiduría acerca de lo que implica la vida que tanto anhela pero poco comprende, la de los samuráis o esbirros represivos, razón por la cual Oikawa y los suyos también permiten su ayuda/ consejos en la lucha contra el traicionero Tamiya cuando Genta reconoce en los acontecimientos presentes un duplicado de aquellos que lo llevaron a abandonar la milicia, momento en el que mató a su mejor amigo en el calor de las batallas intra clan por la horrenda “obediencia debida” a sus superiores. Más allá de todos estos espejos invertidos y el irónico proceso de aprendizaje existencial de un Hanji que termina renunciando a sus pretensiones al deducir que -como decía Genta, precisamente- la vida de los samuráis es pura hipocresía y traiciones que sólo benefician a los poderosos, el director hace un uso maravilloso de la fotografía hiper precisa de Rokurô Nishigaki y de la estupenda música de Masaru Satô, cercana a la picardía elegíaca de Ennio Morricone y calzando perfecto en una película muy perspicaz que subraya cuánto hay que mentir a veces para que se acaben las mentiras, justo como hace Yagenta en el desenlace cuando luego de ser torturado/ golpeado a lo Yojimbo: El Guardaespaldas consigue matar a Ayuzawa y engañar a sus secuaces con un festival improvisado de campesinos que por unos instantes son confundidos con tropas del gobierno central. El remate a su vez sintetiza el planteo retórico de barricada del convite, con el anciano chambelán opuesto a Tamiya, el “loco lindo” con mentalidad semi proletaria Hyogo Moriuchi (Eijirô Tôno), liberando a las prostitutas del burdel local al pagar sus deudas y haciendo que Hanji las escolte hasta sus hogares, una procesión de excluidos en la que se reúnen los dos amigos hambrientos de antaño nuevamente al margen de cualquier lucha de poder entre los oligarcas y velando por sus propios intereses y desde su propia ideología, sin caer en las garras de las herramientas estupidizantes por antonomasia de las que se suelen servir las cúpulas institucionales para mantenerlos lobotomizados y sumisos, dentro del andamiaje narrativo el sake y las mujeres.

 

Kill! (Kiru, Japón, 1968)

Dirección: Kihachi Okamoto. Guión: Kihachi Okamoto y Akira Murao. Elenco: Tatsuya Nakadai, Etsushi Takahashi, Shigeru Kôyama, Eijirô Tôno, Shin Kishida, Atsuo Nakamura, Ryôsuke Kagawa, Susumu Kurobe, Yuriko Hoshi, Tadao Nakamaru. Producción: Tomoyuki Tanaka. Duración: 115 minutos.