Trilogía del Doctor Mabuse de Fritz Lang

Los alcances del control

Por Emiliano Fernández

El aparato productivo hollywoodense, dominante en mayor o menor medida desde que el cine se transformó en una industria considerable a comienzos del Siglo XX, siempre tendió al maniqueísmo de los buenos muy buenos y los malos muy malos aunque sin desconocer que la película de género de turno depende de manera crucial de la estampa memorable del villano, incluso en muchas ocasiones prestándole muchísima más atención al rival del héroe porque el público masivo adora que lo sermoneen con las acciones y palabras del paladín pero en el fondo pretende mandar a la sociedad al demonio y simplemente pasarse al bando del bellaco, a todas luces mucho más divertido especialmente en los exponentes del folletín de tiempos remotos, el gran modelo del cine de género posterior. Esta preocupación por la psicología y verosimilitud de los villanos, siempre delineados como una inversión lógica de los valores de los campeones del orden y la ley, tiene que ver con la paradoja esencial de las faenas de género en materia de ser conservadoras -los buenos en la ficción ganan, es indudable, pero no en la realidad mundana- y sutilmente disruptivas en lo que atañe a esta romantización del villano a lo apología del delito, un concepto/ recurso que en esencia nace durante aquel mínimo período de furor popular alrededor de la figura de los supervillanos de las décadas del 10 y el 20 del Siglo XX, cuando aparecieron textos y films centrados en señores de gran inteligencia y fines para nada nobles que funcionaban como un espejo semi paródico de los jerarcas políticos, sociales y militares que hicieron posible el infame Nuevo Imperialismo (1870-1914), una etapa que se extiende entre la Guerra Franco-Prusiana y el inicio de la Primera Guerra Mundial con el Reparto de África como ejemplo máximo de la competencia demencial de la lacra europea por expandir su influencia en todo el planeta. Uno de los villanos primordiales del período fue el Doctor Mabuse, la criatura de Norbert Jacques inspirada tanto en el personaje titular de El Gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), de Robert Wiene, como en la tradición de otros genios maléficos del ecosistema literario que saltaron a la gran pantalla, por ejemplo Fantômas, de Marcel Allain y Pierre Souvestre, Svengali, de George du Maurier, y Fu Manchú, de Sax Rohmer, entre muchos otros. Fritz Lang fue el realizador y guionista que adaptó las andanzas del doctor en tres películas hoy míticas que nos sirven para retratar la génesis de los villanos cinematográficos modernos y para analizar los vaivenes idiosincrásicos de Alemania y especialmente la carrera del propio realizador, El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922), El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933) y Los 1000 Ojos del Dr. Mabuse (Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, 1960), última película de Lang y origen de una saga independiente que abarcó films variopintos, siempre bajo la batuta del productor Artur Brauner y con un elenco reincidente, en sintonía con En la Red de Acero del Dr. Mabuse (Im Stahlnetz des Dr. Mabuse, 1961), opus de Harald Reinl, Las Garras Invisibles del Dr. Mabuse (Die Unsichtbaren Krallen des Dr. Mabuse, 1962), también de Reinl, El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1962), de Werner Klingler, Scotland Yard Persigue al Dr. Mabuse (Scotland Yard Jagt Dr. Mabuse, 1963), de Paul May, Los Rayos de la Muerte del Dr. Mabuse (Die Todesstrahlen des Dr. Mabuse, 1964), del argentino Hugo Fregonese, y La Venganza del Doctor Mabuse (Dr. M schlägt zu, 1972), del tremendo Jesús Franco, todos por cierto trabajos muy pobres entre los que se destaca el valor anecdótico de El Testamento del Dr. Mabuse, una remake del clásico de los años 20 que hasta pretende incluir ingredientes de secuela camuflada. Amén de intentonas futuras en lo referido a revitalizar al personaje a ojos de un nuevo público que no lo conoce, en sí cuatro películas que no vio casi nadie porque siguen palideciendo frente a lo hecho por Lang, Doctor Mabuse (20913), telefilm de Ansel Faraj, más dos corolarios también del norteamericano Faraj, Doctor Mabuse: Etiopomar (2014) y Las Mil y una Vidas del Doctor Mabuse (The Thousand and One Lives of Doctor Mabuse, 2020), y aquella inexplicable Dr. M (1990), sin duda una de las peores y más delirantes propuestas de Claude Chabrol, un siglo después el archivillano continúa pegado en la memoria cinéfila a las tres epopeyas originales del amigo Fritz, obras de una riqueza suprema que se pasea entre la República de Weimar, el Tercer Reich y la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, fases del estrafalario derrotero de Alemania a lo largo de la última centuria del milenio pasado. Mabuse, que nace como un ser humano de carne y hueso y de a poco se transforma en un símbolo por el cual luchar y aterrorizar al vulgo y al Estado, representa la fascinación escalonada del bípedo moderno con las herramientas de control y su alcance en la praxis cotidiana, algo que va desde la ingenuidad del hipnotismo y los disfraces hasta desembocar en una red mafiosa aceitada basada en la manipulación a través del psicologismo barato, la vigilancia tecnológica y la información que se extrae de ella, por ello el doctor no ha perdido vigencia en un Siglo XXI donde el dominio se ejerce a la distancia mediante la indexación de datos y el chantaje político y económico a gran escala.

 

El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922):

 

Si bien El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922) no es estrictamente uno de esos seriales tan de moda durante la etapa muda del séptimo arte, como por ejemplo los tres más famosos del maestro Louis Feuillade, léase Fantômas (1913), Los Vampiros (Les Vampires, 1915) y Judex (1916), a decir verdad por un lado respeta en gran medida aquella estructura fragmentaria en caso de que el distribuidor, la sala de exhibición y/ o el proyectorista de turno quisiesen subdividir la faena a su gusto y conveniencia, aquí dos capítulos explícitos, Primera Parte: El Gran Jugador- Retrato de una Época (Der Große Spieler: Ein Bild der Zeit) y Segunda Parte: Infierno- Un Juego de Gente de Nuestro Tiempo (Inferno: Ein Spiel von Menschen unserer Zeit), a su vez repartidos en seis actos para cada película y sumando en total 271 minutos o cuatro horas y media en la versión alemana original, y por el otro lado el film de Lang efectivamente arrastra diversos problemas de los seriales silentes vinculados con un exceso de subtramas, unas cuantas escenas redundantes, algunos “puntos muertos” narrativos, diálogos demasiado sobreexplicativos y por supuesto la paradigmática desconexión del formato en materia del malabarismo entre las diferentes criaturas, escenas y planteos retóricos que desfilan por la pantalla a lo largo de un metraje tan voluminoso. El director y guionista, aquí trabajando con una Thea von Harbou que pronto sería su esposa y con la que ya había colaborado en dos realizaciones olvidables, La Imagen Errante (Das Wandernde Bild, 1920) y Cuatro alrededor de una Mujer (Vier um die Frau, 1921), y en una joya suprema de la fantasía y el horror, Las Tres Luces (Der Müde Tod, 1921), no está tan interesado, como se suele decir de manera retrospectiva, en la naturaleza corruptora del poder porque dicho esquema discursivo implica un trasfondo utópico empardado a una ingenuidad innata del ser humano que se ve violentada por la influencia plutocrática y/ o caníbal de la sociedad, en todo caso la propuesta de Lang es muchísimo más nihilista y agresiva a escala ideológica ya que el cineasta da por sentado el hecho de que la maldad es inmanente a los bípedos, algo enraizado en su quid idiosincrásico, y no un agente corruptor externo que opera sobre esa inocencia ancestral de las religiones más populares, de allí que el villano del título no sea precisamente una excepción dentro de una comunidad delirante con una imagen quimérica de sí misma sino su exponente máximo, sujeto que exacerba la perversidad sobredesarrollada de hombres y mujeres al punto de fetichizarla como voluntad de poder independiente o misión tácita que justifica su sed de manipulación y control en tanto objetivo/ anhelo/ deseo autónomo y sobre todo coherente con un cimiento esencial envilecido. Como todos los seriales y semi seriales de la época, la historia da mil vueltas y presenta un enorme volumen de personajes pero su núcleo es inamovible y muy sencillo, en esta ocasión girando alrededor del Doctor Mabuse (el incomparable Rudolf Klein-Rogge), un psicólogo y genio criminal que construye planes maquiavélicos e hiper minuciosos en los que utiliza su talento para la hipnosis, los disfraces y el liderazgo con vistas a especular en la bolsa de valores, encomendarle a uno de sus secuaces, Hawasch (Károly Huszár), una operación de falsificación de billetes con ciegos esclavizados y sobre todo expoliar de sus ganancias a distintos jugadores compulsivos de los garitos de Berlín, de hecho como Edgar Hull (Paul Richter), vástago de un industrial millonario al que sugestiona para que pierda y después hace matar en una emboscada con la ayuda de una bella cómplice, Cara Carozza (Aud Egede-Nissen), bailarina que está enamorada de él y a la que trata como una especie de espía/ prostituta a su servicio, ejecución que por cierto tiene que ver con la ayuda que el tal Hull le estaba brindando al némesis del doctor, Von Wenk (Bernhard Goetzke), fiscal que le sigue la pista en función del tendal de los estafados/ hipnotizados que pululan en las salas de juego. La primera parte en sí funciona como un extenso prólogo que presenta los personajes principales y la retahíla de secundarios, en sintonía con el matón tontuelo Pesch (Georg John), el sirviente adicto a la cocaína Spoerri (Robert Forster-Larrinaga) y el chofer y sicario Georg (Hans Adalbert Schlettow), precisamente el verdugo de Hull, y termina de redondear el nudo del relato al introducir el “personaje puente” de la Condesa Dusy Told (Gertrude Welcker), una aristócrata aburrida que Von Wenk utiliza para tratar de sacarle información a una Carozza encarcelada por su rol de entregadora en el asesinato de Hull, algo de lo que la noble desiste cuando descubre que la reclusa realmente siente amor por su ignoto mandamás en las sombras, ese Mabuse que eventualmente introduce veneno en su celda y la insta a suicidarse ante la posibilidad de que lo delate, orden cumplida a rajatabla por la mujer. Por supuesto que el protagonista se obsesiona románticamente con la asistente de alta alcurnia del esbirro de la ley, a la que conoce en una sesión de espiritismo, y por ello la secuestra y se ensaña por celos con el pelele de su marido, el Conde Told (Alfred Abel), primero destruyendo su reputación exhibiéndolo como un tramposo en el póker y luego condicionándolo a suicidarse, mientras se hace pasar por su psicoanalista, con una navaja de afeitar que recorre cruelmente su cuello. En lo que atañe a la segunda parte, ésta retrata el calvario del conde, como decíamos un saco de boxeo para las destrezas hipnóticas del villano, y los fallecimientos tras las rejas de Carozza y Pesch, este último ejecutado por un francotirador después de caer preso al fallar en un intento de matar al fiscal vía una bomba en su oficina. El tramo final de la narración no aminora el nivel de pirotecnia dramática polirubro, todo un latiguillo de la primera etapa del séptimo arte, y así nos topamos con otro intento de asesinato sobre el implacable Von Wenk, ahora hipnotizado por un Mabuse que se hace pasar por Sandor Weltmann, algo así como un proto ilusionista de influjo teatral, y por poco conduce al fiscal a caer con su automóvil desde un precipicio, lo que deja todo servido para el enfrentamiento final entre el mafioso, que pretende llevarse a la condesa en su fuga de Berlín, y el funcionario jurídico/ policial, quien termina de atar cabos porque ya sospechaba del doctor desde el suicidio del marido de la cautiva, por ello el reglamentario asedio sobre el aguantadero criminal es de lo más exagerado -un tiroteo en el que incluso participan soldados- y el protagonista huye a través de una alcantarilla que lo deja en el lúgubre taller de falsificación con los ciegos, donde enloquece ante los fantasmas de sus distintas víctimas y otras alucinaciones varias y es finalmente arrestado por Von Wenk luego de que Spoerri lo delatase. El Doctor Mabuse, al igual que las otras épicas de Lang, la aventurera y cuasi western de Las Arañas (Die Spinnen, 1919 y 1920) y la folklórica fantástica de Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1924), explora las ironías del destino, la naturaleza de la sordidez humana, el carácter efímero de la hegemonía y la idea insistente de los jerarcas, sean éstos de índole mundana o sancionados desde un armazón institucional u organizativo clásico, de imponer su parecer sobre tanto prójimos como subalternos en una jugada en la que la influencia se transforma en una compulsión que sigue los postulados de la vigilancia fetichizada y claustrofóbica, justo como aseverábamos al comienzo. Mediante animación, muchas superposiciones y una fotografía de contrastes muy marcados de neto corte expresionista, rubro que quedó a cargo de Carl Hoffmann, el director construye un retrato apocalíptico y muy grotesco de la miseria, desesperación e inestabilidad económica, política, cultural y colectiva/ comunitaria de esa República de Weimar (1918-1933) que se extendió entre la derrota germana en la Primera Guerra Mundial y el ascenso del nazismo al poder sobre todo sirviéndose discursivamente de la humillación por el Tratado de Versalles de 1919, aquella más que desafortunada imposición de los Aliados sobre Alemania de toda la responsabilidad simbólica/ ética del conflicto, amén de obligar al país a ceder territorios, desarmarse y pagar indemnizaciones siderales al bando triunfante, no obstante la película también capta muy bien el sentir de la época porque el chivo expiatorio utilizado por Adolf Hitler a la hora de identificar al “enemigo interno”, los judíos, ya está completamente delineado en la obra de Lang en nada menos que el protagonista del título, a todas luces un estereotipo hebreo que se aprovecha de los menesterosos, hace gala de su intelectualismo narcisista, pregona el psicoanálisis de Sigmund Freud y para colmo se enriquece con una especulación símil bancaria, en pantalla en la bolsa de valores aunque también los garitos metropolitanos, mientras adora dar una imagen de profesional burgués respetado por la clase alta y la aristocracia, suerte de nota al pie sobre la hipocresía y la autovictimización de los “elementos judaizantes” de la sociedad. De todos modos vale aclarar que el trasfondo antisemita de la epopeya está muchas veces compensado por los ataques implícitos a sus principales propulsores, una derecha xenófoba, nacionalista y heterogénea en la que saldría vencedora el líder máximo del Tercer Reich, de allí se entiende el constante acento de la trama sobre la capacidad de sugestión individual y masiva de un Mabuse que encanta a su público, lo manipula y en ocasiones lo lleva a la autodestrucción mediante enamoramiento o hipnosis o el viejo y querido carisma del caudillo, además del detalle ideológicamente contradictorio -otro rasgo típico del cine de Lang, las paradojas doctrinarias- de que el buen doctor también puede ser homologado a la Liga Espartaquista, un movimiento marxista y marginal dentro del convulsionado socialismo de aquella etapa histórica que despertó un enorme fanatismo y derivó en fracaso, algo reproducido en el relato de la mano del cenit, decadencia y crisis terminal del supervillano y su idéntica tendencia a autoexcluirse de la sociedad e incluso cortarse solo dentro del sindicato del hampa de Berlín. Sin ser perfecta por su impronta decididamente caótica y por momentos bastante excéntrica, repleta de idas y vueltas narrativas algo mucho innecesarias, la odisea delictiva que nos ocupa se sostiene especialmente por la imaginería deshumanizadora de Lang, un creador eximio en lo que a la construcción de paranoia y angustia se refiere, y por la apabullante labor de Klein-Rogge como el protagonista, intérprete de hierro que transmite la misma fortaleza en cada uno de los múltiples disfraces del doctor y en esa singularidad identitaria bien pérfida y egoísta, la original, que posiciona a nuestro personaje entre los mejores bellacos de la historia del cine.

 

El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, Alemania, 1922)

Dirección: Fritz Lang. Guión: Fritz Lang y Thea von Harbou. Elenco: Rudolf Klein-Rogge, Aud Egede-Nissen, Gertrude Welcker, Alfred Abel, Bernhard Goetzke, Paul Richter, Robert Forster-Larrinaga, Georg John, Hans Adalbert Schlettow, Károly Huszár. Producción: Erich Pommer. Duración: 271 minutos.

 

El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933):

 

Aquella polisemia interpretativa de El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922), al mismo tiempo desencadenando lecturas de derecha e izquierda y poniendo su granito de arena en la demonización de los judíos a través del personaje titular y sus planes criminales enrevesados, autojustificantes y de índole nietzscheana, en El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933) se transforma en una única óptica ideológica de horror ante el avance irrefrenable de la dictadura nazi, situación muy paradójica porque la guionista de cabecera de Lang, su esposa Thea von Harbou, era efectivamente partidaria de las huestes de Adolf Hitler y pareciera no haber entendido las semejanzas entre el líder máximo de los nacionalsocialistas y los planes maquiavélicos del archivillano en pantalla, ahora muchísimo más complejos y ambiciosos que simplemente especular en la bolsa de valores, robarle dinero a ludópatas del montón o motivar corridas inflacionarias llenando la economía alemana de billetes falsos. Lang venía de cuatro joyas coescritas con su mujer, la obra maestra de ciencia ficción Metrópolis (1927), la odisea de suspenso romántico Los Espías (Spione, 1928), la fantasía vanguardista La Mujer en la Luna (Frau im Mond, 1929) y el célebre thriller de asesino en serie M (1931), cuando se propone retomar el personaje de Mabuse y para ello vuelve a hacer exactamente lo mismo que hizo en ocasión del opus de 1922, en este sentido vale recordar que antes tomó nota de los pivotes de la novela del luxemburgués Norbert Jacques de 1921, aunque modificó un sinfín de detalles, situaciones y giros narrativos, y hoy se basa en un libro incompleto y posteriormente abandonado del escritor, La Colonia de Mabuse (Die Mabuse-Kolonie), para construir un relato a partir de su premisa básica, la presencia de un testamento símil manifiesto que inspira un nuevo orden delictivo del caos, lo que generaría una novela alternativa por parte de Jacques que se publicaría justo antes del estreno de El Testamento del Dr. Mabuse, aquella homónima de 1932. La realización que nos ocupa resulta muy importante por distintas razones, a saber: primero, porque llevaría aquel andamiaje del proto film noir -ya trabajado por el cineasta austríaco en El Doctor Mabuse, Los Espías y M– a niveles insospechados en función del proyecto criminal de fondo, como decíamos con anterioridad ahora volcado a la hipérbole e incluyendo la destrucción de cultivos, el envenenamiento del agua potable, la voladura de plantas químicas, la presencia de epidemias de diseño, el ataque a líneas ferroviarias y los infaltables robos, estafas y operaciones de falsificación, segundo, debido al hecho de que introduce en la saga un concepto muy importante dentro de toda franquicia, en la carrera de Lang y específicamente en la seguidilla de películas centradas en Mabuse, aquello de la reproducción del envilecimiento comunal mediante una dinámica que se ubica a mitad de camino entre la relación del discípulo y el maestro, por un lado, y la institucionalización tradicional mediante una jerarquía de posiciones inamovibles que ven pasar a los hombres designados para cada cargo, por el otro lado, y tercero, ya que precisamente fue la última película de Fritz rodada en Alemania en 26 años cortesía del delirante de Joseph Goebbels, el ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich (1933-1945), quien en una misma jugada prohibió de inmediato el film, porque dedujo que incitaba a alzamientos minoritarios desestabilizadores como los encarados por los acólitos del tremendo doctor, e invitó a Lang a hacerse cargo de Universum Film AG o UFA, el estudio cinematográfico más importante del país, lo que espantó al realizador y lo motivó a un exilio que empezó con Liliom (1934), una fábula fantástica olvidable craneada en Francia, y decantó en Furia (Fury, 1936), su estupendo debut hollywoodense en el drama criminal y génesis de una carrera de dos décadas en Estados Unidos. La faena no gira en torno al genio clandestino de antaño, Mabuse (vuelve el gran Rudolf Klein-Rogge en un cuasi cameo), hoy enloquecido y garabateando incoherencias que de a poco se convierten en el testamento del título cual manual para el terrorismo o la aniquilación de una ciudadanía enferma, sino alrededor de lo que sería su sombra discursiva tácita de segunda generación, nada menos que el director del manicomio donde está confinado, el Profesor Baum (Oscar Beregi Sr.), un desquiciado que sigue al pie de la letra los preceptos del doctor para establecer un “imperio del crimen” que entronice al temor, la violencia absurda y la anarquía política en tanto agentes comunales purificadores y también como expresiones por antonomasia de la voluntad de poder del criminal, el único verdaderamente libre en una sociedad de esclavos sumisos y patéticos. Una vez más la crónica en sí es microscópica y arranca con una locura inducida vía miedo sobre un tal Hofmeister (Karl Meixner), un ex policía que fue expulsado de la fuerza por aceptar un soborno de un falsificador de divisas y que pretendiendo congraciarse con su otrora mentor, el Inspector Karl Lohmann (Otto Wernicke), pasa cuatro días escondido en una imprenta de billetes apócrifos con la sola idea de descubrir al responsable de todo, no obstante antes de que pudiese comunicar a su jefecito de antaño el nombre en cuestión dos esbirros del susodicho le aplican el “tratamiento estándar” de la saga para el óbito en vida, esa demencia forzada mediante el pánico. Baum experimenta unas alucinaciones que le hacen creer que el espíritu de Mabuse controla su cuerpo y su mente y por ello utiliza la fama del psicólogo e hipnotista para imponerse como el jerarca de los sindicatos delictivos de Berlín, a los cuales unifica en una única entidad compartimentalizada con subdivisiones autónomas a las que encarga misiones independientes que abarcan desde operaciones para el financiamiento de la organización hasta una andanada de ataques para sembrar el terror colectivo, sin embargo el profesor debe hacer frente a los sucesivos inconvenientes que le plantean primero un colega psiquiatra, el curioso Doctor Kramm (Theodor Loos), quien es asesinado por un par de sicarios, Hardy (Rudolf Schündler) y Bredow (Oskar Höcker), porque descubre las semejanzas entre los escritos de Mabuse y el robo a una joyería con ampollas de gas, segundo un ingeniero, cómplice de Baum con problemas de consciencia y ex reo luego de haber matado a su novia y a su mejor amigo/ amante de la ninfa fallecida, Thomas Kent (Gustav Diessl), hablamos de un sujeto en esencia enamorado de una linda trabajadora de la oficina de empleo, Lilli (Wera Liessem), y por ello con muchas ganas de salirse de la mafia del profesor, y tercero el mismo Lohmann, ese personaje en la piel del extraordinario Wernicke que ya había aparecido en M y que en esta oportunidad llega rápido al nombre de Mabuse, gracias a un cristal grabado por Hofmeister antes de derrapar en la locura, aunque el asunto cae temporalmente en saco roto ya que la criatura de Klein-Rogge muere de improviso en el manicomio. El típico “deus ex machina” langiano aquí es doble y pasa por el reconocimiento callejero de una mujer luciendo uno de los collares del asalto a la joyería, Anna (Camilla Spira), la pareja del dandy experto en atracos Nicolai Griforiew (Hadrian Maria Netto), lo que genera un asedio policial sobre el aguantadero de la pandilla que a su vez se complementa con el improbable escape de Thomas y Lilli del nefasto destino que les tenía preparado Baum para que no lo delaten ante los esbirros de la ley, morir por una bomba en un cuarto cerrado, por ello el hombre inunda la habitación con el objetivo de que el agua aminore el generoso estallido. El inspector identifica la reacción de sorpresa del profesor cuando se topa en la comisaría con un Kent vivito y coleando, así concurre con el ingeniero al manicomio y halla el plan para incendiar una fábrica química, luego de lo cual se produce una persecución automovilística cuando el dúo improvisado ve a Baum en las inmediaciones y el supuesto fantasma de Mabuse conduce al psiquiatra hasta la celda de Hofmeister, a quien intenta asesinar pero es detenido por guardias/ enfermeros del lugar justo antes de reemplazar al otrora oficial de policía, ya curado de su demencia, como el nuevo enajenado del aparato público, todo frente a los ojos de unos desconcertados Lohmann y Kent. Si bien El Testamento del Dr. Mabuse mantiene ingredientes cruciales del film original de la década del 20, como el fetiche para con la sordidez del eje marginal/ capitalista/ estatal, esas superposiciones y fundidos para las ensoñaciones diurnas tétricas y un melodrama kitsch que toma la forma del hilarante -o quizás ridículo- amor entre Lilli y Thomas, la primera siempre solidaria y muy ingenua y el segundo un homicida histérico que siente pruritos morales, la faena asimismo profundiza el análisis de elementos apenas insinuados en el pasado y/ o incorpora otros cien por ciento nuevos, pensemos por ejemplo en el insólito sustrato cómico de Lohmann y su payasesco asistente, el avejentado Müller (Klaus Pohl), en el talante más mundano y menos adusto del inspector si lo comparamos con aquel Fiscal Von Wenk (Bernhard Goetzke) de El Doctor Mabuse, en una impronta narrativa general volcada al suspenso paranoico y bien estructurado en términos dramáticos en detrimento del relato coral redundante de decadencia social, económica y cultural del convite previo, en el reemplazo de la manipulación hipnótica de antaño por un código de silencio y obediencia en el hampa y por ese detalle fantástico de las alucinaciones del mandamás del manicomio, otro de los recursos ambiguos del cine de Lang que puede ser realmente sobrenatural o un simple desvarío de este psiquiatra metamorfoseado en sucesor del imperio criminal de Mabuse, y finalmente en una serie de conceptos recurrentes que el film lleva al extremo, en línea con la locura en tanto sinónimo de olvido social, la sumisión pensada desde una ética ortodoxa, la muerte y la palabra escrita haciendo las veces de santuarios de la memoria y nuevamente la delación/ perfidia/ traición funcionando como una ofensa imperdonable o tabú que quiebra la cohesión del grupo y amerita un asesinato sumario a modo de castigo, especie de rebeldía tendiente a mofarse implícitamente de una disciplina tan férrea como tenebrosa e intolerante. Mabuse en el relato va transformándose de una presencia desdibujada a un emblema o bandera que puede ser objeto de disputa o un bien simbólico valioso que garantiza la fidelidad, justo como en este caso porque Baum es un esquizofrénico que ridiculiza a la psiquiatría, su profesión primigenia, y en simultáneo conserva la lucidez a la hora de administrar el esquema mafioso y la imagen de su santo patrono, Mabuse. Las alegorías omnipresentes sobre el nazismo, por otro lado, dejan atrás el retrato de la República de Weimar del opus original y se homologan al evidente miedo que sintió Lang ante la fascinación que como cineasta despertó en Goebbels, ante su linaje judío en un contexto legislativo antisemita y ante el peligroso acercamiento de Von Harbou hacia los nazis, incluso provocando que la presente sea la última colaboración entre ambos porque pronto se divorciarían, un embrollo histórico ultra agitado que en pantalla se tradujo en el gustito por el genocidio y la violencia de la organización encabezada por el profesor, además un gran pregonero de las células semi militares, el anarquismo punitivo difuso y toda esa docilidad que inspira el espanto fanático y anónimo, algo representado de manera magistral mediante el ardid de dictar sus órdenes a la distancia con un altavoz y detrás de una cortina como si se tratase del personaje titular de El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), de Victor Fleming, otro estafador de antología en lo que a la confianza pública o popular se refiere. Coqueteando con el policial, el horror, la comedia negra, la fábula de índole gubernamental y el misterio, El Testamento del Dr. Mabuse es sin duda el punto más alto de la trilogía porque enfatiza con eficacia y sutil desenfreno la facilidad con la que una caterva de energúmenos o mentirosos crónicos puede hacerse del control de instituciones de por sí mafiosas como el Estado, los conglomerados capitalistas, el hampa o las entidades civiles del signo o tenor que sea, por ello la opción nihilista algo extrema de Mabuse/ Baum considera que la única alternativa posible a la sociedad plutocrática, basada en “no valores” como el egoísmo, la crueldad y el odio automático, sólo puede ser su destrucción total, de allí se explica el culto a las catástrofes en secuencia -de parte de la secta terrorista- que nos liberan de la soberbia institucional, incapaz de hacerles frente o siquiera comprenderlas, y nos acercan a la vorágine de las máscaras caídas, sin protección estatal o burguesa alguna.

 

El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, Alemania, 1933)

Dirección: Fritz Lang. Guión: Fritz Lang y Thea von Harbou. Elenco: Rudolf Klein-Rogge, Otto Wernicke, Karl Meixner, Oscar Beregi Sr., Theodor Loos, Gustav Diessl, Wera Liessem, Rudolf Schündler, Hadrian Maria Netto, Klaus Pohl. Producción: Fritz Lang y Seymour Nebenzal. Duración: 121 minutos.

 

Los 1000 Ojos del Dr. Mabuse (Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, 1960):

 

Considerando que transcurrieron 27 años desde el estreno del segundo eslabón de la saga, El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933), tranquilamente se puede aseverar que Los 1000 Ojos del Dr. Mabuse (Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, 1960) es un trabajo bastante digno que por supuesto no llega al nivel de los clásicos de principios de Siglo XX pero cuenta con la perspicacia suficiente para aggiornarse tanto al cine de la época como al estado del mundo a comienzos de los años 60, ahora recuperando el viejo fetiche de la franquicia para con el antihumanismo y la vigilancia feroz con el objetivo de pasar del trasfondo artesanal, basado en el seguimiento, los disfraces y las palabras que van y vienen, a esa dictadura electrónica posterior que se condice con el avance de la televisión, la tecnocracia gubernamental, la miniaturización tecnológica y el automatismo burocrático y gélido en términos macros, una dinámica del control que en la película se mezcla con el melodrama, el misterio, los relatos de espionaje, la fascinación nuclear y las distopías del poder símil 1984 (1949), de Eric Arthur Blair alias George Orwell. En sus dos décadas en Hollywood Lang se consagró a una generosa retahíla de policiales negros que puede ser dividida en dos grupos, en primera instancia uno de gran calidad que abarca propuestas varias como Sólo se Vive una Vez (You Only Live Once, 1937), El Hombre Atrapado (Man Hunt, 1941), Los Verdugos También Mueren (Hangmen Also Die!, 1943), Prisioneros del Terror (Ministry of Fear, 1944), La Mujer del Cuadro (The Woman in the Window, 1944), Perversidad (Scarlet Street, 1945), La Casa del Río (House by the River, 1950), Tempestad de Pasiones (Clash by Night, 1952), Los Sobornados (The Big Heat, 1953) y La Bestia Humana (Human Desire, 1954), y en segundo lugar una colección de obras menos sagaces pero aún atractivas, pensemos en Tú y yo (You and Me, 1938), Marea de Luna (Moontide, 1942), A Capa y Espada (Cloak and Dagger, 1946), El Secreto tras la Puerta (Secret Beyond the Door, 1947), La Gardenia Azul (The Blue Gardenia, 1953), Mientras Nueva York Duerme (While the City Sleeps, 1956) y Más allá de la Duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956). En lo que atañe a las infaltables rarezas, esas que le escapan a la categoría englobadora del film noir, sólo es posible rescatar El Refugio (Rancho Notorious, 1952), una mixtura insólita y eficaz de western y policial de revancha, porque la mediocridad hegemoniza la acción heroica de Los Contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, 1955), la epopeya bélica de Confirme o Niegue (Confirm or Deny, 1941) y La Patrulla Indómita (American Guerrilla in the Philippines, 1950) y el mismo Viejo Oeste de La Venganza de Frank James (The Return of Frank James, 1940) y Espíritu de Conquista (Western Union, 1941). El cineasta austríaco regresa a su patria de siempre, Alemania, a fines de la década del 50 por una serie de factores que incluyen la caza de brujas del macartismo tardío, una ceguera galopante, el cansancio para con el sustrato castrador e idiotizante del mainstream de yanquilandia y las ganas de ya retirarse de la profesión, después de tanto tiempo en actividad, y visitar una última vez aquel terruño del pasado que tuvo que abandonar por el ascenso del nazismo, panorama en el que resultó fundamental el productor germano Artur Brauner, gran fanático desde niño de El Testamento del Dr. Mabuse y muy dispuesto a involucrar a Fritz en dos remakes que tenía en carpeta centradas en La Tumba India (Das Indische Grabmal, 1921), odisea de fantasía y aventuras dirigida por Joe May y escrita por Lang y Thea von Harbou a partir de la novela homónima de 1918 de esta última, y en precisamente el segundo eslabón de 1933 de la trilogía que nos compete. El director acepta el primer encargo de Brauner en homenaje a Von Harbou, no sólo su esposa sino su socia/ colaboradora fundamental en los clásicos absolutos de la década del 20, y por ello entrega las correctas aunque olvidables El Tigre de Eschnapur (Der Tiger von Eschnapur, 1959) y La Tumba India (Das Indische Grabmal, 1959), los dos capítulos de un único proyecto, sin embargo contradice al productor en materia de El Testamento del Dr. Mabuse para en cambio proponerle un flamante agregado que actualice al personaje creado en 1921 por Norbert Jacques sirviéndose de una novela del polaco Jan Fethke escrita en esperanto, El Señor Tot Compra Mil Ojos (Mr. Tot Aĉetas Mil Okulojn, 1931), libro al que como de costumbre modifica a gusto sin ningún tipo de ortodoxia interpretativa. Toda la película adopta el formato de las escenificaciones engañosas detrás de un propósito oculto, lo que en este caso implica tomar por tonto a un industrial armamentista atómico estadounidense llamado Henry Travers (Peter van Eyck), quien se aloja en el Hotel Luxor de Berlín por una reunión de negocios y termina raudamente enamorado de una ninfa en peligro, la hermosa Marion Menil (Dawn Addams), la cual amaga con suicidarse desde lo alto del edificio de turno al sentirse ya sin ánimo de luchar contra los celos patológicos de su marido, Roberto Menil (Reinhard Kolldehoff), un cojo muy violento con un pie derecho deforme. En cierta medida se puede decir que en Los 1000 Ojos del Dr. Mabuse el cineasta, aquí firmando el guión junto con Heinz Oskar Wuttig, vuelve al relato coral sin maquillaje de El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922), basta con tener en cuenta el generoso surtido de personajes secundarios: el Inspector Kras (Gert Fröbe) está investigando el asesinato de un reportero de TV llamado Peter Barter justo luego de que la víctima abandonase el Luxor, además un insistente y verborrágico agente de seguros merodea el hotel, Hieronymus B. Mistelzweig (Werner Peters), mientras el psicólogo de Marion, el afable Profesor S. Jordan (Wolfgang Preiss), y el asistente de Henry, Michael Parker (David Cameron), ayudan a cuidar de la mujer para evitar que recaiga en la depresión y el dejo suicida, sin olvidarnos de un sicario del ignoto Mabuse que dispara agujas de acero con un arma experimental robada a los norteamericanos, el Número 12 (un inigualable Howard Vernon, célebre por sus colaboraciones con Jean-Pierre Melville y Jesús Franco), ese detective del Luxor que ofrece a Travers la posibilidad de espiar a Marion a través de un espejo trucado desde una habitación contigua, el pícaro Berg (Andrea Checchi), y desde ya el reglamentario comodín sobrenatural que aquí termina homologado a un clarividente ciego que ayuda al inspector, Peter Cornelius (Preiss de nuevo). Después de que efectivamente el Número 12 se cargase a Barter bajo órdenes de Mabuse, Kras comanda la investigación, se vuelve objeto de un atentado explosivo fallido contra su persona y señala como sospechosos a Mistelzweig, la Señora Menil y un Cornelius casi siempre acompañado de un ovejero alemán que ladra ante un extraño y gruñe frente a alguien que conoce, por ello luego de otro intento de asesinato durante una sesión de telepatía con el vidente la trama va cerrando el cerco del suspenso alrededor de un Travers que es llevado a aparentemente matar a Roberto, el marido celoso, en defensa de su amada, todo en realidad parte de una estratagema de Mabuse para que la ninfa se case con Henry y así tomar posesión de sus jugosas fábricas de misiles nucleares. Mistelzweig, en verdad un agente de Interpol que está investigando una larguísima serie de desapariciones y homicidios en torno al Luxor, resulta crucial a la hora de desenmascarar al responsable, nada menos que el vástago de Mabuse, quien sigue los pasos de su progenitor hipnotizando a la semi consciente Marion, descartando a los secuaces que ya no resultan útiles o pueden hablar con las autoridades y adoptando las personalidades alternativas de Cornelius y Jordan, así las cosas en las postrimerías del relato el agente de seguros apócrifo utiliza al perro lazarillo para identificar a su dueño y el asunto deriva en la caída del buen doctor desde un puente, luego de la clásica persecución policial, hacia unas aguas que lo engullen junto al Número 12 y otro secuaz del montón (Jean-Jacques Delbo). Sopesándola dentro de la heterogénea y siempre caótica carrera de Lang, Los 1000 Ojos del Dr. Mabuse se ubica al mismo nivel cualitativo de los exponentes accesorios del film noir del período norteamericano, desde ya supera por mucho a sus incursiones en otros géneros y a los dos trabajos inmediatamente previos para Brauner, El Tigre de Eschnapur y La Tumba India, y cae unos escalones por debajo de los dos primeros capítulos de la saga, las joyas de la fase iniciática germana y los clásicos del policial negro yanqui. La simplificación retórica que trajo aparejada la etapa hollywoodense se nota muy fuerte en la película por una velocidad narrativa que por suerte no llega a fagocitar las dos grandes “marcas registradas” de los films de Lang sobre Mabuse, léase la paranoia nihilista y una confusión entrecruzada que esconde un núcleo muy sencillo y fácil de resumir, precisamente como aquellos seriales de la génesis silente de la trayectoria del realizador, éste ahora obsesionado con subrayar que el archivillano y sus acólitos no pasaron de moda sino que están más vigentes que nunca, pensemos en este sentido que las dos facetas públicas de Mabuse, esos Jordan y Cornelius, simbolizan la falta total de prejuicio de un genio criminal hiper pragmático que recurre en simultáneo a la ciencia tecnocrática -representada en la psicología/ psiquiatría del primero- y a las creencias aparatosas en lo sobrenatural -aquí el clarividente lleva la bandera- con la meta de mantener vigilados a todos y manipularlos para que respondan a cada uno de los caprichos de nuestro bellaco por antonomasia, siempre preocupado por un reino del terror que destruya la comunidad establecida y eleve al delito anarquista como nuevo modelo social. Si bien los ardides de impronta vintage dicen presente y de hecho son importantes en la trama, nos referimos a los disfraces, las visiones aciagas y el mismo hipnotismo, y nos topamos con referencias explícitas al pasado, en línea con una ejecución de Barter a bordo de su vehículo que recuerda a la del Doctor Kramm (Theodor Loos) del eslabón previo o esa sesión de telepatía entre Cornelius, Kras, Marion, Mistelzweig, el asistente del policía, Keyser (Manfred Grote), y la pareja del reportero asesinado, Corinna (Linda Sini), que se parece a aquella famosa de espiritismo del opus de 1922, el verdadero eje discursivo está orientado a las mil cámaras voyeuristas a las que apunta el título, suerte de armas de doble filo y de urgente actualidad ya en los años 60 porque disparan dilemas éticos acerca de los límites de lo privado, en pantalla homologados primero a la mafia nazi que construyó el hotel e instaló los múltiples dispositivos de vigilancia, típico pasado nacional traumático que sitúa en primer plano el apoyo de gran parte de Alemania a la dictadura genocida del Tercer Reich, y segundo a la disyuntiva que enfrenta Travers en materia de utilizar el espejo trucado, un correlato conceptual de las cámaras, u optar por no espiar a su amada, esa Marion a la que cree salvar de su marido violento sin saber que está bajo las garras de un Mabuse que ocupa el lugar de un Gran Hermano (Big Brother) símil titiritero que no deja detalle sórdido sin aprovechar en aquella Guerra Fría con una triste nación partida en dos (1949-1990), la occidental/ capitalista República Federal de Alemania y la oriental/ comunista República Democrática Alemana, división que le importa un comino al villano porque pone en la misma bolsa a ambos fracasos políticos. Kras, por su parte, es algo así como una versión negociada entre la seriedad del Fiscal Von Wenk (Bernhard Goetzke) de El Doctor Mabuse y el carácter más decididamente bufonesco del simpático Inspector Karl Lohmann (Otto Wernicke) de El Testamento del Dr. Mabuse, en esta oportunidad incluso reproduciendo las tácticas del doctor porque envía a una policía platinada de encubierto (Marielouise Nagel) a espiar a Mistelzweig en tanto posible interés romántico, en esencia un juego de apariencias e hipocresía que se extiende a prácticamente todos los personajes de la mano de una faceta pública lustrosa o inofensiva y una vida íntima que siempre trae a colación la costumbre del ser humano de parasitar a su entorno hasta destruirlo, de allí se desprende el fatalismo del gran embaucador y su misión de llevarlo todo hasta las últimas consecuencias para que el remedio criminal mate a un paciente insalvable, la sociedad.

 

Los 1000 Ojos del Dr. Mabuse (Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, República Federal de Alemania/ Francia/ Italia, 1960)

Dirección: Fritz Lang. Guión: Fritz Lang y Heinz Oskar Wuttig. Elenco: Peter van Eyck, Gert Fröbe, Dawn Addams, Wolfgang Preiss, Andrea Checchi, Werner Peters, Marielouise Nagel, Reinhard Kolldehoff, Howard Vernon, Jean-Jacques Delbo. Producción: Artur Brauner. Duración: 104 minutos.