El catamarán viró a estribor por el arroyo, exigiéndole demasiada fuerza a su viejo motor; por eso empezó a salir humo azul oscuro de la caja donde estaba la máquina. Tosimos algunos y también se quejaron dos viejas de sombrero blanco, que iban sentadas al lado de la caja de madera que tapaba el motor. Aunque me parecieron odiosas, creo que de tener un sombrero como el de ellas, me hubiera quejado igualmente con tal de mantenerlo sin mácula.
A Ofelia la vi subir al catamarán con la ayuda de uno de los marineros que sujetan a la gente para que no se golpee cuando abordan. Siempre delante de mí, ella no tuvo rostro hasta que lo vi más tarde, allí, en el agua del Río Tigre. Durante el viaje fue jugando con la estela de agua blanca y espumosa que se forma a los costados. Quería mojarse las manos, contactar al río: yo podía ver su intención. Tenía el pelo suelto, largo, rojizo, de esos que parecen haber sido cepillados cien veces con suaves dientes de madera. Hojas rotas y trocitos de ramas se le pegaron entre los dedos. Entonces, ella acercó la mano a su nariz y la olió. Yo había podido sentir el aroma del río que se desprendía de las palmeras de la costa, del verdín de las paredes de los edificios Art Noveau, del césped prolijo que hay en los patios alrededor de los muelles, pero en ese instante estuve segura de que los perfumes solo venían de los dedos mojados de su mano. Después, levantó la mirada, se irguió en su asiento y se quedó quieta mirando hacia adelante. La escuché cantar, sin inhibiciones. Su voz era de soprano, reconozco a las sopranos porque también yo lo soy. Los pasajeros disfrutaban su canto pero seguían hablando entre ellos o posaban para fotos que se tomaban con sus teléfonos. En cambio yo logré unas muy pocas veces dejar de mirar el río. Intentaba hacerlo con sus mismos ojos y adivinar sus pensamientos, así susurraba también sus canciones folklóricas.
Sentada delante de mí, no tuvo rostro hasta que la vi más tarde, allí en el agua, pero hubiera querido no verla.
Yo venía sacando fotos: a los barcos abandonados, a los botecitos coloridos, a los sauces, a los miembros del Buenos Aires Rowing Club que, con sus torsos apolíneos, avanzaban en sus kayaks amarillos por las aguas agitadas del canal. Más pacíficas me resultaban las imágenes que tomé y grabé con mi mirada de la espalda de Ofelia, de su brazo blanco extendido hacia el agua, de las ínfimas gotas de río atrapadas en sus vellos.
La gente parece ser tan feliz los domingos en el Tigre. Todos los padres parecen buenos, todos llevan de la mano a sus hijos, les compran copos de azúcar rosada y gaseosas. Los miran a los ojos, los consultan. Algunos hasta pagan la costosa entrada al Parque de la Costa y se pasan las horas haciendo filas para subir a las montañas rusas, a las sillas voladoras, a los carruseles. Se sientan en el pasto, cerca del río, y no importan los mosquitos, ni que la humedad del suelo les moje la ropa. Las parejas de amantes también caminan de la mano y se adueñan de los banquitos de la costanera por largo rato para prodigarse de promesas y besos. Se miran a los ojos y se aman con la mirada. ¡Ay, de las promesas y los besos de los amantes!
Yo realmente era feliz los domingos cuando iba al Tigre. No solo lo parecía: era muy feliz. Iba dos o tres veces por año cuando venía papá a visitarme, a veces con mis hermanos o mis primos. Mi amado papá. Ya estaba grande para los copos de azúcar, pero él me los compraba igual. Después nos comíamos esos waffles tremendos con nuestra particular y alegre glotonería. Recuerdo que fuimos dos veces al museo naval a ver los veleros del extraordinario Vito Dumas y a escuchar su historia. Todos los domingos a su lado eran los días más felices.
He regresado a Tigre con los compañeros del teatro a pasar la tarde y mirar las artesanías de mimbre del Puerto de Frutos o a caminar por el barrio. Pero los padres me parecen malos actores, los amantes también. Todo me resulta una gran escena. El puente, que antes me parecía poético, ahora me resulta parte de la gran escenografía mentirosa de ese teatro absurdo y maloliente. Siento que esas manos viejas y pesadas que sujetan a sus hijos con cariño aparente, son las mismas que se cierran y que asfixian o que se olvidan de las caricias. Como un mal actor que olvida el libreto y no sabe improvisar. Todas las promesas, todas las de los amantes: sé que son falsedades.
Aún así, sigo viniendo al Tigre y hoy le he encontrado un sentido. Después que papá murió, estuve largo tiempo sin hacerlo. Pero pasados los veranos, sentí el llamado del agua. No supe venir sola, no podía. Entonces le pedía a mi novio que me acompañara. Caminábamos como caminan los novios, tomados de la mano, nos besábamos como se besan esos chicos que veo bajo los faroles de la costanera. Y él me prometió su amor, tal como lo hacen todos. Luego, él mintió su amor, tal como lo hacen todos. Era un muchacho trastornado que, como yo, pertenecía a una mediocre compañía de teatro de provincia, que estaba destinada al cierre. Unas veces él me amaba con la locura del príncipe Hamlet y otras tantas, no amaba nada más que a su propia locura. Así que un día, nos despedimos y ya no lo vi más. También dejé de venir un tiempo cuando estaba angustiada por su abandono, pero decidí volver y ahora, de nuevo, todo se ha vuelto verdadero. La realidad del delta es preciosa y tristemente me hinca, con su belleza afilada, sobre la cicatriz abierta por la ausencia de papá y por el abandono de mi amado.
Ofelia no tuvo rostro hasta que la vi más tarde, allí en el agua, pero hubiera querido no verla. Iba flotando y cantando con su vestido caprichoso, dibujando las alas abiertas de un pájaro de luto en el agua. La gente no la miraba y no pude comprender jamás en qué momento se arrojó ahí. Las viejas se sostenían el sombrero y se reían estruendosas, el guía del catamarán relataba, desde su altavoz, la historia de una casona antigua que yo ya no podría ver. Ofelia tenía las guirnaldas en su frente y flotaba hundiéndose entre las mismas ramas rotas y restos de camalotes destruidos por las embarcaciones, esos que le había visto entre sus dedos momentos atrás. Cantaba zambas, esas que solo a mi papá había escuchado cantar, mientras desaparecía con su belleza y se ahogaba su voz. Los labios rojos, como los míos, las pecas color vainilla (así decía papá que eran las mías). El cabello más rojo todavía por la intensidad nueva que le aportaba el agua, se veía como un alga y como el mío, cuando papá me cepillaba cien veces antes de ir a dormir.
Despacio, logré mirar con los ojos de Ofelia, flotar como el cuerpo de ella. Me he compenetrado tan bien en el personaje.
En el cielo sobre nosotras, sobre mí, sólo pude ver el vuelo negro de los patos que abandonaban los mástiles de los naufragios. A mi lado, la estela del catamarán se desvanecía en la medida que el mismo se alejaba. Y de pronto: los árboles. Las ramas largas de los sauces llorones que acariciaban mi vestido. La copa sombría de los alisos de río cerraban el paso de luz, cuando un brazo del río se hizo tan fino que ya no pasó ni un rayo de sol y, de pronto, a mis canciones se le sumó el silbido de mi padre, que siempre me acompañaba los domingos en el Tigre.