El Faro (The Lighthouse)

Los dos infiernos

Por Emiliano Fernández

Willem Dafoe y Robert Pattinson entregan las mejores actuaciones de sus respectivas carreras en El Faro (The Lighthouse, 2019), la segunda película del director y guionista norteamericano Robert Eggers, responsable de una de las mejores óperas primas del nuevo milenio, la también extraordinaria La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), un señor que aquí se consagra a construir una historia de explotación y locura dentro de un contexto sumamente minimalista -ese misterioso faro del título- que es filmado con el detallismo espeluznante de un blanco y negro que le debe mucho al expresionismo alemán en lo que atañe a su efervescencia expresiva y ese magistral juego de luces y sombras. Decidido a reemplazar en buena medida toda la despampanante parafernalia de la religión organizada de su opus previo por un misticismo y una imaginación de talante perverso que van adueñándose de los protagonistas a partir de un germen de desdicha y frustración que anidó en sus vidas hasta el punto de conocerse, el realizador echa mano de los dialectos antiguos de los pescadores, los marineros y las habitantes de las zonas rurales en general del noreste de Estados Unidos para edificar una epopeya sensorial/ anímica/ alucinatoria en la que las duras condiciones laborales, las faltas de respeto, las pugnas más o menos contenidas, el dolor arrastrado, las compulsiones, la fragmentación identitaria, los anhelos de índole sexual, las leyendas y las mismas desigualdades de base se transforman en mojones sucesivos de un proceso de enajenación orientado a enfatizar que el aislamiento y la claustrofobia social van de la mano y conducen a perder contacto con la realidad vía la aparición de una burbuja que rechaza lo considerado diferente y se fagocita todo lo que encuentra para adaptarlo -o por el contrario, suprimirlo- en plena escalada autodestructiva.

 

La premisa narrativa central es minúscula porque todo se reduce a la puesta en escena, los intercambios entre los personajes y el arsenal surrealista terrorífico de Eggers: durante las postrimerías del Siglo XIX dos hombres, Ephraim Winslow (Pattinson) y Thomas Wake (Dafoe), arriban a una inhóspita isla rocosa de la costa de Nueva Inglaterra para hacerse cargo de un faro en medio de temperaturas heladas, ventiscas permanentes, agua oceánica muy fría, lluvias varias y la ausencia de vegetación; todo asimismo dentro de una estructura jerárquica en la que el primero, un treintañero taciturno, le debe obediencia al segundo, un anciano irascible y muy demandante. Mientras que Wake se reserva para sí mismo el privilegio de subir a lo más alto y controlar la luz del faro, un lugar donde el veterano suele desnudarse para entrar en una especie de trance observando el cálido fulgor, Winslow por su parte es el responsable de las tareas más pesadas relacionadas con el mantenimiento y la limpieza tanto de la baliza como de las edificaciones lindantes, entre ellas la residencia de ambos señores, un surtido de obligaciones que incluyen alimentar con combustible los mecanismos de la lámpara, acarrear con una carretilla kilos y kilos de carbón, vaciar los orinales, pintar las fachadas y remover la suciedad de los interiores. El guión del director y su hermano Max Eggers adopta la perspectiva de Winslow aunque sin darnos demasiada información sobre su pasado, más allá de su propia confesión en torno al triple hecho de que trabajó en Canadá en la industria de la madera, su nombre real es Thomas Howard y tomó prestado el Winslow de un compañero laboral que murió en un accidente que Howard no pudo impedir, lo que de por sí constituye un eco del trágico destino del colega anterior de Wake, el cual -según sus palabras- también falleció poco después de perder la cordura.

 

El muchacho gusta de masturbarse con una pequeña efigie de madera de una sirena que encuentra en su catre y comienza a padecer alucinaciones protagonizadas por troncos flotando en el océano, el cadáver del Ephraim original, tentáculos que van y vienen y hasta una bella sirena de tamaño “natural” (Valeriia Karaman), con la que fantasea copular entre la aspereza de las rocas. El asunto va de mal en peor porque Winslow/ Howard mata de manera brutal a una gaviota tuerta que no dejaba de atosigarlo a pesar de que Thomas le advirtió que es de mala suerte hacerlo porque las aves son marineros reencarnados, circunstancia que parece agravar el clima y alude de manera tácita a la rivalidad latente entre los dos fareros y a una ciclotimia de fondo que va desde lo más o menos cordial a los reproches mutuos; casi siempre enmarcados en la sobreexigencia cotidiana y el desprecio/ ninguneo/ soberbia de Wake para con su subalterno y en las acusaciones de este último hacia Thomas volcadas a subrayar que es una máquina de tirarse pedos y un viejo mañoso, solitario, intolerante, despreciable y bastante mentiroso/ farsante en lo que respecta a su “gloriosa” vida de marinero y la supuesta sabiduría subsiguiente ganada con los años. El desarrollo retórico, ayudado por la música de Mark Korven y la siniestra alarma de niebla de Damian Volpe, está dividido en dos partes, la primera mitad del metraje se condice con un infierno mundano de esclavitud y el segundo acto con un averno metafísico y/ o psicológico vinculado a la alienación, constituyendo a su vez el punto límite entre ambas comarcas la muerte de la gaviota, el incremento en el consumo de bebidas alcohólicas y la enigmática “no llegada” del ferry para devolverlos al continente luego de haber finalizado su estadía pautada de cuatro semanas, ya con los ánimos cercanos a la violencia explícita.

 

Inspirándose en parte en El Resplandor (The Shining, 1980), en especial por este periplo hacia la locura -con una linda hacha incluida- y por los múltiples condimentos que abren paulatinamente la interpretación, y en el acervo literario de Herman Melville, Robert Louis Stevenson y H. P. Lovecraft, los dos primeros para los poéticos soliloquios marítimos de Thomas y el tercero para la iconografía de un horror indecible y semi natural que está al acecho de Ephraim, hoy Eggers no deja pasar la oportunidad de incorporar chispazos de humor negro o costumbrista y de hacer evidente que la perdición hipnótica de ambos hombres es en simultáneo producto de sus acciones, cuya manifestación concreta es esta tendencia a basurearse recíprocamente, y de un contexto que parece burlarse de ellos y su paranoia introduciendo catalizadores bien taxativos, como por ejemplo esa caja enterrada de supuestas provisiones para momentos de urgencia que resulta estar repleta de alcohol y la misma decisión de los señores -cuando los brebajes espirituosos se acaban- de empezar a ingerir kerosene con algún que otro agregado para combatir el sabor, siempre en pos de contrarrestar con la alegría líquida artificial la angustia que genera el lugar, el trabajo y la insoportable presencia del prójimo. El film homologa la convivencia a la esquizofrenia y la explotación capitalista al entramado piramidal de los abusos, a lo que se suma una serie de rasgos infaltables de los thrillers psicológicos en sintonía con la fascinación que despierta la prohibición (el personaje de Pattinson está obsesionado con llegar al nivel superior del faro, el cual está vedado de lleno para él) y la confusión a escala de la identidad individual (la realidad y la ficción se mezclan sin cesar porque ambos afirman que el otro cometió esta o aquella barrabasada, amén del robo de nombre y apellido por parte de Winslow/ Howard).

 

Entre denuncias mutuas de asesinato y el hastío para con una naturaleza que impone su manto impiadoso sobre la falta de lógica cabal en las relaciones humanas, El Faro apuesta a sopesar los pros y los contras de confesar un secreto, de entregarse al desenfreno y de rebelarse contra la autoasumida figura de autoridad, esos paparulos patéticos de los que están llenas las sociedades modernas centralizadas de los últimos siglos, partiendo sobre todo de la “necesidad” -una noción creada a nivel comunal/ estatal- de mancillar al otro con el objetivo manifiesto de autoafirmarse en materia inconsciente o hegemónica pragmática, sin que importen ya la ética o la solidaridad porque fueron reemplazadas por un darwinismo social consensuado en donde el sobrevivir parece ser siempre sinónimo de aniquilar a fulano o mengano (tampoco importan sus nombres porque hablamos de una espiral ad infinitum de atropellos). De hecho, la lámpara del faro tranquilamente puede interpretarse en términos de la erotización del poder gerencial, el que disfruta Thomas y padece Ephraim, eje de una animadversión sustentada en la inequidad y que primero termina siendo canalizada en utopías sexuales varias de descarga -la masturbación, los trances, las fantasías con la ninfa del océano, etc.- y a posteriori en una vehemencia que se les escapa generosamente de las manos a los dos protagonistas. El misterio femenino -misterio para el hombre- aparece representado en la vagina de la sirena del espanto y la eterna rivalidad masculina en esa construcción fálica de la isla que determina todo el relato y le concede el título a la película, exégesis irónica de una lucha por superioridad que posee rasgos tan infantiles como burocráticos prosaicos, de esos que juegan con las minucias del contrato laboral para volcar el asunto hacia el bando de la patronal usurpadora y ultra maquiavélica.

 

Más allá de que resulta más que palpable la tensión existente en el set entre los actores, quienes -según Eggers- tienen sendas visiones contrastantes de la actuación porque Dafoe cuenta con un trasfondo teatral que lo lleva a adorar los ensayos previos y Pattinson es una bestia cien por ciento cinematográfica proclive a considerar que la espontaneidad frente a cámara lo es todo, a decir verdad el núcleo narrativo lo aportan las fuentes de inspiración del realizador en lo que a la mitología griega se refiere, léase ese Prometeo/ Ephraim que roba el fuego de los Dioses para dárselo a los hombres so pena de un castigo tenebroso en manos de Zeus y ese Proteo/ Wake que funciona como una poderosa deidad del mar capaz de predecir el futuro y hasta de cambiar de forma a gusto para evitar tener que hacerlo, instando además a aquellos que desean conocer el porvenir a capturarlo: en este sentido, la arrogancia y el tono mandón del veterano se corresponden con su carácter ambivalente, su estrafalario conservadurismo y sus arengas semejantes a sermones individualistas/ místicos camuflados; de una forma similar a cómo el muchacho se va preparando a lo largo de la faena para tomar posesión de la luz del faro -el fuego de la historia- que hegemoniza su compañero/ superior, con el castigo de turno de la leyenda retornando -a mitad de camino entre la abstracción y la literalidad- durante el desenlace vía la homologación entre las gaviotas y aquella famosa águila que le come el hígado a Prometeo a instancias de Zeus en un ciclo eterno porque el susodicho es inmortal y el órgano le vuelve a crecer una y otra vez. Cayendo apenas por debajo de La Bruja en términos cualitativos, el film es otra obra maestra del cine contemporáneo y uno de los estudios más curiosos, ricos y eficaces acerca de la triste psicopatía humana y los recovecos actitudinales que permiten su despliegue…

 

El Faro (The Lighthouse, Estados Unidos/ Brasil/ Canadá, 2019)

Dirección: Robert Eggers. Guión: Robert Eggers y Max Eggers. Elenco: Willem Dafoe, Robert Pattinson y Valeriia Karaman. Producción: Robert Eggers, Youree Henley, Rodrigo Teixeira, Lourenço Sant’ Anna y Jay Van Hoy. Duración: 109 minutos.

Puntaje: 10