Hospital (The Hospital)

Los incompetentes no curan nada

Por Emiliano Fernández

Paddy Chayefsky fue sin duda uno de los mejores y más despampanantes guionistas que tuvo Hollywood a lo largo de su historia, un señor que supo destacarse dentro de un amplio rango artístico que incluye el naturalismo urbano de sus colaboraciones con el realizador Delbert Mann, léase Marty (1955), La Noche de los Maridos (The Bachelor Party, 1957) y Medianoche Pasional (Middle of the Night, 1959), el sustrato cómico más o menos ligero de las bien variopintas Nunca es Tarde (As Young as You Feel, 1951), de Harmon Jones, Banquete de Bodas (The Catered Affair, 1956), de Richard Brooks y La Leyenda de la Ciudad sin Nombre (Paint Your Wagon, 1969), de Joshua Logan, aquel existencialismo sutilmente satírico de La Diosa (The Goddess, 1958), de John Cromwell, sobre el aparato cinematográfico, y Nunca Comprarás mi Amor (The Americanization of Emily, 1964), de Arthur Hiller, sobre la milicia y las acepciones caprichosas del heroísmo, y por supuesto la ciencia ficción consagrada a los efectos de las drogas en la siempre candente “apertura de la conciencia” de Estados Alterados (Altered States, 1980), de Ken Russell, amén de algo de reescritura en el éxito de taquilla Nuestros Años Felices (The Way We Were, 1973), clásico del drama romántico de Sydney Pollack. No obstante dos de sus mayores logros se ubican en el terreno de la parodia hecha y derecha amiga de las hipérboles, el trasfondo corrosivo, la denuncia a toda pompa, el absurdo lacerante y sobre todo esos diálogos majestuosos y floridos por los que Chayefsky era tan conocido y respetado, hablamos de Poder que Mata (Network, 1976), epopeya satírica de Sidney Lumet en torno a la TV y la manipulación popular, y Hospital (The Hospital, 1971), joya desconcertante de Hiller sobre el sistema de salud en Occidente que combina elementos de faena testimonial, comedia negra, drama romántico, crisis de la mediana edad, odisea contracultural, suspenso de entorno cerrado y hasta proto slasher en un cóctel discursivo muy cargado que genera una experiencia semi vanguardista y en verdad única e irrepetible dentro del casi siempre conservador ecosistema cultural norteamericano, muy poco adepto a la densidad conceptual o la experimentación.

 

Similar en parte a la recordada trilogía paródica del director británico Lindsay Anderson con Malcolm McDowell, aquella de ¿De qué Lado Estás? (If…., 1968), sobre el sistema educativo, Un Hombre de Suerte (O Lucky Man!, 1973), acerca de las muchas ridiculeces del capitalismo, y Hospital Britannia (Britannia Hospital, 1982), alrededor del aparato de salud inglés, y desde ya anticipando los gloriosos latiguillos de la hasta en cierto punto más “tradicional” y más cohesiva/ coherente Poder que Mata, Hospital juega con un mundo invertido en el que los médicos y los enfermeros, dos lacras que tienden desde siempre a abusar de su poder sobre la vida y la muerte de personas indefensas, se transforman de repente en pacientes y sufren ellos en carne propia lo que implica ser diagnosticado por incompetentes sin el más mínimo -o verdadero- interés en la vida humana en repetidos episodios que derivan en estudios, tratamientos, intervenciones y medicamentos erróneos para el cuadro clínico de turno y eventualmente en el agravamiento de los síntomas y la esperable muerte empardada al olvido, esa que suele llegar vía la paradigmática desidia de parte de los profesionales y de una estructura médica que o está colapsada y padece de múltiples faltantes o directamente se comporta como casi siempre a puro automatismo, nos referimos a la propensión a mercantilizar la salud y a privilegiar sólo a los pacientes que pueden ser monetarizados en el corto o mediano plazo. La institución del título es un centro de salud de Manhattan cuyo Jefe de Medicina, el Doctor Herbert “Herb” Bock (enorme desempeño del eterno George C. Scott), está atravesando una crisis muy profunda luego de la ruptura de la relación de 24 años con su esposa, lo que lo llevó a vivir temporalmente en un hotel, y a posteriori de haber echado de la casa a su hijo maoísta de 23 años y de tener que lidiar con una hija hippona de 17 que ya tuvo dos abortos y la arrestaron la semana pasada por vender drogas en un festival de rock, esquema que para colmo se agrava debido a que sufre de impotencia sexual y fantasea con suicidarse inyectándose 40 miligramos de potasio para que no parezca un episodio autoinducido y su familia pueda cobrar el seguro.

 

El hospital está a cargo del director general, el Doctor Sundstrom (Stephen Elliott), de burócratas especialistas en ocultar mala praxis, como Hitchcock (Jordan Charney) y la Señorita Christie (Nancy Marchand), y de algún que otro contable histérico, en línea con la Señorita Cushing (Frances Sternhagen), pero los verdaderos problemas son la sobrecarga de trabajo, la inoperancia de los médicos del lugar, el caos cíclico, el uso de las instalaciones para faenas personales, los robos internos y las protestas que provoca la pretendida anexión de un edificio de departamentos adyacente y derruido en pos de construir un centro de rehabilitación para drogadictos, lugar habitado por muchas familias menesterosas que se niegan a irse porque literalmente no tienen otro sitio donde vivir. La gota que rebalsa el vaso pasa por el derrotero de un insólito asesino en serie que intercambia a médicos y enfermeras por pacientes para que sus propios pares los terminen matando con tratamientos y drogas que los susodichos evidentemente no necesitan o con la clásica abulia/ pasividad/ torpeza de los centros de diagnóstico y salud en general, periplo que deja los cadáveres de dos doctores, Howard Schaefer (Lenny Baker) y Elroy Ives (Robert Anthony), y de una enfermera, Teresa Campanella (Angie Ortega), todos en gran medida involucrados en la muerte por mala praxis de un paciente avejentado de nombre Guernsey (Roberts Blossom) y en el coma inducido de otro, el loquito místico Drummond (Barnard Hughes), un otrora metodista que renegó de su fe y ahora vive en las montañas mexicanas de Sierra Madre, el cual se despertó de golpe y comenzó una cruzada vengadora irónica dentro de los pasillos del nosocomio aparentemente inspirado por el fantasma de Guernsey. Mientras que Bock inicia una relación romántica con la bella hija del verdugo del maquiavelismo médico, Barbara (una esplendorosa Diana Rigg), quien por cierto “lo cura” de la impotencia luego de dejarse violar tres veces en ocasión de un soliloquio fatalista del doctor de 53 años, el homicida se sumerge en nuevas revelaciones que lo instan a cargarse al último culpable de la mala praxis, el Doctor Welbeck (Richard Dysart), otro mercachifle alevoso de la salud.

 

Todos los diálogos de Chayefsky son extraordinarios porque además de desparramar dardos contra la estupidez prosaica y/ o la malicia plutocrática de los profesionales consigue un genial desarrollo de personajes de la mano del apuntalamiento progresivo del carácter enrevesado y frustrado/ frustrante de cada uno de los tres protagonistas principales: Bock funciona como la autoconciencia y la necesidad de purga de un aparato médico deficiente, corrupto y grotesco ya que incluso se dedica a la enseñanza y formación de nuevos doctores que están llevando a cabo su residencia en el ignoto hospital de Manhattan, señalando una y otra vez el sustrato patético de una práctica médica que más que curar a los pacientes tiende a matarlos con su desinterés absoluto o pedantería de cotillón; Drummond por su parte, el cual gusta de pasearse por el hospital con el uniforme/ bata del fallecido Doctor Schaefer, desprecia a toda la medicina moderna en su conjunto y por ello vive con una tribu indígena renegada en México, condenando por completo la despersonalización de las metrópolis y los centros de salud contemporáneos en los que cada individuo se pierde entre “huesos rotos, dolores de pecho, laceraciones del cuero cabelludo, un hombre cuyos dedos fueron aplastados por la puerta de un taxi, un niño con una erupción cutánea, otro atropellado por un auto, una anciana asaltada en el subterráneo, un marginado golpeado por los marineros, un adolescente suicida, paranoicos, borrachos, asmáticos, violaciones, abortos sépticos, sobredosis de drogas, fracturas, infartos, hemorragias, golpes, forúnculos, escoriaciones, un cáncer de colon, ataques cardíacos, toda la locura de nuestros tiempos”; y finalmente la siempre deliciosa Barbara comparte la apreciación de su progenitor, con el cual incluso llegó a tener pensamientos incestuosos, y hasta confirma la apatía coyuntural y la sensación de constante intercambiabilidad indiferente del sujeto dentro de la masa del capitalismo actual porque ella misma recorre el hospital con un uniforme de enfermera que le dio Bock, por el detallito de que le rompió la ropa al violarla, sin nunca ser identificada como farsante y en suma sin despertar la más mínima sospecha, justo como ocurría con el Drummond reconvertido en Schaefer. Hiller, un verdadero camaleón profesional con una carrera muy errática que abarcó opus como Tobruk (1967), Forasteros en Nueva York (The Out of Towners, 1970), Love Story (1970), Plaza Suite (1971), El Hombre de La Mancha (Man of La Mancha, 1972), El Hombre de la Cabina de Cristal (The Man in the Glass Booth, 1975), El Expreso de Chicago (Silver Streak, 1976), No Disparen, soy Dentista (The In-Laws, 1979), ¡Qué Buena Madre es mi Padre! (Author! Author!, 1982), Hombre Solitario (The Lonely Guy, 1984), Profesores (Teachers, 1984), Dos Rivales tras un Canalla (Outrageous Fortune, 1987), Ciegos, Sordos y Locos (See No Evil, Hear No Evil, 1989) y Millonario al Instante (Taking Care of Business, 1990), en esta ocasión maneja bastante bien los cambios de tono del relato y consigue la rara proeza de redondear un trabajo de barricada que a la vez que convalida la cruzada revulsiva asesina, algo que queda en claro vía la complicidad de Herbert y Barbara en eso de “cargarse” al especulador insufrible de Welbeck, asimismo deja espacio para seguir militando los cambios en el mismo marco laboral en vez de simplemente abandonarlo de lleno, movida retórica que también queda ejemplificada en las postrimerías del relato cuando Bock rehúsa la invitación de ella para acompañarla en su regreso a México bajo el argumento de que allí recuperaría el amor por su profesión y el sentido mismo del juramento hipocrático, optando por quedarse en el hospital en plena crisis porque urge que alguien se haga cargo y se muestre responsable de sanear el torbellino de problemas y despropósitos acumulados. El film en última instancia marca el renacer de la carrera de un Chayefsky que luego llegaría a la cumbre con Poder que Mata y que por entonces venía de una racha de disgustos profesionales, empezando por la incomprensión de público y crítica frente a la maravillosa Nunca Comprarás mi Amor y finiquitando con su despido de La Leyenda de la Ciudad sin Nombre por desacuerdos con Alan Jay Lerner y de Adiós Ilusiones (The Cincinnati Kid, 1965), de Norman Jewison, después de discusiones con el director original Sam Peckinpah, amén de un proyecto caído vinculado a adaptar para la pantalla grande un libro de no ficción de William Bradford Huie, Tres Vidas por Mississippi (Three Lives for Mississippi, 1965), sobre el asesinato en 1964 de los activistas por los derechos civiles James Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwerner a manos de esbirros del Ku Klux Klan, faena que se transformaría mucho después en Mississippi en Llamas (Mississippi Burning, 1988), de Alan Parker. Como en Hospital Britannia y el cine de Lindsay Anderson en términos macros, la aventura hiper iconoclasta que nos ocupa amalgama las dimensiones privada y pública de la vida para subrayar tanto la dependencia de cada sujeto para con los otros de la comunidad como la capacidad de cambio -o de destrucción y daño- que posee cada bípedo en función de ese entorno inmediato que lo rodea y sobre el cual puede llegar a influir de diversas maneras, enfatizando por un lado que las excepciones, hermanadas al comportamiento positivo y creador, están a la orden del día y por el otro lado que los engranajes sociales predatorios del capitalismo no aminoran su marcha porque cuentan con una infinidad de cómplices conscientes e inconscientes que los reproducen como el “sentido común” de su tiempo…

 

Hospital (The Hospital, Estados Unidos, 1971)

Dirección: Arthur Hiller. Guión: Paddy Chayefsky. Elenco: George C. Scott, Diana Rigg, Barnard Hughes, Richard Dysart, Stephen Elliott, Nancy Marchand, Jordan Charney, Roberts Blossom, Lenny Baker, Frances Sternhagen. Producción: Paddy Chayefsky y Howard Gottfried. Duración: 103 minutos.

Puntaje: 10