Durante las décadas de los 80 y 90 se produjo una suerte de filtración paulatina de aquella mordacidad de tono altivo -propia del cine marginal e independiente norteamericano del período inmediatamente anterior- hacia el mainstream hollywoodense en primera instancia y a posteriori hacia el resto del globo, a partir de un lógico proceso de decantación. Si bien la metamorfosis fue positiva a nivel general, en especial en lo que respecta a la renovación estilística intrínseca y cierta tendencia inconformista, pronto se hizo evidente que sólo se trataba de un nihilismo negativo de carácter destructor y que para colmo casi nunca iba acompañado de una estructura narrativa sólida y autónoma, acorde al desafío planteado.
Así como al día de hoy continuamos arrastrando un panorama no del todo alentador, vinculado a productos masivos estancados en el quietismo irreflexivo y una andanada de ironías de cotillón, de tanto en tanto aparecen excepciones que aportan un poco de aire fresco al trastocar el infantilismo promedio y apelar al intelecto de los espectadores. Como era de esperar en el contexto actual, las obras más cautivadoras llegan de geografías cada vez más remotas y/ o de vertientes francamente impensadas: el segundo opus de los israelíes Aharon Keshales y Navot Papushado, luego de la interesante Rabies (Kalevet, 2010), es un verdadero ejemplo de perspicacia procedimental, acidez y cadencia paródica.
Combinando la comedia negra y el thriller de entorno cerrado, la historia se centra en la obsesión en paralelo de dos hombres para con Dror (Rotem Keinan), un sospechoso ocasional de una serie de crímenes horrendos contra menores de edad: por un lado tenemos a Micki (Lior Ashkenazi), un oficial de policía consagrado al suplicio ajeno, y por el otro está Gidi (Tzahi Grad), padre de una de las niñas víctimas del psicópata de turno. Ambos protagonistas terminan confluyendo en el sótano de un caserón suburbial, con Dror atado a una silla, y prestos a cumplimentar un “cronograma” de tormentos con vistas a arrancarle una confesión y hacerle atravesar “sensaciones” homólogas a las supuestamente infligidas.
Los directores invocan a los hermanos Joel y Ethan Coen para analizar la arquitectura de los géneros involucrados (la línea divisoria entre la presunción y la certeza, el grotesco y la mesura, la fábula y la sequedad formal) y lanzar dardos filosos contra los atributos más tragicómicos de la “idiosincrasia hebrea” contemporánea (una paranoia revanchista en la que se amalgaman el racismo, un temor muy naif, la corrupción estatal, el militarismo, la alienación social y una soberbia indeleble). Con detalles hilarantes y un gran desempaño por parte del elenco, Big Bad Wolves (2013) pone en perspectiva tanto los distintos rangos de una locura/ inoperancia generalizada como nuestra capacidad de absorción del dolor…
Big Bad Wolves (Israel, 2013)
Dirección y Guión: Aharon Keshales y Navot Papushado. Elenco: Lior Ashkenazi, Tzahi Grad, Rotem Keinan, Dvir Benedek, Menashe Noy, Doval’e Glickman, Kais Nashif, Nati Kluger, Ami Weinberg, Guy Adler. Producción: Tami Leon, Chilik Michaeli, Avraham Pirchi, Moshe Edery y Leon Edery. Duración: 110 minutos.