A Ozzy Osbourne se le suele achacar incansablemente que nada en su carrera puede siquiera compararse con aquellos inicios con Black Sabbath, en primer lugar, y con sus dos primeros discos como solista, ya en segunda instancia, y si bien nunca las cosas en el arte son simplemente blanco o negro resulta indudable que algo de razón tiene el adagio popular sobre el Padrino del Metal, no obstante conviene relativizar los clichés interpretativos del público y la prensa cultural para repasar cuidadosamente la trayectoria del señor con motivo del lanzamiento de su último disco, Patient Number 9 (2022), nada menos que el decimotercero. Todo efectivamente comenzó con esa seguidilla de seis joyas inconmensurables del minimalismo poderoso e hipnótico, léase Black Sabbath (1970), Paranoid (1970), Master of Reality (1971), Vol. 4 (1972), Sabbath Bloody Sabbath (1973) y Sabotage (1975), racha en verdad gloriosa que se corta con las dos obras siguientes, Technical Ecstasy (1976) y Never Say Die! (1978), trabajos desparejos que motivaron una crisis profunda en la banda de Birmingham, Reino Unido, que se vio agravada por la prototípica apatía de la fama y el abuso generalizado de alcohol y sustancias varias, un rubro en el que Ozzy era un “campeón” y por ello todo el asunto le ganó su expulsión y reemplazo con Ronnie James Dio, con el cual el grupo graba de inmediato dos muy buenos trabajos aunque más metaleros pomposos si los comparamos con el sexteto del inicio, Heaven and Hell (1980) y Mob Rules (1981).
Para hablar del Ozzy músico es necesario dejar de lado -pero no esconder, como hacen muchos lambiscones de ayer y hoy- sus actividades “extracurriculares” como la adicción al alcohol y las drogas, las múltiples peleas y disputas contractuales y por regalías con otros músicos, los intentos en pos de asesinar a su manager y segunda esposa, Sharon Osbourne, las sucesivas desintoxicaciones luego de experiencias cercanas a la muerte, las acusaciones de incentivar a los adolescentes al suicidio o difundir las homilías de los cultos satánicos, aquel espantoso accidente del 2003 arriba de un cuatriciclo en el que se rompió la clavícula, ocho costillas y una vértebra del cuello, el detalle de haberle arrancado con los dientes en 1982 la cabeza a un murciélago que creyó falso, de goma, problemas de salud adicionales por sordera, quemaduras, una gripe severa y hasta el mal de Parkinson, la creación del Ozzfest, respuesta clasicista/ desairada al Lollapalooza y uno de los festivales más importantes de las escenas del heavy metal y el hard rock, y su comentada intervención en The Osbournes (2002-2005) y Ozzy & Jack’s World Detour (2016-2018), ejemplos de reality TV craneados para MTV e History Channel, respectivamente.
La base fundamental de todo lo anterior y de su fama más allá de Black Sabbath es su debut en soledad, Blizzard of Ozz (1980), epítome absoluto del rock pesado altisonante de los años 80 previo al arribo de la masividad del glam berretón de cabelleras estilizadas, solos épicos impostados y capas y capas de sintetizadores omnipresentes a toda pompa, hablamos de un disco sostenido en chispazos de pop beatlesco nostálgico, una producción muy meticulosa, insólitos pasajes acústicos o barrocos –Dee y Revelation (Mother Earth)– y esos riffs de metal neoclásico del insuperable Randy Rhoads de Quiet Riot, bestia sagrada que desparrama una genialidad operística que se siente natural en tanto expansión lógica de lo realizado por Ozzy en Black Sabbath. Diary of a Madman (1981), por su parte, fue una secuela muy digna del álbum previo que consolidó y magnificó la contundencia de la guitarra de un Rhoads heterogéneo y muy imaginativo que no tiene nada que envidiarle a Ritchie Blackmore, Eddie Van Halen o Vinnie Moore, ahora incluso lanzándose de cabeza hacia instantes etéreos/ místicos como You Can’t Kill Rock and Roll y Believer, apostando por el rock progresivo -símil Yes o Genesis- en el tema que le da el título a la placa y dejando ya en claro el gustito de Ozzy por esas melodías dulzonas arropadas por guitarras hipnóticas o adictivas, amén de alguna que otra balada en línea con una Tonight que reemplaza a Goodbye to Romance de Blizzard of Ozz.
Resulta indudable que el fallecimiento de Rhoads en 1982 a la temprana edad de 25 años, producto de un accidente aéreo de lo más absurdo, destruyó temporalmente la carrera solista de Osbourne y Bark at the Moon (1983) es un ejemplo evidente de ello, un trabajo rutinario donde el cantante trata de reemplazar al finado con un clon de segunda mano, Jake E. Lee, el primero de muchos guitarristas por venir para recitales y grabaciones de estudio, y los resultados efectivamente dejan bastante que desear porque las canciones son inferiores con respecto a aquellas de los dos primeros álbumes y para colmo todo el combo musical ya muta hacia un pop metalero radiable que se condice con los años de auge del eco, los sintetizadores y las guitarras épicas a lo Van Halen de mediados de los 80. Ozzy sigue ofreciendo su mixtura deficitaria de power metal y rock gótico en ocasión de The Ultimate Sin (1986), trabajo mediocre a más no poder en el que Osbourne por momentos parece querer sintonizar -sin lograrlo- con el acervo promedio de Dio circa Rainbow, hoy por supuesto sin descuidar la faceta glam metal del producto porque por entonces encabezaba todos los rankings gracias a grupos pomposos y muy repetitivos que dominaron el segundo lustro de la década del 80 como por ejemplo Twisted Sister, Mötley Crüe, Warrant, Poison, Skid Row, Bon Jovi, W.A.S.P. y Guns N’ Roses, todos a su vez deudores de pioneros setentosos de primer nivel como David Bowie, Queen, Roxy Music, New York Dolls y T. Rex y otros no tanto aunque aún simpáticos o provocadores para su época, nos referimos a Alice Cooper y Kiss. No Rest for the Wicked (1988) lleva un paso adelante la alternativa hairmetalera a lo Hanoi Rocks y Def Leppard y el guitarrista que reemplaza a Lee, el semi neoclasicista Zakk Wylde de los futuros Black Label Society, claramente se abre camino como un socio creativo bastante potable que lejos está de superar a Rhoads pero logra lucirse en lo suyo y por primera vez le traslada al propio Ozzy toda la responsabilidad sobre la dirección musical de la placa en cuestión, aquí coqueteando con detalles hip hop y dreampoperos un tanto bizarros y con un dejo de rock alternativo incipiente que parece augurar la lenta muerte del glam metal en los 90 en manos del grunge de Nirvana, Pearl Jam, Stone Temple Pilots, Soundgarden, Alice in Chains, Screaming Trees, The Smashing Pumpkins y compañía.
Para muchos uno de los mejores álbumes de Osbourne por la producción accesible y la variedad del material de base, No More Tears (1991) en esencia funciona como una actualización sonora en tiempos de dominio del thrash metal de Slayer, Metallica, Anthrax y Megadeth, aunque volcando el asunto hacia el rock clásico de los 60 y 70 -bajo el prisma de la avanzada retro noventosa y los riffs cumplidores de Wylde- y por supuesto recuperando el amor por The Beatles en temas como Mama, I’m Coming Home, Time After Time y el cierre Road to Nowhere, además de una inesperada colaboración con Lemmy Kilmister de Motörhead, héroe del speed metal, y un himno solista al cien por ciento como aquel que le da el nombre al disco, una cruza entre el Black Sabbath histórico de pies de plomo y la fastuosidad aparatosa de Bat Out of Hell (1977), de Meat Loaf. En lugar de intentar redondear una continuación de No More Tears, punto exacto entre lo clásico contracultural y la modernidad del heavy de fines del Siglo XX, Ozzy en cambio opta por asentarse en una zona de confort que sería la estándar desde Ozzmosis (1995) en adelante, esa del power metal combinado con trash, baladas, hard rock introspectivo, épicas algo esquizofrénicas e intentos casi siempre poco convincentes en pos de recuperar la magia de antaño con Black Sabbath, en Ozzmosis incluso reclutando al bajista Geezer Butler, planteo que en esta oportunidad desencadena un opus olvidable debido a una producción lánguida y demasiado procesada de parte de Michael Beinhorn y una colección de canciones que parecen ecos deslucidos de las gemas del pasado. Sostenido en una banda que incluye a Wylde, el baterista Mike Bordin, ex Faith No More, y el bajista Robert Trujillo, ex Suicidal Tendencies y futuro miembro de Metallica, se podría decir que Ozzy llega un poco tarde al grunge y al rock alternativo de la mano de Down to Earth (2001), no obstante esa dimensión se limita a la producción sutilmente cruda que ofrece Tim Palmer, colaborador de U2, Pearl Jam, The Cure, Porcupine Tree, Tears for Fears y aquellos Tin Machine de Bowie, ya que el grueso del disco en sí puede leerse como un popurrí de todos los estereotipos -cada vez más y más atemporales e intercambiables, sin que importe demasiado el contexto cultural de cada momento histórico- que nuestro Príncipe de las Tinieblas ha venido utilizando/ puliendo desde Blizzard of Ozz y Diary of a Madman, ahora por suerte entregando mejores composiciones que aquellas de Ozzmosis pero no muy superiores con respecto a sus epopeyas tontuelas de mediados de los 80, en sintonía con Bark at the Moon y The Ultimate Sin.
Si algo le faltaba a la trayectoria de Ozzy era un disco de covers ajenos porque ya había encarado un autohomenaje bajo la excusa de un álbum doble en vivo que cubría su período con Black Sabbath, el disfrutable Speak of the Devil (1982), con Brad Gillis reemplazando en simultáneo a Rhoads y a Tony Iommi, antecedente lejano aunque ilustrativo de Under Cover (2005) porque los resultados vuelven a ser simpáticos y no mucho más, nuevamente explicitando su cariño por The Beatles vía In My Life (1965) y dos joyas del John Lennon solista, Woman (1980) y Working Class Hero (1970), amén de revelaciones varias como 21st Century Schizoid Man (1969), de King Crimson, All the Young Dudes (1972), de Bowie/ Mott the Hoople, For What It’s Worth (1966), de Buffalo Springfield, Good Times (1967), de The Animals, Sunshine of Your Love (1967), de Cream, Sympathy for the Devil (1968), de The Rolling Stones, y por supuesto ese bonus track a dúo con su hija Kelly Osbourne, Changes (1972), de los queridos Black Sabbath. Semejante a una versión más psicodélica, meditabunda y cercana al rock gótico de Down to Earth y No More Tears, Black Rain (2007) encuentra a Ozzy asociándose de nuevo con Wylde, después de haberlo reemplazado en Under Cover con Jerry Cantrell de Alice in Chains, y definitivamente sintiéndose revigorizado sin ofrecer nada nuevo más allá de la producción prolija pero sensata y siempre apropiada de Kevin Churko, conocido por sus colaboraciones con un surtido de artistas que van desde Britney Spears, Shania Twain, Michael Bolton y Celine Dion hasta Ringo Starr, Saul Hudson alias Slash, Rob Zombie, Papa Roach y Halestorm. La tendencia de Ozzy y sus distintos colaboradores a lo largo de las décadas para con el ardid de alargar innecesariamente los temas, un latiguillo medio bobo del rock progresivo que se infiltró en el heavy en los años 80, se ha venido apaciguando desde el comienzo del nuevo milenio y Scream (2010) continúa demostrando que lo que Osbourne pretende de fondo es lograr que cada canción dure exactamente lo que debería durar, ni más ni menos, aquí recuperando en parte la intensidad avasallante de Blizzard of Ozz y Diary of a Madman y redondeando otro de esos trabajos discográficos dignos pero no particularmente memorables de los últimos años que por suerte se beneficia mucho de la producción siempre versátil del reincidente Churko y de las guitarras ultra powermetaleras del griego Kostas Karamitroudis alias Gus G, flamante sustituto de Wylde en materia de los enroques eternos en la banda solista del mítico cantante británico.
Ordinary Man (2020) sintetiza esa pretensión de economía expresiva de trabajos previos de Ozzy pero ahora acentuada desde un insólito -y bastante bien administrado- regreso a un rock clásico sabbathiano y un glam metal ochentoso que pasan a reemplazar los coqueteos industriales de muchos arreglos de las placas posteriores a Ozzmosis, propuesta estética/ musical que se condice con la intervención de gente como Slash y Duff McKagan, ambos de Guns N’ Roses, o Chad Smith de Red Hot Chili Peppers, Tom Morello de Rage Against the Machine y Audioslave e incluso Elton John, quien suma piano y voces en la amena canción que intitula el álbum, amén de rappers como Austin Richard Post alias Post Malone y Jacques Bermon Webster II alias Travis Scott en It’s a Raid y el bonus track Take What You Want. Decidido a no dejar pasar otros diez años entre discos, como ocurriese entre Scream y Ordinary Man por el maravilloso retorno del Black Sabbath primigenio con motivo de 13 (2013) y la gira internacional de despedida, The End Tour, Ozzy para Patient Number 9 aceita rápido la producción del reincidente Andrew Watt, el cual había trabajado junto a Louis Bell en Ordinary Man y además supo colaborar con Lana Del Rey, Elton John, Iggy Pop y Eddie Vedder de Pearl Jam, con el objetivo de cranear y entregar un disco repleto de luminarias del rock que sirvan para relegitimar a Osbourne como solista del mismo modo que su retorno a Black Sabbath con 13 nos hizo olvidar el mal trago de Technical Ecstasy y Never Say Die!, misión ambiciosa que por suerte arroja saldo positivo ya que el señor entrega una exquisita colección de odiseas metaleras con invitados de lujo y un ropaje que nuevamente no descuida la faceta pop del Príncipe de las Tinieblas pero tampoco una estructura rockera que se vuelve más intrincada y fascinante, sin duda regalándonos el mejor disco de Ozzy en solitario desde aquel lejano No More Tears o sus dos piedras fundacionales de los 80 con el malogrado Rhoads.
Como corresponde a la doble tradición osbourneana, el primer tema del disco y la canción que le da el título -en este caso la misma composición, precisamente- responden a una épica más rockera clásica que metalera de unos siete minutos de duración con un riff y unos solos espectaculares que en este caso quedan en manos del gran Jeff Beck, el primero de los invitados de peso que nos ofrece la placa en el contexto de una paradigmática odisea de Ozzy en contra de la psiquiatría y los manicomios, donde el encierro, la medicación, la hipocresía médica, el ensimismamiento, la sensación de desamparo y los gritos y llantos permanentes son sinónimo de un Infierno en la Tierra en la tradición de películas horrorosas y realistas sucias como El Nido de las Víboras (The Snake Pit, 1948), de Anatole Litvak, Shock Corridor (1963), de Samuel Fuller, Lilith (1964), de Robert Rossen, Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), de Milos Forman, Frances (1982), de Graeme Clifford, Me Quieren Volver Loca (Nuts, 1987), de Martin Ritt, 12 Monos (12 Monkeys, 1995), de Terry Gilliam, y Unsane (2018), de Steven Soderbergh. Una de las grandes obsesiones del Ozzy septuagenario, la sombra acechante de la parca, aparece con todo en Immortal, un ejemplo amigable de power metal con la guitarra invitada de Mike McCready de Pearl Jam, ahora sumando potencia en un tema que en su letra pasa de las alusiones vampíricas y el manto de perennidad que conlleva el arte a las típicas reflexiones de Osbourne sobre los temores nocturnos, el carácter efímero de los vínculos y esa traición muy dolorosa de amigos que se dan vuelta o quizás vienen agazapados con caras sonrientes porque buscan una ventaja o un favor que luego jamás pagarán, otro de los latiguillos del cantante a raíz de décadas y décadas de frustraciones en el negocio musical internacional. Con un riff que hace acordar a lo lejos a Black Sabbath y que en esta ocasión llega cortesía de un reaparecido Wylde, Ozzy de todos modos lleva a Parasite, el tercer track del álbum, hacia lo glammetalero rimbombante de sus odiseas de los 80 y se podría decir que la jugada hasta se siente natural porque el tema trabaja un motivo promedio de la juventud como el Complejo de Edipo y/ o los problemillas con las figuras materna y paterna, hoy fantasmas de los que se escapa mediante los pecados y un reviente rockero del que es imposible sustraerse cuando se empieza a disfrutarlo.
La segunda y última épica verdadera del disco, la extraordinaria No Escape from Now, nuevamente rondando los siete minutos, abre y cierra con pasajes etéreos deudores de los años de Blizzard of Ozz y Diary of a Madman y además entrega un riff hiper sabbathiano con certificado de autenticidad cien por ciento Iommi, quien definitivamente sigue en una insólita buena relación con Osbourne luego de la gira mundial de 13 al extremo de contagiar aquel gustito de la banda histórica por las meditaciones acerca de un mundo en llamas adepto a la confusión, la oscuridad, la perfidia, la falta de piedad y esa incertidumbre que desarma el alma, todo en esta ocasión a su vez mezclado con la conciencia de la propia mortalidad y el peso de las palabras y no precisamente las amables, sino las que se dicen con furia y eventualmente nos entierran en el barro o nos mandan al desagüe. La guitarra lúdica pero también grandilocuente de Eric Clapton se percibe con fuerza en One of Those Days, una canción rutinaria pero simpática que nos reenvía a la época de No Rest for the Wicked y No More Tears, ahora con otra de esas letras marca registrada de Ozzy en la que juega con la frontera entre el cristiano devoto y el apóstata sacrílego que de repente manda al demonio a su credo religioso tradicionalista para entregarse a las tentaciones químicas, existenciales o de la carne, amén de un regreso al hilarante autobombo en materia de su resistencia corporal y un suicidio en cámara lenta que aquí aparece muy vinculado a las botellas del alcoholismo y a esa ciclotimia que pasa de la tranquilidad a los instantes de cólera amnésica y pérdida de todo autocontrol. Arreglos orquestales y una nueva intervención de Beck imponen su presencia en A Thousand Shades, otro exponente power metal que le sirve de excusa a Osbourne para retomar un fatalismo que en su juventud era en gran medida una pose artística y hoy por hoy se transforma en un alegato sincero y nihilista, aquí planteando que la fe no es garantía alguna de redención y que el tiempo de vida se agota ya que “el pasado está muerto y el futuro está embrujado”, lo que nos deja con un hoy que flota sin cesar en un limbo de pasividad, aislamiento, desesperación y anhelos deshechos.
Lo mejor de Mr. Darkness es la guitarra bombástica de Wylde, un segmento final que recuerda al Black Sabbath de Heaven and Hell y Mob Rules y en especial una letra bastante curiosa que parece situar a Ozzy en el rol de alguno de aquellos fans de los años 80 y 90 que lo idealizaban al punto de la enajenación, inversión identitaria que toma la forma de una carta que el ignoto narrador le escribe al “Señor Oscuridad” del título, el cantante, durante los momentos previos a un colapso psicológico producto de una depresión de larga data y del hecho de haberse inventado una relación de dependencia con el músico como si fuese un gurú, un amigo cercano o algún tipo de figura paterna o divina que está destinada a solucionarle mágicamente todos los problemas, panorama que desde ya conduce al desengaño y a un suicidio con odio y ansias de venganza de por medio. Wylde sigue firme en los dos tracks siguientes, Nothing Feels Right, otra epopeya neoclasicista adorablemente inflada sobre la posibilidad de la inmolación -con un arma en la boca- por una celda mental de fatalidad construida alrededor de la autocondescendencia y del miedo a la vida y su homólogo a la muerte, y Evil Shuffle, un excelente tema de cadencia muy sabbathiana que coquetea con el sadomasoquismo de un personaje central que puede ser tanto Belcebú como un oligarca capitalista o hasta un demente en una institución neuropsiquiátrica imaginándose castigos varios por venir mientras escucha voces en su cabeza, identifica a sus posibles víctimas y su personalidad se desdobla un poco más, ésta otra de las grandes obsesiones de Osbourne, nos referimos a ese engendro en el espejo que en cualquier momento puede aparecer para imponer su lógica intempestiva.
La segunda participación de Iommi en Patient Number 9, Degradation Rules, es un power metal pirotécnico que incluye la armónica de Osbourne y otro de los estereotipos infaltables de las letras del Príncipe de las Tinieblas y sus múltiples colaboradores, la decadencia vía pornografía y fantasías retorcidas que ahora pueden responder a la mente de un adolescente lunático, un hombre mayor cualquiera o un asesino en serie que gusta de estrangular a sus presas, sin embargo todo el asunto se acerca bastante al costado retro setentoso/ ochentoso/ noventoso porque se nos habla de “sueños sucios” y “pequeñas revistas pegajosas” e incluso el estribillo versa sobre la asfixia erótica, parafilia eternamente asociada en el microcosmos rockero con la muerte en 1997 a la edad de 37 años de Michael Hutchence, el líder de INXS, un caso que pudo haber sido producto de un suicidio por depresión y drogas o un accidente durante una semiestrangulación que se salió del margen de lo previsible. A pesar de que Dead and Gone, otro temazo del lote que nos ocupa con una ayudita crucial del amigo Zakk, reincide en el fantasma del óbito cercano y las mentiras y el fariseísmo que todos los funerales u homenajes post mortem traen consigo, en realidad la composición ocupa el lugar del típico tema político de los discos de Osbourne aunque maquillado con toda esta iconografía terrorífica o sepulcral estándar, algo que deja en primer plano la opción relativista insistente de un Ozzy que nunca se jactó de tener respuestas ante los interrogantes del mundo y siempre prefirió señalar el estado de confusión permanente del pueblo de a pie, ese que en la democracia supuestamente tiene el poder pero en la praxis mundana no decide nada de nada en materia del destino del país, cualquiera fuese éste, siempre en manos de un reducido “circo de locos” que conduce el espectáculo.
No es de extrañar que God Only Knows, referencia al clásico homónimo de Pet Sounds (1966), de The Beach Boys, ocupe el lugar de la balada o el arrebato pop dentro de la estructura de Patient Number 9, ahora con guitarras ultra pinkfloydeanas de parte de Wylde y nada menos que Josh Homme, el genio de Kyuss y Queens of the Stone Age, y con más reflexiones sobre las preguntas y los temores que abre la muerte, lo que asimismo implica la certeza de que “es mejor arder en el Infierno que desvanecerse” cual pena por permitir que los niños jueguen con armas o por el simple hecho de desperdiciar la vida en idioteces que se juzgaban importantes y en el final no aportan nada. Luego de la spectorización previa del metal, muy acorde con el interés épico de siempre de Ozzy, Darkside Blues se siente como una coda minimalista porque el productor Watt toma la guitarra y nos regala una canción de menos de dos minutos que se asemeja a una lectura espectral -y encarada por Tom Waits- de una tonada del Delta del Mississippi sobre una despedida romántica no particularmente trágica, venta del anillo de diamantes de ella de por medio.
En el flamante disco de Osbourne no falta ninguno de los pivotes temáticos de su carrera, esos que junto con su legendaria vocecita lo convirtieron en un tótem del metal a escala planetaria, pensemos para el caso en el reviente drogón, la velocidad, el suicidio, el amor fracasado, las exploraciones tétricas nocturnas, el animismo cuasi ecologista, la locura, los augurios fantasmales, la oscuridad del alma, la religión, el alcoholismo, la rebeldía en la sociedad y el hogar, las batallas medievales, el consumismo, la ansiedad, los delirios varios existenciales, la esencia misma del rock and roll, la iluminación cercana a la muerte, las criaturas fantásticas, las depravaciones, todos los inquisidores de la cultura, los nigromantes, el satanismo, el apocalipsis, las putas, los milagros, la atracción morbosa por los cementerios, la desmitologización autobiográfica, la confusión, las diferencias por clases sociales, los arcanos del terror indecible, el hedonismo, la figura de los asesinos en serie, la depresión, la vejez, el capitalismo parasitario, las excrementicias instituciones de control, su corrupción moral y la farsa de la civilización occidental. Patient Number 9 no ofrece novedad alguna y no necesita hacerlo luego de más de 50 años de periplo profesional de parte del artista inglés, lo que sí entrega el álbum es un excelente nivel compositivo y de producción e invitados como pocas veces hemos escuchado a lo largo de los muchos años de seguir a Ozzy, monstruo sagrado que sabe venderse para alimentar el fuego de su propio mito mediante un autohomenaje tan bien concebido como Patient Number 9, a la vez una enmienda sobre errores pasados y un resumen espléndido de cada uno de los rasgos identitarios y las diferentes facetas del Padrino del Metal.
Patient Number 9, de Ozzy Osbourne (2022)
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