3x1 de Restitución Identitaria Aborigen

Los salvajes son los blancos

Por Emiliano Fernández

Si hay un colectivo humano que ha sido históricamente representado por el séptimo arte bajo rasgos negativos es el indígena americano en su conjunto, con las tribus del norte del continente concentrando todas las miradas tanto por el poderío de siempre del mainstream hollywoodense y su fetiche con el western, género que nace con el cine a fines del Siglo XIX y principios del Siglo XX y con muchísimas de las características de la sociedad de entonces, como por la inconstancia y/ o el carácter de excepcionalidad de las alusiones a los aborígenes por parte del resto del séptimo arte de América, con el pobre “cine de frontera” sudamericano constituyendo lo más cercano -por fuera de Hollywood- a una representación social/ simbólica/ cultural de esos nativos masacrados por los colonos europeos primero y después por la mugre estatal que se fue armando a lo largo y ancho de esta colosal región que habitamos. A pesar de que resulta indudable que los spaghetti westerns de los años 60 dieron el primer paso en la movida contracultural de dejar de señalar a las distintas tribus como los “malos” en historias de la gran pantalla en las que los blanquitos expropiadores de tierras y adeptos al pillaje, la violación y el sadismo eran los “buenos”, lo cierto es que el verdadero impulso industrial de cambio llegó con una trilogía de películas del año 1970 que retomaron el sustrato inconformista de los westerns europeos pero canalizándolo hacia un discurso más coherente y menos payasesco multirubro, hablamos de Soldado Azul (Soldier Blue, 1970), de Ralph Nelson, Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, 1970), de Arthur Penn, y Un Hombre Llamado Caballo (A Man Called Horse, 1970), de Elliot Silverstein, tres opus hollywoodenses que se entroncan con la tradición yanqui promedio de servirse del protagonista caucásico pero encarando el asunto desde el discurso revisionista de barricada de fines de los 60 en materia de denunciar el genocidio aborigen detrás de la construcción nacional de Estados Unidos, por un lado, y el papel relegado -ya en términos estrictamente cinematográficos- que habían tenido los nativos en las gestas de páramos en apariencia solitarios que podían ser reclamados por los colonos, por el otro lado, a pesar de que de inhabitados no tenían nada y en función de ello desde el poder económico y político se optó por construir ficciones heroicas que enaltezcan a los vencedores, los blanquitos homicidas, y eliminen o conviertan en villanos sin cordura ni religión ni valores redimibles a los moradores primigenios. A mitad de camino entre el imperialismo cultural histórico, ese que se apropia de causas ajenas o ya largamente perdidas para fogonear el discurso de moda del momento, y la honestidad ideológica de determinados sectores del mainstream cultural norteamericano, esos de izquierda que reconocen que sería un tanto ridículo o “fuera de lugar” encarar una propuesta centrada sólo en los indígenas y con un ejército de técnicos y creativos de tez blanca detrás de cámaras, esta trilogía de películas realizadas y estrenadas casi en simultáneo más que sólo ser una prueba de la sincronización comunal e ideológica de aquel entonces, léase los coletazos agridulces del hippismo y el ascenso del nihilismo de la década del 70, en realidad instaura una retahíla invaluable de mojones doctrinarios, formales y temáticos que serán revolucionarios a futuro, marcando todas las décadas por venir dentro de un espectro de influencia vastísimo que abarca distintos aspectos de una infinidad de obras que van desde El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), de Clint Eastwood, y La Puerta del Cielo (Heaven’s Gate, 1980), de Michael Cimino, pasando por Danza con Lobos (Dances with Wolves, 1990), de Kevin Costner, y Gerónimo (Geronimo: An American Legend, 1993), de Walter Hill, hasta llegar a El Renacido (The Revenant, 2015), de Alejandro G. Iñárritu, y Frontera Caníbal (Bone Tomahawk, 2015), de S. Craig Zahler. La restitución identitaria aborigen operada en las películas de Nelson, Penn y Silverstein sería ya definitiva e irreversible al punto de que los indígenas a posteriori serán retratados como un pueblo en extinción -por la caza de los esbirros gubernamentales y los colonos- o muchas veces directamente borrados del mapa dramático debido al pesar tácito que genera el episodio funesto del genocidio o porque se da por sentado que ya no pueden volver a ser los malos, de ahí se deriva el fetiche del western crepuscular con los mismos hombres blancos despreciables -los empresarios, los pastores, los mercenarios, las fuerzas de represión, los burócratas estatales, etc.- en tanto esa naturaleza bipartita propia del ser humano, pudiendo ser siempre un ejemplo de solidaridad y/ o un psicópata sin que importe su etnia, pasado o cualquier otro atributo circunstancial. Como tantas veces ocurre, los prejuicios culturales, industriales y coyunturales no reemplazan al conocimiento de primera mano que surge luego de convivir con el “objeto” de las disquisiciones de turno, el otro o prójimo considerado diferente, y si para algo sirvieron estas tres realizaciones que aquí analizamos es para destruir la catarata de pavadas con las que el cine previo a los 70 trataba el -a partir de allí, culpa mediante- doloroso tópico de los pobladores originales del continente que hoy habitamos, aquellos que fueron derrotados no sólo por el mayor poder de fuego de los esbirros coloniales o los militares de la independencia, sino por ese afán manipulador y cosificador de la cultura occidental frente al cual la cosmovisión animista de los indígenas no tenía medios para defenderse, muy pegada ella a los rituales del suelo, los astros y los elementos naturales y lamentablemente muy inflexible en términos de adaptarse a nuevas situaciones como las que provocó, de hecho, la llegada de los europeos a América.

 

 

Soldado Azul (Soldier Blue, 1970):

 

La idiosincrasia anómala y avasallante de Soldado Azul (Soldier Blue, 1970) dentro del mainstream estadounidense, casi siempre muy poco proclive a propuestas tan curiosas y radicales, reside en la tensión entre sus dos fuerzas creativas de base, por un lado tenemos una impronta narrativa típicamente hollywoodense -del Hollywood Clásico- enmarcada en un viaje por parte de una pareja de blancos que no se ponen de acuerdo en nada y atraviesan un contexto bucólico símil western con fuertes chispazos de comedia romántica, lo que por supuesto implica que hablamos de la fórmula retórica del outsider que permite al público anglosajón identificarse con los caucásicos de turno en pantalla para conocer un territorio y una etnia juzgados ajenos como la cada día más acotada tierra perteneciente a los pueblos originarios de Norteamérica, y por el otro lado flota de fondo un enfoque ideológico bien nihilista mediante el cual la película opta en una misma movida por alejarse del western tradicional y acercarse a ese spaghetti western que desde el segundo lustro de la década del 60 estaba en boga en los mercados cinematográficos de todo el mundo, algo que puede verse no sólo en personajes protagónicos complejos y villanos necios y bastante patéticos, cual burócratas de la muerte, sino además en la intención de construir un lienzo pacifista y poderoso jugando con la paradoja exploitation de siempre de poner a la vista de todos las carnicerías de las guerras en general y de la misma construcción nacional de yanquilandia en términos específicos con el objetivo manifiesto de predicar con el “ejemplo negativo” y espantar al público con hechos que efectivamente ocurrieron, incluso apostando a incluir acontecimientos de aquel presente como la Guerra de Vietnam mediante la famosa alegoría de la cruenta secuencia del desenlace, en la que mediante la Masacre de Sand Creek (29 de noviembre de 1864), léase el asesinato, violación y mutilación de 500 indígenas indefensos de las naciones cheyene y arapajó por parte de la Tercera Caballería de Colorado, se habla de la recientemente conocida/ difundida Matanza de Mỹ Lai (16 de marzo de 1968), donde nuevamente esbirros de la milicia estadounidense mataron, violaron y torturaron a hombres, mujeres, ancianos y niños indefensos para a posteriori prender fuego a sus hogares y al pueblo en cuestión en su conjunto. El corazón de la película, más allá de la honestidad del director Ralph Nelson y del guionista John Gay, hoy adaptando la novela Flecha en el Sol (Arrow in the Sun, 1970) del especialista en literatura del Viejo Oeste Theodore Victor Olsen, es Candice Bergen, una actriz californiana tan bella como talentosa que antes del film que nos ocupa supo brillar en Camino Recto (Getting Straight, 1970), de Richard Rush, El Yang-Tsé en Llamas (The Sand Pebbles, 1966), de Robert Wise, y El Grupo (The Group, 1966), de Sidney Lumet, y que luego entraría en un período de gloria que abarcaría propuestas como Conocimiento Carnal (Carnal Knowledge, 1971), de Mike Nichols, La Partida de Caza (The Hunting Party, 1971), de Don Medford, Muerde la Bala (Bite the Bullet, 1975), de Richard Brooks, El Viento y el León (The Wind and the Lion, 1975), de John Milius, En una Noche Repleta de Lluvia (La Fine del Mondo nel Nostro Solito Letto in una Notte Piena di Pioggia, 1978), de Lina Wertmüller, y Gandhi (1982), de Richard Attenborough. En el Territorio de Colorado de la segunda mitad del Siglo XIX la susodicha compone a Cresta Maribel Lee, una mujer que estuvo viviendo dos años con los cheyenes luego de ser secuestrada por los guerreros de la tribu y convertida en esposa de uno de los caciques, Lobo Moteado (Jorge Rivero), hombre al que quiso mucho y mediante el cual conoció las costumbres de los indígenas y la persecución de la que son objeto por parte de un Estado norteamericano obsesionado con la limpieza étnica tácita para apropiarse de sus tierras y dar rienda suelta al capitalismo en la región, indígenas a los que la chica de todas formas termina abandonando porque no se siente parte del colectivo y sobre todo con la meta de retomar los planes de casarse por dinero con el que fuera su prometido de antes de la captura y la convivencia con los nativos, el Teniente McNair (Bob Carraway), un tarado rotundo perteneciente a la caballería y al servicio de un jerarca de índole ultra psicopática, el Coronel Iverson (John Anderson), otro de los tantos militares y civiles genocidas de aquellos años que la iban de “civilizadores de los bárbaros impíos” tracción a una andanada interminable de cadáveres hasta casi exterminar a los pobladores originarios del continente para así destruir la moral de los diferentes pueblos, conseguir que dejen de lado las armas y finalmente encerrarlos en reservaciones que representan una millonésima parte del territorio donde supieron vivir antes de la llegada de los colonizadores europeos y su pillaje. Luego de una arremetida de los cheyenes, al mando de Lobo Moteado, contra un convoy del proto ejército para robarles una caja cargada de oro y comprar rifles con los cuales defenderse de las continuas razzias sobre los asentamientos de la tribu, una Cresta que iba al encuentro de McNair conoce al soldado Honus Gant (Peter Strauss), un mojigato y quejoso insoportable que se unió a la cruel milicia por decisión de su padre y en términos prácticos el único sobreviviente -más allá de la mujer, que iba con ellos en calidad de pasajera- de la comitiva de “soldados azules”, apodo denigratorio general en función del color del uniforme de la caballería. El grueso del guión de Gay, un profesional de una larga trayectoria televisiva y con diversas colaboraciones en su haber con gente como el citado Wise, Delbert Mann, Vincente Minnelli, John Sturges, Henry Hathaway, Jack Smight, Paul Newman y Stuart Rosenberg, está dedicado al periplo de ambos personajes a través de las comarcas aún en manos de los cheyenes con vistas a llegar a un baluarte de las tropas yanquis, el Fuerte Reunión, donde la mujer se uniría en matrimonio con McNair y el hombre volvería a la falange militar, sin embargo el viaje no resulta para nada fácil porque al sol de Colorado y la falta de alimentos y agua se suma el encuentro primero con unos kiowas, vía Cresta obligando a Honus a luchar con el jefe para que puedan salir con vida y sin que el blanco tenga el valor para matar a su contrincante, y segundo con un bizarro traficante de armas llamado Isaac Q. Cumber (el siempre genial Donald Pleasence), quien está transportando un cargamento de rifles para venderlos a esos mismos cheyenes que le pagarán con el oro robado, estrategia que se viene abajo cuando el obtuso de Gant descubre el asunto y decide incendiar la carreta con las armas bajo la ingenua creencia de que el ejército no matará a los indígenas y eventualmente les dará tierras donde puedan vivir en paz, rehusándose a permitir que se repita un ataque como el del inicio del film, suerte de duplicado conceptual lejano de la Masacre Hungate (11 de junio de 1864), arremetida que se le atribuyó a los pueblos nativos en la que murió el granjero Nathan Hungate, su esposa y dos hijas. Como hiciese en ocasión de sus otras dos películas más conocidas, Réquiem para un Peso Pesado (Requiem for a Heavyweight, 1962) y Charly (1968), en las que superó lo que se podría esperar del cine de la época en materia del boxeo y los discapacitados, respectivamente, Nelson rompe todos los esquemas colocando en el centro del relato a este conflicto entre un Honus remilgado, pudoroso e hipócrita que representa al western clásico derechoso y una Cresta desfachatada, grosera y gloriosamente efervescente y sabia que simboliza sin más al spaghetti western de izquierda, una especie de vacío ideológico -él defiende a los “soldados azules” con fanatismo y ella a los indígenas porque conoció de primera mano sus penurias- que se va cerrando durante el metraje mediante el estribillo del melodrama del cariño liso y llano que surge entre ambos, amalgama a su vez sintetizada en el gesto de la muchacha de obsequiarle al hombre un collar que le dio Lobo Moteado en tanto celebración del afecto/ unión entre la caucásica hiper rubia y el nativo de tez oscura (el director aprovecha con inteligencia en múltiples secuencias esta especie de “suspenso sexual” entre Lee y Gant que trae a colación la perspicacia pragmática y de mucha experiencia de ella y la ignorancia idealista de él, como en la muy erótica y graciosa escena de la carreta cuando Cresta insta al muchacho a desatarla con sus dientes -ambos secuestrados por Cumber, con sus manos atadas en la espalda- y el paparulo de Honus en vez de hacerlo se pasa tapándole el culo para no excitarse ni caer en esa tentación demonizada del cristianismo, movimientos del viaje de por medio que destapan el delicioso traste de la chica). Cuando por fin los dos peregrinos intiman en una cueva, después de escapar del traficante de armas y de un disparo de éste contra una de las piernas de Gant, se hace evidente que el amor de Honus funciona como una suerte de “solución negociada” entre lo que fuera Lobo Moteado, un adonis/ semental considerado ajeno a nivel cultural, y el escuálido y tontuelo de McNair, en esencia un burgués aburrido y calentón que no está de acuerdo con las carnicerías de Iverson sobre los indígenas pero sigue obedeciendo a puro automatismo pusilánime, asimismo con el personaje del correcto Strauss tomando la forma de un apóstata de la causa nacional yanqui que termina defendiendo a las víctimas reales y dándole la razón -ya muy tarde, por cierto- a una Lee que le advirtió de las intenciones de una caballería sedienta de sangre que en la espiral de las venganzas desproporcionadas infinitas no puede ver que los blanquitos fueron los que tiraron la primera piedra y los que cometen por lejos las mayores barrabasadas del colorido lote bélico, como por ejemplo el truquillo de arrancar todas las cabelleras de los enemigos caídos, cliché asignado popularmente a los nativos pero en realidad ideado por los caucásicos. En este sentido, la decisión del realizador de apostar al gore y la violencia explícita no se siente fuera de lugar porque complementa el planteo ideológico de máxima y hasta se podría decir que la batalla del principio -con su generosa dosis de hemoglobina, desmembrados y hombres en llamas- anticipa el legendario desenlace, donde Iverson santifica en nombre del naciente país el asesinato de niños aborígenes, el empalamiento de ancianos, la mutilación de los guerreros, la violación en grupo de sus mujeres -tetas rebanadas incluidas- y el incendio general del poblado en el que habitaba Lobo Moteado (para todo ello se empleó desde maniquíes y animatronics hasta prótesis y amputados reales, sin corrección política ni higiene biempensante contemporánea alguna). Esta furia antinorteamericana de fondo que desarma las mentiras de la historia oficial escrita por los vencedores, los genocidas, y la estampa lustrosa que la caballería tenía en los westerns clásicos, siempre viniendo a “salvar las papas” matando a unos indígenas que ahora ven con horror cómo los verdaderos bárbaros los masacran con impunidad y en pleno éxtasis demencial, sin duda tiene su espejo en la banda sonora ya que la música de Roy Budd combina la fanfarria orquestal paradigmática de Hollywood y diversos arreglos del rock de fines de los 60, detalles de anacronía artística consuetudinaria que enfatizan el choque entre el sustrato tradicional del amor entre los protagonistas y el influjo valeroso, contracultural y/ o de barricada de la denuncia posmoderna correspondiente a los westerns revisionistas de los 70 en adelante, amén de la genial canción titular de Buffy Sainte-Marie con la que abre el opus, otro exponente bien rockero en plan de señalar el quiebre con respecto a aquella tradición fascista de las faenas del Lejano Oeste del pasado. Vulgar y poética, recatada y lujuriosa, conservadora y vanguardista, literal y algo abstracta, Soldado Azul es una rareza irrepetible que saca a relucir la potencia y riqueza discursiva del séptimo arte cuando se propone en serio escupirle a los ojos al poder más concentrado y homicida -y a sus fuerzas de represión profesionalizadas- utilizando su lenguaje y sus latiguillos retóricos, para colmo vía el ardid de echar mano del querido esquema narrativo orientado a preparar la “estocada” con paciencia para finalmente saltarle al cuello a los campeones de las matanzas del capital.

 

Soldado Azul (Soldier Blue, Estados Unidos, 1970)

Dirección: Ralph Nelson. Guión: John Gay. Elenco: Candice Bergen, Peter Strauss, Donald Pleasence, John Anderson, Jorge Rivero, Bob Carraway, Dana Elcar, Martin West, James Hampton, Mort Mills. Producción: Gabriel Katzka y Harold Loeb. Duración: 115 minutos.

 

 

Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, 1970):

 

Para la época de la filmación y el estreno de Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, 1970), sin duda la película más ambiciosa de Arthur Penn, el realizador ya se había transformado en una de las figuras prominentes de la primera etapa de aquel Nuevo Hollywood de las décadas del 60 y 70 que abogaba por la reinterpretación nihilista de los géneros clásicos, la inefable “teoría del autor” de la Nouvelle Vague y en especial el traspaso de poder concreto desde la figura del productor -y de los magnates semejantes de los grandes estudios- hacia el director de los films, quien privilegia en la praxis la coherencia artística de la obra en cuestión por sobre los delirios comerciales de los sultanes del marketing y la publicidad. Penn, responsable de convites invaluables como El Zurdo (The Left Handed Gun, 1958), Ana de los Milagros (The Miracle Worker, 1962), Mickey One (1965), La Jauría Humana (The Chase, 1966), Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) y El Restaurante de Alicia (Alice’s Restaurant, 1969), hoy por hoy retoma el contexto general de los westerns de El Zurdo, amén de las referencias laterales desde los dramas criminales y el film noir símil La Jauría Humana y Bonnie y Clyde, para volcar el asunto hacia una parodia histórica sutil cuyo minimalismo formal, en esencia sustentado en la extraordinaria fotografía de Harry Stradling Jr., la música irónica de John Hammond y la farsesca actuación del prodigioso y siempre camaleónico Dustin Hoffman, resulta un contrapunto para una riqueza discursiva antiestablishment en la que la amoralidad y la alienación parecen ser los rasgos comunes de la humanidad, los indígenas sufren las constantes arremetidas exterminadoras del Estado norteamericano y las mismas fuerzas armadas se transforman en sinónimos de una máquina de matar ridícula semejante a su homóloga de Soldado Azul (Soldier Blue, 1970), armazón que nuevamente funciona como una metáfora sobre la falta de ética gubernamental y sobre el despiadado accionar de los militares y las cúpulas civiles de Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, contienda juzgada absurda y delirante por buena parte del pueblo yanqui de entonces debido a su carácter hiper imperialista -correspondiente a la Guerra Fría- y a la luz de la naciente contracultura global y de su oposición enfática a los valores tradicionales del capitalismo “civilizado, occidental y cristiano” de siempre. Basándose en la novela homónima de 1964 de Thomas Berger, sátira agridulce en torno a los engranajes prototípicos del Lejano Oeste, el guión de Calder Willingham, célebre por haber escrito La Patrulla Infernal (Paths of Glory, 1957), de Stanley Kubrick, Los Vikingos (The Vikings, 1958), de Richard Fleischer, El Rostro Impenetrable (One-Eyed Jacks, 1961), de Marlon Brando, El Graduado (The Graduate, 1967), de Mike Nichols, Ladrones como Nosotros (Thieves Like Us, 1974), de Robert Altman, y Noches de Rosa (Rambling Rose, 1991), de Martha Coolidge, va acumulando episodios diminutos y prosaicos de la vida de un hombre a mediados del Siglo XIX, Jack Crabb (Hoffman), que sólo en conjunto conforman el lienzo desgarrador de turno. La excusa para el racconto a lo El Ciudadano (Citizen Kane, 1941) pasa por la intención del protagonista de refutar los prejuicios de un historiador sin nombre (William Hickey) que entrevista a Crabb diciéndole que está más interesado en la vida de los indígenas de América del Norte como pueblos casi extintos que en las anécdotas bélicas de un señor que en 1970 tiene la friolera de 121 años de edad, de hecho el más viejo del planeta, así las cosas el derrotero comienza en 1859 cuando Jack contaba con apenas diez años (Ray Dimas), su familia atravesaba las llanuras y unos pawnees los mataron a todos salvo a él y a su hermana adolescente Caroline (Carole Androsky), quienes luego son descubiertos por un cheyene llamado Sombra que Asoma (Rubén Moreno) y conducidos a la aldea de la tribu, encabezada a su vez por el veterano Pieles Ancestrales (el Jefe Dan George, un famoso caudillo y gran activista anticolonialismo blanco). Cuando la histérica insufrible de Caroline, siempre obsesionada con que la van a violar por más que nadie la toca, abandona a su hermano de repente en medio de la noche y huye en un caballo, Crabb se transforma en nieto adoptivo de Pieles Ancestrales, su figura paternal por antonomasia, y comienza una existencia pacífica con los cheyenes hasta entrada su versión adolescente (Alan Howard), nativos adeptos al animismo que hallan la verdad en los rituales del respeto a la naturaleza y se autodenominan “seres humanos” para diferenciarse de los caucásicos y su lúgubre doctrina para la cual todo está muerto, hablamos de la piedra, la tierra, los animales e incluso su propia gente, por ello al no ver vida ni magia en ningún lado todo se transforma en un medio para un fin o -dicho de otro modo- en un recurso a explotar hasta que se agota definitivamente. Sin proponérselo genera una enemistad con Oso Pequeño (Cal Bellini), cheyene que lo margina por ser blanco, que llega a un punto cúlmine cuando le salva la vida al rival en el momento en que un pawnee estaba muy cerca de asesinarlo, obligando a Oso Pequeño a estar agradecido y en una situación de inferioridad hasta que le devuelva un favor no solicitado que para colmo lo transforma de niño a adulto a ojos de Pieles Ancestrales y la tribu, ganándole el nombre indígena de Pequeño Gran Hombre. A partir de este punto en la narración comienza un hilarante ida y vuelta entre los pueblos originarios y los colonos caucásicos y sus milicias porque a los 16 años Crabb es capturado por soldados de la caballería de Estados Unidos y puesto al cuidado del reverendo Silas Pendrake (Thayer David) y su esposa sexualmente frustrada Louise (una Faye Dunaway hiper putona e irresistible), una supuesta beata que se le insinúa en más de una ocasión y con la que vive hasta que descubre que mantiene un romance apasionado con el dueño de una tienda, el Señor Kane (Philip Kenneally), sorpresa que lo lleva a abandonar la religión y a transformarse en ayudante de un chanta, Allardyce T. Meriweather (Martin Balsam), que vende un tónico “cura todo” a partir de aceite de serpiente que despierta el enojo de muchos clientes, entre los que Jack encuentra a su hermana Caroline, ahora un marimacho que le enseña a disparar y lo convierte en un pistolero experto apodado El Muchacho de los Refrescos porque mientras todos beben bebidas alcohólicas, él no pasa de las gaseosas. Así conoce al mítico James Butler Hickok alias Bill, el Salvaje (Jeff Corey) y presencia cómo éste debe matar a un sujeto que pretendía dispararle de la nada, descubriendo de golpe que su vocación no es ir asesinando por ahí, por ello renuncia de inmediato a las armas -lo que provoca que su hermana lo vuelva a abandonar- y se transforma en esposo de una sueca que apenas si habla inglés, Olga (Kelly Jean Peters), y en socio de otro delincuente que lo estafa al punto de perder la tienda que habían abierto juntos, terminando subastada por deudas variopintas. A posteriori del desastre económico empieza la debacle bélica porque la pareja arruinada se topa con el estrafalario George Armstrong Custer (Richard Mulligan), un general egomaníaco y delirante de la caballería yanqui, oficial que les recomienda ir hacia el Oeste afirmando que no tendrán problemas con los ataques aborígenes. Por supuesto que la diligencia en la que viaja la pareja es emboscada y perseguida y Olga se transforma en prisionera de los cheyenes, desencadenando un largo período de búsqueda de parte de su marido por los distintos poblados de colonos y nativos norteamericanos que lo regresa con su querido abuelo Pieles Ancestrales y el tremendo Oso Pequeño, quien para esa época se había transformado en un “contrario”, el más peligroso de los guerreros cheyene y llamado así porque hace y dice todo al revés, literalmente. Sin hallar a Olga, Jack abandona la tribu y termina convirtiéndose en un transportador de mulas sólo debido a que el imbécil de Custer presupone que Crabb se dedica a eso, así acompañando a la milicia presencia el horror de los asesinatos de mujeres y niños en ocasión de una carnicería muy parecida a aquella Masacre de Sand Creek (29 de noviembre de 1864) de Soldado Azul, sintiéndose obligado a convertirse en desertor y hasta a mutar en esposo sustituto de la hija adolescente de Sombra que Asoma, Rayo de Sol (Aimee Eccles), que dio a luz a su vástago después de que el marido muriese en batalla. Crabb vuelve una vez más con su abuelo -ya ciego y con una enorme herida en el cuello, cortesía de los uniformados- y un Oso Pequeño que dejó de ser contrario y ahora no pasa de triste esposo dominado de una Olga algo mucho histérica que ya no reconoce a Jack, viviendo en relativa paz durante un período de tiempo en un asentamiento indígena nevado a orillas del Río Washita, en Oklahoma, que por cierto se viene abajo con la infame Masacre del Río Washita (27 de noviembre de 1868), cuando la Séptima Caballería de Custer arrasó el campamento cheyene en cuestión matando a 150 nativos, la mitad de ellos mujeres y niños indefensos, lo que en la ficción de la película se traduce en el homicidio de Rayo de Sol, de todos los pobres hijos que tuvo la fémina -con el esposo previo y con Jack- y de las tres hermanas viudas de ella, las cuales asimismo se habían transformado en esposas de Pequeño Gran Hombre bajo la insistencia de la propia Rayo de Sol. El protagonista se infiltra entre las tropas de Custer pero llegado el momento de matarlo no puede y termina siendo expulsado del baluarte militar y abrazando el alcoholismo en la ciudad de Deadwood, Dakota del Sur, donde se topa con Bill, el Salvaje, señor que muere cuando un muchacho le dispara durante un juego de cartas como venganza en diferido por haber asesinado a su padre siete años atrás. Antes del óbito el susodicho le había encargado a Jack llevarle un dinerillo a una prostituta de un burdel con la que había estado teniendo un affaire, mujer que resulta ser nada menos que Louise Pendrake, a quien vuelve a rechazar en sus insinuaciones sexuales para volver a caer en las borracheras y hasta en un mínimo reencuentro con un Meriweather al que le faltan una pierna, una mano y un ojo, “cicatrices” de los acalorados desquites de clientes estafados. Crabb decide autoexiliarse en el bosque y probar una vida de ermitaño y cazador, sin embargo el asunto no sale como espera y cae en la depresión luego de descubrir que un animal prefirió arrancarse una pata atrapada en una trampa de acero que dejarse capturar, dignidad que el hombre jamás conoció del todo por su graciosa cobardía y su acomodamiento maniático improvisado ante cualquier situación, así a la vera del suicidio ve desfilar las tropas de Custer y se lanza porfiadamente hacia la verdadera represalia, ahora transformándose en un baqueano esclavizado al servicio de ese general lunático que cree que todo lo que Pequeño Gran Hombre dice es mentira por lo que debe hacer exactamente lo contrario, planteo que define como un “perfecto barómetro a la inversa”. El ex indígena y ex colono manipula al jerarca simplemente diciéndole la verdad y llevándolo a avanzar a su muerte en la Batalla de Little Bighorn (25 y 26 de junio de 1876), refriega en la que las fuerzas combinadas de las tribus lakota, cheyene y arapajó derrotaron al Séptimo Regimiento de Caballería liderado por Custer cerca del Río Little Bighorn, en Montana, con Oso Pequeño cargándose al general y salvando la vida de un Jack que se reúne con Pieles Ancestrales, hoy dispuesto a morir y llevando a cabo la ceremonia reglamentaria, aunque a fin de cuentas sobrevive a la invitación de la parca y el tenue caer de la lluvia hasta parece indicar que la naturaleza se burla de la melancolía derrotista del anciano. El film de Penn juega constantemente con la ridiculez de la humanidad no sólo a través de los vaivenes existenciales del protagonista, parado ad infinitum en la frontera entre los blancos y los aborígenes, sino también mediante la oposición entre los mandamases de ambas facciones, con Custer cayendo en la locura absoluta -se imagina que profiere discursos ante un hipotético Senado- durante la Batalla de Little Bighorn y con Pieles Ancestrales teniendo sueños proféticos -que al principio el protagonista descarta y luego toma con sumo cuidado- acerca de acontecimientos por venir que involucran a los suyos y a ese Pequeño Gran Hombre al que tanto estima, apelativo que reenvía a la historia de otro petiso como Crabb/ Hoffman, un recordado cheyene llamado Hombre Pequeño que luchó hasta después de muerto contra los pawnees con un grito de guerra que ahuyentó a sus adversarios; a lo que desde ya se suma el esplendoroso fetiche del film con los anhelos y frustraciones de personajes que aparecen y desaparecen como la vida misma y nuestros caprichosos proyectos según la etapa considerada del discurrir por el mundo, en sintonía con la Señora Pendrake, Merriweather, Sombra que Asoma, Bill, el Salvaje, Olga, Oso Pequeño, Caroline, Pieles Ancestrales, el General Custer y el simpático Caballo Pequeño (Robert Little Star), primer indígena homosexual de la historia del cine y en esencia el ejemplo supremo de que los nativos no obligan a los varones a ser guerreros de por sí, con la opción para cada individuo de quedarse con las mujeres si así lo prefiere (Jack se hace amigo y hasta esquiva con respeto y consideración la invitación del susodicho a pasar a su tipi, como hiciese en su momento con la negativa ante Louise). Sin contenerse para nada en lo que atañe al gore y esos cadáveres de mujeres y purretes que simbolizan a la Matanza de Mỹ Lai (16 de marzo de 1968), también aludida en Soldado Azul, la película toma la forma de un mojón fundamental en el desarrollo del Nuevo Hollywood y el mainstream estadounidense en general debido a que consigue incorporar -ahora evitando toda fricción retórica con los modelos narrativos previos- a la causticidad, el poderío, la honestidad y las bufonadas líricas del spaghetti western europeo, jugada que pone en interrelación el realismo sucio de las carnicerías y una burla certera y compacta dirigida hacia los representantes institucionales que nunca derrapa hacia el subrayado grueso gracias a este equilibrio de base entre lo dramático y lo cómico, dos dimensiones que -a diferencia de tanto cine histórico contemporáneo, saturado de panfletos explícitos baratos- jamás se anulan recíprocamente ni descuidan la fascinante historia desplegada ante nuestros ojos. La muerte del Lejano Oeste de los mitos relucientes pero falsos y de las gestas cargadas de pusilanimidad, fariseísmo y cientos de litros de sangre en esta ocasión no se da mediante el romance y el drama de denuncia exaltada de Soldado Azul sino a través de un dejo farsesco que hace de la nostalgia, el sarcasmo y el absurdo entrecruzado sus principales banderas, unificando -como decíamos antes- a toda la humanidad en el redil de la estupidez belicosa sin remedio pero al mismo tiempo diferenciando claramente quiénes son los victimarios excluyentes, las huestes del Estado moderno y centralizado, y quiénes las víctimas, esas tribus que son expulsadas sin miramientos ni alicientes de sus tierras y perseguidas hasta el límite de la desaparición totalizadora, genocidio escalonado de por medio y auspiciado por las autoridades en los años previos, el durante y la década posterior a la Guerra de Secesión (1861-1865). En el metraje se exploran tópicos no hasta hace mucho tiempo sagrados y/ o fuertemente encerrados en determinados cajones simbólicos dentro del ideario nacional y cultural cinematográfico como los colonos, las armas, la familia, el trabajo, la sabiduría, la religión, el liderazgo, la amistad, las revanchas, la pobreza, las estafas, el sexo, el adulterio, el lenocinio, la poligamia, el suicidio, las guerras, el peligro, la milicia chauvinista y los considerados “salvajes” por la mugre social y estatal que suele reservarse la máscara de la civilización tecnocrática y gélida, no obstante aquí la perspectiva inconformista todo lo filtra para rescatarnos de los clichés y lugares comunes desde una autorreflexión que señala al hedonismo pancista/ oportunista como uno de los pivotes en los que se basa la injusticia de las comunidades y sus relaciones de índole parasitaria a nivel intrínseco y para con otros colectivos humanos vecinos. La traición es asimismo otro concepto crucial de Pequeño Gran Hombre ya que el carácter de extranjero permanente del protagonista, aceptado por los cheyenes pero siempre con algún que otro roce o agresión y alejado espiritualmente e ideológicamente de los caucásicos, lo deja muy a merced de continuas acusaciones de haberse vendido al bando contrario con el único interés de sobrevivir, de salir parado una vez más de situaciones que se tornan más y más amenazadoras al punto de la ciclotimia procedimental tragicómica: por supuesto que algo de eso hay en cada manotazo de ahogado -por demás desesperado- del personaje de Hoffman en pos de conciliar cierta debilidad esencial con una coyuntura impiadosa que le exige esto o aquello para volver a aceptarlo como un miembro más, movida que corre en paralelo a su apego a Pieles Ancestrales y su conocimiento animista y el descubrimiento del engaño detrás de la imagen de héroe de un Custer en verdad impresentable, psicópata risible y ultra narcisista que no es más que otra leyenda atada con alambre por la intelligentsia administrativa y militar de la que incluso forma parte el historiador al que Jack le relata estas “aventuras” que son el devenir de la nación. La muerte del mito ingenuo y el ascenso de los hombres comunes y corrientes, esos que tienen un cuerpo pequeño y un corazón inmenso como dice el abuelo adoptivo del protagonista, constituye el mayor tesoro detrás de una obra maestra de la talla del opus del recordado Penn, quien después volvería a deslumbrar con trabajos inferiores pero muy interesantes como Secreto Oculto en el Mar (Night Moves, 1975), Duelo de Gigantes (The Missouri Breaks, 1976), Cuatro Amigos (Four Friends, 1981), Target (1985), Muerte en el Invierno (Dead of Winter, 1987) y aquella Broma Fatal (Penn & Teller Get Killed, 1989).

 

Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, Estados Unidos, 1970)

Dirección: Arthur Penn. Guión: Calder Willingham. Elenco: Dustin Hoffman, Faye Dunaway, Jefe Dan George, Martin Balsam, Richard Mulligan, Jeff Corey, Aimee Eccles, Kelly Jean Peters, Carole Androsky, Cal Bellini. Producción: Stuart Millar. Duración: 139 minutos.

 

 

Un Hombre Llamado Caballo (A Man Called Horse, 1970):

 

No se puede menospreciar la importancia histórica de Un Hombre Llamado Caballo (A Man Called Horse, 1970), el primer western crepuscular y/ o revisionista que se propuso indagar con una rigurosidad de tipo documental las costumbres y rituales de una tribu indígena, aquí los siouxs, en una jugada retórica mixta conservadora/ vanguardista que se asemeja en parte a la de Soldado Azul (Soldier Blue, 1970) en eso de recuperar la fórmula del outsider de la empatía con mirada caucásica para sopesar una cultura considerada foránea y hasta ese momento ninguneada o demonizada al extremo, ahora con el relato abriendo y cerrando con los aborígenes y siendo encarado desde su punto de vista aunque con el curioso detalle adicional de no subtitular sus diálogos y sí los intercambios en inglés y francés por parte de los personajes de background europeo, lo que en el fondo sabotea un poco las pretensiones antropológicas/ etnográficas de base porque como espectadores sólo accedemos a la cosmovisión de los nativos norteamericanos a través del “filtro” idiomático de los turistas de turno vía una movida que de todos modos no perjudica al planteo general gracias al hecho de que en paralelo se da un proceso complejo y doble de asimilación del europeo dentro de la tribu, acomodándose a los prácticas, ritos, cultos y representaciones simbólicas necesarias para sobrevivir en las llanuras, y de posterior mestizaje al formar una familia con una mujer local que en esencia constituye el punto máximo de adaptación y metamorfosis identitaria del huésped en plan de fusionarse con la cultura anfitriona, ya sin prejuicios y comprendiéndola de lleno. Dos son los pilares que el film dirigido por Elliot Silverstein y escrito por Jack DeWitt -a partir del cuento corto homónimo de la especialista en literatura del Lejano Oeste Dorothy M. Johnson, primero publicado en 1950 en la revista Collier’s y luego en 1953 en la antología País Indio (Indian Country)- retoma dentro de aquella iconografía prototípica del western, a saber: primero tenemos el formato del periplo existencial del protagonista por territorio en manos de un “enemigo natural” como lo son los rivales en materia de la propiedad de las tierras, los indígenas, esquema que desde ya en Un Hombre Llamado Caballo está más encarado desde lo conceptual o abstracto a lo Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, 1970) que desde la literalidad de la citada Soldado Azul, y en segundo lugar está el ardid retórico del secuestro por parte de los nativos de un delegado de los blancos invasores, en los westerns racistas, fascistoides y reduccionistas de John Ford, Howard Hawks y similares casi siempre específicamente una mujer desvalida que necesitaba que el macho alfa de cartón pintado la venga a rescatar de los “salvajes”, planteo en esta oportunidad reinterpretado con una inusitada agresividad porque es un hombre quien se ve rebajado en su dignidad y amor propio a transformarse en esclavo de los habitantes de la aldea nativa y en saco de boxeo implícito sobre el cual desquitarse por la colección de barbaridades que los caucásicos suelen cometer a diario contra los siouxs y las demás tribus autóctonas atacadas. De hecho, a diferencia de las otras dos películas nombradas, de tantos westerns futuros y de las mismas secuelas que generaría el opus de Silverstein, El Regreso de un Hombre Llamado Caballo (The Return of a Man Called Horse, 1976), de Irvin Kershner, y El Triunfo de un Hombre Llamado Caballo (Triumphs of a Man Called Horse, 1983), de John Hough, la primera continuación siendo mucho más digna que la segunda, la propuesta que nos ocupa deja en un fuera de campo total a la amenaza que representa el acervo gubernamental estadounidense debido a que los únicos blanquitos que vemos, más allá del protagonista, el aristócrata británico John Morgan (excelente labor de Richard Harris), son tres pajueranos tarados que a mediados del Siglo XIX lo acompañan en una expedición de caza de perdices en las montañas de Montana, el veterano Joe (Dub Taylor) y los borrachines impresentables de Ed (James Gammon) y Bent (William Jordan). Morgan lleva cinco años meditando sobre su aburrido devenir y viajando alrededor del mundo por el mero placer de la cacería de aves, y por herencia cuenta con títulos nobiliarios, cuantiosas propiedades, una prominente posición social y hasta una jefatura en los Guardias Reales a la que renunció porque es otra cosa más que le vino de nacimiento, que él no se ganó por esfuerzo propio. Todo esto cambia cuando debe sí o sí recurrir a su voluntad, su resistencia física/ emocional, su ingenio y a las demás cosas que el dinero no puede comprar en ocasión de su captura por parte de una comitiva de guerreros siouxs encabezada por el cacique máximo Mano Amarilla (Manu Tupou), responsable de la muerte de los tres empleados de John y del detalle de ponerle un collar de ahorque en el pescuezo, de transformarlo en un útil caballo de carga y de regalárselo en plan de esclavo multifunción a su avejentada y severa madre, Cabeza de Búfalo (Judith Anderson), una señora que lo ata junto a los perros del pueblo aborigen, le cura las heridas que le generó el ser arrastrado y zarandeado por los siouxs y en especial lo utiliza para tareas varias como transportar troncos, ramas y pieles. El protagonista se topa con otro sujeto de raigambre europea, Batise (Jean Gascon), un mestizo de padre francés y madre indígena de la Reserva India Flathead que lleva cinco años viviendo en la aldea -a posteriori del asesinato de su familia vía el ataque de los nativos- y se hace pasar por loco para que no le asignen tareas ni lo obliguen a cazar, el cual se transforma en el traductor oficial entre la lengua vernácula y un inglés con chispazos de francés. Como escapar resulta imposible porque a los ladridos de los perros, los caballos salvajones del establo y la permanente presencia de los vigías se suma la amenaza de ser mutilado en los tendones isquiotibiales como castigo y para evitar próximos intentos de fuga, algo que Batise conoce muy bien porque lo padeció, Morgan deduce que lo único que le queda es ir escalando posiciones dentro de la estructura comunal para que se le permita ser parte de una patrulla de guerra y atravesar el territorio de otras peligrosas tribus vecinas como los shoshones, con el objetivo de recuperar su libertad. John primero se gana el respeto de Mano Amarilla quejándose a viva voz de las humillaciones a las que lo someten y después matando a dos intrusos shoshones que estaban cazando en las cercanías del asentamiento sioux, lo que le sirve para tomar posesión de los caballos de los finados y utilizarlos para plantarse ante el caudillo y comprar la mano de su joven y bella hermana, Cierva Corredora (Corinna Tsopei), a la que ya estuvo cortejando luego del rechazo de Mano Amarilla del pedido de matrimonio para con la chica del segundo jerarca de la tribu, Águila Negra (Eddie Little Sky), circunstancia que por cierto genera que éste se desquite de su superior reconquistando a la que fuera su esposa, Rosa de Espina (Lina Marín), mujer que está casada con Mano Amarilla y termina abandonándolo por Águila Negra sin que el desairado pueda hacer nada ya que si le reprocha algo a la fémina sería visto como un claro símbolo de debilidad dentro de la cultura sioux. El cacique acepta el matrimonio de John con Cierva Corredora pero el asunto no es tan fácil porque existen dos rituales previos, el primero es el Juramento del Valor, en el que debe pararse durante un día y una noche en un peñasco sin moverse, y el segundo es el tétrico Juramento al Sol, en el que le insertan unos ganchos rudimentarios en el pecho y lo cuelgan a puro dolor utilizando a su piel como principal punto de agarre, pruebas de las que Morgan sale airoso. Mientras Mano Amarilla está en crisis por la decisión de Rosa de Espina de regresar con Águila Negra, el inglés disfruta de un período de felicidad y estabilidad con una Cierva Corredora que queda embarazada y lo incita a planear la jugada de llevársela consigo cuando se marche del lugar, no obstante la cosa se complica debido a que el hechicero reglamentario, el Hombre Medicina (Iron Eyes Cody), decreta que la tribu completa debe trasladarse para seguir las migraciones de los búfalos y porque de repente regresan los shoshones -ahora todos los guerreros en su conjunto- con la meta de vengarse por aquellos dos faenados por John, desembocando en una batalla en la que los adversarios sueltan a los caballos cual estampida y en la que mueren Mano Amarilla, Rosa de Espina, Batise y hasta la aún embarazada Cierva Corredora, con Morgan jugando un papel fundamental en la defensa general, en el asesinato de varios jefes de los shoshones y en la recuperación del estandarte de liderazgo, el Cinturón de Piel de Oso, vínculo directo con Wakantanka o Gran Espíritu del Sol, “fuente de toda esta vida creada con violencia, placer y dolor”. Luego de los ritos fúnebres en altura -disposición del cadáver de Cierva Corredora y de los otros fallecidos sobre repisas de ramas- y de marcarse el pecho con un cuchillo como señal consuetudinaria de pesar, el protagonista se convierte en el hijo adoptivo de Cabeza de Búfalo para que no muera indefectiblemente debido a que la tradición indígena indica que si la hembra no tiene ningún macho -vástago o esposo- que vele por ella su tipi debe ser destruido y debe vivir a la intemperie, lo que en las tormentas de nieve del invierno resulta mortal. El desenlace concreto es relativamente abierto porque si bien John se transforma en caudillo tácito de una tribu que comienza la migración, se ve a Águila Negra llevando las plumas de cacique y a Morgan partiendo con una expedición guerrera que puede simbolizar su alejamiento definitivo o no. Sinceramente Silverstein nunca fue un gran realizador y sólo se lo recuerda por la presente y un par de odiseas más, el clásico freak La Tigresa del Oeste (Cat Ballou, 1965), con Jane Fonda y Lee Marvin, y el delirio de impronta súper trash El Auto (The Car, 1977), protagonizada por James Brolin y John Marley, sin embargo aquí logra brillar desde una integridad artística admirable que adopta al realismo seco y desapasionado como rasgo por antonomasia del desarrollo narrativo, con pinceladas de surrealismo onírico con motivo de la ensoñación apesadumbrada del inglés durante un baile nocturno de la tribu del primer acto y durante el inefable Juramento al Sol, sin duda una de las escenas más recordadas de la historia del cine por su impactante visceralidad de sutil influjo exploitation; trasfondo gore que también puede apreciarse en algún que otro cuero cabelludo extirpado, en la cruenta arremetida de los shoshones, en el curioso luto subsiguiente con el cuchillo sobre el pecho y además en la costumbre de las mujeres siouxs de cortarse de inmediato un dedo de una mano cuando muere en batalla el macho de cabecera, práctica que respetan tanto Cabeza de Búfalo como Mujer Alce (Tamara Garina), otra veterana que pierde a su hijo en la embestida contra los banquitos del principio y que vaga sola/ excluida por la aldea hasta finalmente morir de frío durante el invierno (este exilio es una suerte de castigo abstracto porque el orden normal de la vida es que los vástagos entierren a sus progenitores, y si ocurre lo contrario es leído por los siouxs como un ajuste de cuentas existencial dentro del reino del animismo natural que todo lo balancea desde su sabiduría). El revolucionario esquema ideológico que propone la película supera los coqueteos muy tibios de westerns previos con el respeto a algún que otro aborigen aislado porque aquí el centro del relato no es la deferencia que se gana el “salvaje” a ojos del caucásico o colono o pistolero o adalid anglosajón en cuestión, el único y verdadero protagonista desde la cosmovisión de antaño, sino exactamente lo contrario, el proceso de acoplamiento cultural que debe sobrellevar el británico para ser aceptado dentro del colectivo tribal, una transformación que implica pasar del pragmatismo maquiavélico de siempre de los occidentales del inicio (todo el proyecto orientado a trepar en la pirámide social de los siouxs para escapar cuanto antes) a la flamante y paulatina sensación de sentirse cómodo y querido en un hogar que más que elevarlo al rol de paradigmático “salvador blanco” lo que hace es simplemente premiar esa fuerza de voluntad y esa tozudez que le permitieron abrirse camino entre la discriminación y el más que justificado desprecio contra los de su etnia por parte de los indígenas (en este sentido, el horizonte doctrinario del protagonista se mueve entre la necesidad de sobrevivir y la comprensión del entramado simbólico donde le tocó caer, hasta viéndose reflejado en los aborígenes en tanto sus pares como lo demuestra aquella secuencia en la que le reprocha a Batise que se alegre de la posible muerte de un Mano Amarilla que roza el suicidio tácito al rogarle a Wakantanka que le conceda una muerte valiente para salvar su honor por los cuernos que le puso Rosa de Espina al volver con Águila Negra). El mismo título del film, ese que hace referencia al nombre que Morgan adopta entre los miembros de la tribu, incluso sintetiza el armazón retórico del mestizaje porque nos habla de una reapropiación conceptual de John del rol al que había sido relegado en la comunidad, el de animal de carga, en pos de convertirlo en una fortaleza ya cuando muta en “guerrero rubricado” por los siouxs y con la capacidad de formar una familia, dicotomía de debilidad/ coraje siempre latente en cada sujeto y ejemplificada en los propios caballos, un animal gigantesco y con una fuerza hercúlea pero al mismo tiempo tendiente a la tranquilidad absoluta y propenso a ser amansado desde la paciencia, el cariño y el esmero de quien lo respeta en serio. Copiada hasta el hartazgo por decenas y decenas de realizaciones posteriores, la aparente simpleza de Un Hombre Llamado Caballo sigue constituyendo su principal punto a favor así como la sinceridad naturalista y sin demasiada pompa de su núcleo dramático, deudor tanto del cine de aventuras como de ese costumbrismo de lo insólito e implacable que revela sus secretos.

 

Un Hombre Llamado Caballo (A Man Called Horse, Estados Unidos/ México, 1970)

Dirección: Elliot Silverstein. Guión: Jack DeWitt. Elenco: Richard Harris, Judith Anderson, Jean Gascon, Manu Tupou, Corinna Tsopei, Dub Taylor, Lina Marín, Eddie Little Sky, Tamara Garina, Iron Eyes Cody. Producción: Sandy Howard. Duración: 114 minutos.