Alejado de la estética intimista con que había cautivado a toda la cinefilia mundial a mitad de los años setenta, el realizador alemán Wim Wenders, uno de los mejores exponentes del Nuevo Cine Alemán, parecía dedicado más al formato documental que a la ficción. Con Pina (2011), un homenaje a la coreógrafa neoexpresionista Pina Bausch, había logrado un éxito difícil de conseguir con un documental que se sumaba a La Sal de la Tierra (The Salt of Earth, 2014), escrita y dirigida junto al fotógrafo brasilero Juliano Ribeiro Salgado, film que había marcado otro punto muy alto en su carrera que a su vez contrastaba con el paso sin pena ni gloria de sus últimas ficciones, Submergence (2017), The Beautiful Days of Aranjuez (2016) y Every Thing Will Be Fine (2015). En Días Perfectos (Perfect Days, 2013) Wenders regresa al amor por la fotografía con el que descolló en Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974) para seguir los pasos de un empleado de una compañía de limpieza de baños públicos en Tokio, en una obra minimalista y emotiva que pone el énfasis en la imagen más que en los diálogos.
Mientras Tokio duerme, el taciturno y ascético Hirayama (Koji Yakusho) se despierta con los primeros rayos del sol para encarar su rutinario día, que empieza con una lata de café de una máquina expendedora para luego conducir hacia los distintos baños públicos de la ciudad, escuchando algún cassette de rock de su extensa colección musical, y limpiar durante su jornada laboral los servicios con gran dedicación, incluso invirtiendo dinero propio para llevar enseres e instrumentos. En contraposición a la diligencia de Hirayama, su compañero, Takashi (Tokio Emoto), un joven extrovertido y charlatán, limpia los baños a desgano mientras chatea con su teléfono celular con su novia, Aya (Aoi Yamada), y habla sin parar a Hirayama, que apenas lo escucha mientras se enfrasca en su trabajo. Pero Hirayama no necesariamente disfruta de su trabajo sino de la rutina, lo que el espectador descubre cuando Takashi renuncia, convirtiendo el día de Hirayama en un pandemónium debido a la duplicación de la labor. Si para Takashi su trabajo es una tortura y una degradación, para Hirayama es un bálsamo, un premio y tal vez una redención de algún asunto del pasado que lo carcome. Esta hipótesis surge a partir de la aparición intempestiva de su sobrina, Niko (Arisa Nakano), una adolescente que lleva varios años sin ver a su tío pero que conecta instantáneamente con su sentido del orden. Tanto Niko como Aya descubren a través de Hirayama el placer de tener una estructura, de estar organizado y de disfrutar de los pequeños momentos sin vivir apurado.
El film de Wenders, que ya se había adentrado en las particularidades de la capital del Japón en su homenaje a Yasujirô Ozu, Tokio-Ga (Tokyo-Ga, 1985), crea en el personaje interpretado por Koji Yakusho a un hombre de alto nivel educativo, de una familia adinerada, que por alguna razón decide dedicarse a limpiar baños, o sea, a realizar un servicio público mal remunerado, que posee una gran colección de cassettes originales de rock y que vive solo y rehúye de cualquier relación a pesar de que tiene una vida social muy activa, ya sea en los descansos del trabajo o después de cumplir con sus labores. Entre estas actividades sociales, por supuesto rutinarias, se encuentran almorzar un sándwich de máquina expendedora en la plaza mientras saca fotos con una cámara a rollo, bañarse en el mismo establecimiento público todos los días a la misma hora apenas el lugar abre, y cenar en una cantina al paso todos los días salvo una jornada que acude al pequeño restaurant de una señora mayor que le canta a sus clientes regulares, unos simpáticos viejos borrachos que se quejan del tratamiento preferencial que le otorga a Hirayama. Salvo al trabajo, que acude con su camioneta, en la que guarda todos sus enseres perfectamente ordenados, el protagonista va a todos lados en bicicleta, siempre disfrutando del día, de la noche, de las luces y de todo lo que ocurre a su alrededor, a veces generándole alegría, otras tristeza y siempre melancolía. Pero en sus múltiples relaciones sociales Hirayama no entabla una profundidad sino una gran superficialidad basada en la rutina y las interacciones cotidianas. Esto se rompe con un juego de tatetí en un papel dejado por un extraño en uno de los baños, la relación con la sobrina, el abrazo melancólico con la hermana y una conversación y juego con el ex marido de la dueña del restaurant donde cena.
Al igual que el protagonista de Alicia en las Ciudades, Hirayama tiene una fijación con la fotografía, no tan marcada como la del personaje interpretado por Philip Winter pero suficiente para realizar un rito que solo él comprende. Todos los días en la hora del almuerzo le saca una foto a la copa del mismo árbol en la plaza mientras un vagabundo que vive ahí hace gestos ampulosos. Cuando el rollo se termina va a revelarlo en la misma tienda, compra otro rollo y retira el anterior ya revelado. Cuando llega a su casa analiza las fotos, rompe algunas y guarda el resto en una caja de aluminio que coloca en un armario lleno de cajas similares, acumulación que contrasta con el despojado hogar, que tan solo posee una biblioteca baja llena de cassettes originales, un par de bibliotecas llenas de libros y unas plantas que riega amorosamente todos los días con un rociador.
Ninguna de estas cuestiones está librada al azar. Todo alrededor de la vida de Hirayama gira alrededor de los objetos materiales en una época en la que éstos han sido reemplazados por servicios o se han transformado en obras de arte invaluables por la escasa oferta y una demanda de alto poder adquisitivo apenas mayor. Pero los objetos no necesariamente tienen un valor monetario para el protagonista, su valor es simbólico, de uso y social. Los libros le permiten conectarse con el mundo literario pero también entablar una conversación con la librera de la librería del barrio, a la que le compra clásicos de saldo. Pero son los cassettes que tiene en la casa y en la camioneta los que llaman más la atención de todo el mundo. Para Aya, la novia de Takashi, son un descubrimiento maravilloso que le cambia la percepción de la música, mientras que el compañero de Hirayama los ve como una oportunidad de conseguir dinero fácil y rápido para poder invitar a Aya a salir.
A través de la contraposición con el protagonista, Wenders expone aquí cómo la vida actual es estresante y degradante, cómo nos desconectamos de la cultura y de las relaciones sociales transformando todo en una transacción comercial, ya sea el trabajo, el amor o la amistad. En el devenir contemporáneo la lectura es una tarea prácticamente imposible y conectar con la música algo impensable, ya que vivimos en una época de despersonalización que anula la experiencia y el aura del arte. Días Perfectos ofrece un panorama de esta sobreexposición y sobreexcitación de todos los estímulos, que enturbia la existencia para cancelar el perturbador silencio que invita a reflexionar y a actuar, dejando la adicción a las redes sociales como el principal catalizador de este embotamiento de los sentidos. El contraste no solo lo ofrece la colección de cassettes sino también una biblioteca de libros en la que se destacan los ensayos sobre la cultura de escritores japoneses, los relatos de suspenso de Patricia Highsmith y la novela de William Faulkner, Las Palmeras Salvajes (The Wild Palms, 1939), un clásico de la literatura norteamericana. El protagonista de la película demuestra que esta enajenación no es la única opción en este mundo, que detenerse a disfrutar y cambiar es aún posible, como lo demuestra la interacción de Hirayama con su sobrina, con Aya o con el ex marido de la dueña del restaurante.
A pesar de rehuir de los lugares más famosos de Tokio hay aquí un amor por los rincones menos conocidos de la metrópoli, que siempre remiten a los impresionantes baños públicos de la ciudad y a uno de los lugares de interés más importantes, la torre de radiodifusión Skytree, por la que el protagonista pasa todos los días al ir y volver del trabajo.
Koji Yakusho realiza una labor superlativa como uno de los protagonistas emblemáticos del cine de Wenders, componiendo a un personaje que realza el tono poético del film con sus sutiles gestos. El realizador alemán ofrece un paralelismo con otras de sus películas, como El Amigo Americano (Der Amerikanische Freund, 1977), muchas veces a través de la música pero también del talante del protagonista y de su composición cinematográfica coral, cuestiones que tienen gran peso en la trama, como se puede apreciar en las letras de las canciones de Lou Reed y The Kinks, músicos que tienen un lugar preponderante en la filmografía del director. Días Perfectos remite, precisamente, al tema homónimo de Lou Reed, acompañado por una banda sonora exquisita con canciones de The Rolling Stones, Van Morrison, The Animals, The Velvet Underground, Patti Smith y Otis Redding, composiciones que acompañan al protagonista en este viaje maravilloso que recupera las obsesiones del mejor cine de Wenders, el intimista impresionista que influenció a Jim Jarmusch, basado en una fotografía de claroscuros hoy a cargo de Franz Lustig, con el que también trabajó en el documental sobre el pintor y escultor alemán Anselm Kiefer, Anselm (2023). Escrita junto a Takuma Takasaki, la última ficción de Wenders es una oda a la moda retromaníaca materialista que esconde una visión espiritual que le otorga un aura a objetos que a su vez se convierten en parte de nuestra experiencia y nuestra vida, transformándola.
Días Perfectos (Perfect Days, Alemania/ Japón, 2023)
Dirección: Wim Wenders. Guión: Wim Wenders y Takuma Takasaki. Elenco: Koji Yakusho, Tokio Emoto, Arisa Nakano, Aoi Yamada, Yumi Asô, Sayuri Ishikawa, Tomokazu Miura, Min Tanaka, Long Mizuma, Bunmei Harada. Producción: Wim Wenders, Koji Yanai y Takuma Takasaki. Duración: 123 minutos.