Racha de Suerte (California Split)

Ludopatía in crescendo

Por Emiliano Fernández

Perteneciente a los años de gloria de la década del 70 de la carrera de Robert Altman, esos muy prolíficos y fascinantes de Aquel Día Frío en el Parque (That Cold Day in the Park, 1969), M.A.S.H. (1970), El Volar es para los Pájaros (Brewster McCloud, 1970), Del Mismo Barro (McCabe & Mrs. Miller, 1971), Imágenes (Images, 1972), El Largo Adiós (The Long Goodbye, 1973), Ladrones como Nosotros (Thieves Like Us, 1974), Nashville (1975), Buffalo Bill y los Indios (Buffalo Bill and the Indians or Sitting Bull’s History Lesson, 1976), 3 Mujeres (3 Women, 1977) y Un Matrimonio (A Wedding, 1978), Racha de Suerte (California Split, 1974) es sin duda una de las mejores películas sobre la adicción al juego y la ansiedad en general de los jugadores compulsivos, no obstante el film quiebra en parte la tradición de turno, por cierto una muy extensa y heterogénea que va desde Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), de Jean-Pierre Melville, El Audaz (The Hustler, 1961), de Robert Rossen, Adiós Ilusiones (The Cincinnati Kid, 1965), de Norman Jewison, y El Jugador (The Gambler, 1974), de Karel Reisz, hasta Casa de Juegos (House of Games, 1987), de David Mamet, Apuesta Final (Rounders, 1998), de John Dahl, Intacto (2001), de Juan Carlos Fresnadillo, La Última Apuesta (Even Money, 2006), de Mark Rydell, y El Contador de Cartas (The Card Counter, 2021), de Paul Schrader, amén de la remake de El Jugador del 2014 de Rupert Wyatt, porque en lugar de presentarnos a un único ludópata consumado suma también el retrato de una adicción in crescendo, además se enfatiza que el adicto sólo siente placer jugando -el sexo, el trabajo o una hipotética parentela no cuentan- e incluso se llega a optar por un desenlace en el que la clásica derrota desaparece pero sin ofrecernos el éxtasis celebratorio del mainstream estándar, más bien remarcando ese vacío que queda una vez que se alcanzó aquello que se deseaba y la felicidad inicial deja paso a la tristeza del que sabe que su misión se desvaneció de golpe cual mueca burlona del destino.

 

La historia, si se puede hablar de “historia” en una película de Altman, comienza en una mesa de póker legal e hiper reglamentado de Los Ángeles en la que el repartidor oficial de cartas, Bill Denny (buen trabajo de George Segal), lanza un naipe que Charlie Waters (ese magistral e iluminado Elliott Gould) agarra en el aire por fuera del ámbito de juego, lo que es interpretado por otro jugador de pocas pulgas, Lew (Edward Walsh), como una carta muerta porque abandonó la mesa, sin embargo las reglas del lugar en cuestión dicen que la baraja debe tocar el suelo para considerarse anulada, por ello se llama al juez/ mozo de piso para que resuelva la disputa y éste le delega la decisión al repartidor, quien efectivamente confirma la verdad y a su vez desencadena que Lew acuse a las dos hombres, Waters y Denny, de estar confabulados para hacer trampa, provocando a la postre que el agitador sea expulsado por los guardias de seguridad. Los dos protagonistas luego se reencuentran por casualidad en un bar de mala muerte, toman unas cervezas juntos, apuestan por quién será capaz de nombrar a los sietes enanos de Blancanieves y terminan siendo asaltados en la noche y golpeados por una pandilla comandada por el furioso Lew, el cual sigue pensando que le estafaron dinerillo a dúo. Mientras que Bill parece tener una familia en algún lado, trabaja en una revista y es una especie de adicto moderado al juego, Charlie es un ludópata extremo que adora el frenesí del hipódromo, vive con dos bellas prostitutas, Barbara Miller (Ann Prentiss) y Susan Peters (Gwen Welles), y genera apuestas de prácticamente todo en la sociedad y en su vida, como por ejemplo las charlas cotidianas, el béisbol, el básquet, las carreras de perros, etc. A posteriori de otro robo a la salida de una pelea de boxeo a la que concurren con las mujeres, después de sacarles de encima una cita con un travesti veterano que sólo quería cenar con ellas, el Señor Kramer alias Helen Brown (Bert Remsen), Denny comienza a desarrollar una ludopatía grave como la de Waters y así cede al instinto lúdico.

 

Aún lejos del comienzo del declive del director y guionista -y del período posterior y muy errático de su trayectoria- en ocasión de la tetralogía de la sutil decadencia de Quinteto (Quintet, 1979), Una Pareja Perfecta (A Perfect Couple, 1979), Salud (Health, 1980) y Popeye (1980), en Racha de Suerte está en apogeo el estilo característico de Altman en materia de las improvisaciones constantes, los diálogos en apariencia sencillos o banales pero muy reveladores, las situaciones progresivamente más y más bizarras, el desapego con respecto a la estructura del relato hollywoodense tradicional, un corazoncito vanguardista como nunca más existiría a futuro en la gran industria cultural norteamericana, el análisis meticuloso de los tiempos muertos de la existencia prosaica, el fetiche de los sujetos con autoengañarse y autosabotearse, las piruetas de la bohemia metropolitana y por supuesto la omnipresencia de intercambios verbales superpuestos/ cruzados/ caóticos entre los distintos personajes, aquí para colmo utilizándose por primera vez un sistema de sonido por entonces experimental de ocho pistas que permitía grabar de manera aislada a los actores y el sonido ambiente para luego editarlos/ mezclarlos a gusto en postproducción con un enorme margen de libertad y comodidad. El cineasta, como siempre, combina episodios trágicos como los robos y el descenso de Bill hacia el pozo de la mala suerte y la necesidad de empeñar sus posesiones -incluso su automóvil- por deudas con su corredor de apuestas, Sparkie (el actor televisivo Joseph Walsh, aquí además oficiando de productor y guionista por única vez en su carrera), con otros más alegres, reconfortantes o satíricos como aquel sketch del travesti entrado en años, las hilarantes escenas con la fémina del autobús (Barbara London) que quiere apostar por una yegua llamada Dama Egipcia y las secuencias en las que se enfatiza el rol maternal y protector de Barbara para con la siempre deprimida o sensible Susan, con quien Denny amaga tener sexo para después marcharse en pos de otra batalla con el azar.

 

Lo más cerca dentro de la película a un estudio habitual de la ludopatía -en términos del cine de género, al menos- es el último acto, cuando la dupla corta la racha negativa, esa de Denny sumergiéndose en deudas y Waters fracasando en un viaje relámpago a Tijuana para apostar en las pistas de perros, a través del reencuentro de este último en el hipódromo con Lew, al cual le devuelve el favor asaltándolo aunque recibiendo a cambio que le rompa la nariz de un puñetazo muy bien colocado, por ello los amigos -ya con dinero en el bolsillo- se ponen ambiciosos, se trasladan a Reno, en el Estado de Nevada, y arrancan en un casino jugando al póker en una mesa muy exclusiva que reclama dos mil dólares como monto de entrada. De hecho, es en el remate narrativo donde Altman logra la doble proeza de elevar la tensión a niveles insospechados, como si el film fuese un blockbuster vertiginoso de apuestas semejante a los muchos futuros, y en simultáneo traicionar las reglas no escritas del rubro -como aseverábamos al principio- haciendo no que los protagonistas pierdan sino que ganen de la mano de una racha estupenda que no se limita al póker, donde Bill juega en nombre de los dos y levanta 18 mil dólares, y que asimismo incluye al blackjack, la ruleta y finalmente los dados, con unas ganancias totales de 82 mil para partir a la mitad. Además de la economía expresiva de siempre del realizador, hoy sustentada en una fotografía de impronta documentalista de Paul Lohmann, y el cariño demostrado hacia las canciones de la banda sonora, tocadas al piano y cantadas por la genial Phyllis Shotwell, el otro gran tesoro de la propuesta está condensado en la súbita amargura de Denny de las postrimerías del relato y su decisión de marcharse dejando solo a un exultante Waters, remate que puede interpretarse como una movida egoísta de parte de Bill, ya sea para alejarse de las apuestas de modo definitivo o de su amigo símil imán para la mala suerte, y/ o como reconocimiento tácito de que el éxito es fugaz y la verdad última del mundo es el descalabro y la muerte…

 

Racha de Suerte (California Split, Estados Unidos, 1974)

Dirección: Robert Altman. Guión: Joseph Walsh. Elenco: George Segal, Elliott Gould, Ann Prentiss, Gwen Welles, Edward Walsh, Joseph Walsh, Bert Remsen, Barbara London, Jay Fletcher, Jeff Goldblum. Producción: Robert Altman y Joseph Walsh. Duración: 108 minutos.

Puntaje: 9