El séptimo arte a lo largo de las muchas décadas ha retratado de distintas maneras y desde diferentes recursos los regímenes dictatoriales o parasitarios u opresivos o coloniales o chiflados absolutistas, pensemos para el caso en las odiseas testimoniales de lucha armada popular modelo La Batalla de Argelia (La Battaglia di Algeri, 1966), Queimada (1969) y Operación Ogro (Ogro, 1979), todas del extraordinario Gillo Pontecorvo, las faenas de denuncia de represión fascista -incluida la captura, la tortura y el asesinato de opositores políticos o simples ciudadanos de a pie- símil Desaparecido (Missing, 1982), de Costa-Gavras, La Noche de los Lápices (1986), de Héctor Olivera, y Garage Olimpo (1999), de Marco Bechis, las sátiras socarronas del delirio de derecha y toda la ingeniería social que se esconde por detrás en sintonía con La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick, El Dormilón (Sleeper, 1973), de Woody Allen, y Brazil (1985), opus del querido Terry Gilliam, los lienzos más específicos de la resistencia en un contexto bélico tradicional o de ocupación por parte de milicias foráneas a lo El Tren (The Train, 1964), de John Frankenheimer, El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), de Jean-Pierre Melville, y El Libro Negro (Zwartboek, 2006), de Paul Verhoeven, aquella vertiente iconoclasta o de revisionismo histórico de Cenizas y Diamantes (Popiól i Diament, 1958), de Andrzej Wajda, Lacombe, Lucien (1974), de Louis Malle, y El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977), también de Verhoeven, y finalmente esa pata existencialista claustrofóbica de Un Condenado a Muerte se Escapa, o El Viento Sopla Donde Quiere (Un Condamné à Mort s’est Échappé, ou Le Vent Souffle où il Veut, 1956), obra maestra de Robert Bresson, Kapò (1960), de Pontecorvo, y las adaptaciones oficiales de 1984 (1949), de Eric Arthur Blair alias George Orwell, hablamos de la encarada por Michael Anderson en 1956 y esa otra de Michael Radford del mismo 1984, con John Hurt y Richard Burton.
Si pensamos en las variadas dictaduras del Bloque del Este casi todas fueron retratadas por Hollywood y por el enclave anglosajón en general mediante el arsenal discursivo bastante simplista, tendencioso o necio del espionaje de la Guerra Fría, amén de autorretratos en el contexto de vanguardias como la Escuela Polaca de Cine o la Nueva Ola Checoslovaca que aprovecharon resquicios de libertad expresiva gracias a la desestalinización de los años 50 e intentonas de quiebre social como la Revolución Húngara de 1956 y aquella Primavera de Praga de 1968. Un caso muy extraño es El Prisionero (The Prisoner, 1955), film británico dirigido por Peter Glenville y escrito por Bridget Boland a partir de su propia puesta teatral de 1954, anomalía que se las arregla para pensar la tiranía comunista desde una perspectiva ideológica bastante adusta y/ o sensata, analizando la complejidad del asunto sin los típicos reduccionismos o prejuicios del mainstream primermundista de mediados del Siglo XX: sin aclarar exactamente de qué país de Europa Oriental se trata, la historia gira alrededor del presuroso arresto de un Cardenal sin nombre (Alec Guinness) y su puesta a disposición de un implacable y porfiado Interrogador (Jack Hawkins), con quien mantiene prolongadas charlas que sólo son interrumpidas cuando es regresado a su celda por un Carcelero entrado en años (Wilfrid Lawson), con el cual también conversa sobre las condiciones del encierro, los problemas de conciencia y el significado escurridizo de esa culpabilidad que siempre se adivina algo mucho caprichosa e hipócrita. Presionado por el General (Raymond Huntley), su superior directo, para obtener cuanto antes una confesión hiper pomposa, y asistido por dos secuaces, el Secretario (Kenneth Griffith) y el Doctor (Gerard Heinz), el Interrogador enmascara la persecución política con acusaciones de crímenes contra el Estado y somete al Cardenal a técnicas de tortura sin violencia como la privación del sueño y el cambio en el ritmo de la alimentación, ocultando la presencia de la luz solar para enloquecerlo de a poco.
A pesar de que hay una subtrama acerca de un triángulo amoroso entre una Chica (Jeanette Sterke) que se debate entre su marido, quien escapó al extranjero, y su amante, un Guardia del presidio reglamentario (Ronald Lewis), el cual respeta a rajatabla sus obligaciones de vigilancia y muestra en la intimidad con ella resquemores sobre la irregularidad del arresto, la denigración de fondo y el acoso generalizado de este régimen evidentemente comunista contra cualquiera que cuestione sus dictámenes, el grueso de la trama se concentra en las conversaciones entre el Cardenal y el Interrogador en el período posterior a la liberación del país por las tropas soviéticas y la instauración de un Estado socialista que hoy encabeza una purga entre las filas de los viejos partisanos que lucharon contra las fuerzas de ocupación de las Potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, así el personaje de Hawkins fetichiza a la mente como reducto en el que se esconden los últimos resabios de resistencia al gobierno, el de Guinness se exhibe orgulloso de sus convicciones religiosas y de su rol privilegiado de líder durante aquella resistencia antifascista y el General de Huntley, por su parte, acepta el argumento del Interrogador en contra del uso de la tortura clásica, porque transformaría en mártir automático al Cardenal, y ensaya la alternativa de la fabricación de pruebas burdas contra el acusado, en esencia mapas, fotos y grabaciones sonoras que son claramente producto de un montaje. Glenville no niega en ningún momento ese sustrato aristocrático reaccionario de la curia pero al mismo tiempo señala la brutalidad de todo el dispositivo lobotomizador de la esfera pública cuando se propone eliminar a las adversarios de todo tipo valiéndose de los recursos ilimitados del poder, por ello la victimización del Cardenal va de la mano del cliché del rubro inquisidor laico en materia de los hombres de fe, eso de tacharlos de egoístas y falsos porque la humildad no constituye su horizonte sino la pretensión de huir de la pobreza o mugre material y de la promiscuidad o mugre moral.
Se supone que Boland, insólita guionista que en su época participó de la construcción de Luz de Gas (Gaslight, 1940), de Thorold Dickinson, La Guerra y la Paz (War and Peace, 1956), de King Vidor, y Ana de los Mil Días (Anne of the Thousand Days, 1969), film de Charles Jarrott, se inspiró para la creación del Cardenal primero en Aloysius Stepinac (1898-1960), un arzobispo católico que colaboró con el Estado Independiente de Croacia, régimen títere genocida del Tercer Reich, y por ello fue acusado de colaboracionista por los comunistas yugoslavos de Josip Broz alias Mariscal Tito y sentenciado a prisión, y segundo en József Mindszenty (1892-1975), cardenal católico húngaro de idiosincrasia aristocrática que se opuso al Gobierno de Unidad Nacional del Partido de la Cruz Flechada de Ferenc Szálasi, la administración títere nazi de turno, y después a la República Popular de Hungría, el Estado comunista que surgió como consecuencia de la liberación a instancias del Ejército Rojo, por ello fue arrestado, sometido a golpizas y -al igual que Stepinac- transformado en núcleo de una farsa judicial que en este caso incluyó confesiones delirantes fabricadas por los torturadores, así a posteriori de la Revolución de 1956 fue liberado y terminó viviendo quince años en la Embajada de los Estados Unidos en Budapest para eventualmente partir hacia el exilio en Austria. El genial Guinness le copia los tics al vanidoso Mindszenty, por entonces aún encarcelado, y sobre todo llama la atención el gran desempeño de Hawkins como el encargado de “quebrarlo” símil O’Brien de 1984, un personaje que en el desenlace reconoce el canibalismo del poder y se ofrece al castigo del General por saberse culpable de la misma “debilidad” del reo, el narcisismo paradójicamente solidario. El Prisionero, ópera prima de un Glenville que después entregaría las atractivas Verano y Humo (Summer and Smoke, 1961) y Becket (1964), no ha perdido vigencia en tiempos de democracias apenas nominales en las que el discurso de exterminación del rival político es moneda corriente…
El Prisionero (The Prisoner, Reino Unido, 1955)
Dirección: Peter Glenville. Guión: Bridget Boland. Elenco: Alec Guinness, Jack Hawkins, Wilfrid Lawson, Kenneth Griffith, Jeanette Sterke, Ronald Lewis, Raymond Huntley, Mark Dignam, Gerard Heinz, Percy Herbert. Producción: Vivian Cox. Duración: 94 minutos.