Desde comienzos de la segunda década del Siglo XXI Lana Del Rey se ha posicionado como una de las pocas cantantes y compositoras que han sabido dar cátedra en eso de moverse con soltura en el mainstream pero con mentalidad indie, una faena que casi todos sus colegas masculinos y femeninos han evitado de manera consciente para adaptarse a lo que suele pedir la paupérrima industria musical de nuestros días en términos de obras con un supuesto sex appeal de alcance masivo; hablamos de pop irrisorio de cartón pintado, bodrios electrónicos cercanos al house menos valioso, exploitation tardíos de un funk bailable inflado vía productores al servicio de la repetición eterna, y ni hablar de un rhythm and blues volcado a las herramientas -hoy francamente vetustas- del hip hop de los 80, 90 y 00, ese que prometía ser el futuro de la música y con el tiempo se convirtió en otro ingrediente más de la ensalada rancia de géneros a los que apela sin convicción o talento la mayoría de los artistas del presente. Así como hiciera con sus trabajos discográficos anteriores, en Norman Fucking Rockwell! (2019), una placa que bien podemos calificar como su obra maestra, la neoyorquina echa mano de muchos de los recursos culturales que sobrevinieron al estallido de la contracultura de los 60 pero desde una perspectiva ideológica que la distancia de todo lo que se hace hoy por hoy, enfatizando el glamour y el peligro suburbanos de los 50 desde el decadentismo de las vanguardias artísticas de comienzos del Siglo XX: dicho de otro modo, Elizabeth Woolridge Grant -tal su verdadero nombre- lee al rock lisérgico, el indie lo-fi, las baladas jazzeras, el rap de los guetos, la electrónica minimalista inglesa y el pop más estrambótico y desbordante mediante el cristal de lo kitsch, el melodrama y la enorme paradoja de pretender una vida simple mientras al mismo tiempo el entorno y los propios sentimientos se complejizan exponencialmente al punto de resultar casi inmanejables desde lo individual solipsista. Los motivos e iconos estadounidenses pronto se dan la mano con las historias de amor fallido, los problemas con las adicciones y hasta con una concepción del patriotismo que nada tiene que ver con la celebración política ingenua de las barrabasadas del gobierno de turno, sino más bien con una utopía nostálgica de “vuelta a las bases” que se sabe desfasada/ imposible desde el vamos y que está vinculada al goce masoquista vía un ideal romántico que refuerza las convicciones libertarias del presente y la potencialidad de volcar los atolladeros sociales/ económicos/ culturales/ retóricos hacia regiones más satisfactorias e igualitarias.
Una diminuta intro instrumental in crescendo deja paso al piano en la hermosa canción que le da el título al álbum, una balada a lo Joni Mitchell que deja entrever de a poco una sutil orquestación como contrapunto de las teclas y que examina de manera tragicómica la relación de la narradora con un poeta de lo más veleidoso y pueril, en esencia un muchacho inmaduro que simboliza a Estados Unidos -de ahí la alusión a Norman Rockwell, un célebre pintor e ilustrador yanqui conocido por sus obras cercanas al costumbrismo y la mordacidad algo banal de su país- y del que admira su espíritu salvaje y el placer sexual que ofrece aunque al mismo tiempo le provoca rechazo, sobre todo debido a su pedantería narcisista, su paranoia apenas disimulada, su tendencia depresiva contagiosa y ese viejo fetiche del artista caprichoso estándar de culpar a los demás por la falta de inspiración o directamente por la pobreza de la obra en cuestión, esa que ni siquiera se molesta en reconocer en plan de autocrítica y así despierta -sin proponérselo, desde ya- la resignación de la cantante al punto de encontrar detrás de todo esto rasgos masculinos comunes vinculados a cierta determinación social infantiloide del varón que lo deja a la merced de una comunidad que se impone bajo el ropaje de una soberbia sin frenos e internalizada como propia, jamás como la exigencia coyuntural que en realidad es.
Sin duda una de las grandes obras maestras del disco es Mariners Apartment Complex, un tema extraordinario que se mueve entre el sadcore de siempre, el desert rock más reposado y un pop soft de lo más lánguido que aquí se sostiene en más pianos y una genial guitarra acústica que abre el juego a una banda rockera cien por ciento, exquisitos coros casi imperceptibles y bastante eco a discreción; todo encima al servicio de una letra en verdad prodigiosa que incluye referencias a I’m Your Man de Leonard Cohen y a Candle in the Wind de Elton John con el objetivo de subrayar el rol optimista y de guía que cumple la narradora en el vínculo romántico de turno, en franca oposición con respecto a lo que parece ser una aflicción enquistada -y muy en pose- del hombre que arrastra a la contraparte casi de manera automática en su hipocondría y por ello la fémina lo invita a trastocar los estereotipos sociales planteándose ella como la fuerza, el pilar y la cordura que marcan el horizonte de la relación, lugares asignados por antonomasia al señor y que aquí se homologan/ complementan a través de esa dulzura y esa comprensión típicamente femeninas, síntesis de géneros sexuales que constituye una de las grandes obsesiones temáticas de Lana al extremo de incentivar a la pareja a que manifieste lo que piensa sin temor a ser rechazado por la compañera o un entorno macro que puede no ser tolerante o respetuoso frente a las opiniones juzgadas contrarias al promedio del statu quo.
Las influencias stoner del Ultraviolence (2014), ya insinuadas en especial en el delicioso solo de guitarra del outro del track previo, reaparecen a full en Venice Bitch, una balada psicodélica en toda su plenitud -de más de nueve minutos de duración, la más extensa de Del Rey a la fecha- que desparrama una genial melodía durante su primera parte para a posteriori sumergirse en un mantra de sintetizadores bien lúdicos, guitarras eléctricas distorsionadas símil noise, unas baterías que avanzan ominosas y coros basados en la repetición freak de determinados versos, una experiencia que definitivamente le debe tanto al Wall of Sound de Phil Spector como a esa legendaria Crimson and Clover de Tommy James & The Shondells, citada explícitamente en una letra que celebra la inefable trivialidad del amor, su hedonismo sexual más inmediato y una aleatoriedad general de las situaciones de disfrute que se condice con su impronta transitoria, esa que establece un reducido lapso para la alegría hasta que aparezcan de nuevo las complicaciones (asimismo tenemos citas varias al poeta Robert Frost y a ese Norman Rockwell que titula el disco, muy enmarcadas en la celebración del aspecto más mundano de la vida estadounidense dentro de una concepción en donde las playas californianas -como esa Venice Beach de Los Ángeles que hoy muta en “bitch”, puta/ perra- adquieren el peso retórico de una utopía de paz, bienestar y una muy anhelada satisfacción).
En la esplendorosamente apesadumbrada Fuck It, I Love You reaparecen la gracia y el sustrato triphopero de algunos pasajes de Honeymoon (2015) y Lust for Life (2017) pero decididamente en una versión mucho más minimalista, con una base narcótica que prescinde de la pomposidad orquestal de antaño y de aquella fanfarria en materia de ecos inflados, ahora volcándose a aludir a Dream a Little Dream of Me, todo un clásico del pop sereno recordado sobre todo por la interpretación sesentosa de The Mamas & the Papas, y a desplegar un excelente trabajo de interrelación vocal en la segunda mitad en el que Lana sopesa su adicción al alcohol y las drogas de antaño, los efectos fulgurantes que desencadenan en la psiquis del consumidor, su decisión de mudarse desde Nueva York a Los Ángeles y los mismos límites difusos entre lo que dictamina el cerebro y lo que reclama el corazón, una especie de negociación en la que en esta oportunidad parece salir victoriosa la comarca de los sentimientos porque a pesar de reconocer subrepticiamente que puede estar ante una relación algo mucho tóxica, la narradora opta por convalidar el amor y seguir adelante en un periplo existencial que pasa de la claustrofobia de la Gran Manzana a la libertad aparente de las costas más hedonistas del Oeste del país que la vio nacer.
Doin’ Time es un maravilloso cover -y muy respetuoso- de una canción de Sublime que a su vez estaba inspirada lejanamente en Summertime de George Gershwin, en esta ocasión colocando en primer plano un beat muy hiphopero que por un lado recupera aquel impulso a lo “Nancy Sinatra aguerrida y suburbana” del Born to Die (2012) y el EP Paradise (2012) y por otro lado transforma el aliento ska punkeado del original en un pequeño himno bailable hiper melancólico que unifica la camaradería detrás de las juntadas artísticas/ melómanas, la infaltable iconografía californiana veraniega y una serie de referencias a la espontaneidad liberadora y efervescente de la cultura de las raves que no tienen nada que envidiarle a los trabajos más orientados a los boliches de bandas míticas de la escena de Madchester como Happy Mondays y The Stone Roses. La magia fastuosa de Del Rey para las baladas vuelve a decir presente en Love Song, un gran tema sustentado en un piano etéreo e intervenciones varias de teclados que desnudan la bellísima voz de la cantante y la sitúan al frente de una manera muy potente, sin duda poniendo en vergüenza a prácticamente todas sus lamentables colegas de nuestros días; ahora en el contexto de una oda en éxtasis a la pareja masculina apuntalada en autos veloces, un estrellato semi decadente, las fiestas del jet set, esa sutil autodestrucción, la sensualidad a flor de piel y la necesidad fundamental de enarbolar a la honestidad mutua como un bálsamo que permita conservar el amor compartido a lo largo del tiempo, esquema capaz de garantizar un rejuvenecimiento permanente de la pasión símil ropa tapizando el piso y esos cuerpos que invitan a ser recorridos de principio a fin, sin desperdiciar ni un centímetro de piel.
Para Cinnamon Girl regresa la estructura preferida de la compositora en lo que al enclave del pop barroco se refiere, caracterizada por arranques y estrofas tranquilas que levantan la intensidad al momento de estribillos con bases electrónicas lounge y programaciones de cadencia orquestal y/ o tenebrosa que después vuelven a bajar el tempo para el outro, todo en consonancia con una letra que echa mano de la ciclotimia emocional del amor y el desamor empardando al primero al afecto no posesivo asfixiante -o incluso dañino/ violento- y al segundo a la paradigmática distancia emocional del varón y su propensión a recurrir a recursos ortopédicos o compensatorios para lo considerado faltante a nivel de la idiosincrasia individual, algo aquí homologado a las pastillas de todos los colores que la contraparte de la narradora toma de modo cíclico para tratar de resolver infructuosamente sus problemas y evadir una comunicación que parece caerse a pedazos por sabotajes superpuestos. La celestial How to Disappear se mueve muy cerca de Portishead y Massive Attack -amén de ese guiño persistente de Lana hacia Stevie Nicks de Fleetwood Mac- ya que aquí retoma el quid del trip hop británico y otro de sus grandes fetiches a nivel temático, léase la incapacidad -o dificultad, en los mejores casos- del hombre para manifestar lo que siente por ciertos determinismos culturales que le imponen una máscara de dureza y agresión desde la niñez para luego metamorfosearla en silencios, temores, mentiras piadosas, escapismos, fijaciones malsanas y otras “cuevas” conceptuales durante la adultez, circunstancia que la cantante deconstruye al recordar sus relaciones con diversos hombres que hicieron del encerrarse a sí mismo con vistas a sustraerse del entorno toda una disciplina, siempre blandiendo una idea de desaparecer en soledad que la narradora pretende neutralizar mediante el apoyo activo, el cariño y la solidaridad.
Entre la balada torturada, el espíritu de los crooners más rockeros y un stoner hermanado a la algarabía alternativa de la década del 90, California es mucho más que un simple elogio al Estado norteamericano eje de tantas canciones de Del Rey o quizás una vuelta formal a los días de Ultraviolence, más bien hablamos de un testimonio de la amplitud vocal de la intérprete por un lado y de una exploración existencialista multirubro por el otro, hoy centrada en la aclaración de la mujer de que en el amor y la vida no es necesario forzar las situaciones ni pretender lucirse cual adolescentes, prefiriendo en cambio la sinceridad por sobre la conveniencia basada en autoengaños o mentiras patéticas que sólo desaparecen cuando se charla con amigos de confianza (incluso las alusiones esporádicas a Joni Mitchell y John Lennon mutan en la posibilidad de una reconciliación futura simbolizada en la intensidad del eventual regreso de la pareja a esa California donde vive Lana). Una guitarra acústica le señala el camino al eco y a una base semi rock industrial a la Lust for Life -tan pomposa como magnífica- en The Next Best American Record, un elogio despojado y melómano al hecho de componer con la pareja de turno y dejarse sorprender por una creación artística que aquí toma la forma del apego, la ternura, el festejo y una sexualidad semejante a un júbilo nostálgico que trae remembranzas a la mente de instantes compartidos en medio de playas paradisíacas escuchando a Led Zeppelin y los Eagles, aunque sin dejar afuera de la ecuación a esa actitud ambivalente marca registrada de la cantante en cuanto a la fama, señalando el fetiche propio con el lujo y a la vez la tendencia de éste a dinamitar las relaciones porque la superficialidad egoísta impide el vínculo real entre las personas más allá del placer pasajero o nocturno.
Otra de las grandes obras maestras del álbum es la estupenda The Greatest, una epopeya de impulso apocalíptico en la que se conjugan el piano, las guitarras, las orquestaciones y la fuerza de las baterías en ocasión de un solo pinkfloydiano, recuerdos amargos de los Beach Boys -incluida la trágica muerte de Dennis Wilson en 1983- y esa sensación de abandono que queda luego de la partida irremediable de un tiempo pasado empardado a una juventud donde la apariencia de estabilidad era mucho más fuerte, sobre todo si la comparamos a nuestra caótica y compleja contemporaneidad, la cual por cierto inspira un outro majestuoso de Del Rey a cappella que reúne aquella paz previa a la celebridad, la insólita -y bien ridícula- falsa alarma nuclear del 2018 en Hawái, el cambio climático planetario y los termómetros que arden, la caída de otrora ídolos musicales (situación representada en Kanye West tiñéndose de rubio y apoyando al espantoso Donald Trump) y hasta una mínima cita a Life on Mars? de David Bowie que trae a colación el planteo macro de la canción, vinculado a una apatía bobalicona y una cultura actual profundamente imbuida de nostalgia en plan de escapismo sin entender que el arte es una forma de representación de la realidad que nos circunda y por ende nunca podrá ser reducido a un medio de evasión del todo inofensivo como pretenden el mainstream y su público cautivo, unas mayorías acríticas que celebran su propia lobotomía cual burro que aplaude la zanahoria que le cuelgan delante para que continúe caminando tranquilito hasta morir.
Bartender sigue la línea minimalista del final del tema anterior y la lleva hasta sus últimas consecuencias porque en esta oportunidad el único acompañamiento a la voz de Lana es un pianito que suena juguetón de fondo mientras ella menciona a Crosby, Stills and Nash, parafrasea la Girls Just Want to Have Fun de Cyndi Lauper e incluso imita el tartamudeo de Roger Daltrey de My Generation de The Who, ahora sirviéndose de la metáfora del barman/ camarero del título en tanto un amor idealizado que le permite -primero- evocar su alcoholismo de otras épocas para reforzar la noción de que no desea volver nunca más a tamaña dependencia y -segundo- ironizar sobre su condición de famosa, las pavadas new age de la alta y pequeña burguesías y principalmente lo mucho que debe sobrellevar el acoso de fans y paparazzis carroñeros dispuestos a violar su privacidad en cualquier momento, de allí que bromee con comprarse un camión en medio de la noche para confundir a diestra y siniestra considerando que a los susodichos les llevará por lo menos un año deducir que ella es la que se traslada en semejante vehículo. Si bien el piano representa el núcleo de la sublime Happiness Is a Butterfly, recibe una decisiva asistencia por parte de una guitarra eléctrica muy detallista y de unos sintetizadores que suman capas de intensidad al estribillo de la segunda mitad y a la mismísima inspiración de fondo, el novelista Nathaniel Hawthorne y su idea de que la felicidad es una mariposa que se escapa cuando se la persigue y que puede acercarse por motu proprio si optamos por esperarla estoicos y sin neurosis de por medio; planteo que se condice con una letra amiga de una colección de preocupaciones de siempre de la cantante como la tristeza estival, la autoindulgencia, las sorpresas buenas o malas -estas últimas para colmo homologadas al fantasma femenino de los asesinos en serie- que pueden ofrecer los extraños, el derrotero metropolitano, los enigmas que esconden los ojos, la presencia de automóviles, la libertad que regala el arte de bailar, el encanto de algunos bares históricos con personalidad suficiente como para recordarlos, la ciclotimia emocional en la pareja y finalmente la sospecha de que una buena dosis de hedonismo es crucial si se quiere disfrutar de una vida plagada de minúsculos momentos de felicidad perecedera, casi siempre efímera.
Acorde con el impulso en simultáneo modesto y profundo del resto del disco, Hope Is a Dangerous Thing for a Woman Like Me to Have… but I Have It constituye una nueva indagación incandescente -una vez más sostenida en un piano formidable, ahora más lúgubre y meditabundo- acerca de la atracción o la repulsión que pueden despertar la contraparte romántica y el mundo contemporáneo a través de una esperanza que se hace y/ o deshace según los lineamientos circunstanciales, en esta ocasión debatiéndose entre la poeta Sylvia Plath y el querido film de Frank Darabont intitulado Sueños de Libertad (The Shawshank Redemption, 1994) con la intención de atacar la seudo perfección marketinera del pop vacuo mainstream de nuestros días, enfatizar que muchas veces la depresión se asoma a la puerta de la intérprete y poner de manifiesto que ante la ausencia de felicidad puede resultar un consuelo el hecho de lograr esquivar la amargura o el quebranto terminal; a lo que se agrega la doble meta de fondo de evitar caer en formulaciones narcisistas y de luchar contra cualquier delirio machista de ayer, hoy y siempre relacionado con la cosificación, la violencia o la posesión (el tema incluye un soliloquio semi improvisado en el estudio por Jack Antonoff -productor, multiinstrumentista y principal socio de Lana- como coda/ remate en el que se aligera la carga taciturna acumulada a lo largo de la placa, con el hombre satirizando el desconsuelo de fondo vía la posibilidad de que ella no exista en lo absoluto y la canción de inmediato desaparezca de la mente de los que estamos escuchándola, una movida similar a la de Vampire Weekend en ocasión del final de My Mistake y el inicio de Sympathy de su extraordinario álbum Father of the Bride).
Como decíamos al principio, Norman Fucking Rockwell! sintetiza muchas de las obsesiones formales y temáticas de Del Rey y al mismo tiempo constituye una cúspide inigualable de lo que ha sido un progreso incesante por parte de la artista, no sólo una de las mejores compositoras e intérpretes desempeñándose en el mainstream contemporáneo sino además una mujer que desarrolló un discurso, una postura y un marco de referencias muy singulares que la apartan de prácticamente todo lo que se hace y produce en la industria cultural internacional, dando testimonio de su gloriosa genialidad a la hora de construir esta bellísima andanada de canciones -léase mojones individuales de su talento- que atestiguan la desaparición del “sueño americano” y el ascenso del mundo en constante ebullición en el que vivimos actualmente. Basándose en partes iguales en rock psicodélico, baladas a piano y chispazos de trip hop arrebatador, Lana nos ofrece su álbum más delicado y perspicaz a la fecha gracias a una producción que ha sabido adecuarse a las necesidades de cada tema para equilibrar la escucha de manera espléndida garantizando la variedad estilística sin que fuese necesario recurrir ni a un ápice de intromisión mercantil símil loudness war ni a poses decrépitas semejantes a las de las “divas” jóvenes o viejas del ámbito musical global. Desde el sustrato lisérgico del comienzo, pasando por las confesiones oníricas/ hiphoperas del nudo y finalizando en las delicias cuasi a cappella del desenlace, el disco atesora atmósferas entre dubitativas, sardónicas, austeras y escalofriantes que analizan la factibilidad del amor y la esperanza en contextos más o menos difíciles que a priori dejarían pocas chances para ese optimismo que de todas formas se da cita con unas sinceridad y paciencia pocas veces vistas en tiempos como los nuestros, casi siempre atiborrados de planteos abúlicos que optan por el entretenimiento escapista, la sumisión y la mediocridad como “recetas” para no afrontar las distopías de la praxis material. Como si se tratase de una suerte de melancolía susurrante e hipnótica de barricada que no reniega del desconsuelo pero tampoco se deja arrinconar por él, Norman Fucking Rockwell! funciona como una obra maestra capaz de poner en perspectiva las ruinas de la razón, los sentimientos y el fluir nacional sin bajar del todo los brazos y enarbolando como solución a una autoconciencia crítica que hace de la intimidad desoladora y la madurez más curiosa y sensual sus armas principales de lucha.
Norman Fucking Rockwell!, de Lana Del Rey (2019)
Tracks: