Pánico en el Transiberiano (Horror Express)

Memoria en imágenes

Por Emiliano Fernández

El director y guionista Eugenio Martín es un típico producto de su época y de la tierra en la que le tocó nacer, hablamos de aquella España de los años 60 y 70 que frecuentemente era utilizada por producciones norteamericanas y europeas como sede principal de muchos rodajes ya que la dictadura franquista quería dar una imagen “amigable” a ojos foráneos y además el clima siempre árido de determinadas regiones del país simulaba a la perfección el desierto de otras locaciones más onerosas, inaccesibles o más bien inhóspitas. Hay que llamar a las cosas por su nombre y aclarar desde el vamos que Martín nunca fue un director talentoso a pleno sino un profesional esmerado que tuvo la suerte de aprender rápido de la multiplicidad de películas en inglés, alemán e italiano en las que supo participar, de hecho trabajando como asistente de Nathan Juran en El Séptimo Viaje de Sinbad (The 7th Voyage of Sinbad, 1958) y de Jack Sher en Los 3 Mundos de Gulliver (The 3 Worlds of Gulliver, 1960) antes de volcarse a la realización por cuenta propia con otra gesta de aventuras, El Conquistador de Maracaibo (Il Conquistatore di Maracaibo, 1961), el primero de una colección de proyectos variopintos en géneros como la comedia, el terror, los musicales, el western, el thriller y el melodrama. Si bien la enorme mayoría de la producción artística del español es mediocre o directamente olvidable, se puede construir una espiral ascendente en términos cualitativos que arranca con sus vehículos comerciales al servicio de actores y actrices cantantes en línea con esa Rocío Dúrcal de Las Leandras (1969), el Julio Iglesias de La Vida Sigue Igual (1969), la Lola Flores de Una Señora Estupenda (1970) y aquella Josefa Flores González alias Marisol de La Chica del Molino Rojo (1973), todas trasheadas que en esencia sólo tienen en alta estima los fanáticos de cada figura y prácticamente nadie más, al contrario de lo que sucede con las incursiones en el spaghetti western de Eugenio, léase El Precio de un Hombre (The Bounty Killer o The Ugly Ones, 1966), Réquiem para el Gringo (Requiem for a Gringo, 1968), El Hombre de Río Malo (Bad Man’s River, 1971) y Pancho Villa (1972), una tetralogía que deja mucho que desear si la comparamos con las cúspides del género en cuestión pero que sin duda supera el promedio del acervo de Martín.

 

Hoy por hoy al cineasta español sólo se lo recuerda por sus trabajos en la única comarca retórica en la que demostró algún tipo de verdadera valía, el terror y esas regiones aledañas como el suspenso y el misterio, un terreno que a su vez puede dividirse en tres dípticos, uno inicial que se corresponde a curiosidades formativas, un segundo díptico que se condice con la cúspide de la carrera de Eugenio y finalmente ese tercero que pinta de pies a cabeza la decadencia terminal del realizador: todo comienza con dos paradigmáticas coproducciones de la época, un krimi con la República Federal de Alemania, Hipnosis (Ipnosi, 1962), y un lindo giallo con la rebosante Italia, La Última Señora Anderson (The Fourth Victim, 1971), propuestas relativamente dignas que terminaron enterradas por otras odiseas similares y mejores de su momento y especialmente por los dos joyas evidentes de Martín, Pánico en el Transiberiano (Horror Express, 1972), quizás el mejor y más imaginativo rip-off de la Hammer Film Productions y uno de los pocos exponentes exitosos de la mixtura entre la ciencia ficción y los latiguillos de siempre del campo de los sustos y los gritos, y Una Vela para el Diablo (A Candle for the Devil o It Happened at Nightmare Inn, 1973), prototípica alegoría -ya para nada sutil- del tardofranquismo en contra del oscurantismo del régimen despótico mediante las andanzas de un par de hermanas propietarias de una pensión, Marta (Aurora Bautista) y Verónica (Esperanza Roy), que se dedicaban a matar ninfas de moral dudosa, un panorama que nos deja con los opus del declive cualitativo, Aquella Casa en las Afueras (1980) y Sobrenatural (1981), literalmente intentos muy trasnochados en pos de recuperar la eficacia de antaño, por entonces en un período histórico en el que el cine de género europeo había resignado su envidiable posición en el mercado local en favor de los tanques norteamericanos más simplones. Pánico en el Transiberiano no sólo anticipa por mucho a obras como Alien (1979), de Ridley Scott, y La Cosa (The Thing, 1982), de John Carpenter, sino que emplea de manera magistral el motivo gótico del espanto inmemorial o recóndito que llega de improviso al presente para burlarse de la civilización, el progreso, la modernidad capitalista, la razón instrumental y ese mecanicismo extendido y endiosado.

 

El guión de Julian Zimet, Arnaud d’Usseau y el director rankea en punta como uno de los más delirantes de su tiempo y sinceramente es mérito absoluto de Martín el hecho de sacarle todo el jugo posible en medio de su contrato de tres propuestas con el productor y guionista estadounidense Philip Yordan, uno que asimismo incluyó a Pancho Villa y El Hombre de Río Malo. En la Manchuria de 1906 el Profesor Alexander Saxton (Christopher Lee), un antropólogo británico muy soberbio, encuentra en una cueva un humanoide de dos millones de años y decide transportarlo hacia Europa en el Transiberiano, por ello se sube en Shanghái con destino a Moscú con el monstruo horripilante (Juan Olaguivel) y una serie de pasajeros muy coloridos como por ejemplo su rival en la Sociedad Geológica, el Doctor Wells (Peter Cushing), una experta en bacteriología y asistente del anterior, la Señorita Jones (Alice Reinheart), un matrimonio de aristócratas polacos, la Condesa Irina Petrovski (Silvia Tortosa) y el Conde Maryan Petrovski (George Rigaud), el “consejero espiritual” de la pareja, un monje ortodoxo hiper enajenado llamado Padre Pujardov (el argentino Alberto de Mendoza), un policía siempre inquisidor, el Inspector Mirov (Julio Peña), una espía que se escuda en una damisela en peligro, Natasha (Helga Liné), y hasta un ingeniero del montón con interés científico y una curiosidad acorde, Yevtuchenko (Ángel del Pozo). La criatura primitiva demuestra gozar de buena salud cuando despierta de su soponcio helado y comienza a matar sistemáticamente a los pasajeros y miembros de la tripulación del ferrocarril, por ello Saxton y Wells investigan el asunto y descubren que el engendro drena los cerebros de los humanos, los cuales terminan con los ojos en blanco, para absorber sus recuerdos y habilidades. El inspector eventualmente le dispara a la criatura pero ésta resulta ser una forma de energía proveniente de otra galaxia que se traslada a Mirov, nueva cáscara de este extraterrestre con vocación de huésped que salta de anfitrión en anfitrión desde que fuera abandonado por los suyos por accidente en un pasado remoto, siempre con la destreza de revivir a sus víctimas como si se tratase de zombies esclavos y preocupado por acumular el conocimiento suficiente para crear una nave espacial que le permita regresar a su hogar.

 

Sin nunca decidirse del todo entre el horror clásico de Drácula (1897), de Bram Stoker, su equivalente posmoderno de En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), de H.P. Lovecraft, e incluso esa ciencia ficción parasitaria de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, Pánico en el Transiberiano unifica ingredientes del thriller de encierro, la película de monstruos, el misterio detectivesco, el proto slasher, las aventuras folletinescas, la imponderable fantasía especulativa y por supuesto un terror exuberante a lo Hammer que se subraya mediante la maravillosa presencia de la dupla de Lee y Cushing, aquí ambos entregando uno de sus mejores trabajos porque se sitúan con comodidad en la frontera entre los clichés impostados de siempre y cierta naturalidad que surge en los momentos menos pensados para brindarle algo de frescura a una estampa tenebrosa por entonces ya muy transitada, amén del adictivo y estrafalario desempeño de Alberto de Mendoza como un Pujardov cercano a Renfield y Grigori Rasputín y de Telly Savalas en el rol del temible Capitán Kazan, un oficial cosaco que sube al tren por la andanada de crímenes y termina asesinado luego de vislumbrar las marcas del alienígena, léase una mano izquierda peluda y esos ojos enrojecidos que graban la memoria en imágenes. Martín da forma a una película muy entretenida que actualiza latiguillos de la paranoia atómica de los 50 y que en general puede interpretarse como una fábula para adultos sobre el saqueo cultural europeo a lo largo del globo y la venganza tácita y en diferido de turno, sin olvidarnos de la conjunción en sí de celeridad expositiva, mucha belleza femenina, bastante gore y truculencias varias, algo de humor sarcástico, esa excelente música de John Cacavas, una buena dosis de misticismo fatalista, un final con muertos vivientes a toda pompa -más en línea con Lucio Fulci que con George A. Romero- y un marco de relato coral de lo más curioso, muy balanceado y sensato. El film se luce en materia de miniaturas ferroviarias e incluso analiza el zeitgeist del tiempo narrativo a través de citas inteligentes a la teoría de la evolución de Charles Darwin, el colonialismo salvaje, la brutalidad zarista y esa fascinación con la hipnosis y el choque entre ciencia y religión…

 

Pánico en el Transiberiano (Horror Express, España/ Reino Unido, 1972)

Dirección: Eugenio Martín. Guión: Eugenio Martín, Julian Zimet y Arnaud d’Usseau. Elenco: Christopher Lee, Peter Cushing, Silvia Tortosa, Alberto de Mendoza, Telly Savalas, Julio Peña, George Rigaud, Ángel del Pozo, Helga Liné, Alice Reinheart. Producción: Philip Yordan y Bernard Gordon. Duración: 88 minutos.

Puntaje: 9