Henry Koster, nacido en Alemania bajo el nombre de Hermann Kosterlitz, fue uno de los tantos cineastas que a mediados del Siglo XX tuvieron que abandonar primero su país por el ascenso del nazismo y sus políticas antisemitas y a posteriori Europa en su conjunto por el estallido en 1939 de la Segunda Guerra Mundial y la serie de debacles que se sucedieron, señor que se especializó en comedias románticas y musicales pomposos aunque también trabajó en melodramas, films de época, thrillers, propuestas bélicas, fantasía y hasta biopics de diversas figuras históricas, amén del envidiable detalle de haber descubierto en un club de Nueva York a Abbott y Costello, el querido dúo de los comediantes Bud Abbott y Lou Costello, y de convencer a Universal Pictures para que los fichase en su primera película, Noche en el Trópico (One Night in the Tropics, 1940), de A. Edward Sutherland. Luego de abandonar Alemania en 1933 comienza un periplo que lo lleva a Francia, Hungría, Austria y Países Bajos antes de asentarse definitivamente -y sin hablar nada de inglés- en Estados Unidos, una movida que resultó exitosa e hizo que eventualmente la primera parte de su carrera, la europea, se perdiese en general y sólo quedase en pie su extenso y muy prolífico derrotero hollywoodense, cuyos “bautismos de fuego” fueron las odiseas musicales hiper livianas Las Tres Diablillas (Three Smart Girls, 1936) y Cien Hombres y una Muchacha (One Hundred Men and a Girl, 1937), preámbulo para otras propuestas semejantes -a veces de impronta cómica, en otras ocasiones más dramáticas tradicionales- en línea con Casi un Ángel (It Started with Eve, 1941), La Danza Inconclusa (The Unfinished Dance, 1947), Hablan las Campanas (Come to the Stable, 1949), El Inspector General (The Inspector General, 1949) o las ya tardías Flor de Loto (Flower Drum Song, 1961) y Dominique (The Singing Nun, 1966), esta última un retrato ficcionalizado de Jeannine Deckers, una monja cantora belga que fue popular en su momento por su hit de cabecera, Dominique (1963).
Como todo artesano que se precie de tal, Koster en yanquilandia se vio obligado a ofrecer una pluralidad de anomalías que lo sacaron de su zona de confort como por ejemplo aquel díptico fantástico de Un Enviado del Cielo (The Bishop’s Wife, 1947) y El Amor que tú me Diste (The Luck of the Irish, 1948), sobre ángeles y duendes, En el Cielo no hay Caminos (No Highway in the Sky, 1951), un thriller injustamente olvidado, la antología Lágrimas y Risas (O. Henry’s Full House, 1952), basada en relatos de William Sydney Porter alias O. Henry y codirigida por Howard Hawks, Henry Hathaway, Jean Negulesco y Henry King, aquel misterio gótico y romántico de Mi Prima Raquel (My Cousin Rachel, 1952), nada menos que el debut norteamericano de Richard Burton, el drama evangélico Un Hombre Llamado Peter (A Man Called Peter, 1955), basada en la vida del pastor/ predicador Peter Marshall, los convites románticos ambientados en la Segunda Guerra Mundial 6 de Junio: Día D (D-Day the Sixth of June, 1956) y La Muchacha de Berlín (Fräulein, 1958), La Maja Desnuda (The Naked Maja, 1958), una rara biopic sobre Francisco de Goya, y su ciclo de gestas históricas variopintas símil El Manto Sagrado (The Robe, 1953), Désirée, la Amante de Napoleón (Désirée, 1954), La Reina Tirana (The Virgin Queen, 1955) y La Historia de Ruth (The Story of Ruth, 1960). Sin embargo la película por la que siempre será recordado es la extraordinaria y adorable Harvey (1950), su obra maestra, su trabajo más popular entre la fauna cinéfila internacional y su primera colaboración con el que sería su actor fetiche un tiempo después, James Stewart, uno de los pocos intérpretes del Hollywood Clásico que funcionaba a la perfección tanto en comedia como en drama como lo demuestran sus otras faenas con Koster, hablamos de la mencionada En el Cielo no hay Caminos y las comedias familiares ultra pasatistas Las Vacaciones de Papá (Mr. Hobbs Takes a Vacation, 1962), ¡Llévatela, es mía! (Take Her, She’s Mine, 1963) y Querida Brigitte (Dear Brigitte, 1965).
El guión de Mary Chase, Oscar Brodney y Myles Connolly sigue de cerca la obra teatral de 1944 de Chase, su único trabajo memorable, porque recupera la comedia de errores de las tablas para unificarla con una versión algo ralentizada de la screwball comedy o comedia alocada de la época, aquí tan delirante como siempre aunque bastante más melancólica, sarcástica y ensimismada: Elwood P. Dowd (Stewart) es un soltero cuarentón que se la pasa repartiendo su tarjeta de presentación a todos los que ve, invitándolos a comer algo en su casa, esa que heredó de su madre fallecida, y presentándoles a su mejor amigo, un conejo invisible y gigante de dos metros llamado Harvey al que define como un pooka, noción de la mitología celta que refiere a un espíritu animal de impronta benigna pero traviesa, un ser adepto a los ebrios y los lunáticos y por ello eje de la vergüenza de los dos únicos parientes de Dowd, su hermana mayor, Veta Louise Dowd Simmons (Josephine Hull), y la hija de la anterior, Myrtle Mae (Victoria Horne), quienes cansadas de ser parias deciden internar al borrachín de buen corazón, gran fanático de un bar llamado Charlie’s donde se encuentra con reos y otros apóstatas sociales para tomarse unos martinis, en una clínica psiquiátrica propiedad del Doctor William Chumley (Cecil Kellaway), no obstante los dos encargados del lugar, el joven médico Lyman Sanderson (Charles Drake) y la bella recepcionista Kelly (Peggy Dow), confunden a Veta con el chiflado de turno debido a que la fémina reconoce que a veces siente la presencia de Harvey, así eventualmente se descubre el error, le dan el alta del manicomio, la mujer pretende demandar a Chumley ayudada por un amigo, el Juez Omar Gaffney (William H. Lynn), y todo el asunto desencadena una cacería tras Elwood a instancias de los dos médicos, Kelly y el enfermero neurótico del sanatorio, Marvin Wilson (Jesse White), éste interesado románticamente en Myrtle Mae y convencido de que Dowd atacó a Chumley mientras que el matasanos de a poco cree que el conejo existe de verdad.
La película, en esencia una oda a todos los que huyeron del redil comunal dejando de lado su egoísmo promedio y obviando los estereotipos en cuanto a familia, trabajo, amores y por supuesto amistades, va más allá de una simple metáfora sobre el alcoholismo, la locura o el optimismo acérrimo, ese que ventila todo el tiempo el protagonista aunque sin caer en la ingenuidad automartirizante o las caricaturas de aquellos que se anulan a nivel indentitario frente al otro para “ganárselo”, ya que el film asimismo deja todo servido para interpretar la muy sencilla historia y el rol fundamental de Harvey, quien puede detener el tiempo y se le apareció por primera vez a Elwood -apoyado como si nada contra un poste de alumbrado- cuando años atrás introducía a un amigo bebido dentro de un taxi, en simultáneo como una alegoría acerca de la vejez, la soledad, la marginación, la misantropía, la homosexualidad, la criminalidad, la psicosis colectiva, la inocencia, el infantilismo, la rauda solidaridad, la imaginación, los artistas, el idealismo utópico y en especial la farsa de la psiquiatría, algo representado en la inoperancia y/ o el carácter ridículo de todo el personal del manicomio, desde la estupidez de Kelly y Sanderson, enamorados tácitos histéricos que no consiguen internar al paciente correcto o explicar la obsesión con el conejo sirviéndose de la teoría del trauma y los recuerdos vedados, hasta la exaltación permanente de Wilson, un energúmeno bufonesco muy hilarante que todo lo resuelve con amenazas o violencia, y esa bancarrota profesional absoluta de Chumley, quien en el famoso desenlace acepta la alegría del enigma psicológico privado e incluso comparte tamaña jovialidad en detrimento del cientificismo burgués/ institucional/ público que pretende cuantificarlo todo -especialmente el campo de las emociones y los vínculos afectivos- desde la execrable razón instrumental. Stewart está perfecto, al igual que Hull, White, Horne y el querido Kellaway, y Koster por su parte se luce en el timing irónico, aprovecha con maestría la premisa ultra surrealista de fondo y por momentos pareciera tomarse a la faena en su conjunto como una suerte de variación de su latiguillo religioso estándar, el de la iluminación divina de nuestro bienhechor eterno, algo percibido no sólo en la coherencia ideológica de Elwood -y de Harvey, por supuesto- sino también en detalles fantásticos como el sombrero con agujeros para orejas puntiagudas, el diccionario que se comunica con un espantado Wilson, la vuelta del doctor al sanatorio vía el pooka siguiéndole los pasos cual odisea de terror y aquel final con el monedero de Veta que desaparece y luego regresa, la hamaca que se mueve sola y ese portón de entrada a la clínica que se abre de repente y asimismo cae en el rango de lo que nosotros interpretamos como la magia de una criatura etérea blanquecina que sin duda alguna viene a reemplazar al clásico elefante rosa del delirium tremens. En el mismo plano discursivo del John Lennon de Working Class Hero (1970), aquel que aseveraba que en la sociedad occidental “te odian si eres inteligente pero desprecian a un tonto”, la propuesta esconde su amargura mediante la afabilidad ya que las actitudes conciliadoras o pacientes o cordiales o benévolas de Dowd tienen que ver con las enseñanzas de su progenitora, quien le dijo que en este mundo tienes que ser muy listo o muy agradable, optando por la segunda opción después de años y años de definitivamente frustrarse a raíz de las reacciones recibidas ante la primera alternativa…
Harvey (Estados Unidos, 1950)
Dirección: Henry Koster. Guión: Mary Chase, Oscar Brodney y Myles Connolly. Elenco: James Stewart, Josephine Hull, Peggy Dow, Charles Drake, Victoria Horne, Jesse White, Cecil Kellaway, William H. Lynn, Dick Wessel, Nana Bryant. Producción: John Beck. Duración: 105 minutos.