A la Orilla del Río (River's Edge)

Muerta, frente a nosotros

Por Emiliano Fernández

A diferencia de buena parte del cine de la década del 80 centrado en adolescentes algo revoltosos, ese que -desde la comedia hueca o la de pretensiones dramáticas/ serias aunque muy esquemáticas símil John Hughes- romantizaba a la pubertad como un tiempo de unas libertad y rebelión alejadas de los prejuicios del grueso de la sociedad, la fase inicial de la carrera del norteamericano Tim Hunter se volcó a un retrato más honesto y complejo de unos jóvenes que entronizaban al hedonismo y la convivencia con sus semejantes pero sin valores que unifiquen a cada grupillo o les den a los chicos algún tipo de “causa” por la que luchar o hacia la cual canalizar una angustia que tiene que ver con contextos familiares, educativos o barriales muy poco estimulantes o directamente represivos y censuradores, de allí que lazos que parecen férreos de repente se deshagan siguiendo tanto los caprichos de la coyuntura comunal como una apatía o indolencia que por momentos bordea el marasmo y en otras ocasiones la crueldad lisa y llana. Antes de convertirse en un realizador televisivo inusitadamente prolífico -eufemismo por mercenario de la cultura- desde fines de los 80 hasta muy entrado nuestro nuevo milenio, Hunter se hizo conocido como guionista junto a Charles S. Haas de la mano de En el Abismo (Over the Edge, 1979), de Jonathan Kaplan, mega clásico de “pueblada adolescente” que lo llevó a debutar como realizador con Tex (1982), adaptación de una novela de 1979 de la especialista en púberes Susan Eloise Hinton alias S.E. Hinton, aquella de Vientos de Tempestad (That Was Then, This Is Now, 1985), de Christopher Cain, y Los Marginados (The Outsiders, 1983) y La Ley de la Calle (Rumble Fish, 1983), ambas de Francis Ford Coppola, preámbulo a su vez para Sylvester (1985) y A la Orilla del Río (River’s Edge, 1986), trabajos antagónicos porque el primero oficiaba de drama familiar ameno y el segundo de faena criminal y muy áspera de suburbio, en suma nuevos estudios acerca de los problemas de la juventud para superar sus propios demonios y las dificultades de un entorno agresivo en el que todos los adultos suelen hacer gala de su indiferencia, buenas intenciones malogradas o quizás un narcisismo que los sitúa en el rol de víctimas oportunistas símil “enorme peso” por haber traído nuevas vidas a este planeta.

 

Si las pensamos como dípticos, Tex y Sylvester son mucho más accesibles para el público timorato y conservador del mainstream y En el Abismo y A la Orilla del Río, por su parte, constituyen puñetazos en las entrañas de la sociedad de su tiempo, aquella en la que ya se estaba prefigurando la abulia amargada de la Generación X en función de los restos del hippismo de los 60 y el nihilismo batallante de los 70 y el auge del consumismo banal y/ o descerebrado de los años 80 y 90, de allí que A la Orilla del Río, sin duda el eslabón más apesadumbrado y sutilmente irónico de toda esta cadena primigenia de Hunter, se haya transformado con el transcurso de las décadas en la “epopeya insignia” de la desesperación adolescente del período, incluso llegando a anticipar a buena parte del indie de los 90 en un rango muy amplio que va desde las joyas iniciales de Gus Van Sant, Todd Solondz y Terry Zwigoff hasta los bodrios de Larry Clark, Harmony Korine y Kevin Smith. Basado en dos crímenes absurdos que comparten el letargo social y el hecho de que el victimario después presumió entre sus amigos y exhibió el cadáver de turno a un buen número de personas, el asesinato de Marcy Renee Conrad en 1981 por parte de Anthony Jacques Broussard y aquel homicidio de Gary Lauwers en 1984 a instancias del enajenado total de Ricky Kasso, este último mezclado además con las drogas y el ridículo “pánico satánico” ochentoso, el guión de Neal Jiménez explora las reacciones de unos amigos de colegio secundario a partir del asesinato de una chica, Jamie (Danyi Deats), por parte de su novio obeso y bien psicópata, Samson “John” Tollet (Daniel Roebuck), quien la estranguló y dejó su cuerpo desnudo cerca de un río para luego exhibirlo a sus conocidos de la zona, sobre todo Layne (Crispin Glover), especie de líder obsesionado con encubrir a Tollet, y Matt (Keanu Reeves), quien tiempo después denuncia a Samson a la policía e inicia una relación romántica con la pareja de Layne, Clarissa (Ione Skye), todo mientras el hermano de Matt, un mocoso llamado Tim (Joshua John Miller), lo busca para asesinarlo por haberlo golpeado sirviéndose de un arma sustraída a Feck (Dennis Hopper), ex motociclista que perdió una pierna en un accidente y dealer que mató a su pareja muchos años atrás, al extremo de caer en la paranoia cotidiana.

 

El “encanto” bizarro de la película no pasa tanto por este sustrato agrio que sería copiado hasta el hartazgo por una infinidad de realizaciones similares sobre la marginalidad de los suburbios, aquí una metrópoli del Norte de California donde los púberes se aburren a más no poder y se consagran a los videojuegos, las drogas, el sexo y el viejo arte de “perder el tiempo” sin mucho que hacer o decir, ya que la fascinación hipnótica que despierta A la Orilla del Río tiene más que ver con el naturalismo del entumecimiento y los desempeños contrastantes -ya en términos concretos- que ofrecen los actores, así por un lado tenemos el influjo relativamente medido de gente como Roebuck, Miller y un jovencito Reeves, este último aún con una destreza actoral limitada y por ello calzando de maravillas en el porte improvisado y ambivalente de Matt, y por el otro lado está la pirotecnia del inclasificable Glover, quien venía de Martes 13: Capítulo Final (Friday the 13th: The Final Chapter, 1984), de Joseph Zito, Volver al Futuro (Back to the Future, 1985), de Robert Zemeckis, y Hombres Frente a Frente (At Close Range, 1986), de James Foley, y ese veterano y muy requerido Hopper, en medio de su ciclo de criaturas extravagantes de los 80 compuesto por La Ley de la Calle, Terciopelo Azul (Blue Velvet, 1986), joya de David Lynch, París Trout (1991), de Stephen Gyllenhaal, y Fuera de Control (Out of the Blue, 1980) y Camino de Retorno (Catchfire, 1990), ambas dirigidas por el propio Dennis, en esencia dos intérpretes surrealistas que tuercen el asunto hacia la comedia negra a través de personajes histriónicos marcados por sus fetiches, en el caso del primero un Volkswagen Beetle tuneado con el que recorre calles y avenidas mientras traga pastillas varias y en lo que respecta al segundo una muñeca inflable bautizada Ellie a la que le dedica un cariño sostenido desde que decidiese, cinco años atrás, no salir más de su destartalada casa, precisamente donde se aparecen todos estos muchachos para pedirle porros -a sabiendas de que no se los cobra- y donde Layne pretende esconder de la policía a Tollet, sujeto que no demuestra interés alguno en encubrir sus huellas y dice que Jamie habló de más sobre su madre muerta, algo que parece no haber sido así porque el homicidio fue encarado desde una frialdad cuasi etérea posterior al coito.

 

Ahora bien, el sustrato curioso del film se extiende al detrás de cámaras porque no sólo hay que tener en cuenta la “inestabilidad” psicológica histórica de Hopper y Glover, éste justo en la previa a su legendaria visita de 1987 a Late Night with David Letterman (1982-1993), donde casi le pega una patada al conductor porque se apareció sin avisar como Rubin Farr, protagonista de la futura Rubin & Ed (1991), clásico de Trent Harris del indie demencial, en este sentido vale recordar primero que Jiménez, de linaje mexicano, por entonces era un tetrapléjico debido a un accidente que luego mutó en paraplejia vía cirugías, experiencia de la que dejó constancia en su única obra como director, Quédate Conmigo (The Waterdance, 1992), codirigida junto a Michael Steinberg, y segundo que Hunter, cuyos únicos trabajos potables a posteriori serían Una Vida cada Día (The Saint of Fort Washington, 1993) y Control (2004), fue hijo de Ian McLellan Hunter, un guionista mediocre que hoy por hoy es recordado por haber sido testaferro de Dalton Trumbo en nada menos que La Princesa que Quería Vivir (Roman Holiday, 1953), galardonado opus de William Wyler en un tiempo en el que Trumbo estaba en aquellas listas negras del macartismo, lo que a la postre generó una situación insólita cuando la Academia en 1992 quiso rectificar el crédito del Oscar al Mejor Guión y Tim Hunter se rehusó a devolver la estatuilla de su padre, fallecido en 1991, obligando así a la institución a darle un Oscar compensatorio en 1993 a la viuda del mítico Trumbo, largamente fallecido desde 1976. El aura de esta fauna de excluidos y lunáticos, como aseverábamos antes, definitivamente se cuela en A la Orilla del Río y en su apego por un grotesco semi kafkiano en el que el sadismo, la insensibilidad, el vacío, la confusión, el tedio y el exhibicionismo se dan la mano, no obstante la película opta por no caer en las caricaturas nihilistas de tanto cine posmoderno de vocación arty y prefiere pensar el quid o la metamorfosis de cada personaje, desde ese Layne que es el único efusivo del grupo y el único que llora a Samson cuando Feck lo mata, por considerarlo un demente desapasionado sin remedio, hasta ese Matt que pasa de la inacción ante el dilema moral de fondo, silencio versus traición, a la denuncia con todo lo que ello supone a nivel del voraz aparato estatal…

 

A la Orilla del Río (River’s Edge, Estados Unidos, 1986)

Dirección: Tim Hunter. Guión: Neal Jiménez. Elenco: Keanu Reeves, Crispin Glover, Ione Skye, Daniel Roebuck, Dennis Hopper, Joshua John Miller, Roxana Zal, Josh Richman, Phillip Brock, Danyi Deats. Producción: Midge Sanford y Sarah Pillsbury. Duración: 100 minutos.

Puntaje: 10