3x1 del Amanecer Cognitivo

Nacimiento, toma dos

Por Emiliano Fernández

Desde siempre el séptimo arte le ha dedicado muchas películas a los pacientes terminales, a los enfermos crónicos, a los que sufren algún tipo de discriminación y a aquellos que por el inconveniente físico o intelectual que sea no pueden llevar lo que se podría describir como una vida “normal”, con una autonomía, libertad o independencia más o menos aparente y/ o estable dentro del heterogéneo espectro que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Considerando el delicado rubro en cuestión, proclive a reacciones un tanto impulsivas y tajantes de parte del público en función de lo que espere a priori y su propia experiencia “navegando” el mundo, sin duda uno de los recursos narrativos más utilizados es el de la metamorfosis existencial que parece prometer una verdadera mejoría pero eventualmente termina siendo sólo eso, un instante fugaz que como la vida misma se extingue a la vuelta de la esquina para que todo vuelva a reubicarse dentro del curso prefijado y general de la naturaleza, recordatorio esencialmente sádico -cual cachetazo al durmiente- de que todo tiene fecha de vencimiento y de que la muerte nos espera con obstinada paciencia. El indie muchas veces se hace el superado y cuando trabaja el tópico lo hace a través de bodrios tan tendenciosos y seudo naturalistas como su supuesta competencia ideológica, el ámbito de los géneros populares del mainstream y sus derivados, los que por cierto han demostrado en innumerables oportunidades brindar un marco retórico más interesante y preciso para estos subibajas anímicos que pretenden duplicar/ reproducir la vieja fantasía humana de resolver todo mágicamente -ni importa la enfermedad o el problema de turno que nos atormente- de un momento a otro, experiencias que en algunas ocasiones se dan en la praxis pero que pronto derivan en la moraleja de estas mismas fábulas de transitoriedad, con el castillo de naipes de la cura o la abundancia o el éxito viniéndose abajo de repente ya sea por nuestra propia vocación de arruinarlo todo y autosabotearnos vía la inefable pulsión de muerte o por el contrario, debido a la insoportable tendencia de la comunidad -o los difusos “otros”- a imponer su caprichosa voluntad colectiva sobre nuestra idiosincrasia. A modo de rescates temáticos y muy buenos ejemplos de las utopías cinematográficas de recuperación, a continuación analizaremos tres de los films más representativos y recordados del formato, Charly (1968), de Ralph Nelson, sobre un retrasado mental, La Mente del Sr. Soames (The Mind of Mr. Soames, 1970), de Alan Cooke, acerca de un paciente comatoso de toda la vida, y Despertares (Awakenings, 1990), de Penny Marshall, opus que gira alrededor de un grupo de catatónicos internados en un hospital público, todas realizaciones en las que los protagonistas son sacados de un estado lastimoso -con o sin su voluntad- y reconducidos a la condición de ser parte de un colectivo humano en el que encontrarán ingredientes para amar y odiar. Entre el mito frankensteiniano de Mary Shelley y la alegoría del denominado “niño salvaje” al que se le impone la socialización, entre el horror de la vulgaridad y la ciencia ficción del ilusionismo o hasta quizás la hechicería, entre el delirio de la leyenda y el sustrato antropológico/ etnográfico, entre la especulación altisonante y los misterios de un cuerpo que se pretende abarcar desde la rigurosidad del documentalismo participativo, la temática de la anatomía o el organismo como cuevas aislantes que de repente se abren al mundo es una reformulación del nacimiento de cada uno de nosotros en términos de un amanecer cognitivo que nos permite conocer aquello que estaba vedado y dejarnos caer en la catarata de desatinos, frustraciones y movidas vanas que constituyen en mayor o menor medida el devenir cotidiano, ventana a un universo nuevo que sin avisar vuelve a cerrarse.

 

 

Charly (1968):

 

A diferencia de muchas películas posteriores semejantes que tienden a confirmar los más calamitosos vaticinios previos en materia de actores “normales” o -incluso peor- galanes hollywoodenses interpretando a personajes con alguna discapacidad intelectual o física, casi siempre cayendo en la sobreactuación y en el problemilla ético/ paradoja adicional de pretender dignificar al colectivo en cuestión desde lo narrativo pero al mismo tiempo excluyéndolo de un trabajo concreto dentro de la ficción de turno, Charly (1968) es uno de esos pocos casos -y de los primeros intra mainstream, literalmente- en los que todos los prejuicios se disipan una vez que el espectador entra en contacto con lo realizado por el maravilloso protagonista, Cliff Robertson, quien compone con sinceridad y sacrificio al señor del título, un retrasado mental de Boston que gusta de jugar con los niños en las plazas públicas, trabaja barriendo el piso de una panadería, sufre constantes y crueles burlas por parte de sus compañeros -con el basureador Gimpy (Edward McNally) a la cabeza- y concurre desde hace dos años a una escuela nocturna donde aprendió a leer y escribir gracias a una hermosa docente, Alice Kinnian (Claire Bloom), a su vez conectada con un par de científicos, el Doctor Richard Nemur (Leon Janney) y la Doctora Anna Straus (Lilia Skala), que están en busca de alguien con una deficiencia cognitiva como la del Charly Gordon de Robertson para probar una cirugía cerebral experimental que ha conseguido aumentar la inteligencia de los ratones de laboratorio a niveles insospechados, todo cortesía de la extirpación del tejido cerebral dañado y el implante de su homólogo mejorado, uno revitalizado químicamente para que surjan “proteínas cerebrales” a un ritmo muy acelerado. La película, dirigida por Ralph Nelson y escrita por Stirling Silliphant a partir de la célebre historia Flores para Algernon (Flowers for Algernon) de Daniel Keyes, primero un cuento corto publicado en 1959 y después expandido a una novela en 1966, resulta profundamente vanguardista para el nivel de la ciencia ficción de finales de los 60 porque el componente de fantasía erudita, léase el mecanismo mediante el cual el adalid principal adquiere su reglamentaria superinteligencia, es en realidad secundario con respecto a su desarrollo anímico/ existencial/ laboral en medio de un contexto cinematográfico industrial en el que lo tecnológico rimbombante -ayer y sobre todo en nuestro presente- se come casi siempre a la faceta humana y sus dramas: aquí, por el contrario, lo que tenemos es una fábula muy sensata y melancólica acerca de la discriminación social y la ambición ciega y lacerante de los científicos y tecnócratas, especialmente la enorme cobardía que se esconde detrás de las burlas y/ o la indiferencia dirigidas a aquellos en situación de debilidad, por un lado, y la deshumanización o preeminencia de la información recolectada en detrimento del bienestar de los sujetos de carne y hueso de los que los científicos e investigadores varios extraen sus preciados datos, por el otro lado. Por supuesto que la dinámica retórica clásica lleva a que Charly se someta a la cirugía cerebral, experimente una primera etapa de frustraciones porque sigue sin progreso intelectual alguno y de repente le empiece a ganar a un ratoncito que también fue sometido al procedimiento médico, Algernon, y que lo venía humillando en lo que atañe al tiempo estándar de resolución de la típica prueba del laberinto, con las consecuencias adicionales de sobrepasar de a poco a Kinnian en sus conocimientos y hasta enamorarse de la chica, la cual eventualmente deja a su “semi pareja”, Frank, para estar con un Gordon que por su flamante perspicacia termina siendo echado de la panadería debido a que sus colegas ya no se sienten a gusto con alguien de quien no pueden burlarse y hasta los supera por mucho a escala mental y cultural. Los científicos comienzan a pagarle para que estudie y aprenda en la clínica donde se efectuó la cirugía con vistas a monitorear su deslumbrante desarrollo, sin embargo durante un simposio en el que concurren diversos y prominentes investigadores el protagonista descubre que Algernon falleció y así deduce que las capacidades adquiridas por el escalpelo son transitorias y que en algún momento no muy lejano comenzará a experimentar una muy probable regresión que Straus y Nemur le venían ocultando para disfrutar del prestigio que les traería presentar frente a sus pares el proyecto en su conjunto cual “gran avance de la ciencia”. Nelson, al igual que Silliphant un profesional con un generoso bagaje televisivo a cuestas que lo preparó para destacarse en el séptimo arte de la mano de recordadas obras como Réquiem para un Peso Pesado (Requiem for a Heavyweight, 1962), Una Voz en las Sombras (Lilies of the Field, 1963), Papá Ganso (Father Goose, 1964), Duelo en el Cañón del Diablo (Duel at Diablo, 1966) y Cuando es Preciso ser Hombre (Soldier Blue, 1970), no teme adentrarse en enclaves temáticos poco explorados por el mainstream hollywoodense de entonces o apostar a engranajes formales que recién estaban comenzando a popularizarse por aquellos años; en este sentido basta con pensar en la permanente utilización del director de la pantalla dividida para mostrarnos en simultáneo las reacciones mutuas de dos personajes cruciales en esta o aquella escena, la crudeza de las “bromas” que debe soportar Charly de sus compañeros de trabajo y las risotadas que provocan (le llenan su casillero de masa cruda con mucha levadura, se burlan apagándole una rocola musical después de que introduce una moneda y lo manipulan para que se pare durante horas en una esquina esperando a que comience a nevar), el intento de violación en el departamento de Kinnian por parte de un Gordon que se pasa de “efusivo” y en esencia se obsesiona con la muchacha, el rechazo subsiguiente y la insólita secuencia del protagonista sumergiéndose en la colorida contracultura de los 60 (tenemos motociclistas, diversas mujeres y bailes bizarros enmarcados en juegos con la fotografía, superposiciones de imágenes y un montaje que apunta a la promiscuidad y las fiestas drogonas en plan de compensación sentimental por el desaire en este primer romance a lo Complejo de Edipo tardío), el gustito por los fundidos, el lirismo natural y las voces en off para el reencuentro del protagonista con Alice y el progreso de la pareja, la ridiculización de los presuntos “sabios” durante la convención a expensas de un Charly que acusa a los científicos -a todos, los de arriba y los de abajo del escenario- de ignorantes y mentirosos, el acecho del “viejo Gordon” hacia el nuevo cual fantasma de las alucinaciones vulgares que lo persigue por todos lados, y finalmente el fetiche con la cámara lenta en lo referido a los instantes lúdicos con otros niños en la plaza, en términos prácticos apertura y cierre de un relato que en su carácter cíclico remarca la incompetencia más lastimosa de los seres humanos y el sustrato temporal y decadente de todas sus victorias pírricas. De hecho, el film es increíblemente agresivo y pesimista en su retrato de la sociedad, empezando por los sádicos compañeros de trabajo y esa policía que asimismo lo menosprecia cuando lo ve parado en una esquina esperando la caída de la nieve, pasando por la histérica de Kinnian que va y viene a escala romántica sabiendo del interés creciente de un Charly que la dibuja desnuda, y finalizando en su patética casera, la Señora Apple (Ruth White), una conservadora y fanática religiosa que adora a su bulldog Monty, y en el parasitismo de unos Nemur y Straus en pos de la gloria y sin lograr ponerse de acuerdo en casi nada, planteo que por cierto constituye uno de los ingredientes más interesantes del convite porque sistematiza una retahíla de rencillas ideológicas entre la comunidad científica, con el primero representando una perspectiva derechosa sólo preocupada por los resultados “duros” y con la segunda simbolizando una posición más de izquierda que pretende equilibrar el avance emocional con el intelectual, ya que demasiadas abstracciones y demasiada autocognición sin una verdadera madurez sentimental podría llevar al protagonista a conductas autodestructivas, al raudo suicidio o a una misantropía extrema como la que demuestra durante el genial ida y vuelta con los científicos de la conferencia (a la ciencia moderna la ve como inhumana, computacional y basada sólo en la tecnología, al arte moderno lo homologa a creadores sin pasión, y las religiones, la política y la educación se transforman en sinónimos de encuestas de mercado, nuevas armas asesinas y una televisión en cada cuarto de la casa, redondeando un futuro que se parece mucho a nuestro presente, “nuevos odios, nuevas bombas, nuevas guerras… un bello proceso de suicido social sin propósito alguno”). Este dilema tramposo al que la sociedad condena a Gordon, tonto excluido y postergado al que tenerle pena o atracción de feria para la intelligentsia y la oligarquía científica/ estatal/ académica/ profesional, se contrapone a la dignificación -una muy inusual para el acervo estadounidense, como decíamos con anterioridad- que propone la película a través de la relación con Kinnian, eje también de una sexualización que arrima al señor a la adultez psicológica con todas sus frustraciones e inconvenientes, enfatizando que la ciclotimia es un rasgo fundamental de la gran mayoría de los mortales así como la resignación ante la muerte, hoy ésta tomando la forma -dentro de la trama- del trajín irreversible que lo lleva de vuelta a la fase previa, la ensoñación inconsciente infantil que mezcla lo lúdico, lo cándido y lo hedonista sin frenos ni restricciones, más allá de ese ninguneo insistente de un entorno social e institucional que a pesar de la simpleza se percibe como hiriente y provocador, precisamente por ello en primera instancia Charly se muestra interesado en una técnica que lo iguala en lo cognitivo a los otros seres humanos para poder defenderse de sus embestidas pasivas y/ o activas. Clásico rotundo del rubro del subibaja/ crecimiento cultural que termina derrapando hacia el retroceso, Charly es una anomalía total que sirviéndose de la mano maestra de Nelson, Silliphant, el director de fotografía Arthur J. Ornitz y el inefable Ravi Shankar, aquí luciéndose con un magnífico acompañamiento musical, explora con honestidad y sagacidad la discriminación que padecen a diario los discapacitados en una sociedad que de por sí ya es repugnante y altiva con cualquier persona en situación de indefensión, proponiendo como bálsamo ese auxilio concreto -sin manipulación ni condescendencia barata- que en pantalla queda representado por el gesto del protagonista de obviar las carcajadas generales de fondo y ayudar a un pobre camarero deficiente mental que en un bar se le caen al piso las copas que llevaba sobre su bandeja. Incluso la dignidad de la soledad del final, cuando le pide a ella que se vaya para atravesar los últimos estadios de la regresión sin testigos y esquivando el pedido de matrimonio de Alice, contradice el “manual no escrito” del romance hollywoodense porque aquí la hembra no opera mágicamente en una hipotética recuperación y la misma movida solitaria se condice con lo que tantas veces ocurre en la realidad, la decisión de ahorrarles a nuestros seres queridos las experiencias traumáticas con el objetivo de que conserven la mejor imagen posible de nosotros ante nuestro ocaso, aquí un retraso o ingenuidad en eterno desfasaje para con el resto del colectivo humano.

 

Charly (Estados Unidos, 1968)

Dirección: Ralph Nelson. Guión: Stirling Silliphant. Elenco: Cliff Robertson, Claire Bloom, Lilia Skala, Leon Janney, Ruth White, Dick Van Patten, Edward McNally, Barney Martin, William Dwyer, Dan Morgan. Producción: Ralph Nelson. Duración: 103 minutos.

 

 

La Mente del Sr. Soames (The Mind of Mr. Soames, 1970):

 

En esencia La Mente del Sr. Soames (The Mind of Mr. Soames, 1970) es un exploitation de Charly (1968) con acento británico, producido por nada menos que la Amicus, compañía legendaria que durante los 60 y 70 fue la competencia por antonomasia de la Hammer en lo referido al cine fantástico y de horror de impronta inglesa, y dirigido por Alan Cooke a partir de un guión de base de John Hale y Edward Simpson que a su vez se inspiró en la novela homónima de 1961 de David McIlwain alias Charles Eric Maine, profesionales todos -como aquellos detrás del opus de Ralph Nelson- de una vasta trayectoria televisiva que los curtió en el querido y muchas veces olvidado arte de resolver los planteos retóricos desde un discurso de lo más económico y/ o minimalista certero sin rodeos. En materia de la comparación concreta con su evidente fuente de inspiración, la propuesta que nos ocupa retoma dos aspectos centrales de Charly, a saber: en primera instancia el nihilismo para con la sociedad humana y en segundo término las internas correspondientes a la comunidad científica que en el convite previo estaban simbolizadas en la derecha gélida del Doctor Richard Nemur (Leon Janney), ahora trasladada al Doctor Maitland (Nigel Davenport), el tirano de turno del Instituto Midland de Investigación Neurofisiológica, y en la izquierda de vagas pretensiones humanistas de la Doctora Anna Straus (Lilia Skala), hoy representada en el Doctor Michael Bergen (Robert Vaughn), lucha que asimismo salta desde la “arena de combate” de antaño, el Charly Gordon de Cliff Robertson, a un nuevo terreno en disputa que hasta cierto punto se vuelve más abstracto y sutilmente delirante, el John Soames del título en la piel del excelente Terence Stamp. Mientras que antes la reconversión de infante a genio era casi automática y los roces entre los profesionales responsables se ubicaban en un segundo plano narrativo en relación al verdadero núcleo del trabajo de Nelson, léase el estatuto ético de la metamorfosis y las consecuencias psicológicas prosaicas del mismo carácter temporario de los cambios, en esta oportunidad la maduración es por demás lenta y tortuosa y hasta se podría decir que en buena medida el asunto funciona como un pretexto para indagar en el choque de las dos fuerzas ideológicas en pugna detrás de tamaña proeza, Maitland, el director británico del instituto y encargado máximo de la “crianza”, y Bergen, el cirujano norteamericano que llega desde yanquilandia para “despertar” al protagonista. Soames, un paciente comatoso, nació en un hospital cercano fruto de un parto complicado que lo dejó con daños en la base del cerebro, específicamente en la zona que controla el sueño, por lo que ha estado inconsciente desde entonces y hasta cumplir la friolera de 30 años, momento en el cual Maitland tiene la brillante idea de armar un circo alrededor de la posibilidad de generar el nacimiento compulsivo ultra tardío del joven, sujeto que ha sido alimentado por vía intravenosa, sometido a masajes diarios para evitar la atrofia muscular y “archivado” en un tanque refrigerante símil heladera con el objetivo manifiesto de mantener los latidos de su corazón al mínimo posible sin matarlo, cual animal hibernante. Con un público variopinto que consta de neurólogos, psiquiatras y otros cirujanos, amén de un equipo de periodistas televisivos encabezado por el maquiavélico conductor Thomas Fleming (Christian Roberts), encargado de construir un mega documental de seis capítulos de una hora de duración cada uno sobre el esperado progreso del paciente, “desde el tanque frío a ciudadano de primera clase”, Bergen lleva a cabo una cirugía cerebral experimental en pos de encontrar el centro del sueño con precisión y estimular con una sonda eléctrica el área latente de la conciencia para sacar a John del soponcio ad infinitum de una vida que ha sido mantenida artificialmente contra su voluntad y en claro beneficio de terceros que lo toman de objeto de estudio o como trampolín hacia la fama y/ o el éxito. Una vez que el treintañero efectivamente despierta con la mentalidad de un purrete y comienzan a registrar las imágenes de este proto reality show mediante un vidrio espejado y se hace necesario dar inicio al discurrir pedagógico del muchacho, Soames termina a merced de las batallas entre el director del instituto, un médico propenso a imponer por la fuerza de la insistencia y la repetición una educación símil jardín de infantes de conocimientos y habilidades sociales inflexibles, y el cirujano estadounidense, quien pasa de querer irse al ver toda la fanfarria publicitaria que montó Maitland a pretender quedarse por solidaridad ante un John que a todas luces se transformará en un ratón de laboratorio esclavizado, jugada que lo conduce a proponer métodos educativos más laxos que permitan horas de recreo, juegos compartidos con los enfermeros y con los otros doctores y sobre todo el desarrollo emocional del ex comatoso con la meta de que elija aprender por su cuenta. Es de hecho este dilema entre el autoritarismo condicionante y la voluntad individual, cada uno con sus campeones dentro de la clínica/ prisión, el que motiva que Soames comience a apegarse y confíe en Bergen a la par que desprecia y sospecha de Maitland y otros carceleros varios, como ese enfermero negro llamado Nicholls (Dan Jackson) que lo lastimó en repetidas ocasiones al pretender “contenerlo” en sus berrinches y que termina con una conmoción cerebral cuando John le parte una silla en la cabeza para poder escapar del lugar, ya conociendo los jardines del instituto -primera vez que puso un pie por fuera de su cuarto de monitoreo- gracias a un piadoso Bergen que le abrió la puerta. A diferencia del mimetismo de Robertson y su idea de copiar con sumo respeto los gestos y latiguillos físicos de los discapacitados mentales para componer a Charly Gordon, Stamp en cambio opta por otro enfoque completamente distinto porque su John Soames más que un bebé gigante parece un extraterrestre que bajó hace poco de la nave espacial y está descubriendo no sólo las refriegas perpetuas y vanas de los seres humanos sino también lo repugnante que es la sociedad moderna; detalle que puede percibirse a lo largo de toda la media hora final del metraje, cuando John se libera de sus captores y comienza a surcar las para nada apacibles carreteras, calles y veredas del Reino Unido, encontrándose con personajes más o menos detestables o insufribles como un vendedor hiper parlanchín de plásticos que lo recoge con su auto en la ruta, una camarera de un pub que lo hace echar cuando no paga un sándwich y escupe al piso una cerveza que le sirve, unos niños insoportables que le quieren quitar una pelota a los gritos, un burgués tarado que lo maldice cuando le roba del interior de su vehículo una campera para pasar el frío, un borrachín inmundo que lo atropella con su coche, Richard Bannerman (Scott Forbes), y finalmente una adolescente histérica y súper gritona con quien el protagonista se topa en un tren y que termina acusándolo de haberla atacado cuando lo único que hizo fue rozarle una mano al tratar de levantarle su violín, que se le había caído al suelo. Desde ya que el astuto guión de Simpson y Hale se muestra mucho más a favor de la posición heterogénea de Bergen que de la ortodoxia de Maitland, no obstante el desenlace termina de aclarar en términos doctrinarios el asunto cuando Soames es acorralado en un granero de una granja inhóspita, en el que se refugia luego de lastimarse una rodilla al saltar espantado del tren, donde Maitland vuelve a recurrir a las amenazas y las órdenes y Bergen repite su enfoque dialoguista algo ingenuo en pos de seguir construyendo una supuesta idiosincrasia propia en el paciente fugado, lo que deriva en el primero quedándose completamente solo porque todos lo detestan y el segundo recibiendo cortes severos por una peligrosa horquilla que Soames revolea azarosamente por los aires debido a la frustración que le generan los reflectores del perverso de Fleming, esos que apunta directamente a su cara en el momento más álgido. Es este colapso psicológico final, ya con John asqueado de la sociedad de los adultos y sus gritos, sus ruidos, sus discusiones, sus perros, su exceso de estímulos huecos y su porfiada intolerancia al diferente, el que termina de meter en la misma bolsa las posturas de ambos médicos de cabecera y el que rescata a los dos personajes que lo comprendieron sin prejuzgarlo a lo largo de su trágico periplo, hablamos de Joe Allan (Donal Donnelly), el segundo al mando de Maitland y un hombre más cercano al humanismo de Bergen, quien en la ambulancia de los últimos segundos pronuncia su nombre con calidez y afecto y lo arropa al punto de que el protagonista le da la mano como signo de que lo que en verdad necesitaba era cariño y menos autocomplacencia individualista por parte de sus cuidadores/ doctores, algo que también se da en el caso de la esposa de Bannerman, Jenny (Judy Parfitt), quien a posteriori del atropello lo lleva a su hogar y decide protegerlo de la policía porque sabe que el inútil de su marido es mucho más peligroso que el adulto infantilizado que tiene adelante, uno que comienza a acariciarle el rostro y así la lleva a afirmar que ya ni recuerda cuándo Richard fue “la mitad de gentil” de lo que él es en ese instante. Mucho más simple que Charly pero al mismo tiempo bastante más brutal y nihilista, La Mente del Sr. Soames es otro pequeño gran cuento amargo que destruye los muros de las comunidades organizadas modernas a través de los ojos de un personaje que los ve por primera vez en toda su enajenación estupidizante y agresiva, incapaz de asimilar al extranjero sin destruir su capacidad de imaginar y su alegría primigenia esencial, esa que el film de Cooke más que retratar de forma imitativa para con los niños desea concebir desde lo abstracto hiriente curiosamente asentado en la andanada del sinsentido cotidiano, su violencia permanente y todos esos rituales bobos de socialización caprichosa en la que nadie parece feliz por cuenta propia, sólo en función de las respuestas que el otro dispara y que por cierto terminan por reproducir el entramado del parasitismo que denuncia la realización desde el vamos, todos siempre succionando la savia del prójimo como si esa fuese la única forma válida de vivir.

 

La Mente del Sr. Soames (The Mind of Mr. Soames, Reino Unido/ Estados Unidos, 1970)

Dirección: Alan Cooke. Guión: John Hale y Edward Simpson. Elenco: Terence Stamp, Robert Vaughn, Nigel Davenport, Christian Roberts, Donal Donnelly, Norman Jones, Dan Jackson, Vickery Turner, Judy Parfitt, Scott Forbes. Producción: Max Rosenberg y Milton Subotsky. Duración: 98 minutos.

 

 

Despertares (Awakenings, 1990):

 

Despertares (Awakenings, 1990) es algo así como la versión optimista y melodramática de Charly (1968) y La Mente del Sr. Soames (The Mind of Mr. Soames, 1970), reemplazando el nihilismo de aquellas por una fuerte fe en la capacidad de sanación de la humanidad a condición de que ésta se reconecte con las cosas más simples, en términos concretos “el trabajo, el juego, la amistad y la familia”. Si bien las películas pueden ser catalogadas sin problemas dentro de lo que podríamos definir como un cine de la excepción, el trasfondo ideológico detrás de cada una de ellas es muy distinto porque mientras que Charly y La Mente del Sr. Soames apuestan a analizar la anomalía como confirmación de que hasta en los casos más raros la sociedad metropolitana y bucólica moderna termina cayendo en una catarata de desatinos y bajezas de variada envergadura, en Despertares en cambio la irregularidad tiene un significado más paradigmáticamente hollywoodense mediante el cual se pretende señalar que en un contexto indiferente, agresivo o enfermo/ patológico, como casi siempre lo son las comunidades humanas, lo que el resto de los mortales juzga como una aberración termina representando una mínima esperanza de que las cosas cambien para mejor a partir de la imitación del ejemplo virtuoso por parte de los otros individuos, en un principio negadores compulsivos y después “nuevos creyentes”, consiguiendo así balancear el asunto hacia lo positivo activo en vez de hacia lo negativo casi siempre apático. Más allá de las consideraciones que cada espectador tenga con respecto al esquema retórico en cuestión, como decíamos de características hollywoodenses hasta la médula, el film que nos ocupa, dirigido por Penny Marshall y escrito por el genial Steven Zaillian, es realmente uno de los mejores y más complejos exponentes que haya dado la gran industria norteamericana en materia de las “feel good movies” más o menos maquilladas y el viejo y querido formato de los melodramas familiares/ médicos/ románticos más heterogéneos y corales, en cierta medida una especie de versión adulta y aleccionadora de Quisiera ser Grande (Big, 1988), no sólo la obra inmediatamente previa de la actriz reconvertida en directora Marshall sino también su otra cúspide profesional detrás de cámaras, asimismo una fábula acerca de un niño de 13 años, Joshua “Josh” Baskin, que de repente -y por un deseo ante una máquina de la fortuna llamada Zoltar- se transforma en un adulto con todo lo que ello implica a nivel de los privilegios y las responsabilidades (David Moscow interpretaba al Josh infantil, Tom Hanks a su equivalente maduro). El guión de Zaillian, responsable de la excelente serie de HBO The Night Of (2016) y colaborador de luminarias como John Schlesinger, Steven Spielberg, Phillip Noyce, Brian De Palma, Ridley Scott, Martin Scorsese, Sydney Pollack, Bennett Miller y David Fincher, está basado en el libro homónimo autobiográfico de 1973 del neurólogo británico Oliver Sacks, el cual en los postrimerías de la década del 60 logró una recuperación milagrosa en un grupo de diversos pacientes en estado catatónico que sobrevivieron a la epidemia internacional de encefalitis letárgica de 1917-1928, quienes despertaron de su inercia gracias a la administración de una droga en aquel entonces en fase experimental, la levodopa alias L-DOPA, un precursor metabólico de la dopamina que se estaba comenzando a utilizar para tratar la Enfermedad de Parkinson. Aquello que en el libro de Sacks funcionaba como una colección de anécdotas clínicas que sistematizaban los diferentes casos de pacientes crónicos de un hospital neoyorquino, el Beth Abraham, muta en pantalla en una trama lineal clásica concebida alrededor de una representación ficcional del autor, ahora el Doctor Malcolm Sayer (Robin Williams), un médico estadounidense, solitario y algo misántropo y retraído en esencia especializado en investigación -sobre todo con lombrices, nada menos- y con muy poca experiencia en práctica clínica real, señor que por mera necesidad económica acepta en 1969 un puesto en un hospital del Bronx en el área de pacientes crónicos que son ninguneados por el personal vernáculo debido a que, en palabras de uno de los enfermeros, el negro Anthony (Keith Diamond), sólo se dedican a “regarlos y alimentarlos” como si se tratase de un jardín pleno de vegetales y no personas. En un principio Sayer adhiere tácitamente a esta concepción por el volumen de gritos y caos que trae el atender a los pacientes de una institución médica pública y sólo se interesa en ellos como un sustituto de la investigación de antaño, su verdadera pasión, descubriendo que todavía responden a determinados estímulos coyunturales que los sacan por un mínimo instante de la parálisis eterna, como por ejemplo atrapar una pelota, ser llamados por su propio nombre, escuchar música de su preferencia o jugar a las cartas con otros internados. Cuando identifica a la epidemia de 1917-1928 de encefalitis letárgica como el posible nexo entre diferentes pacientes, entrevista con un especialista de entonces mediante, el veterano Doctor Peter Ingham (Max von Sydow), y se entera del tratamiento con levodopa para la Enfermedad de Parkinson, a su vez charlando con un neuroquímico (Peter Stormare) que no le brinda demasiada confirmación acerca de su sospecha de que la encefalitis letárgica sería una versión extrema del Parkinson que conduce a que desaparezcan todos los temblores, tics y espasmos y se llegue a una parálisis total, Sayer consigue autorización para realizar un único ensayo clínico por parte de su superior, el Doctor Kaufman (John Heard), y para ello elige al paciente menos adepto a las respuestas a partir de estímulos, Leonard Lowe (Robert De Niro), con quien pudo establecer un contacto rudimentario mediante una tabla güija, un hombre que manifestó sus primeros síntomas de encefalitis a los 11 años y lleva 40 años encerrado, los diez primeros dentro de la casa de su madre, la Señora Lowe (Ruth Nelson), y los 30 siguientes en el hospital y ya completamente catatónico. El médico pronto se frustra porque el medicamento no genera la reacción esperada y tampoco conoce la dosis necesaria, así le administra a escondidas más de mil miligramos/ un gramo a Lowe en una jugada que lo podría haber matado vía una sobredosis, amén del desconocimiento de las posibles secuelas. El asunto le sale bien a Sayer y el paciente rompe su letargo de décadas hacia la conciencia y la motricidad, lo que genera un vínculo cada vez más amistoso entre ambos, una extensión de la droga a los otros internados -previo convencimiento de los donantes de la oligarquía empresaria para que abran sus billeteras, ya que la levodopa es bastante cara- y una relación romántica entre Leonard y la hija de uno de los pacientes del nosocomio, Paula (Penelope Ann Miller), la cual suele visitar a su progenitor, quien sufrió una apoplejía, para leerle la sección deportiva de los periódicos porque era/ es fanático del béisbol. Marshall equilibra con sutileza el protagonismo del convite dejándole la primera mitad a un Williams en verdad maravilloso, siempre rebosante de encanto y carisma, y la segunda parte a un De Niro también estupendo y muy inteligente aunque propenso a “hacer trampa” para lucirse, ya que cuando efectivamente los efectos benéficos de la droga demuestran ser transitorios, en la praxis durando apenas aquel verano de 1969, el señor empieza con unos temblores muy violentos a lo Parkinson que no calzan del todo con ese switch implícito de encendido y apagado de las funciones motoras de la encefalitis letárgica y sus tics bastante más tranquilos, movida retórica algo fantástica que a fin de cuentas no perjudica a la narración porque cumple su función, léase agregar dramatismo/ tragedia a la reconversión del cuerpo y la mente hacia el estadio previo por más que se aumente la dosis, provocando de sopetón la alarma de los otros pacientes recuperados debido al detalle de que Lowe -por su carácter de vanguardia- constituye un espejo futuro de lo que atravesarán dentro de poco, la temida regresión. Despertares no se anda con muchas metáforas en lo que atañe a la “relación ideal” de la medicina clínica y el vínculo médico- paciente: Sayer pasa de la irresponsabilidad y la falta de ética vía la sobremedicación, además de compartir la indiferencia burocrática de los enfermeros y los otros doctores hacia los pacientes, a interesarse de lleno en la salud física, psicológica y anímica de los internados gracias al hecho de presenciar la enorme y agridulce alegría que experimentan al descubrir que volvieron a la vida social aunque perdieron décadas de existencia al estar catatónicos cual estatuas articuladas, planteo que se complementa a través de la metamorfosis del sentirse frustrado por los coletazos inertes iniciales de la levodopa al gesto posterior de aceptar su fugacidad esencial, como afirma una enfermera que está muy interesada en él mientras el hombre esquiva sus intentos de acercarse, Eleanor Costello (Julie Kavner), “se nos da y se nos quita a todos”; y por el otro lado Lowe asimismo comienza su derrotero con júbilo y agradecimiento hacia la figura de autoridad, Sayer, para después terminar denunciándolo a puro ímpetu -con toda la razón del mundo y a lo Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), de Milos Forman- como un engranaje clave más de la institución hospitalaria que lo mantiene encerrado y no lo deja salir por cuenta propia a ningún lado, suerte de hipocresía moral porque para experimentar sobre los cuerpos de los internados no hubo ningún inconveniente pero para salir a recorrer un mundo que los expulsó hace tantos años sí y para colmo bajo excusas de preservar su integridad física en una sociedad que no conocen, agitada rebelión que eventualmente deriva en aceptación de su funesto destino en consonancia con el enriquecimiento ético/ laboral no sólo de Malcolm sino de todo el plantel del hospital, ese que de tratar a los pacientes crónicos cual vegetales que no merecen respeto ni consideración ni contacto alguno pasa a prestarles verdadera atención y cuidados que abarcan no sólo lo físico tradicional sino lo emocional, simbólico y cultural (el cambio de mentalidad está sintetizado -por elevación conceptual- en aquella frase que Leonard le regala a Paula con el objetivo de ratificar que sí sirven las lecturas a su progenitor porque hasta cierto punto el hombre sigue estando consciente, “tu padre sabe que lo visitas”). En este sentido, no se sienten impostados ni introducidos por la fuerza dentro del armazón narrativo los personajes de Miller ni de los otros pacientes más allá de Lowe, con Lucy Fishman (Alice Drummond) a la cabeza por ser la primera en la que el médico identificó los destellos de lucidez y con la que se comió las primeras burlas de esos colegas que luego tuvieron que reconocer su osadía, subrayando que hablamos de un relato de reacciones corales y no de una típica epopeya de gloria, fama o éxito individual (de todos modos, Hollywood no puede consigo mismo e introduce la relación romántica adicional entre el doctor y la enfermera Costello, esa que termina de “concretarse” en el desenlace como otra prueba del cambio operado sobre la psiquis de un Malcolm que afloja con la timidez, lo nerd y el sustrato workaholic y se lanza hacia la mujer, por más que el Sacks de carne y hueso era un gay más que evidente que optó por el celibato durante muchos años). A la vez un retrato amargo de la abulia y el desinterés de tantas instituciones de salud que tratan a los pacientes como mercancía descartable o carne de cañón y un pantallazo en torno a la potencialidad sanadora del amor y de la dignidad compartida entre paciente y curador, amalgama que puede ser mutuamente benéfica si se toma en serio y con responsabilidad, Despertares es un muy inusual ejemplo de melodrama de la salud esplendorosamente ideado y ejecutado para que todas las partes tengan su lugar o nicho dentro de la estructura discursiva y éste a su vez pueda ser sopesado en sus pros y sus contras -sin demasiadas romantizaciones, reduccionismos o simplificaciones de por medio- en pos de juzgar una situación por demás compleja en la que las alternativas principales son la indolencia o el verdadero movimiento, tanto del lado del paciente como del lado de los diversos médicos.

 

Despertares (Awakenings, Estados Unidos, 1990)

Dirección: Penny Marshall. Guión: Steven Zaillian. Elenco: Robin Williams, Robert De Niro, Julie Kavner, Ruth Nelson, John Heard, Penelope Ann Miller, Alice Drummond, Max von Sydow, Peter Stormare, Keith Diamond. Producción: Lawrence Lasker y Walter F. Parkes. Duración: 121 minutos.