Si nos concentramos en los films de artes marciales, un rubro muy específico que en Asia prácticamente nace con el séptimo arte a inicios del Siglo XX y mantiene una popularidad sostenida a pesar de los cambios sociales acumulados y de la influencia del mainstream estadounidense, y si pensamos con detenimiento en su llegada comercial a Occidente, una región no siempre permeable a la influencia de Oriente y sobre todo durante la prejuiciosa primera mitad de la centuria pasada, tranquilamente se puede afirmar que el wuxia, género milenario por antonomasia correspondiente a la tradición china, siempre fue el “patito feo” en cuanto a la exportación porque casi nunca recibió la difusión que merecía del otro lado del mundo y cuando la obtuvo con cuentagotas sinceramente ya era muy tarde, en nuestro nuevo milenio, porque los cinéfilos occidentales estaban largamente enamorados de las otras dos vertientes fundamentales del acervo de las artes marciales, hablamos del chanbara o películas de samuráis, un género propio del Japón en el que brillaron Hideo Gosha, Kenji Misumi, Masaki Kobayashi, Kihachi Okamoto y el pionero Akira Kurosawa rodando con su actor fetiche de la primera etapa de su carrera, Toshirô Mifune, y las epopeyas de kung fu originarias de Hong Kong, un rubro que tomó la posta de la popularidad en las décadas del 50 y 60 del chanbara para pasar a controlar el mercado mundial de las patadas y los golpes quirúrgicos sobre todo durante los años 70, precisamente el período de gloria de las productoras Shaw Brothers y Golden Harvest y la etapa de mitificación del inefable Bruce Lee, cuya tetralogía crucial sigue siendo fetichizada a más no poder en todo el planeta, léase The Big Boss (Tang shan da xiong, 1971) y Fist of Fury (Jing wu men, 1972), ambas de Lo Wei, más The Way of the Dragon (Meng long guo jiang, 1972), del mismo Lee, y Enter the Dragon (1973), de Robert Clouse. La paradoja de base, esto de que el manantial primigenio sólo sería reconocido en Occidente mediante opus muy tardíos como Crouching Tiger, Hidden Dragon (Wo hu cang long, 2000), de Ang Lee, o aquella trilogía de Zhang Yimou, Hero (Ying xiong, 2002), House of Flying Daggers (Shi mian mai fu, 2004) y Curse of the Golden Flower (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006), siempre resultó indigna para el wuxia y todavía más al tener presente la apropiación cultural hollywoodense en ocasión de las coreografías de Yuen Woo-ping para múltiples faenas taquilleras de yanquilandia.
Así como el género que nos ocupa antecedió al chanbara y a las propuestas de kung fu, un exponente multifacético de la cultura china que nace en la literatura y con los muchísimos años se expande hacia la ópera, las historietas, el cine, la televisión y los videojuegos, el wuxia en términos estrictamente cinematográficos gira alrededor de la China Antigua, telón de fondo para romances, aventuras, magia y unas gestas equiparables a las de los caballeros andantes de la Europa Medieval, y tuvo una época dorada en su tierra natal, este enclave chino-taiwanés-hongkonés, a fines de los años 60 y comienzos de la década siguiente de la mano de tres incursiones prodigiosas del realizador y guionista King Hu, un artista muy inquieto que nace en China y comienza a filmar en Hong Kong para luego saltar a Taiwán e incluso Corea del Sur en un derrotero cuyas cúspides son de hecho Come Drink with Me (Da zui xia, 1966), Dragon Inn (Long men kezhan, 1967) y A Touch of Zen (Xia nü, 1971), la primera realizada en Hong Kong, la segunda rodada en Taiwán y la tercera oficiando de coproducción entre ambos países, en suma tres odiseas de la fase más madura y ambiciosa del wuxia en su acepción cinematográfica que por un lado inspirarían los trabajos citados y mucho más conocidos de Ang Lee y Zhang Yimou, este último más adelante regresando al género a través de Shadow (Ying, 2018), y por el otro lado, gracias a esas extraordinarias coreografías de un Han Ying-chieh que luego colaboraría con Bruce Lee en The Big Boss y Fist of Fury, sin lugar a dudas generarían lo hecho por el asimismo legendario Yuen en Crouching Tiger, Hidden Dragon, The Grandmaster (Yi dai zong shi, 2013), de Wong Kar-wai, y Hollywood a nivel general, en sintonía con aquel díptico de Quentin Tarantino, Kill Bill: Volume 1 (2003) y Kill Bill: Volume 2 (2004), y los tres primeros capítulos de la saga que comenzase con The Matrix (1999), de los por entonces Larry y Andy Wachowski. De los tres clásicos del wuxia de Hu, A Touch of Zen se abre camino como su obra maestra porque aglutina en sus maravillosas tres horas de duración un muestrario de sus obsesiones pasadas y por venir, sobre todo personajes vulnerables, un sustrato narrativo algo etéreo, una especie de intermitencia entre la intriga y las peleas, su paradigmática fragmentación visual de índole bien esquizofrénica y desde ya ese apego por los personajes secundarios, la espiritualidad esotérica y una concepción altisonante del combate equiparado a la danza.
Como casi siempre acontece en el wuxia la trama de A Touch of Zen, en esta oportunidad retomando ingredientes aislados del cuento Xianü perteneciente a la antología Strange Stories from a Chinese Studio (1766), de Pu Songling, es muy sencilla pero está llevada a lo enrevesado delirante para aprovechar al máximo cada situación planteada en este periplo que comienza con la llegada de Ouyang Nian (Tien Peng), un transeúnte misterioso, a un pueblito de montaña durante la extensa preeminencia en China de la Dinastía Ming (1368-1644), señor que de inmediato entra en contacto con un dibujante y calígrafo/ escritor de cartas y poemas que pasó toda su vida en el lugar, Ku Shen-chai (Shih Chun), treintañero erudito que a su vez vive con su madre malhumorada, la Señora Ku (Chang Ping-yu), y sufre los constantes reproches de la mujer porque jamás se casó ni tiene interés alguno en rendir los exámenes del caso para transformarse en mandarín, uno de los altos funcionarios de la laberíntica burocracia administrativa de la China Imperial. Mientras Ku se interesa en una flamante y bella vecina del hogar familiar, Yang Hui-ching (Hsu Feng), señorita que precisamente se muda a una zona marginal y abandonada del distrito con fama de estar habitada por fantasmas, todo cortesía del lúgubre Fuerte de Ching Lu alias Mansión del General Jun Yuan, Ouyang le encarga un retrato al ilustrador/ amanuense y espía de cerca a dos hombres, Shih Wen-chiao (Bai Ying), un adivino ciego, y Lu Ding-an (Hsieh Han), un herbolario y especialista en medicina tradicional china. Por supuesto que eventualmente descubrimos qué está sucediendo en realidad y así nos trasladamos a dos años atrás, cuando el padre noble de Yang pretendió denunciar ante Su Majestad la corrupción del Eunuco Wei y sus secuaces de la Cámara Este, uno de los popes del régimen, y por ello se ganó una sentencia de muerte para él y toda su parentela y sólo sobrevivió la ninfa bajo el amparo de dos generales benefactores del progenitor, Shih y Lu, quienes antes de llegar e instalarse de incógnito en el poblado de Ku estuvieron refugiados en un monasterio budista encabezado por el abad Hui Yuan (Roy Chiao), monje que le enseñó a la fugitiva las artes marciales surrealistas marca registrada del wuxia. A posteriori de un enfrentamiento en un bosque de bambú, donde Ouyang es herido de muerte, el proto burgués une fuerzas con los héroes y juega con la superstición de las huestes imperiales vía una emboscada tétrica en su “barrio”.
Justo antes de que el wuxia limitase su presencia en las pantallas orientales para ya dejar paso -gracias al vendaval mundial de The Way of the Dragon y Enter the Dragon– al hiper exportable cine de kung fu, uno que prescinde del arsenal kitsch o sobrenatural, caricaturiza todo el trasfondo melodramático y especialmente privilegia la dinámica cuerpo a cuerpo de unos enfrentamientos un poco más realistas, A Touch of Zen aúna el budismo, el chanbara, las técnicas de edición occidental y la parafernalia típica del propio wuxia, hablamos de la fórmula “artes marciales + fantasía + épica contracultural en tiempos remotos”, al servicio de un combo muy agitado aunque siempre coherente que incluye otros pivotes previos y futuros de la producción artística del realizador, así las cosas nos topamos con actuaciones histriónicas, caras impostadas por doquier, una infinidad de saltos y/ o caídas físicamente imposibles, algo de pantalla dividida, una dosis considerable de gore, la música pomposa de Wu Ta-chiang, un filtro psicodélico enrojecido para la fotografía del último acto y aquel desempeño magistral de Han Ying-chieh en materia de las coreografías de piruetas varias y espadas/ cuchillos/ dagas voladoras, amén de la inteligencia del planteo retórico de Hu en lo que respecta a una primera hora consagrada a los enigmas cruzados de identidad, una segunda centrada en las primeras escaramuzas y el flashback de ella y la tercera apuntando al aprovechamiento de Ku del oscurantismo y el “aura de muerte” del período para asustar a la milicia del Eunuco Wei, lo que deriva en una masacre -óbito del general Lu incluido- y en el esperable choque del desenlace, ahora con Yang pariendo un vástago del escriba y encerrándose en el templo símil “territorio neutral” para después salvar a su ex amante del maléfico comandante Hsu Hsien-chen (Han Ying-chieh), esbirro imperial traicionero que hiere al abad en el abdomen y lo lleva a sangrar oro, convirtiéndolo en las postrimerías del relato en una suerte de Buda en plena iluminación. Ni The Fate of Lee Khan (Ying chun ge zhi Fengbo, 1973) y The Valiant Ones (Zhong lie tu, 1974), opus olvidados, ni Raining in the Mountain (Kong shan ling yu, 1979) y The Swordsman (Siu ngo gong woo, 1990), sus regresos posteriores al wuxia, se pueden comparar con la potencia de la trilogía inicial y en especial de A Touch of Zen, un desvarío sublime en el que conviven en armonía el horror, la comedia, el misterio, el musical, el espionaje, el drama familiar y la acción más circense…
A Touch of Zen (Xia nü, Hong Kong/ Taiwán, 1971)
Dirección y Guión: King Hu. Elenco: Shih Chun, Hsu Feng, Tien Peng, Chang Ping-yu, Bai Ying, Hsieh Han, Roy Chiao, Han Ying-chieh, Jui Wang, Lam Ching-ying. Producción: Hsia Wu Ling-fung. Duración: 180 minutos.