El realizador británico Jonathan Glazer construyó una carrera cinematográfica muy peculiar después de desempeñarse en el campo publicitario y en el ámbito de los videoclips, donde se destacan sus múltiples trabajos para Massive Attack, Blur, Radiohead, Richard Ashcroft de The Verve, Jamiroquai, Nick Cave and the Bad Seeds y The Dead Weather, la banda de Jack White de The White Stripes. Perteneciente a la generación de directores de los 80 y 90 que desde la música saltaron a la gran pantalla y tuvieron una intervención tan esporádica como vanguardista y sorprendente en el séptimo arte de las postrimerías del Siglo XX y las primeras décadas de este nuevo milenio, un grupo que incluye a gente de lo más diversa de la talla de Spike Jonze, Anton Corbijn, Mark Pellington, Russell Mulcahy, David Fincher, Roman Coppola, Julien Temple, Tarsem Singh, Mark Romanek y Michel Gondry, entre otros, Glazer por un lado se enfocó en temáticas que ya lo obsesionaban desde los días de su glorioso período videoclipero, especialmente la alienación del ser humano en la sociedad posmoderna y esas crisis identitarias que se desencadenan a raíz de la repentina aparición de un factor externo revulsivo/ disonante/ disruptivo que pone en cuestión la burbuja de paz de turno, y por el otro lado dividió su producción artística, una muy escasa por su elevado grado de meticulosidad y de compromiso ideológico, en dos dípticos específicos, primero uno relativamente accesible para el público promedio del Siglo XXI aunque con chispazos de incomodidad a consciencia, aquel compuesto por Bestia Salvaje (Sexy Beast, 2000) y Reencarnación (Birth, 2004), y luego uno abiertamente iconoclasta o experimental con la meta de escaparle a las previsibilidades del acervo mainstream y los géneros en cuestión, en esta oportunidad nos referimos a Bajo la Piel (Under the Skin, 2013) y Zona de Interés (The Zone of Interest, 2023), dos films que tuvieron una larga cocina de diez años cada uno y que fueron rodados con cámaras ocultas o sin técnicos para permitir la improvisación en diálogos y una dinámica naturalista insólita tratándose de propuestas de base mucho más intelectual solipsista que popular en términos estrictos, logrando la paradoja de una frialdad retórica que se unifica con el humanismo de fondo en pos de retratar lo que Hannah Arendt denominó la “banalidad del mal”, léase una amalgama de insensibilidad, rutina burocrática, apatía y pretensión de eficiencia siempre bajo esa razón instrumental voraz del capitalismo.
Mientras que las dos obras inaugurales del amigo Jonathan en su modalidad de realizador cinematográfico son más que loables, Bestia Salvaje por las excelentes actuaciones de Ray Winstone y Ben Kingsley y su objetivo de ironizar alrededor del neo noir volcado a las caper movies o películas de atracos y Reencarnación gracias al maravilloso desempeño de Nicole Kidman en el rol de Anna, quien debía hacer frente a un nenito que decía ser su esposo fallecido, la verdad es que las susodichas funcionaron como una especie de ensayo para a posteriori redoblar la apuesta inconformista en ocasión de las supremas Bajo la Piel y Zona de Interés, la primera basada en la novela homónima del 2000 de Michel Faber y la segunda en el libro del 2014 de Martin Amis, cimientos literarios que Glazer modifica de manera extensiva al extremo de que en pantalla apenas sobreviven el armazón principal y algunos detalles: si la historia de Faber era una sátira sobre las barbaridades alrededor de la industria de la carne y el trato que reciben los inmigrantes en el Primer Mundo y la película resultante optaba por enfatizar la omnipresencia hipnótica de Scarlett Johansson y esa cruza despampanante de ciencia ficción existencialista símil 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick, y El Hombre que Cayó a la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1976), de Nicolas Roeg, y terror de “hembra depredando machos” a lo Posesión (Possession, 1981), de Andrzej Zulawski, y Especies (Species, 1995), de Roger Donaldson, Zona de Interés, por su parte, reemplaza el triángulo amoroso en el contexto de Auschwitz de la novela de Amis, un escritor inglés que ya había analizado el Holocausto en La Flecha del Tiempo o la Naturaleza de la Ofensa (Time’s Arrow or the Nature of the Offence, 1991), por una inversión de la fórmula de La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997), de Roberto Benigni, ahora con mucho formalismo sustituyendo al clasicismo narrativo de antaño y eligiendo la perspectiva del comandante del campo de exterminio, nada menos que Rudolf Höss (1901-1947), en vez del punto de vista de una víctima del genocidio y de su hijito, planteo que de todos modos mantiene intacta la noción de la isla utópica rodeada del espanto de los castigos y las masacres en las cámaras de gas con el pesticida Zyklon B. Este jardín edénico, asimismo, apunta al concepto de “espacio vital” del expansionismo imperial germano, uno orientado a la eugenesia, el belicismo extasiado y la anexión de territorios.
Höss (el prodigioso Christian Friedel), uno de esos carniceros eficientistas grotescos del nazismo que hacía un culto de la obediencia y de una psicopatía maquillada bajo el delirio mesiánico de Adolf Hitler, Heinrich Himmler y demás genocidas, en Zona de Interés no es tanto el mandamás de Auschwitz, un complejo de tres campos que abarcan la logística de la muerte (Auschwitz I), la reclusión y el exterminio en sí (Auschwitz II) y el trabajo esclavo para la industria química del conglomerado empresarial cómplice IG Farben (Auschwitz III), sino un padre de familia amoroso con cinco hijos, dos varones y dos nenas más un bebé, un perro y una esposa llamada Hedwig Höss (esa genial Sandra Hüller), ama de casa que se queda con un tapado de una mujer gaseada y que diseñó una mansión repleta de lujos al lado del emporio del óbito mecanizado. La trama es casi inexistente y está dividida en dos capítulos que siguen el derrotero profesional del comandante, el primero cubre su fase inicial en Auschwitz, de 1940 a 1943, cuando efectivamente vive en el hogar soñado y gusta de llevar a sus vástagos a pescar o nadar mientras Hedwig pasa el tiempo en su jardín dándole órdenes a los sirvientes y reos judíos, gitanos, polacos y/ o soviéticos esclavizados que pululan en la propiedad, y la segunda parte del film se condice con el período en el que Rudolf es trasladado a Uraniemburgo y transformado en uno de los supervisores de la red de campos de concentración como “reprimenda” ya que se descubre que robaba dinero que los nacionalsocialistas a su vez sustraían de los martirizados, amén de que se acostaba con una presa política austríaca. La película deja en el tintero la etapa del regreso a Auschwitz de Höss, entre 1944 y 1945, con motivo de la organización del exterminio de los judíos de Hungría aunque ya debiendo pactar con otros comandantes locales menos consolidados en su puesto, Arthur Liebehenschel y Richard Baer, lo que eventualmente conduciría al arresto del psicópata en 1946 por parte de las tropas británicas, su participación como testigo en los Juicios de Núremberg (1945-1946) y su extradición a Polonia en 1947, donde escribió sus memorias y fue ahorcado como criminal de guerra a los 45 años sin jamás arrepentirse de nada, luego eje de una biografía de Robert Merle, La Muerte es mi Oficio (La Mort est mon Métier, 1952), y de menciones en dos novelas de Kurt Vonnegut y William Styron, Madre Noche (Mother Night, 1962) y la famosa La Decisión de Sophie (Sophie’s Choice, 1979).
Sinceramente ha valido la pena la espera de una década desde Bajo la Piel, silencio artístico que nos reenvía a otros regresos recientes como Cerrar los Ojos (2023), del enorme Víctor Erice, Hojas de Otoño (Kuolleet Lehdet, 2023), de Aki Kaurismäki, y El Niño y la Garza (Kimitachi wa dô Ikiru ka, 2023), de Hayao Miyazaki, porque Zona de Interés es una obra fascinante que niega el ejercicio melodramático o sensiblero de La Vida es Bella y La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg, y en todo caso recupera mucho de los abordajes laberínticos, tangenciales o cuasi sarcásticos de La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, El Otro Sr. Klein (Mr. Klein, 1976), de Joseph Losey, y Desesperación (Despair, 1978), de Rainer Werner Fassbinder, además de demostrar un aprovechamiento de la arquitectura opresiva semejante al de Jacques Tati de Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y Playtime (1967) e incorporar las provocaciones indie de gente como Lars von Trier, Michael Haneke, Pier Paolo Pasolini y el citado Roeg en un combo hoy por hoy sustentado en tomas quirúrgicas y algunos travellings, en el krautrock ominoso de Mica Levi símil los instrumentales de David Bowie y Brian Eno para los discos Low (1977) y Heroes (1977), en ese look monocromático para los pasajes en los que una ignota adolescente polaca le deja subrepticiamente manzanas a los trabajadores de Auschwitz y en pantallas negras, rojas y blancas tendientes a enfatizar la contraposición permanente entre la burbuja idílica familiar, una de tipo burguesa privilegiada o quizás aristocrática, y el horror del campo de exterminio, precisamente del otro lado de una medianera que lejos está de impedir las “filtraciones” a escala sonora, sobre todo gritos, disparos, sirenas y ruidos de trenes, hornos y máquinas varias. Glazer separa los ámbitos público y privado de los sujetos para burlarse de ambos, el primero cargado de genuflexión y el segundo de ceguera egoísta, y adopta la doble vida hipócrita de los psicópatas en el poder para denunciarla mediante el quiebre del aislamiento a través del traslado a Uraniemburgo, todos los alaridos de agonía y la misma presencia de la púber de las manzanas y la madre de Hedwig/ abuela del clan, una veterana que visita la casona y pronto se marcha al comprender la masacre negada puertas adentro y el desvarío de la autojustificación de los nazis, similar al de la derecha alternativa payasesca del Siglo XXI y los sionistas genocidas de Israel en la azotada Franja de Gaza…
Zona de Interés (The Zone of Interest, Reino Unido/ Estados Unidos/ Polonia, 2023)
Dirección y Guión: Jonathan Glazer. Elenco: Christian Friedel, Sandra Hüller, Ralph Herforth, Daniel Holzberg, Sascha Maaz, Freya Kreutzkam, Imogen Kogge, Johann Karthaus, Lilli Falk, Nele Ahrensmeier. Producción: James Wilson y Ewa Puszczynska. Duración: 105 minutos.