Una Casa de Dinamita (A House of Dynamite)

Nuestro misil nuclear anónimo

Por Emiliano Fernández

Kathryn Bigelow es una de las pocas cineastas que no se la pasan llorando alrededor del feminismo y se dedican a filmar propuestas para las mayorías populares desde una óptica inconformista, en su caso siempre vinculada a su costumbre de exprimir al máximo cada género mediante el doble ardid de llevar hasta el extremo los engranajes paradigmáticos o combinarlos con sus equivalentes de otras vertientes, comarcas o estilos de relato. Luego de una ópera prima relativamente fallida, El Desamor (The Loveless, 1981), ese bikeploitation ultra kitsch codirigido junto a Monty Montgomery, más adelante conocido por producir Corazón Salvaje (Wild at Heart, 1990), opus de David Lynch, y Retrato de una Dama (The Portrait of a Lady, 1996), de Jane Campion, la estadounidense se embarcaría en cuatro películas sorprendentes que han dejado huella entre los amantes del cine de género, Cuando Cae la Oscuridad (Near Dark, 1987), cruza de western y film de terror, Acero Azul (Blue Steel, 1990), aquel thriller policial pomposo con Jamie Lee Curtis, Punto Límite (Point Break, 1991), adorable trasheada de acción que sería su primer gran hit, y Días Extraños (Strange Days, 1995), un sci-fi distópico escrito por su ex marido, nada menos que James Cameron, amén del guión de Kathryn para Deseo Asesino (Undertow, 1996), telefilm de Eric Red, a su vez socio suyo en Cuando Cae la Oscuridad y Acero Azul. El trayecto hacia la madurez creativa/ profesional nos dejó con dos obras muy diferentes, El Peso del Agua (The Weight of Water, 2000), un drama psicológico bastante endeble, y K-19 (K-19: The Widowmaker, 2002), epopeya injustamente ninguneada sobre la debacle detrás del primer submarino nuclear soviético, lo que con el tiempo derivaría en una extraordinaria trilogía testimonial con guiones de Mark Boal, Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008), acerca del declive mental de la fauna castrense circa la Invasión de Irak (2003-2011), La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), obra en torno a la cacería sobre Osama bin Laden y su asesinato en 2011 por los Atentados del 11 de Septiembre de 2001, y Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017), retrato de los Disturbios Raciales de Detroit de 1967, uno de los episodios de la guerra civil tácita de la época en el que la comunidad afroamericana luchó primero contra la lacra policial y luego contra el ejército en su cruel campaña de represión.

 

Los trabajos con Boal, esos que la legitimaron como “cineasta seria” a ojos del mainstream hollywoodense hipócrita, escondían la ciclotimia ideológica de la realizadora porque Vivir al Límite fue políticamente neutra, La Noche más Oscura adoptaba un enfoque fascistoide protortura y Detroit: Zona de Conflicto insólitamente prefirió una perspectiva de izquierda como si estuviésemos hablando de Michael Cimino, capaz de pasar de la derechosa El Francotirador (The Deer Hunter, 1978) a la socialista La Puerta del Cielo (Heaven’s Gate, 1980), o quizás D.W. Griffith, otro que saltó de El Nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1915) a Intolerancia (Intolerance: Love’s Struggle Throughout the Ages, 1916), la primera racista e históricamente descabellada y la segunda de impronta humanista, en plan de borrar con el codo lo que escribió momentos atrás la mano. Los largos ocho años de silencio hoy llegan a su fin gracias a Una Casa de Dinamita (A House of Dynamite, 2025), maravilloso trabajo para Netflix escrito por Noah Oppenheim, responsable de los guiones de la muy interesante Jackie (2016), esa biopic de Jacqueline Kennedy a cargo del chileno Pablo Larraín, y de un par de bodriazos distópicos adolescentes, Maze Runner: Correr o Morir (The Maze Runner, 2014), de Wes Ball, y Divergente, la Serie: Leal (The Divergent Series: Allegiant, 2016), de Robert Schwentke, en esencia un señor que viene de crear Día Cero (Zero Day, 2025), miniserie anodina asimismo para Netflix que intentó reflotar los thrillers políticos setentosos de conspiraciones, aunque es muy probable que siempre se lo recuerde como el otrora presidente de NBC News que en 2017 rechazó hacer pública la investigación de Ronan Farrow sobre los diversos casos de abuso sexual que involucraban a Harvey Weinstein, magnate detrás de Miramax que terminó desencadenando el movimiento MeToo a fines de la década pasada. La película no cuenta con una historia tradicional y gira incansablemente sobre la misma situación, la aparición de la nada en los radares de un misil balístico intercontinental con una ojiva nuclear que se dirige hacia Chicago y obliga a la administración yanqui a intentar detenerlo con otro misil, plan que falla, y a evacuar a las principales cabezas del gobierno y decidirse por un contraataque en venganza sin saber qué enclave fue el responsable, si China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Pakistán o algún otro.

 

En esta ocasión la estructura recupera los puntos de vista complementarios de Rashômon (1950), joya de Akira Kurosawa, porque siempre regresa a foja cero, para analizar el asunto desde nuevos enfoques, y porque el primer capítulo, La Curva se Aplana (Inclination Is Flattening), se centra en Daniel González (Anthony Ramos), autoridad de una plataforma de lanzamiento de misiles antibalísticos, y Olivia Walker (Rebecca Ferguson), capitana de turno en la Casa Blanca en lo referido a la seguridad nacional, la segunda parte, Darle a una Bala con Otra Bala (Hitting a Bullet with a Bullet), vuelca todo hacia Anthony Brady (Tracy Letts), un general que desea una contraofensiva feroz, y Jake Baerington (Gabriel Basso), asesor adjunto de seguridad nacional amigo de esperar y pensar la situación antes de desencadenar una guerra total, y el último apartado, Una Casa Llena de Dinamita (A House Filled with Dynamite), apuesta por Reid Baker (Jared Harris), secretario de defensa con su hija en Chicago, Caroline (Kaitlyn Dever), y finalmente el presidente sin nombre de Estados Unidos (Idris Elba), afroamericano identificado como Potus en las teleconferencias que tiene en Kenia a su esposa (Renée Elise Goldsberry), en apariencia militando contra los safaris, y que debe interrumpir un evento vinculado al básquet por este problemilla, el cual lo conduce a un pico de estrés que le impide tomar una decisión sobre el desquite en puerta y contra quién. Si bien las alusiones son claras, ahora un mandamás negro y simpático que se parece mucho al Barack Obama implícito de La Noche más Oscura, un tono ideológico neutro símil Vivir al Límite y una intensidad derivada del motivo atómico de K-19, a decir verdad la película se corta sola dentro de la carrera de Bigelow ya que recupera mucho de Costa-Gavras, Gillo Pontecorvo y Paul Greengrass, más el primer John Frankenheimer, y sobre todo de Límite de Seguridad (Fail Safe, 1964), opus de Sidney Lumet que fue algo así como la lectura taciturna de Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), sátira de Stanley Kubrick realizada en paralelo, planteo al que se añade una capa de cinismo tendiente a definir a todos los presidentes como narcisistas crónicos y a denunciar por lo bajo la generosa incompetencia del aparato defensivo y destructivo de yanquilandia.

 

Aquí regresa aquella cámara en mano movediza, documentalista y adepta a los zooms, los primeros planos y la ansiedad del que espera una catástrofe enmascarada de cotidianeidad en lo alto del poder estatal, político, capitalista y hoy sobre todo castrense. La propuesta aprovecha muy bien el pánico de los gringos a que les vuelvan a tocar el culo como en el 2001, precisamente rompiéndoles el invicto en su mismo suelo en materia de casi siempre salir impunes a la hora de invadir, devastar o ahogar comercialmente a otras naciones del planeta, recordemos para el caso cuántos regímenes dictatoriales avaló Estados Unidos e incluso llevó al poder a través de la CIA en América Latina y el resto del Tercer Mundo. En vez de las escenas de acción gigantescas del Hollywood imbécil contemporáneo, el film de Bigelow construye un relato plural/ colectivo/ en mosaico que además incluye un trasfondo humano y sobrio muy importante, esquema basado en las reacciones contradictorias de los trabajadores del sector público -los de la cúspide de la pirámide aunque también los de la base- mientras lidian con un momento crítico que parece materializar aquellos temores de un holocausto nuclear de la Guerra Fría (1945-1991), especialmente la famosa Crisis de los Misiles de Cuba de octubre de 1962, una escalada en amenazas que nos acercó como nunca a una conflagración ya abierta entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A la tensión por el peligro o hecatombe nuclear inminente se suma el suspenso en relación a la autoría del ataque, léase qué país o grupo autónomo es el responsable, y a lo que puede hacer en represalia la serie de psicópatas que controlan las elites dirigenciales de Washington D.C., en este sentido la trama exprime con perspicacia la incertidumbre sobre la posibilidad de detener el misil, dónde caerá a ciencia cierta, si siquiera detonará como se espera y/ o el rango de muertes, destrucción y zona afectada por el impacto, en función de ello se utiliza una recreación de la Batalla de Gettysburg de 1863, combate correspondiente a la Guerra de Secesión (1861-1865), como un contrapunto farsesco que subraya la cultura idiota estadounidense y su tendencia a banalizar las masacres, la historia y sus corolarios o ramificaciones en el presente, todo con la excusa de una salida ociosa de Ana Park (Greta Lee), oficial de inteligencia para Corea del Norte que efectivamente asiste a la recreación anual con su hijo, Aidan (Ezrah Lin). Mientras la oligarquía burocrática se nos aparece en un eterno plan de autopreservación, eligiendo a quiénes de cada dependencia sobrevivirán en los lugares destinados para tal fin, el opus combina el thriller político/ bélico y el terror apocalíptico y contrapone sin cesar las dos posturas en lo que atañe a la respuesta frente al misil, así nos topamos con un Brady de extrema derecha que quiere sangre y un Baerington de izquierda que pretende desescalar la contienda porque desconocen la identidad de los artífices. Estamos por lejos ante el mejor guión del asimismo productor Oppenheim, aquí mucho más que un simple reemplazo de Boal, cuyo entramado narrativo más la dirección de actores de Bigelow y la igualmente impecable edición de Kirk Baxter, ni demasiado rápida ni demasiado lenta, crean en conjunto un lienzo frenético de la paranoia y la flaqueza de una supuesta potencia mundial frente a un ataque sobre su territorio, por ello la dinámica que ofrece el film cual juego de suma cero, condenado a esa destrucción mutua asegurada de John von Neumann, se reduce primero a la rendición, sinónimo de pasividad, y segundo al suicidio, lo que se homologa a contraatacar como quieren los energúmenos marciales en su idea de desparramar misiles entre los enemigos del imperio capitalista y entes simbólicos aledaños. Incluso el final abierto es admirable, un remate que se condice con la ambigüedad y las hipótesis varias del relato, todas alrededor de nuestro misil nuclear anónimo, y que por cierto evita las moralejas o soluciones facilistas de casi todo el mainstream contemporáneo, tan globalizado como hueco en su propensión hacia los sermones y el pensamiento mágico, esa búsqueda de soluciones infantiloides para las dificultades más urgentes de la realidad…

 

Una Casa de Dinamita (A House of Dynamite, Estados Unidos, 2025)

Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Noah Oppenheim. Elenco: Idris Elba, Rebecca Ferguson, Gabriel Basso, Jared Harris, Tracy Letts, Anthony Ramos, Greta Lee, Jason Clarke, Renée Elise Goldsberry, Jonah Hauer-King. Producción: Kathryn Bigelow, Noah Oppenheim y Greg Shapiro. Duración: 115 minutos.

Puntaje: 10