Vera Cruz

Nunca confíes en nadie

Por Emiliano Fernández

A Vera Cruz (1954) hay que interpretarla como los clavos en el ataúd del western clásico, aquel de John Ford y Howard Hawks de héroes adustos pero cristalinos que brillaban por sus buenas intenciones inverosímiles dignas de la maquinaría mentirosa hollywoodense de siempre, y como una de las primeras manifestaciones de una corriente inconformista y ultra sucia que a posteriori terminaría eclosionando primero en los spaghetti westerns o westerns europeos y después en esos westerns crepusculares norteamericanos -influidos directamente por los anteriores- que se extienden hasta nuestros días, donde ya no resulta posible aquella manipulación tontuela y cándida hacia la comarca de la bondad o los principios éticos/ morales/ legales dentro de flamantes historias dominadas por la codicia o el individualismo en tiempos de transición, cuando la ley del revólver y la anarquía institucional va dejando paso al fariseísmo de los Estados modernos, la centralización de las decisiones y sus típicas fuerzas de represión en pos de eliminar a aquellas pandillas y/ o pistoleros solitarios que buscaban sobrevivir -y sacar tajada- del caos libertario de épocas muy convulsionadas. La obra maestra de Robert Aldrich, escrita por Roland Kibbee y James R. Webb a partir de una idea original de Borden Chase, anticipa ingredientes formales futuros del cine de la década del 60 como la violencia explícita y amoral, una sensualidad en verdad maquiavélica, un nihilismo todo terreno en el que las traiciones son entrecruzadas y permanentes, un egoísmo que tiende hacia la crueldad más colorida, un trasfondo plutocrático que lo domina todo, la desesperación como horizonte de los bandoleros de turno, una mentira transformada en lenguaje comunal estandarizado y finalmente una fuerte oposición entre bandos en pugna que contrarresta la ambigüedad ideológica y el “sálvese quien pueda” de unos antihéroes que a su vez cambian de facción según el mejor postor, en tanto soldados de la fortuna a los que sólo les interesa el dinero que hay detrás de cada enfrentamiento bélico o bien prosaico.

 

Asimismo hasta cierto punto una suerte de antesala conceptual de la misión suicida de Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), Vera Cruz se centra en la no tan inusual sociedad que conforman en México dos hombres, el ex soldado confederado Benjamin “Ben” Trane (Gary Cooper), quien viaja al país vecino para ofrecerse como mercenario y tratar de ganar lo suficiente para reconstruir su rancho luego de la derrota en la Guerra de Secesión (1861-1865), y Joe Erin (Burt Lancaster), un pistolero totalmente desalmado que recorre tierras aztecas y encabeza una banda de forajidos conformada por Donnegan (Ernest Borgnine), Pittsburgh (Charles Bronson), Tex (Jack Elam), Ballard (Archie Savage) y Little-Bit (James McCallion), entre otros. El telón crucial de fondo es el Segundo Imperio Mexicano (1863-1867), una aventura colonialista de parte de un Napoleón III que con el pretexto de las deudas que el Estado Mexicano tenía con Francia luego de la Guerra de Reforma o Guerra de los Tres Años (1858-1861), una contienda general entre liberales y conservadores de la que salieron victoriosos los primeros, invadió el territorio y ocupó la sede de gobierno en la Ciudad de México con la intención de construir una administración títere que ayude a los confederados norteamericanos y reduzca la influencia de los yanquis, derrocando al presidente de la república Benito Juárez e instaurando como emperador a Maximiliano I, un noble austríaco de nombre real Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena que nunca logró dominar a todo el país y que terminó siendo fusilado por los republicanos juaristas al quedarse progresivamente solo ante el fracaso confederado en la Guerra de Secesión, su antipatía para con los conservadores y el clero que en un principio lo apoyaron y sobre todo la retirada de tropas francesas de México con vistas a prepararse para lo que más tarde sería la Guerra Franco-Prusiana de 1870-1871. Es precisamente entre ambas facciones en disputa, los monárquicos y los juaristas, donde se mueve la historia principal.

 

Luego de la reglamentaria reyerta inicial entre los dos protagonistas, debido a que Erin le vende a Trane un caballo que robó a las huestes de Maximiliano I (George Macready) y así provoca que los lanceros lo persigan creyendo que es cómplice del hurto, ambos terminan con ofertas para unirse a los menesterosos juaristas, encabezados por el General Ramírez (Morris Ankrum), y los monárquicos, liderados por el Marqués Henri de Labordere (César Romero), un ayudante del emperador, optando por aceptar sumarse a este último porque les promete 50 mil dólares en oro por escoltar a la ciudad portuaria de Veracruz a la Condesa Marie Duvarre (Denise Darcel) con vistas a que se suba a un barco con destino a París, misión muy peligrosa porque deben recorrer territorio republicano. El engaño de turno es descubierto rápidamente por los señores cuando ven las marcas profundas que deja en el fango el carruaje de la fémina, como si llevase un peso mucho mayor escondido, de esta forma encuentran un compartimento secreto en el piso que atesora tres millones de dólares en oro que Maximiliano I pretende enviar a Francia para comprar el favor de ejércitos privados para así derrotar a los partidarios de Benito Juárez y mantenerse en el poder en la Ciudad de México. Ben y Joe descubren que Duvarre planea traicionar a Labordere en Las Palmas y llevarse el oro, por lo que se unen a ella pero el asunto se complica porque los juaristas meten a una espía dentro del convoy monárquico, Nina (Sara Montiel), que desea que el tesoro llegue al General Ramírez para financiar su causa. Mientras se forman dos parejas que buscan hacerse del dinero, Benjamin/ Nina y Joe/ Marie, el marqués descubre sus planes y se marcha con el botín en conflicto, circunstancia que lleva a los dos hombres a unir sus fuerzas nuevamente y a cambiar de bando al sumarse a un Ramírez que les promete 100 mil dólares del oro del emperador si pelean junto a los juaristas en la batalla final en Veracruz, no obstante el siempre codicioso Erin pretende llevarse todo para él solo.

 

Aldrich, un artesano de la violencia impiadosa que se condice con nuestra praxis cotidiana, juega en pantalla con la idea de los imperialismos entrecruzados que se mueven por detrás de los intereses en lucha y que obviamente son ecos de la brutal y recién finalizada Guerra de Corea (1950-1953), con los norteamericanos representando el sustrato bien parasitario y oportunista de su país -Ben simboliza al sur esclavista y Joe al norte más desarrollado, aunque ambos curiosamente invirtiendo los estereotipos de los rubros involucrados- y el marqués y la condesa haciendo las veces de una aristocracia decadente que no sabe cuando tirar la toalla y sigue con la idea de salvaguardar a la monarquía improvisada vernácula, esa que pondera Labordere a través de su defensa sincera de Maximiliano I, o aprovechar el caótico entorno gubernamental para saquear lo que haya disponible, estrategia de máxima de la exquisita arpía de Duvarre, una cínica con todas las letras que anhelaba “cobrarse” el ser utilizada de tapadera llevándose el tesoro en un punto intermedio del viaje a Veracruz. La historia incluso reflexiona acerca de la importancia del arsenal en cualquier batalla mediante esos flamantes y poderosos rifles Winchester de repetición -creados en 1866- que portan los miembros de la banda de Erin, fundamentales tanto para el ataque como para una eventual defensa, por ello mismo estos proto paramilitares norteamericanos se vuelven tan necesarios dentro del período del Segundo Imperio Mexicano ya que no sólo están mejor equipados sino que saben utilizar/ exprimir a estos nuevos artilugios de la muerte. Aquella honradez -entre inocente bobalicona y marcadamente chauvinista fascistoide- de los westerns de antaño, esos que sin embargo seguirían produciéndose hasta la aparición de los cambios contraculturales de los 60, aquí es sustituida por distintos niveles de una picardía bien cruenta, pensemos en la relativa humildad de un Ben que se conforma con lo que le dan los juaristas y en la ambición sin frenos de un Joe volcado al capitalismo más caníbal.

 

En lo que a la vehemencia específica de la propuesta se refiere, sobresalen momentos de extrema -y por entonces vanguardista- furia retórica como el disparo de Trane a su caballo del inicio porque tiene una pata rota, la escena en la cantina en la que el personaje de Borgnine rompe una botella para cortar a Benjamin, aquella secuencia en la que los yanquis -entre carcajadas- tienen enlazada a una mexicana cual animal, el recordado momento en que Erin hace secuestrar a unos niños locales y amenaza con matarlos a menos que Ramírez y los suyos lo dejen ir, la escena de la “profanación” del banquete/ fiesta/ baile en el palacio de Maximiliano I por parte de los forajidos y el tiro al blanco con pobres esclavos de carne y hueso, la primera arremetida de los juaristas contra la caravana y ese disparo fulminante de la condesa contra el rostro de uno de los militantes republicanos, el insistente intento de violación del personaje de Bronson sobre el de la española Montiel, aquí abriéndose camino en Hollywood, la tortura sobre ese juarista solitario que mata a tres lanceros y termina siendo objeto de un juego sádico por parte de las tropas monárquicas, los cachetazos que recibe Marie de un Joe que se da cuenta rápido de que será traicionado, el instante en que Trane le saca una bala del brazo a Erin con una navaja, y la sangrienta y anárquica batalla final en su conjunto con “bombas humanas”, cañones, granadas, una ametralladora rotativa símil aquella de La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969) y el detalle de Joe clavándole una lanza al lugarteniente del marqués, el Capitán Danette (Henry Brandon), y disparándole sin más a uno de los suyos, el afroamericano Ballard, justo antes de ser abatido en duelo por un Benjamin que luego se reúne con Nina mientras las mujeres de los caídos buscan a sus muertos. Aldrich evita las sonseras parsimoniosas del mainstream y le saca todo el jugo posible a las locaciones reales mexicanas y a la química actoral existente entre el siempre reposado Cooper y un explosivo Lancaster en verdadero estado de gracia, y entre ellos y sus respectivas contrapartes femeninas, redondeando una fábula muy amarga alrededor de la premisa de que nunca se debe confiar en nadie ya que la puñalada de la perfidia puede llegar desde cualquier dirección, planteo ideológico que influiría enormemente en el cine de otros monstruos sagrados como Sam Peckinpah y Sergio Leone, quienes no sólo utilizarían a varios de los intérpretes de Vera Cruz en sus propias películas sino que adoptarían a pleno el pragmatismo ultra feroz de estos antihéroes que buscan sobrevivir cueste lo que cueste en medio del ocaso de los cuatreros y este “amanecer” de la represión institucional moderna…

 

Vera Cruz (Estados Unidos, 1954)

Dirección: Robert Aldrich. Guión: Roland Kibbee y James R. Webb. Elenco: Gary Cooper, Burt Lancaster, Denise Darcel, César Romero, Sara Montiel, George Macready, Jack Elam, Ernest Borgnine, Morris Ankrum, Charles Bronson. Producción: James Hill. Duración: 94 minutos.

Puntaje: 10