Destino funesto le tocó a The Strokes, una banda que a principios del nuevo milenio prometía comerse la escena rockera dentro de su especialidad, léase un pop sesentoso/ setentoso con corazoncito en simultáneo garage y punk, no obstante durante su segunda década de actividad el asunto se desinfló olímpicamente al punto de generar una frustración general en prensa y público que llevó a la broma compartida -con mucho de realidad- de que el grupo se separó y lo que hoy tenemos ante nosotros es un conjunto de individualidades que se reúnen para tocar en vivo y muy de vez en cuando dejar testimonio en grabaciones de demos que nunca terminan de cocinarse del todo. Su nuevo álbum, The New Abnormal (2020), supera en parte los últimos pasos en falso pero sigue preso del mismo cansancio creativo que ha venido caracterizando a los muchachos desde ya demasiado tiempo, circunstancia que por cierto pone en perspectiva aquel verso de Red Light -perteneciente al último período valioso de la agrupación, nada menos- que nos señalaba la existencia de “una generación entera que no tiene nada para decir”, aseveración que en 2005 abarcaba a los palurdos del nuevo milenio, esos que cuentan con gran parte del saber y el arte acumulados de la humanidad a su disposición a través de la web y no saben qué corno hacer con ellos ni cómo igualar el generoso volumen de obras culturales valiosas de otras épocas… misma frase que ahora parece incluir a los músicos de The Strokes, lamentablemente, porque los susodichos también se secaron en términos compositivos luego del primer encontronazo con la fama y el prestigio de la etapa inicial de su trayectoria.
Para entender cómo llegamos a este presente hay que retroceder y sopesar el camino recorrido: Julian Casablancas (voz), Albert Hammond Jr. (guitarra), Nick Valensi (guitarra), Nikolai Fraiture (bajo) y Fabrizio Moretti (batería) empezaron su derrotero artístico con dos obras maestras al hilo, Is This It (2001) y Room on Fire (2003), con el primero siendo un pivote crucial del retro rock y con el segundo representando una amalgama entre el garage primigenio y la new wave, panorama que derivó en una evidente indecisión acerca de cuál debería ser el siguiente paso y por ello First Impressions of Earth (2005) tiraba como loco ideas en todas direcciones dentro de un marco general cercano a lo que fue el rock alternativo de la década del 90, trabajo muy interesante que sin embargo produjo un parate de seis años luego de los cuales los señores se aparecieron con el primer gran signo de crisis, Angles (2011), un disco en donde profundizaban el costado new wave de antaño y lo tiraban en parte hacia el ecosistema sonoro de The Cars, álbum de por sí flojo que desencadenó el bastante impresentable Comedown Machine (2013), una placa todavía menos inspirada a nivel de la composición y los arreglos en la que los músicos pretendían echar mano de elementos poperos ochentosos y una vibra similar al funk de Prince -y artistas semejantes- aunque en formato de banda post punk, sin por supuesto llegarle ni a los talones al afroamericano. Hasta los trabajos solistas atravesaron este periplo cuesta abajo, basta con tomar el caso del más visible de todos, Casablancas, quien pasó del jocoso y deliciosamente extravagante Phrazes for the Young (2009) a los dos discos fallidos de su banda paralela, The Voidz, el mamarrachesco Tyranny (2014), una mezcla caótica e insoportable de rock industrial, noise y psicodelia, y Virtue (2018), una obra más popera y coherente aunque muy lejos de los mejores opus de The Strokes.
The New Abnormal abre con The Adults Are Talking, típico tema ganchero de la producción reciente de la banda que puede ser más o menos agitado/ furioso/ afectado en un espectro que va desde Under Cover of Darkness hasta All the Time, ahora con una base electrónica ochentosa y los clásicos juegos de guitarras a los que recurren los neoyorquinos cuando necesitan complementar las palabras de Casablancas, hoy en torno a dos de sus grandes fetiches, el ataque contra el maquiavelismo de las elites políticas y económicas que gobiernan Estados Unidos -y buena parte del globo- y contra la hipocresía de la industria de la música que es la hipocresía del enclave del espectáculo en general, con una prensa que los acusaba en sus inicios de ser unos “chicos privilegiados” robando a grupos y solistas menos agraciados desde su cuna cuando la enorme mayoría de los periodistas comparte ese mismo origen burgués con los integrantes de The Strokes (aquí se destacan en especial el tono de voz apaciguado del cantante y los maravillosos arreglos y segmentos puramente instrumentales, cargados de una adorable simpleza en verdad digna de los primeros trabajos discográficos del quinteto).
En el lenguaje musical de la banda la correcta aunque algo rutinaria Selfless es una especie de balada popera de dependencia romántica exaltada vía un mantra melodioso y unos versos muy sencillos que señalan que la vida es corta pero vale la pena consagrarla a la amada de turno, lo que desde ya implica tácitamente ponerle “cara feliz” a la mujer por más que la sociedad no colabore en nada para mantener una disposición psicológica estable o siquiera reposada, sin duda otra de las temáticas predilectas del letrista a lo largo de su carrera de la mano de este choque entre un interior a duras penas contenido y un exterior que presiona hacia el estallido anímico o el agotamiento. La olvidable Brooklyn Bridge to Chorus, tercera canción del álbum, definitivamente llega muy tarde a ese retro disco de Daft Punk y LCD Soundsystem que a su vez han estado cultivando durante los últimos años artistas tan disímiles como Arcade Fire, en Reflektor (2013) y Everything Now (2017), y Queens of the Stone Age en su última placa, Villains (2017); en esta oportunidad con toda la faena sustentada en una línea de sintetizador a lo A-ha -pero con pulso setentoso bailable- y en nuevas arremetidas de guitarras y vocalizaciones por parte de Casablancas acerca de la prototípica apatía posmoderna, la dialéctica del encierro hogareño, esa esplendorosa libertad correspondiente a la danza improvisada, la dificultad para hacer nuevos amigos, la melancolía con respecto a las bandas desaparecidas de los 80 y finalmente alguna que otra autorreferencia en lo que atañe a la estructura misma de la canción y la necesidad de pasar al estribillo cuanto antes.
Bad Decisions, por su parte, retoma de manera explícita la melodía del hit Dancing with Myself (1980) de Gen X, la banda con la que se dio a conocer Billy Idol, para volcar la composición hacia un terreno muy semejante al punk popero de Ramones y Blondie aunque extendiendo bastante más de lo conveniente la duración general del tema, uno que no daba para más de dos minutos y monedas de repetición incesante del mismo latiguillo, “tomando malas decisiones”, y que aquí se prolonga por casi cinco minutos, planteo que por cierto licúa la fuerza infecciosa/ contagiosa que acarrea de por sí la canción a través de la sobreutilización de su leitmotiv central, ese centrado -precisamente- en el arrepentimiento por parte del narrador de sus resoluciones en cuanto a quién escuchar y a quién mandar al demonio en el contexto de una pareja que parece colapsar en tiempo real y en simultáneo al declive psicológico del propio protagonista (otra interpretación viene por el lado de la distancia entre The Strokes y sus fans, con los primeros alejándose -aunque no mucho, a decir verdad- del sonido de Is This It y Room on Fire y los segundos presionando para que regresen a los orígenes y/ o fundamentos conceptuales de su carrera). El gustito de Casablancas por los falsetes y los modismos de Prince -en parte filtrados por el Beck socarrón de Midnite Vultures (1999)- vuelve con todo en Eternal Summer, un interesante tema que por un lado recupera la melodía de The Ghost in You (1984), de The Psychedelic Furs, y por el otro desparrama bastante de aquella new wave todavía muy cercana al post punk de los primeros discos de XTC o Wire, todo en un combo de angustia existencial, cambio climático planetario y ponderación del sustrato lúdico/ fantástico de la vida en el que el cantante combina el tono tranquilo de las estrofas con un enfoque vocal más agresivo para los estribillos, generando un atractivo -e imprevisible- choque anímico de raigambre ciclotímica que es acompañado muy bien por una instrumentación que pasa de lo dulce a lo apocalíptico sin medias tintas ni grandes preámbulos.
El estupendo minimalismo sonoro de la balada At the Door puede rastrearse en canciones de antaño como Ask Me Anything, Call Me Back, 80’s Comedown Machine y Call It Fate, Call It Karma, todos coqueteos con un dream pop que en el puente hasta se unifica con un house implícito y diminuto que pronto vuelve a dar paso a una psicodelia sesentosa con mucho de proto rock progresivo y krautrock encapsulados, ahora con el vocalista entregando otro de sus lamentos semi irónicos marca registrada alrededor de los coletazos de una depresión producto de la falta de amor propio, de una aparente separación romántica y de expectativas infladas que nadie puede llegar a cumplimentar en un mundo real que exige y asfixia eliminando la colección de individualidades que lo componen en la sociedad prosaica. Para Why Are Sundays So Depressing regresan la new wave circa Room on Fire y la obsesión con los sintetizadores a lo The Cars de los muchachos, redondeando un tema correcto y no mucho más debido a que el formato ya ha sido muy trabajado -y de mejor manera- en el pasado… y más tratándose en esencia de otro flamante análisis de la soledad post ruptura y las fantasías de impronta bien lírica de un narrador que se imagina alargando los instantes previos a un (re)encuentro sexual con su otrora pareja (de todos modos, se agradecen los delicados arreglos y una buena producción general de Rick Rubin, figura eternamente polémica por su tendencia a sobreproducir los álbumes en los que participa y elevar el volumen al extremo de la estática, la pérdida de definición y esa “loudness war” subyacente, aunque hoy inusualmente medido en todo The New Abnormal). Otro tema rutinario es Not the Same Anymore, el cual -contradiciendo su título- se parece a muchas otras cosas que The Strokes ha editado en el pasado, con Casablancas para colmo ralentizando el tempo y rumiando recuerdos gastados de su infancia y adolescencia previa a su estrellato que se sienten por demás repetitivos a esta altura del partido, asimismo condimentando el asunto con su clásica autolaceración vinculada al hecho de denunciarse a sí mismo como el culpable de relaciones fracasadas, enemistades de ocasión, descalabros laborales intra familiares y vínculos rotos varios por un exceso de impetuosidad y rencor que hasta pudieron haber derivado en violencia en alguna que otra ocasión.
La melancolía acérrima de los tracks previos termina de estallar en la excelente última canción del disco, Ode to the Mets, en la que la banda recupera algo del minimalismo dream pop de At the Door y se sirve de la referencia del título a los New York Metropolitans o New York Mets, un equipo yanqui de las Grandes Ligas de Béisbol que no gana una serie mundial desde 1986, como alegoría de las esperanzas vanas que uno suele depositar en determinadas personas, situaciones o relaciones sociales/ amistosas/ románticas/ culturales/ comerciales/ laborales/ capitalistas que a corto o mediano plazo terminan derivando en decepción, el gran tópico de turno y de buena parte del disco en su conjunto porque las “pasadas de factura” hacia el entorno próximo -y no tanto- se aúnan con el masoquismo emocional de siempre de los señores, ese que a su vez nos reenvía a la desnudez y visceralidad de The Velvet Underground y al romanticismo tácito todo terreno del soul y el rhythm and blues de las décadas del 60 y 70 (temáticas colaterales como el egoísmo, la pedantería, la abulia, el fariseísmo, la traición, la autocomplacencia y un solipsismo hermanado al martirio de la “cueva aislada” también se dan cita a lo largo de los casi seis minutos de duración, con un hipnótico trabajo en guitarras y sintetizadores entrelazados que ayudan en el objetivo de imponer un trasfondo narcótico y cuasi onírico al desarrollo en general de la canción).
Ubicándose apenas por encima de una medianía que juega con el límite entre el olvido automático por reincidencia eterna sobre los mismos ejes musicales y letrísticos, por un lado, y lo mínimamente memorable a raíz de las inefables “buenas intenciones” de un grupo ya veterano pero sin ideas en verdad nuevas y a veces sin siquiera entregar una reinterpretación valiosa de lo hecho en el pasado, por el otro lado, el sexto álbum de The Strokes -el primero luego de siete años de silencio discográfico, con un detalle del cuadro Bird on Money (1981) de Jean-Michel Basquiat como portada- en suma se pasea errático por el synth-pop y es mejor que Angles y mucho mejor que Comedown Machine, pero lejos está de la experimentación y apertura estilística de First Impressions of Earth y de las cúspides creativas de Is This It y Room on Fire, tres primeros discos de los que aún sobreviven diversos recursos que se incorporaron al acervo estándar de la banda, como por ejemplo las baterías procesadas, las voces distorsionadas, los “diálogos” entre guitarras, la precisión en la estructuración de los temas, cierto dejo garage/ punk que asoma la cabeza de vez en cuando, la pretensión de construir la canción pop perfecta, la furia bizarra y experimental del post punk y finalmente el desconsuelo poliforme -y la necesidad de paz y reclusión subsiguientes- que suele provocar el contacto repetido con el mundo de nuestros días, plagado de psicópatas poderosos y tontos lambiscones que siguen a los anteriores cual perro faldero sin capacidad de ofrecer resistencia o aunque sea juzgar críticamente lo que ocurre, léase su triste sometimiento. Esta disposición siempre abierta al conflicto y el inconformismo, dos de los principales ingredientes de la idiosincrasia anárquica y aguerrida del grupo, definitivamente constituye la faceta más loable y persistente del marco conceptual/ musical de The Strokes, uno que con el transcurso del tiempo muestra un cansancio ineludible aunque continúa dando batalla sin lograr alcanzar -durante la última década, por lo menos- una cohesión que hubiese resultado ideal para llegar a un mejor puerto artístico que el que nos ofrece The New Abnormal, trabajo digno y desparejo que esperemos represente un primer paso para una futura reconversión real por parte del grupo hacia un terreno un poco más arriesgado y menos a merced de clichés formales ya ampliamente conocidos por todos.
The New Abnormal, de The Strokes (2020)
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