A pesar de que su estela de influencia eventualmente fue mucho mayor y más significativa que sus homólogas de otras vanguardias cinematográficas de su tiempo, el grueso de la ultra ignorante fauna cinéfila de nuestros días jamás escuchó hablar del realismo poético francés de la década del 30 fundamentalmente por un proceso histórico bastante paradójico que por un lado hizo que otros movimientos de aquella época sean mucho más recordados, como por ejemplo el montajismo ruso, el expresionismo alemán o el surrealismo también galo, todos un poco antes o coincidiendo en el tiempo con relación al realismo poético aunque siempre opacándolo por un carácter más pirotécnico frente al cual las sutilezas del susodicho no podían competir, y por el otro lado no se puede dejar de señalar el hecho de que la vanguardia de los 30 terminó inspirando al neorrealismo italiano correspondiente a la década del 40 y en especial la Segunda Guerra Mundial y por elevación a movimientos espejo aunque en diferido, hablamos de la Nouvelle Vague de los 50 y 60 y el Nuevo Hollywood de la década del 70, provocando una catarata de “nuevas olas” en distintos países del mundo símil reflejos del documentalismo y el hambre de realidad ponzoñosa del realismo poético, ese que sin embargo todavía se negaba a renunciar a los clásicos sets cinematográficos y el cuidado maniático en la puesta en escena, en la fotografía y en las actuaciones del elenco en general. En esencia el núcleo principal de la corriente, de la que fueron directores insignia Marcel Carné, Jean Renoir, Julien Duvivier, Pierre Chenal y Jean Vigo, se puede sintetizar en un realismo de estudios pero pegado a las desgracias populares y sus personajes habituales, léase los criminales, los exasperados, los hambrientos, los menesterosos, los marginados y los desempleados o al borde de serlo, una fauna que solía encontrarse ante alguna posibilidad de redención, ya sea amorosa o vinculada al estatus social o quizás económico, para de a poco verse regresando al inicio de la soledad y el fracaso o incluso peor, perdiendo la vida en esta epopeya prosaica empardada al martirio.
El de Carné fue un caso representativo del realismo poético llevado al extremo ya que, con la única excepción de Teresa Raquin (Thérèse Raquin, 1953), su posición como realizador fundamental de la historia del cine francés fue ganada durante aquellos años de auge de la vanguardia artística en cuestión y el período bélico inmediatamente posterior, basta con pensar en la retahíla de clásicos que entregó en la fase considerada, nos referimos a Un Drama Singular (Drôle de Drame, 1937), El Muelle de las Brumas (Le Quai des Brumes, 1938), Hotel del Norte (Hôtel du Nord, 1938), Amanece (Le Jour se Lève, 1939), Los Visitantes de la Noche (Les Visiteurs du Soir, 1942), Los Niños del Paraíso (Les Enfants du Paradis, 1945) y Las Puertas de la Noche (Les Portes de la Nuit, 1946), todas salvo Hotel del Norte escritas por Jacques Prévert, mítico poeta y dramaturgo de ideología anarquista que participó del surrealismo y ese querido Colegio de la Patafísica. El lento declive subsiguiente del realizador, prácticamente toda su carrera desde los años 50 hasta su última película, La Visita Maravillosa (La Merveilleuse Visite, 1974), se debe en simultáneo a una merma cualitativa progresiva del propio creador, el regreso con todo de la hegemonía del Hollywood hueco sobre Europa y el cambio de los gustos del público una vez que Francia y demás naciones se recuperaron del horror de la Segunda Guerra Mundial y sus años previos y posteriores, pasando de abrazar la amargura del realismo poético a reclamar más y más comedias bobas o románticas en consonancia con la bonanza económica del Estado de Bienestar, amén del hecho de que la misma Nouvelle Vague pasó a ocupar el nicho de los films de Carné y compañía desde un enfoque conceptual/ retórico/ formal más agresivo y rupturista para con el pasado, muchas veces cayendo en la contradicción de renegar del cine galo de otros tiempos sin entender que fue precisamente el que inspiró a ese neorrealismo que a su vez constituyó el faro ideológico de aquellos jóvenes de los 50 y 60, en suma un encadenamiento generacional en el que cada vanguardia se proponía como única y total.
Uno podría sucumbir en la tentación de decir que Amanece toma la forma de un proto film noir de su tiempo y si bien es cierto que está más cerca del sustrato lúgubre y la sordidez de El Muelle de las Brumas, aquel exponente indisimulable del policial negro más primigenio, que del drama criminal/ romántico clásico de Hotel del Norte y Las Puertas de la Noche, a decir verdad la propuesta que nos concierne reproduce el esquema melodramático aciago paradigmático del realismo poético y además se puede aseverar que llaman la atención las similitudes estructurales de la historia con aquellas equivalentes de Lolita (1955), célebre novela de Vladimir Nabokov, y por supuesto su adaptación cinematográfica de 1962 a cargo de Stanley Kubrick y asimismo escrita por el autor del libro, quien definitivamente tomó nota del formato de dos machos peleándose por el amor de una ninfa, uno apasionado al extremo y el otro un cínico que pretende corromperla y hasta le traslada algo de su apego por las mentirillas y los engaños del corazón y de los otros, incluso con el varón fogoso asesinando a su contrincante con un arma de fuego y presentándonos toda la historia a continuación como un largo racconto o narración retrospectiva. François (Jean Gabin), obrero treintañero de una fundición que baña con arena distintas piezas metálicas, mata de un disparo en su hogar a Valentín (Jules Berry), un cruel, veterano y maquiavélico domador de perros al que le gustan las mujeres mucho menores, lo que genera un asedio policial permanente con disparos esporádicos contra el frente del edificio y la puerta de entrada del departamento de turno. De a poco François recuerda cómo llegó a este punto, empezando por su amor por una empleada de una florería, Françoise (Jacqueline Laurent), con la que un día comenzó a charlar cuando llegó a la fundición para entregar unas flores a la esposa del subdirector, catalizador de un romance basado en las similitudes de ambos nombres y un pasado de huérfanos en común. No obstante la chica, de 20 años, prefiere la compañía de Valentín y así lleva al proletario a los brazos de Clara (Léonie Marie Julie Bathiat alias Arletty, aquí ofreciendo uno de los primeros desnudos del cine mainstream de su tiempo, inicialmente censurado por el gobierno títere nazi de la Francia de Vichy), pareja del anterior y su asistente en los shows de variedades que realizan durante las noches en un teatro parisino. Sin que ninguna de las relaciones se corte o se consolide del todo, Clara se muda a un hotel enfrente al hogar de un François que sigue viendo a la veinteañera, la cual le confirma que Valentín es un mentiroso compulsivo y que no debe creerle nada de lo que le diga, sobre todo eso de que el domador es el padre de ella. Eventualmente Valentín reconoce el embuste frente al obrero y comienza a presionarlo haciendo insinuaciones sobre sus encuentros sexuales con la muchacha para crispar sus celos, una movida que tiene que ver con la derrota simbólica del veterano y su necesidad de revancha ya que Françoise se asume como enamorada de su casi tocayo y dispuesta a casarse con él. Luego de dejar una pistola arriba de una mesa porque pretendía matarlo pero sin contar con el valor suficiente, el domador de hecho se gana la muerte y su verdugo se suicida con una bala en el corazón.
Como siempre ocurría en los guiones de Prévert, el trasfondo conceptual de esta trágica figura de cuatro vértices está insinuado a través de los detalles, consideremos la picardía algo redundante y típica del vulgo de François de prometerle a la empleada de la florería llevarla al campo para recoger lilas en Pascua, durante la fase inicial de la relación, para luego preguntarle, cuando ella le recuerda sus dichos, si no tiene suficientes flores a su alrededor en su trabajo, ya más avanzado el vínculo, a lo que ella responde que prefiere las salvajes en detrimento de esas de invernadero que vende a diario, alegoría a su vez acerca de la resolución final de ella de elegir al rústico proletario por sobre el burgués del ámbito del entretenimiento masivo de entonces, el cual -como señalábamos con anterioridad- algo de su cinismo le contagia porque en el momento de confirmar su cariño hacia François ella le entrega como regalo un medallón italiano símil baratija diciéndole que siempre lo llevó consigo cuando en realidad se lo había dado Valentín, alto farsante que tiene toda una colección comprada al por mayor que utiliza de obsequios para cada una de sus conquistas románticas, algo que después le aclara con lujo de detalles Clara, quien le muestra hasta qué punto el amor puede ser impostado, intercambiable y homologado al puro sexo y nada más. En contraposición al episodio del medallón, metáfora del carácter mendaz y a veces muy malsano de los seres humanos, tenemos el gesto hiper infantil del obrero de llevarse consigo, en uno de sus encuentros con Françoise de la fase inicial del cariño, un oso de peluche de ella al que le falta una oreja, excusa para que la chica compare al treintañero con el amigo de felpa afirmando que tiene un ojo alegre y el otro un poco triste, descripción que el hombre con honestidad reconoce como acertada y precisamente por ello opta por robarle el muñeco, amén de la idea de retenerlo hasta una futura cita con la mujer. El personaje de la estupenda Arletty, una socia habitual de Carné al igual que el extraordinario Gabin, toma la forma tanto de una figura semi maternal para los jóvenes, anticipándose a cada movida anímica de François y hasta reconfortando a una Françoise que en las postrimerías del relato delira de culpa tangencial por el homicidio, como de la férrea voz de la experiencia, ya conociendo de primera mano el triste destino de explotación que le hubiese tocado a la florista si siguiese con Valentín, quien quema las patas de los perros para luego pegarles con el látigo durante la función para que lo obedezcan, y disfrutando de la compañía del obrero aunque sin llegar a enamorarse del todo, señor que corta la relación y curiosamente se muestra más afectado por ello que Clara, todo cuando Françoise pretende hacer lo propio con Valentín, eje del conflicto del desenlace/ principio entre los dos machos. Desde la apertura con la música ominosa de Maurice Jaubert y Valentín rodando por las escaleras hasta el final con el gas lacrimógeno arrojado inútilmente desde el techo porque François yace muerto, todo coronado por la aparición de la luz del sol y la bella y cuasi fantasmal fotografía de Philippe Agostini, André Bac, Albert Viguier y Curt Courant, Amanece hace gala de un fatalismo frágil y gloriosamente lírico que no pide permiso ni perdón a nadie…
Amanece (Le Jour se Lève, Francia, 1939)
Dirección: Marcel Carné. Guión: Jacques Prévert y Jacques Viot. Elenco: Jean Gabin, Jules Berry, Arletty, Jacqueline Laurent, Mady Berry, René Génin, Arthur Devère, René Bergeron, Bernard Blier, Marcel Pérès. Producción: Jean-Pierre Frogerais. Duración: 91 minutos.