Alien (1979), de Ridley Scott:
RESCATES
Más allá de su condición de ser un remix de ideas provenientes de The Thing from Another World (1951), Forbidden Planet (1956), It! The Terror from Beyond Space (1958) y Planet of the Vampires (Terrore Nello Spazio, 1965), todo asimismo ejecutado por el equipo creativo/ técnico que Alejandro Jodorowsky ensambló para su fallida adaptación de mediados de la década del 70 de Dune, la legendaria novela de 1965 de Frank Herbert, faena retratada en el excelente documental Jodorowsky’s Dune (2013), en realidad Alien (1979) significó un quiebre para con la ciencia ficción y el horror de antaño por dos razones estrechamente relacionadas, a saber: por un lado la película aportó una de las visiones más precisas y realistas de lo que en la praxis podría llegar a ser este improbable encuentro entre los humanos y una criatura extraterrestre sanguinaria imparable (el cuidado por el detalle y la renuncia a las caricaturas inocentonas de la fantasía del pasado funciona en consonancia con los preceptos centrales del Nuevo Hollywood del período, fundamentalmente vinculados a repensar los engranajes de los géneros clásicos desde una mundanidad trágica capitalista que todo lo consume, abandonando las sandeces sociales derechosas que edificó el sistema de estudios de los 60 hacia atrás), y por otro lado el film constituyó una de las primeras expresiones de una ciencia ficción obrerista en el espacio en lo que al séptimo arte se refiere (la nave de turno, el Nostromo, un carguero espacial en pleno regreso a la Tierra con 20 millones de toneladas de minerales para refinar, en términos estéticos y conceptuales parece una fábrica itinerante de la Revolución Industrial del Reino Unido de los Siglos XVIII y XIX, a su vez con una subestructuración de clases sociales según la tarea asignada a cada individuo por la firma sin nombre que controla el destino de todos ellos). Así las cosas, a bordo tenemos a una suerte de dirigencia compuesta por el Capitán Dallas (Tom Skerritt), el Oficial Ejecutivo Kane (John Hurt) y la Oficial Ripley (Sigourney Weaver), una burguesía que se reduce a la Navegante Lambert (Veronica Cartwright) y el Oficial Científico Ash (Ian Holm), y finalmente un lumpenproletariado menesteroso constituido por los Ingenieros Parker (Yaphet Kotto) y Brett (Harry Dean Stanton), quienes reclaman primas salariales por la generosa acumulación de tareas -como si se tratase de delegados sindicales- y en esencia se la pasan confinados dentro del equivalente a un “cuarto de máquinas” mientras el resto reposa cómodo en el puente de mando. La historia es harto conocida: los siete tripulantes son despertados de su estado criogénico -faltando todavía un largo periplo a la Tierra- por la computadora central, Madre (voz de Helen Horton), al recibir una transmisión que en un principio parece ser un S.O.S. pero luego resulta ser una señal de advertencia proveniente de un planetoide, en el que aterrizan por una directiva de la compañía empleadora/ propietaria del Nostromo orientada a investigar toda transmisión desconocida de origen inteligente o siquiera orgánica. En la exploración sobre lo que parece ser un páramo inerte encuentran un vehículo interestelar gigantesco en ruinas que en algún momento fue comandado por enormes seres de pesadilla hoy fosilizados, con el pobre de Kane llevándose la peor parte cuando el susodicho descubre una sala llena de huevos verdosos prominentes y uno de ellos se abre para liberar a una criatura que rompe su casco de astronauta y se sujeta con furia a su cabeza con brazos cual pulpo. De regreso a la nave, la entidad termina muriendo pero “embaraza” en el trajín al Oficial Ejecutivo, el cual da a luz -abdomen estallado de por medio durante un almuerzo en conjunto- al espeluznante monstruo que todos conocemos, ese creado por H.R. Giger y construido por Carlo Rambaldi a partir de la paradoja de una cabeza bien fálica y una boca bien vaginal. La muerte de cada uno de los personajes a manos del alienígena, muy en línea con Eran Diez Indiecitos (Ten Little Niggers, 1939) de Agatha Christie, va dando forma de a poco a la figura heroica de Ripley tanto por eliminación de opciones alternativas como por méritos propios en la comarca de enfrentar al “problemilla” con astucia y sagacidad, enfatizando aquello de que la fuerza masculina no lo resuelve todo cuando de psicópatas animalizados indestructibles hablamos. El film de Ridley Scott, quien venía de la excelente The Duellists (1977) y a posteriori entregaría otra obra maestra de la ciencia ficción protocyberpunk, Blade Runner (1982), juega sin medias tintas con la metáfora del predador sexual recargado y la división tajante profesional/ laboral dentro del carguero, debido a que lo que le interesa al genial Dan O’Bannon, autor del guión y de la historia original junto a Ronald Shusett, es por un lado examinar la claustrofobia en un ambiente hermético cual relación romántica malsana que va cobrando sus distintas víctimas con el transcurrir del metraje, y por otro lado sopesar la estratificación social del Nostromo y la “viveza callejera” de personajes como Parker, Brett y la propia Ripley en oposición a la histeria burguesa de Lambert, el pragmatismo burocrático de Dallas y la frialdad todo terreno de Kane y Ash; siendo este último un personaje sin duda central en la denuncia del corporativismo salvaje, codicioso y mezquino de fondo porque -recordemos- el Oficial Científico resulta ser un robot que actúa como representante directo de los intereses de la empresa, vinculados a proteger al alien homicida -a expensas de toda la tripulación, si es necesario- para llevarlo a la Tierra y utilizarlo en esa “División de Armamento” a la que se refiere Ripley luego de que Parker y Lambert destruyesen al androide (de hecho, y para ser más precisos, es Ash el que permite entrar a la nave al bicho del demonio contrariando la opinión del personaje de la siempre carismática Weaver). Incluso dejando de lado este insólito sustrato ideológico de izquierda tratándose de una obra mainstream hollywoodense, el opus es además un verdadero prodigio del suspenso ya que logra atraparnos como espectadores de la misma forma en que los protagonistas están atrapados en su prisión/ lata de sardinas cósmica junto al engendro de turno, uno que tiene ácido por sangre, gusta de meter en capullos repugnantes a los apetitosos humanos y hasta posee otra boca dentro de su boca; a lo que por cierto se suma el extraordinario trabajo de Chris Foss, Jean Giraud alias Moebius, Giger y el propio O’Bannon -todos otrora colaboradores de Jodorowsky- en lo referido al diseño en general del planetoide, sus ruinas lovecraftianas, los vehículos auxiliares del Nostromo y esos interiores decadentes fabriles que revolucionarían el look de las naves espaciales y pasarían a complementar en propuestas futuras el dejo marcadamente infantil/ adolescente de Star Wars (1977), cuyo corazoncito cercano al western aquí es reconvertido en una aventura de terror puro y duro que no perdona a nadie en su mustia y apasionante crueldad. Sin olvidarnos de la excelente partitura de Jerry Goldsmith y el glorioso desempeño en fotografía de Derek Vanlint con la decisiva intervención del mismo Scott, todos profesionales de probada valía, la película no sólo pondría el mojón fundamental para una extensa franquicia en la que únicamente la primera secuela, la mítica Aliens (1986) de James Cameron, estaría a la altura de la original, sino que también establecería un nuevo techo en materia de la descripción del agobio, frustración, demencia y maquiavelismo que se pueden dar en el contexto de la voracidad capitalista y su tendencia a metamorfosear cualquier cosa o ser en una mercancía a la cual explotar hasta sus últimas consecuencias, dejando de lado cualquier noción ética, humanista o procedimental estándar.
Stan & Ollie (2018), de Jon S. Baird:
PELÍCULAS SOBRE PELÍCULAS
Para lo que suele ser el paupérrimo nivel cualitativo promedio del cine contemporáneo, sinceramente Stan & Ollie (2018) es toda una anomalía porque la película va más allá del típico retrato de época y la descripción del legendario dúo cómico de turno, los entrañables Stan Laurel y Oliver Hardy, porque consigue reconstruir con esmero y una enorme eficacia -escapándole a la mímica inerte actual- el tipo de humor que los caracterizaba, ese ingenuo con una impronta paradójicamente sardónica, con el agregado de que la faena en su conjunto funciona como uno de los homenajes más cariñosos y sensatos que haya dado el mainstream anglosajón en mucho tiempo. El guión de Jeff Pope, todo un fanático y conocedor de la carrera, vida e ideario de los señores, comienza en 1937, cuando el británico Stan (Steve Coogan) y el norteamericano Oliver (John C. Reilly) están en la cima de una popularidad internacional que se remonta a la década previa, cuando empezaron a trabajar en cortos, mediometrajes y largos financiados por el productor Hal Roach (Danny Huston) y distribuidos por la Metro Goldwyn Mayer. Stan, máximo responsable del pulido de los guiones de la etapa para los proyectos de la dupla, y Oliver, con una faceta en la realidad más en segundo plano dominada por su amor por el golf y su adicción a apostar en las carreras de caballos, se llevan muy bien entre sí pero discrepan en torno a cómo encarar la reticencia de Roach a pagarles más, en función del éxito de sus obras, y a otorgarles la autoría intelectual/ legal de las mismas, algo de lo que disfrutaba -por ejemplo- Charles Chaplin, otra figura mítica de la comedia que se adaptó sin mayores problemas a la metamorfosis del cine mudo al sonoro: la confrontación abierta que plantea Stan no tiene nada que ver con la sumisión de Oliver, lo que termina generando que el primero sea echado por Roach y el segundo filme un largometraje -bajo el emparo de Hal- en el que se reemplazaba a Laurel con Harry Langdon (Richard Cant), Zenobia (1939), lo que despertó un más que comprensible recelo por parte de un Stan muy frustrado que sentía que no poseía el verdadero control sobre su trabajo ni se le estaba dando el merecido crédito. Dieciséis años más tarde, el dúo se vuelve a reunir, ya avejentado y con una popularidad en declive, para realizar una gira de presentaciones teatrales por el Reino Unido de 1953, esta vez trabajando para el empresario del rubro Bernard Delfont (Rufus Jones) con el sueño de fondo de retomar la carrera cinematográfica gracias a lo que parece ser el proyecto de una nueva realización, parodiando la historia de Robin Hood y financiada por un tal Señor Miffin, un personaje bastante esquivo con el que Laurel no puede comunicarse durante el tour. A pesar de que las funciones comienzan con una baja concurrencia por parte del público, Delfont convence a los dos veteranos para que participen en eventos publicitarios e institucionales varios con vistas a que sus fans sepan que han vuelto a las andadas, lo que eventualmente repercute de forma positiva atrayendo más gente y preparando el terreno para los shows en Londres, momento en el que arriban desde Estados Unidos las esposas de los cómicos, la ex secretaria Lucille Hardy (Shirley Henderson) y la ex bailarina Ida Kitaeva Laurel (Nina Arianda), dos mujeres que no se llevan para nada bien y que se toleran recíprocamente por el amor que las une a sus maridos y la necesidad económica en sí de volver a trabajar. Cuando una asistente de Miffin le confirma a Stan que no se pudo reunir los fondos necesarios para la película de regreso, Laurel decide ocultarle el hecho a Hardy aunque de todas formas terminan peleando en una fiesta posterior a una función teatral londinense por las diferencias de carácter de ambos y el viejo temita de Zenobia, lo que Stan sigue considerando una traición por parte de su amigo/ colega, quien debió rodar el film en cuestión ya que todavía estaba bajo el pesado yugo del contrato con Roach. La reconciliación llegará más adelante cuando Oliver sufra un leve ataque cardíaco y llegue la hora de refundar el compañerismo profesional a la sombra del retiro definitivo de los dos protagonistas. El director Jon S. Baird, aquel de las interesantes Cass (2008) y Filth (2013), consigue trabajos geniales y verdaderamente sentidos de Coogan, aquí con lentes de contacto azules, y Reilly, con prótesis sobre su rostro y cuerpo para similar una mayor corpulencia; interpretaciones que conforman el alma del proyecto a la par de la historia craneada por Pope, el que fuera el guionista de las maravillosas The Last Hangman (2005) y Philomena (2013), en esta ocasión luciéndose con diálogos muy certeros que subrayan en simultáneo la melancolía, la destreza mental, el sarcasmo, la sabiduría, el sentido del absurdo, la insolencia y la rapidez de Laurel y Hardy o “El Gordo y el Flaco”, como se los conoció en Hispanoamérica (en este sentido vale recordar que sus películas fueron dobladas por ellos mismos al alemán, francés, italiano y castellano, toda una proeza para aquella etapa que les retribuyó con una inmensa fama a lo largo del globo como casi ninguna otra propuesta anglosajona pudo lograr). En síntesis, Stan & Ollie desarma la rapacidad de la industria del espectáculo, con productores codiciosos que manipulan de manera cotidiana, y la ignorancia de un público atolondrado -y consumido por el inmundo culto a la celebridad- que no puede distinguir la sonrisa del llanto, pensemos para el caso en la escena de la pelea entre ambos y unos testigos que se ríen como si se tratase de otra rutina más, abriéndose camino como un opus chiquito, bello y encantador con un corazón esplendoroso capaz de comprender la complejidad de sus criaturas y echar mano de esas contradicciones tan humanas como necesarias en lo que al desarrollo narrativo/ psicológico/ formal se refiere.
Swing Kids (Seuwingkizeu, 2018), de Kang Hyeong-cheol:
NOCTURNA
Que el cine surcoreano de las últimas dos décadas es una usina esplendorosa de talentos y extraordinarias películas de género no es ninguna novedad a esta altura del partido, lo curioso es que desde el país asiático siguen lanzando obras atendibles con una regularidad muy inusual en nuestros días de repetición mainstream y pocas ideas novedosas incluso en la comarca indie: los films de la nueva camada de realizadores, si bien no llegan al nivel de calidad de los opus de -por ejemplo- Park Chan-wook, Bong Joon-ho, Kim Jee-woon, Na Hong-jin y Lee Jeong-beom, poseen el encanto del baluarte popular con carnadura y desde ya cuentan con esa efervescencia discursiva altisonante -y en lo que a una combinación algo demencial de géneros se refiere, interpretada desde nuestros ojos occidentales- típica de casi todas las cinematografías nacionales de Asia, enclaves mucho más abiertos y menos fundamentalistas que los del resto del mundo en materia de la construcción formal de las películas según la colección de “cajones conceptuales” de turno, esos en los que tantos artistas de hoy en día gustan encerrarse vía un conservadurismo que muy pronto termina siendo contraproducente en términos de originalidad o una mínima novedad incipiente. Swing Kids (Seuwingkizeu, 2018), dirigida y escrita por Kang Hyeong-cheol, respeta este mismo camino de ruptura permanente y algarabía genérica presentándonos de manera intercalada elementos/ características propias de los musicales, la comedia costumbrista, los relatos bélicos, el humor absurdo, los dramas de campos de concentración, el surrealismo y hasta las alegorías sobre el pacifismo y el respeto entre diferentes al punto de tratar de reconciliar posiciones opuestas y bien agresivas con pocas chances a priori de llegar a un acuerdo; siendo este último punto un elemento central del cine surcoreano desde siempre o más específicamente desde la división del país posterior a la Segunda Guerra Mundial, con una Corea del Norte bajo el influjo de la República Popular China y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y una Corea del Sur controlada por Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría. La historia de base es muy sencilla y nos sitúa en 1951 en el Campo de Prisioneros de Guerra Geoje-do, unas barracas improvisadas por los yanquis en el extremo sur insular del territorio para albergar a los combatientes del norte que iban capturando con el correr de los enfrentamientos, un lugar famoso por los múltiples conflictos que se desencadenaron en función de las disputas ideológicas/ de poder intra campo entre aquellos soldados norcoreanos que deseaban volver a su nación al finalizar el conflicto, aquellos otros que pretendían quedarse en Corea del Sur, las tropas chinas que peleaban codo a codo con los comunistas y una dirigencia militar norteamericana que cometía tantas barbaridades como las facciones previas y en esencia no sabía cómo resolver las reyertas acumuladas vía una convivencia siempre a punto de estallar. Para evitar futuros alzamientos y aplacar los ánimos, la nueva autoridad de Geoje-do, el maquiavélico Brigadier General Roberts (Ross Kettle), decide encargarle al Sargento Jackson (Jared Grimes), un afroamericano que supo bailar en Broadway antes de la guerra, la tarea de crear un grupo de bailarines de tap/ claqué -seleccionados entre los prisioneros- con el objetivo de montar un show especial en Navidad y dar la imagen de control total estadounidense sobre los reclusos, sumisión simbolizada en el “detalle” de norcoreanos bailando una danza típica del gigante imperial capitalista. Así las cosas, Jackson elige a Roh Ki-soo (Do Kyung-soo), un fanático comunista que es considerado un héroe por sus camaradas, Kang Byung-sam (Oh Jung-se), un hombre obsesionado con hacerse famoso para encontrar a su esposa desaparecida en los tumultos bélicos, Xiao Pang (Kim Min-ho), un chino con talento para el baile aunque arrastrando un sobrepeso que lo limita, y Yang Pan-rae (Park Hye-su), una joven civil que desea ganar unos dólares con la danza para poder comer regularmente todos los días. La propuesta combina la alegría que le genera el tap a los protagonistas con el trasfondo pesadillesco del campo en sí, uno enmarcado en luchas y venganzas cíclicas entre yanquis y coreanos, entre partidarios capitalistas y comunistas, entre chinos y coreanos, y finalmente entre distintas facciones internas de cada grupo que se disputan el control de la falange en cuestión. A pesar de que la obra de Kang, conocido sobre todo por comedias muy exitosas en su país como Scandal Makers (Kwa-sok-seu-kaen-deul, 2008) y Sunny (Sseo-ni, 2011), toma ingredientes varios de clásicos del rubro del encierro bélico y la exasperación profesional como Stalag 17 (1953), The Bridge on the River Kwai (1957), MASH (1970), Victory (1981) y hasta Merry Christmas Mr. Lawrence (1983), lo cierto es que apunta a crear una coctelera despampanante de géneros reforzando la idea del sustrato agridulce de la existencia bajo la dinámica de la invasión imperialista (todos disfrutan de los productos, la cultura y los alimentos de Estados Unidos pero el ejército nunca deja de ser una fuerza extranjera despiadada de ocupación) y dentro de los cánones de la misma conflagración del momento (las escaramuzas son generalizadas y cada miembro del pequeño colectivo de bailarines -especialmente Roh, cuyas afiliaciones con el mando comunista son mayores y por ello la culpa está a flor de piel- se ve tironeado o para abandonar los sueños del tap o para trastocarlos en movidas/ atentados terroristas que no sólo los harían estallar por los aires sino que pondrían en peligro a los compañeros bailarines). La película a veces se pasa de ambiciosa y da demasiadas vueltas en función de un derrotero en verdad bizarro y laberíntico, no obstante el diseño de producción de Park Il-hyun, la fotografía de Kim Ji-yong y el desempeño del elenco en su conjunto resultan magistrales, logrando fascinar al espectador incluso en los pasajes más desconcertantes y freaks de un film que sabe incorporar los números musicales de manera relativamente natural -“natural” para el nivel asiático, por supuesto- al devenir retórico más macro. El cariño por los personajes, dentro de esta arquitectura de relato coral, jamás descuida la violencia, manipulación, injusticas, psicopatía y los atropellos de Geoje-do, un campo en el que las contradicciones son la única regla y por ello mismo no se siente forzado el esquema mutable empleado por el realizador para retratar semejante atolladero de mentiras, traiciones y ajustes de cuentas superpuestos. En última instancia Swing Kids es un homenaje encantador, anárquico y certero -de esos que los estadounidenses ya ni saben ni quieren hacer- a la capacidad del arte humanista y de compromiso social para liberarnos del yugo de la rutina castradora y derribar barreras culturales, raciales, ideológicas, procedimentales y necias/ huecas en general, subrayando que la riqueza de lo bello cultural está por encima de todas las rencillas patéticas cotidianas de los déspotas brutales y sus burócratas, sicarios y tristes perros falderos de distinto orden.